lunes, 31 de diciembre de 2012

QUE EN 2013 LA FUERZA Y EL HONOR OS ACOMPAÑEN

 

El Ángel de las Horas (o El Ángel del Cuadrante Solar) en la fachada Sur de la Catedral de Chartres. A la izquierda el original del siglo XIII cincelado por los compagnons. A la derecha el cincelado 700 años después cincelado por los mismos compagnons. Esta es mi Tradición. 

miércoles, 26 de diciembre de 2012

RENOVAR LA IDEA DE ESPAÑA (V de V). EN TORNO AL CATOLICISMO Y A LOS MITOS CULTURALES


Terminamos la serie sobre la "renovación de España" con estos dos capítulos que, a pesar de ser difíciles de abordar, polémicos y conflictivos, tienen una importancia crucial para agotar la temática: ambos capítulos aluden al catolicismo en España, a su presente y a su futuro, así como a las orientaciones culturales necesarias para una reconstrucción nacional.

7) Iberismo y catolicismo

En otro tiempo hubiera sido posible decir que el Iberismo, a ambos lados del Atlántico, sería “católico”. Pero hoy eso es ya imposible y no sería razonable partir de una base falsa como trampolín para la regeneración nacional. La pérdida de influencia de la Iglesia Católica, su fragmentación en distintos grupos interiores (Opus Dei, Comunión y Liberación, neocatecumenales, legionarios de Cristo, Yunque, etcétera, etcétera) que han sustituido lo que representaba la tradición de las viejas órdenes religiosas (benedictinos, franciscanos, dominicos, jesuitas) invadiendo los espacios hasta ahora reservados al clero diocesano (que han podido ocupar por la debilidad creciente de éste y la falta de vocaciones), el desmantelamiento de los ritos y de la liturgia que tuvieron lugar después del Concilio Vaticano II, la renuncia a las propias tradiciones y el no haber estado en condiciones de encabezar una respuesta “espiritual” a la ofensiva del materialismo moderno, todo ello ha hecho que le Iglesia española haya perdido en los último 50 años la mayor parte de su capital humano y que ni siquiera esté asegurado el reemplazo en los seminarios que garantizaría la preparación constante de “pastores” para la Iglesia. El hecho mismo de que en los conventos femeninos la inmensa mayoría de miembros sea de origen asiático o africano, indica a las claras el nivel de descomposición en el que se encuentra la Iglesia española. Ni siquiera la llegada masiva de inmigrantes andinos ha reforzado, como creían inicialmente desde la jerarquía, al catolicismo español, sino que ha servido para reforzar precisamente a las sectas religiosas evangélicas y a las confesiones protestantes mucho más que al catolicismo local (lo que, por lo demás, demuestra así mismo la crisis del catolicismo iberoamericano que no ha podido soportar la desmovilización que supuso la teología de la liberación en los años 70-80).


Pensar que el catolicismo puede volver a ser el eje en torno al cual se polaricen fuerzas para reemprender una reconquista espiritual y material de España y para alumbrar los caminos de su reconstrucción, supone hoy una forma de idealismo que jamás podrá concretarse: puede ser que satisfaga a los católicos y a su particular visión de la vida y de la escatología, pero no desde luego a los que no tienen la fe en la doctrina de la Iglesia. El ciclo de la Iglesia Católica parece haberse agotado y no se ve de que manera podría reactualizarse y recuperar una iniciativa que perdió desde principios de los años 60 incluso en España.

Por otra parte, es preciso negar un error habitualmente presente en las concepciones que se han forjado de España desde el último tercio del siglo XIX: España no empieza con la conversión de Recaredo, es decir, con el momento en el que el Reino Visigodo de España empieza a ser formalmente católico. España (Hispania, Hesperia) es preexistente a la aparición del cristianismo, se inicia cuando con los primeros pobladores de la península que, si bien no pudieron tener jamás la conciencia de la nacionalidad, si, al menos, eran vistos desde fuera de la península como un conjunto de pueblos con destino común. Y, por lo mismo, España sobrevive a la desaparición del catolicismo como fuerza hegemónica en la cultura española (lo que ocurrió progresivamente a partir de principios de los años 60). Reducir la historia de España al catolicismo es acotar un segmento de una línea histórica mucho más amplia: antes de la llegada del cristianismo y hoy cuando está en crisis irreversible.

