domingo, 5 de junio de 2016

El balneario de la Puda (Banyoles). Lo que fue y no volverá a ser

 
En 1965 conocí el balneario de La Puda, cerca de Banyoles. Tenía 13 años y pasamos el verano en aquella localidad. La noticia de aquel verano que sacudió la minúscula colonia de veraneantes, fue que un joven se había ahogado en el lago. Pasé unos días después por allí y su padre todavía estaba silencioso y meditabundo sentado ante las aguas negras del lago. Se me quedó grabada aquella imagen de tristeza y abatimiento.

Bordeando el lago, llegamos al balneario de la Puda. Allí manaba una fuente, la Font Pudosa que en catalán, quiere decir algo así como “fuente maloliente”. Aquel lugar visitado por fanáticos del termalismo y de la hidroterapia (que en Cataluña se contaban a miles empezando por el arquitecto Antoni Gaudí o el frenólogo Mariano Cubí). Nunca había estado en ningún balneario. Me llamó la atención aquel olor a bomba fétida que lo impregnaba todo. Si bebías un vaso de aquella agua era como si te tragaras una caja de bombas fétidas. Eran aguas sulfurosas y carbonatadas, buenas para enfermedades de los huesos, reúmas, y para aliviar dermatitis y otros problemas de la piel. La humedad pegajosa del ambiente, agravada por el sol de plomo de una tarde de verano, parecía acentuar aquel olor pestilente que lo impregnaba todo.


Cuando fui por primera vez al balneario de La Puda, a menos de doscientos metros del lago de Banyoles, los momentos de esplendor del lugar ya habían pasado. Su ciclo duró algo menos de cien años: de 1862, cuando se construyó, hasta los años 50 del siglo XX, cuando cerró sus puertas. Quedaron, sin embargo, abiertas algunas dependencias del lugar, próximas a la fuente, en donde era posible beber agua de la fuente y adquirir unos dulces que hacían allí y que, por chocante que parezca, recibían el nombre de “gazpachos”, aunque fueron lo más parecidos a los tradicionales carquiñolis. Nunca he podido explicarme el motivo.

Nunca más volví. Desde aquel primer viaje, han pasado exactamente cincuenta años. Tampoco es tanto. De aquel lugar quedan solo ruinas. Terribles, siniestras, sombrías. Lo que hasta 1959 fueron cabinas con bañeras para la inmersión en las aguas sulfurosas, hoy no quedan ni los marcos de las puertas. Las baldosas de las paredes y del suelo han sido arrancadas. Donde en otro tiempo hubo la fuente, hay solamente una A de “anarquía” y poco más. Hay que caminar con cuidado. El techo puede hundirse en cualquier momento. Todo está tapiado, claro, pero quien se obstina en entrar puede hacerlo sin muchas dificultades. Lo que queda del interior son piedras pútridas, a veces recubiertas de musgo, no hay ningún cristal que haya resistido el tiempo, vegetación inmunda e insectos infames pueblan en lugar. Aquel olor nauseabundo pero curativo, se ha disipado. Ignoro si la fuente se secó o, simplemente, la secaron. Los desconchados de paredes hacen peligroso acercarse a ellas. Musgos y líquenes infectos parecen reconstruir los paisajes minuciosamente descritos por Lovecraft como si hubiera viajado en sueños a este lugar maldito.

He buscado imágenes de La Puda de los “buenos viejos tiempos”. Me he encontrado quizás del primer “novecento”. Un grupo de niños, con sus madres e incluso con un agente de la autoridad y en segunda fila con varios camareros del balneario mira a la cámara. Todos deben haber muerto. La niña más joven debería tener hoy en torno a 120 años y de seguir viva gozaría de la fama mediática que se concede a las excepcionalidades. Es terrible ver uno de estos documentos gráficos y saber que no puedes ya preguntar a nadie cómo era aquella época y si sintieron la misma repugnancia que yo ante aquellas aguas sulfurosas.


La Puda es solamente un recuerdo. Una sensación y unas imágenes. Lo que queda de ella, en la actualidad, no son más que ruinas. El testimonio más rotundo de un tiempo que quedó atrás y, como todo lo que es historia, jamás vuelve.

 

 


No sé lo que es la nostalgia. Cuando llegué la primera vez a Banyoles, allá por el 64, ya tenía muy claro lo que era la vida, algo pasajero y fugaz. Sabía que yo también crecería, envejecería y moriría. Luego, cuando conocí el budismo tibetano y más tarde el zen, estas doctrinas sintonizaron con mi interior porque me decían algo que ya había experimentado cuando tenía 13 años: que todo en la vida eran experiencias y que solamente valía la pena vivir si el número de experiencias que atravesabas te podía enseñar algo. La visita de hoy al balneario de La Puda me ha servido para revalidad aquellas convicciones: ni te alegres por tu suerte, ni te desesperes por tu desgracia. Todo cambia, para bien o para mal. Y, al final, siempre encuentras ruinas, desolación y finales sombríos. Pero en aquellas ruinas hay también algo bello: la notificación del final de una época y del principio de otra.