A este respecto, vale la pena recordar que España se desangró en defensa de la fe y en su difusión en el nuevo mundo en los siglos XVI-XVII. Si el Imperio Español es radicalmente diferente del británico es precisamente porque estuvo propulsado por la difusión del ideal de la catolicidad, mientras que el británico no fue nada más que la búsqueda de un área de expansión y de aprovisionamiento para la Compañía de Indias; una iniciativa, en primer lugar, económico-comercial. Pero en aquellos siglos ¡Había una Iglesia que defender! ¡Había una liturgia que practicar! ¡Había un pueblo que tenía una fe unánime que lo unificaba! Nada de todo esto existe hoy.

En su lugar tenemos confusión doctrinal, caos litúrgico, seminarios vacíos, sectas disputándose el favor de los fieles de a pie, desviaciones humanistas-universalistas en las jerarquías, confusión la ayuda a los menesterosos y la aceptación acrítica de la inmigración como hecho consumado, el silencio de la Iglesia ante el Islam, el olvido del hecho fundamental de que el marco del catolicismo ha sido Europa y el ámbito de influencia creado por los pueblos europeos, para considerar una expansión misional por Asia y África especialmente en donde la Iglesia crece con más rapidez, olvidando que hoy Europa es “tierra de misiones” y eludiendo la debilidad estructural de las comunidades católicas allí creadas, la sensación de que el Vaticano se ha enrocado en una serie de temas en materia de sexualidad (especialmente su obsesión por el “creced y multiplicaros” y su rechazo a cualquier método contraceptivo, cuando resulta evidente que un crecimiento exponencial de la población es imposible y que el planeta está superpoblado especialmente en alguna zonas), su moral sexual que considera el gozo sexual y erótico como una forma pecaminosa y que solamente puede ejercerse, como mal menor, de cara a la paternidad… todo esto hace que la Iglesia perdiera en el Vaticano II su ocasión para “ponerse al día” y que progresivamente esté perdiendo influencia en Europa y ganándola en la periferia, en zonas en donde no puede competir con las religiones tradicionales (budismo, confucianismo, taoísmo, brahmanismo) o bien puede extenderse a condición de relajarse a sí misma y de mirar a otro lado ante las constantes antropológicas y culturales que en África negra, al menos, son las más inapropiadas para la difusión del catolicismo romano.

El catolicismo ya se ha contraído demasiado en España como para pensar que pudiera ser tomado como punto de apoyo para un renacimiento nacional, como ocurrió en otro tiempo. Hace falta ser realistas y no mezclar los delirios místicos (del tipo de “la Iglesia es eterna y por tanto reverdecerá de sus crisis”) con las realidades operantes aquí y ahora. Esto puede constituir un motivo de desesperación para un católico que considera que la historia de España y la del catolicismo están indisolublemente unidas: en ese caso habría que aceptar que la crisis de España es la crisis del catolicismo romano… pero el problema es mucho más profundo.


Vale la pena recordar que cuando murió Franco solamente tres obispos de la Conferencia Episcopal se situaban en posiciones tradicionalistas y esto después de 35 años de que el régimen apoyara y priorizara a la Iglesia. Sin olvidar que Paulo VI pidió en repetidas ocasiones el indulto para condenados por el franquismo y que las iglesias se convirtieron en los principales focos de oposición al franquismo desde mediados de los años 60. La conducción política de un país no puede depender de la salud o de las patologías que se hayan generado en el Vaticano. Mejor defender una fe que el materialismo o el nihilismo, evidentemente, pero el Estado no puede comprometerse con una fe en crisis que ya representa no a la totalidad del pueblo español sino a una minoría (la que va a misa todos los domingos, los únicos que, efectivamente, merecen el nombre de “católicos”) y que, para colmo, una parte cuya jerarquía hace causa común en el País Vasco y Cataluña, con movimiento independentistas (haciendo además abstracción de que los nacionalismo regionales se expandieron en el último tercio del siglo XIX desde las sacristías y los púlpitos). A partir de ahora, la reconstrucción del patriotismo español ya no puede realizarse sosteniendo que la Iglesia y España caminan en paralelo, sino reconociendo el hecho consumado e inasumible de que la Iglesia está en crisis y que España ya no puede defenderla porque ni siquiera está claro hacia a dónde quieren caminar los restos de esa misma Iglesia.

Podría suponerse que la irrupción del islam y su inquietante presencia en el interior de Europa podrían dar lugar a una nueva “guerra de religión” y, por tanto, sería necesario apoyar “lo nuestro” frente a lo que ha llegado del desierto. Es evidente que en los próximos años el islam será la religión más seguida en Francia, en el Reino Unido, en Bélgica, en Holanda y seguramente en Alemania. Eso demuestra la vitalidad del islam y el hecho de que se apoye especialmente en los sectores étnicos procedentes de la inmigración y no haya podido penetrar en los sustratos étnicos europeos originarios, evidencia que más que una guerra de religión estaremos ante un conflicto étnico-social. Pero en nada garantiza una revitalización del catolicismo.

Conocemos la doctrina de Charles Maurras según la cual el catolicismo ofrecía para Francia el “mito movilizador” para asegurar su unidad nacional. Pero Maurras escribía estas ideas hace 100 años, cuando el catolicismo francés (mucho más militante que el español, por cierto) estaba vivo y activo a pesar de todos los intentos de laicización de la sociedad operados desde 1789 de manera extremadamente sangrienta. Hoy, la situación es completamente diferente: en Francia existe el mismo nivel de desertización parroquial que en España. En las regiones de la periferia francesa los pocos sacerdotes que quedan, la mayoría con una edad superior a los 60 años, deben realizar periplos itinerantes por parroquias de distintas poblaciones en las que ya no quedan sacerdotes con qué regentarlas. Una vez más, el problema del catolicismo es de pastores para dirigir la grey. Pero nosotros, un movimiento político de reconstrucción nacional ya no puede hacer nada para resolver la crisis de la Iglesia. Solamente disponemos del Estado y de nuestra voluntad para afrontar ese proceso. No se puede contar con que la Iglesia haga algo más que intentar defender sus propios intereses y que, ni siquiera esto lo haga de manera unitaria, sino que serán las distintas “sectas” en las que está hoy dividida la Iglesia las que asumirán la defensa de sus intereses de parte. Y, hay que decirlo, los intereses de esas sectas no tienen absolutamente nada que ver con el interés nacional.

Por tanto, los tiempos han cambiado: la defensa de España ya no se identifica ni remotamente con la defensa de una fe que solo permanece viva y es practicada por una minoría (y para ello solamente hace falta ir a la puerta de las iglesias y ver el número de los que acuden a los oficios religiosos). Mientras algunos patriotas sigan bloqueados por esa idea, supeditando la defensa de la patria a la defensa de la Iglesia eludirán la realidad: que la Iglesia está en crisis y que solamente compete salvarla a las jerarquías de la misma, pero que la crisis de España puede –y debe ser- afrontada por la voluntad de los patriotas: CATÓLICOS O NO.

Es más, cabe preguntarse si hoy la defensa de los intereses del catolicismo coincidiría con la defensa de los intereses de la Iglesia. Ya hemos visto como, mientras el franquismo seguía defendiendo la unidad de intereses del Estado y de la Iglesia (algo que beneficiaba extraordinariamente a la Iglesia), ésta, por el contrario, declaraba por activa y por pasiva, que Estado e Iglesia eran “independientes”. Mientras Franco consagraba a España al Sagrado Corazón, la Iglesia miraba a otra parte y prefería no pronunciarse porque los vientos que soplaban en aquella época eran laicos y la Iglesia había decidido apoyar políticamente sólo a las democracias-cristianas. Franco fue, en todo esto, más papista que el Papa… y el resultado fue que, en septiembre de 1975, el Vaticano hizo causa común con la oposición antifranquista. Hay que recordar que, durante la transición solamente Fuerza Nueva y, más en concreto, su líder, Blas Piñar, sostuvo una posición explícita de defensa de la doctrina de la Iglesia desde un punto de vista tradicionalista. El pago fue que la Conferencia Episcopal, no solamente le desautorizó, sino que se situó en las antípodas. Para colmo, las luchas entre católicos oficialistas y católicos tradicionalistas provocaron escisiones interiores en el partido piñarista. Una vez más, como en la II República, la iglesia con su apoyo al “caballo ganador” (primero a la CEDA y luego a la UCD) prefirió la real-politik a apoyar a los sectores más combativos y decididos a una defensa de la fe y a una regeneración nacional.

Estos ejemplos históricos recientes son suficientes como poder afirmar tajantemente: nunca más el patriotismo español se desangrará en defensa de otro ideal que no sea el sagrado ideal de la patria; nunca más el patriotismo español se basará en los principios de un pasado católico para eludir la realidad del presente en el que el catolicismo ha perdido la hegemonía religiosa en beneficio del indiferentismo; nunca más la historia de España se reducirá a la historia de la “España católica”: España es mucho más que eso. Hispania, Hesperia, Iberia, han existido antes que la Iglesia y presumiblemente seguirán existiendo cuando la Iglesia se extinga al acabarse un ciclo que, obviamente, ya está tocando a su fin.

Es preciso, pues, como exigencia para la reconstrucción y la regeneración nacional, tomar un mito movilizador más allá del mito religioso católico. Hace falta establecer cuál será ese mito movilizador a la altura de los tiempos. Mito laico o mito religioso, lo importante es que tenga capacidad de movilización, que suponga un revulsivo con suficiente potencial movilizador como para alumbrar la nueva página de nuestra historia y que esté a la altura del tiempo nuevo, del siglo XXI y de lo que vendrá.

7) ¿Qué enfoque cultural?

La evidente pérdida de peso del catolicismo en la sociedad española se evidencia en la medida en que su crisis empieza justo cuando la cultura americana penetra a raudales en España, esto es, a principios de los años 60. Esta fecha hay que situarla un lustro después de la firma de los acuerdos de cooperación militar con los EEUU, en la primera parte del Concilio Vaticano II y cuando se inicia el cambio en las costumbres (irrupción del pop, de la minifalda, de la píldora anticonceptiva y de la ideología de la “liberación sexual”). Es, además, en la década de los 60 cuando el turismo se convierte en una gran “industria” nacional y produce un doble efecto: de un lado, España debe de adaptarse a los gustos de estos flujos turísticos y de otro esa riada extranjera que desembarca en España modifica sustancialmente los hábitos y las costumbres de los españoles. A pesar de que la inmensa mayoría de turistas sean europeos, este fenómeno y los cambios en la sociedad española y occidental, lo que han conseguido que se implante aquí es la cultura americana especialmente en la industria del cine (la de mayor impacto en aquel momento). Cuando Franco agoniza en El Pardo, España es culturalmente una colonia norteamericana. En las décadas que seguirán este estado de dependencia aumentará en todos los terrenos agravado por la desaparición efectiva de cualquier barrera. Cuando se habla de globalización cultural lo que se universaliza es precisamente la cultura generada en los EEUU. El hecho de que el sistema educativo español haya entrado en quiebra y que la clase política dirigente sea perfectamente consciente de que se trata de amputar en las nuevas generaciones la capacidad crítica, redunda en la miseria cultural de nuestro pueblo.

Pero la historia indica que un Estado no es verdaderamente independiente si carece de unas señas de identidad propias. La independencia indica un cierto grado de autonomía cultural y la existencia de un caldo de cultivo lo suficientemente rico en nutrientes como para que florezca una vida cultural propia sobre la que repose la identidad nacional. El hecho mismo de que los nacionalismos periféricos inicien su trabajo especialmente en el terreno de la cultura (la frase de Pujol en los años 60, “primero hacemos país, luego ya habrá tiempo de hacer política”, es significativa de esta voluntad, así como el énfasis puesto por la Generalitat en apoyar y apuntalar económicamente cualquier muestra, por raquítica que sea, de cultura catalana) es significativo de la importancia que atribuyen a este fenómeno. No hay nación fuerte, libre e independiente sin una cultura igualmente fuerte que se proyecte sobre un pueblo con un nivel cultural medio que sea aceptable. Nada de todo esto existe hoy en España, por tanto, no es raro que las sombras más siniestras se ciernan sobre nuestro futuro.

Así pues, el terreno cultural es un terreno preferencial de acción si lo que se aspira es a un enderezamiento nacional y a superar una crisis varias veces centenaria. Hasta ahora, era evidente que cualquier alusión a esta temática implicaba casi necesariamente el recurrir al catolicismo; a la pregunta de ¿qué tipo de cultura era preciso afirmar y difundir en España? La única respuesta posible hasta mediados de los años 60 era, “la cultura católica y la inspirada por el catolicismo”. Ahora, las cosas ya no están tan claras. Basta ver los contenidos de los canales de TV católicos para percibir hasta qué punto la perspectiva cultural es limitada y condicionada por una fe que ya no dice nada a la mayor parte de los ciudadanos.

Es evidente que el catolicismo impregnó profundamente a la sociedad española. Haría falta preguntarse también hasta qué punto algunos de los temas del catolicismo no han influido negativamente en la construcción de España: nuestro país se desangró en defensa de la fe y no siempre lo que convino al Vaticano convenía a España, especialmente en los siglos del Imperio de los Austrias.

Por otra parte, es indudable que, salvo en materia de sexualidad y de aborto, las orientaciones de la Iglesia han ido cambiando con el paso del tiempo. Si en otro tiempo, la Iglesia supo alumbrar el camino de la aristocracia armada en las Órdenes de Caballería, si bien dispuso de Órdenes Monásticas capaces de mantener y albergar en sus salas de copistas y en sus bibliotecas lo esencial de la cultura clásica greco-latina, si bien inspiró la organización de la sociedad urbana en las Órdenes Gremiales, y a cada uno de estos estamentos les dio valores y funciones propias, con la crisis de la Reforma todo esto entrar en crisis: el catolicismo se cierra en sí mismo para afrontar la batalla con los protestantes, en Trento el dogma se impone a cualquier otra consideración, se diría que, a partir de entonces el catolicismo se vuelve cada vez más rígido y apoyado en una serie de principios indiscutibles e indemostrables que se exasperan en el siglo XIX con el dogma sobre la infalibilidad del papa y la dogma sobre la Inmaculada Concepción que terminan generando pequeñas convulsiones en la iglesia holandesa y en la centroeuropea. Esta tendencia a valorizar el papel de la Virgen ha proseguido en el siglo XX (en 1950 Pío XII aprueba el dogma de la “asunción de María” y el Concilio Vaticano II revalorizó el culto a Maria) a pesar del papel efectivo de la Virgen en los Evangelios.



Ramiro Ledesma en su Discurso a las Juventudes de España aludía a los últimos 200 años de fracasos -hoy cabria hablar de 282 años, pues no en vano hay que añadir a la “pirámide de fracasos” descrita por Ledesma, el que supuso el fracaso final del franquismo que no pudo prolongarse en la historia de España constituyendo una especie de interregno entre dos formas de partidocracia y, por supuesto, el fracaso de la constitución de 1978 que ha sido responsable de sumir a nuestro país en la crisis política, económica, social, cultural y demográfica más grave de nuestra historia, facilitando el proceso de centrifugación nacional.

Si tenemos en cuenta que los primeros rastros de crisis nacional ya pueden encontrarse en las novelas picarescas del Siglo de Oro y en la aparición de lo que Machado llamó “el macizo de la raza”, podemos concluir que extinguida la Reconquista y sus ecos e iniciada la colonización de América, los primeros Austrias no estuvieron en condiciones de dar a España un destino histórico capaz de proyectarse en el futuro. Tuvieron mucho más de Alejandro Magno que de César, cuando éste último fue perfectamente consciente de que los límites del Imperio Romano era el estanque mediterráneo y las posiciones que garantizaban su dominio, mientras que Alejandro, de batalla en batalla fue estirando sus líneas de aprovisionamiento y forjado un Imperio tan amplio como frágil e imposible de defender. Los Austrias, obsesionados con mantener las posiciones en Flandes en defensa de la fe, fueron desgastando el capital humano de nuestro país, agotando los recursos que lograban salvar a la flota inglesa y a sus sucursales piráticas en una lucha sin futuro de la que lo único que queda es el heroísmo de los Tercios y la leyenda negra urdida por nuestros adversarios.

La sociedad de los siglos XVI y XVII seguía en gran medida las pautas de la edad media, su patriotismo se expresaba con la fidelidad al rey y a su honor, sus decisiones eran seguidas, aunque no siempre entendidas, ni acaso compartidas. El momento en el que aparece el machadiano “macizo de la raza” (la apatía del pueblo español ante cualquier problema incluidos sus propios problemas) es precisamente ese: justo el momento en el que la población no entiende esa obstinación de los Austrias en defender las posiciones en Flandes y su participación en las guerras de religión, sin duda por que existía una dicotomía entre las posiciones de los Habsburgo y los sentimientos de la población. En un momento en el que no existían telecomunicaciones y la información circulaba difícil y trabajosamente, podemos pensar lo que suponía para la población contribuir al esfuerzo de estas guerras de religión. La España real y la España oficial empezaban a distanciarse. El honor del monarca y la fidelidad que el pueblo le tributaba siguió en pie hasta el final de la dinastía, pero era inútil crearse falsas ilusiones sobre lo que experimentaba un pueblo que permaneció en el subdesarrollo hasta bien entrados los años 50 del siglo XX y que fue quedando retrasado en relación a otros pueblos europeos.

No estamos interesados en realizar una crítica a la doctrina de la Iglesia, no solamente porque esta compete solamente a los católicos, sino porque el peso de la Iglesia ha disminuido tanto en España que va a ser difícil que tenga un papel efectivo en un enderezamiento cultural del país. Por otra parte, es preciso reconocer que, si en algún momento de nuestro futuro, el catolicismo recuperara la iniciativa cultural, el nivel de indiferentismo religioso de nuestro país le impediría jugar un papel verdaderamente relevante más allá de sus muros cada vez más altos.

Es evidente que un enderezamiento cultural de nuestro país no puede realizarse de espaldas al cristianismo, religión que, hasta no hace mucho, ha sido el eje central de la historia de España durante un ciclo, no se trata de romper con los valores que han sido asumidos incluso por nuestros padres, pero tampoco se trata de seguir a la Iglesia en su pendiente.

La Iglesia se apoya en dogmas, pero los dogmas son solamente útiles cuando se cree en ellos, creencia que es apuntalada por la fe, un impulso irracional del alma que predispone a esa creencia. Quien no tiene fe, no cree en el dogma y quien no cree en el dogma no puede asumir los rasgos de la cultura católica. Eso ocurre hoy a la mayor parte de nuestro pueblo que, bautizada o no, permanece al margen del adoctrinamiento de la Iglesia y de espaldas a su culto.

Así pues, hay que partir de otras bases y reconocer que nuestra cultura históricamente ha sufrido distintas influencias: en primer lugar, la influencia del mundo clásico llegada con griegos y romanos, en segundo lugar, la influencia del mundo germánico llegada con los visigodos, sin olvidar que antes, los sustratos originarios de la población compartían una visión del mundo común a todo el paganismo antiguo. Y, por supuesto, existió una influencia del catolicismo y, no solamente del catolicismo sino también de sus disidencias pues no en vano, España fue tierra de disidencias dentro mismo del catolicismo, mucho más que “país de las tres culturas”.

Dicho de otra manera: de lo que se trata es de realizar un retorno a las raíces de la Hispaniae eterna y no solamente rescatar la España católica, en la medida en que el destino de esta segunda depende de la evolución general del catolicismo vaticano (y no se puede ser muy optimista respecto a ello), mientras que la primera implica un viaje a las profundidades de nuestro pasado ancestral y de las influencias histórico-culturales que han hecho a nuestro país.

Hace falta establecer los valores sobre los que puede reconstruirse y regenerarse la idea de España. Uno de ellos es sin duda la fidelidad a nuestra tradición histórica en sentido amplio y en absoluto restringido a un período concreto de la misma. Pero “tradición” implicaría arcaísmo si no estuviera acompañada de dos esfuerzos: uno la incorporación de lo que podemos llamar el “espíritu prometeico” y de otro la actualización de esa tradición.

Entendemos por espíritu prometeico el esfuerzo por alcanzar permanentemente las nuevas fronteras de la ciencia. No hay que tener miedo al avance científico, sino tan solo planificarlo y abordarlo implacablemente. Eso implica: imaginación, audacia, capacitación y recursos. Implica, por tanto, un nuevo sistema educativo y una exigencia de esfuerzo a todas las generaciones. Desde el ingreso de España en la OTAN y en las Comunidades Europeas (hoy UE), hemos perdido algo más de un cuarto de siglo en el que al “que inventen ellos” se unió a la “sopa boba” que fueron durante veinte años la llegada masiva de fondos reservados. Este período concluyó en 2008 coincidiendo precisamente con el estallido de la burbuja inmobiliaria: el “que inventen ellos” había confluido con la llegada de la economía especulativa y la minusvaloración de la productiva. Ese tiempo perdido ya no volverá, ahora toca, simplemente, recuperar el tiempo perdido en un momento en el que la historia avanza a mucha más velocidad que en cualquier otro momento.
En economía ha llegado el tiempo de la planificación, del mantenimiento del rigor y de la austeridad para todos los grupos sociales, especialmente para los que más tienen. También aquí ha llegado el tiempo de la implacabilidad y del rendimiento de cuentas.

El período en el que cada ciudadano se desentendía del resto de la comunidad, simplemente porque la erosión a que la clase política había sometido a esa misma sociedad, beneficiando su proceso de atomización y la desintegración de la sociedad civil, ese período ha concluido.

El período en el que partidocracia, amparándose en la “libertad de expresión y organización”, creaba estructuras mafiosas que a nadie representaban y que sólo beneficiaban a la cúpula de los partidos, ese período también debe terminar.

El tiempo en el que la “España real” camina hacia una dirección y el de la “España oficial” iba hacia otro, debe ser definitivamente enterrado.
El tiempo en el que el ideal más alto que podía concebirse era el desgastado “libertad, igualdad, fraternidad” que servía como excusa para las peores exacciones y las más criminales corruptelas, debe de ser superado. No en vano estamos hablando de un tiempo nuevo en el que imaginación, audacia y voluntad deben ser los elementos motores de la sociedad a partir de un sistema educativo remodelado para insertarlos.

En una España como la actual en la que la centrifugación, el desorden, el desgobierno y la corrupción se han convertido en el resultado de la constitución de 1978, la primera idea que debe presidir una regeneración es la de Orden. El Orden es la garantía de la seguridad y sin seguridad no es posible el ejercicio de ningún derecho humano, por tanto, la seguridad es el primer derecho humano y supone la aplicación en lo contingente de un principio superior de carácter metafísico: el Orden. El Orden supone articular todo el conjunto de una comunidad en torno a un principio que constituye la referencia primera y superior. Ese principio debe estar presente en todos los ciudadanos y especialmente en su clase dirigente, debe de transmitirse desde todas las instituciones y especialmente desde la educación y desde la tarea de gobierno. Ese principio no puede ser otro que el del patriotismo social: la construcción de una patria para todos los españoles en el interior de la cual todos los ciudadanos tengan acceso a una vida digna, tengan la seguridad de que entregarán a sus hijos una patria mejor de la que han recibido y estén imbuidos de la idea de regeneración, reconstrucción.

Pero no hay Orden sin Autoridad. España precisa que se restablezca el principio de Autoridad, pero hace falta definir qué Autoridad estamos hablando. La Autoridad implica casi necesariamente “complementareidad”: los que la ejercen deben tener capacidades superiores a aquellos a los que se les impone. Cuando eso ocurre, y cuando quienes obedecen a la Autoridad son perfectamente conscientes de sus limitaciones, es cuando se impone de manera natural la idea de que unos son complemento de los otros. La Autoridad supone una capacidad de dirección, un carisma y una entrega propias de quien da mucho y exige poco. Platón concebía casi de manera sacerdotal a la clase política dirigente que, prácticamente, debía hacer “voto de pobreza”, es decir, de renuncia a la acumulación de riquezas en el ejercicio de su cargo. Para Platón, el mejor gobierno era aquel que era ejercido por profesionales de la política que entendían esta casi como si se tratara de un sacerdocio. No servían a Dios, servían al Estado, eso implicaba la mayor de las lealtades, la dedicación constante y la renuncia a cualquier prebenda o beneficio personal. 

En una situación en la que en España se ejerciera la verdadera Autoridad, ninguno de los altos cargos del Estado tendría exención de responsabilidad jurídica como hoy ocurre con la monarquía, ni haría falta que sus “pares” (otros diputados) votaran sobre si se le mantiene o no su inmunidad parlamentaria. Los servidores del Estado y de la Sociedad deben estar constantemente expuestos a la crítica por su gestión y a pagar inmediatamente y de la manera más dura por sus errores, omisiones o responsabilidades. No en vano cuando cometen alguna de estas faltas no lesionan los intereses de un particular, sino los de toda una Comunidad e incluso los de las generaciones que están por venir y que tienen en el Estado a su garante a pesar de no haber todavía nacida. Lesionan igualmente los intereses y los derechos de las generaciones que ya han desaparecido.

La Autoridad se articula en distintos niveles de preparación que construyen un sistema jerárquico. En España ha desaparecido casi completamente la noción de jerarquía, se ha desarticulado y se ha invertido: es frecuente que en el propio Estado y en sus instituciones, pero también en empresas y universidades, la autoridad esté en manos, no de los mejores, sino de los más oportunistas, de quienes han sabido escalar sin principios por la pirámide social, los más inútiles, los más ambiciosos y, obviamente, los más psicópatas. Hemos construido un modelo de sociedad en el que al sujeto más “competitivo” se le exigen las mismas cualidades que al psicópata clínico: capacidad para la adulación, para la mentira, ausencia completa de escrúpulos, encanto superficial, creencia en que sus intereses son los primero y lo único a defender, etc. Lo pero en estos momentos en España, no es que la noción de jerarquía –articulación racional de los distintos niveles de Autoridad en una todo armónico en el que unos escalones superiores complementen a los inferiores- haya desaparecido, sino que se ha invertido. Si hubiera desaparecido completamente se habría producido un estado de anarquía que, al menos, hubiera hecho que las jerarquías naturales se reconstruyeran de manera espontánea, pero lo que ha ocurrido es que se ha impuesto un modelo de organización social cada vez más rígido en el que utilizando ciertos tópicos (“democracia”, “consultas populares”, “derechos humanos”, “constitución”, “libertades”, etc, etc) para afirmar su poder e impedir que emerja cualquier otro.

España hoy precisa que se restablezca la Autoridad en todos los niveles de la sociedad: en el Estado y en todos sus niveles administrativos, en las familias, en todos los niveles de la enseñanza, etcétera. E incluso, es preciso que conceptos similares a Autoridad o que implican cierto grado de Autoridad se restablezcan, especialmente el concepto de “respeto”: en los negocios, en los suministros, en las relaciones sociales. Una reforma social de este tipo no puede llevarse adelante sin un cambio radical en el estilo de vida de las gentes y en los mecanismos educativos y no puede salir más que de un proceso revolucionario en el que una minoría audaz logre arrastrar a una masa de población hacia sus posiciones, se haga con el poder e imponga estos principios con mano de hierro hasta que hayan calado en toda la sociedad.

Se engaña quien crea que hoy las cosas pueden cambiar en nuestro país mediante “consensos” y “reformas”. La Constitución de 1978 y lo que ha ocurrido durante las décadas en las que ha regido los destinos de este país, ha desarticulado completamente a la sociedad: ha acentuado las características implícitas en el “macizo de la raza” (individualismo, repliegue a lo personal, desinterés por la cosa pública, apoliticismo, banalización, pasividad, ausencia de espíritu crítico, hedonismo como único valor y mediocridad generalizada) y ya no es posible rectificar la marcha de la sociedad mediante pequeños parches, sino que es toda una obra de ingeniería la que hay que aplicar y en todos los terrenos. Por eso, lo que hace falta en España no es una “reforma”, sino una Revolución, entendiendo “revolución” en su significado etimológico: re-volvere, volver de nuevo al punto originario.

Esta Revolución en buena medida debe ser “cultural”. Es imposible pensar solamente que una reforma política o una revolución que se centre en el terreno político pueden lograr un efectivo cambio de rumbo en la sociedad. Las causas que han llevado a España a la situación de postración actual son profundas y anidan incluso en el subconsciente de la población y no será sino excavando más profundamente todavía en el terreno como lograrán arrancarse las raíces de nuestros males que, especialmente, afectan a la forma de ver la vida que, con Machado, sabemos que constituyen el “macizo de la raza”. Pues bien, ese “macizo” hay que desmantelarlo golpe a golpe, desmenuzarlo, destrozarlo, pasarlo por el tamiz, para que de esa tierra fértil que es nuestro pueblo, se rompan los bloqueos y los obstáculos que impiden un crecimiento normal.

Armados con estos principios será preciso que una revolución cultural aborde sobre todo la lucha contra el modelo cultural de importación que nos ha llegado de EEUU y sobre el cual se apoya la agónica dominación americana. Hoy los EEUU son una potencia militar decadente que ni siquiera ha sido capaz de vencer a unos cabreros en las montañas afganas y a la resistencia iraquí. Es la misma potencia militar que tardó más de diez años en comprender que había perdido la guerra del Vietnam y solamente unas semanas en entender que Sudán iba a ser algo más que un paseo militar retransmitido por la TV. Desde hace más de 70 años la estrategia militar americana se concentra en bombardeos a gran altura, ataques a distancia, evitando lo más posible el choque directo con la infantería. Cuando el contacto directo entre infante e infante se ha producido, el ejército norteamericano prácticamente ha entrado en desbandada o simplemente se ha atrincherado en sus bases. Estas, distribuidas por todo el mundo, agrupan a 250.000 soldados, deliberadamente el mismo número que las legiones romanas desplegaron en las centurias de la Pax Romana. En muchos casos, esas bases son apenas centros de control de comunicaciones y su operatividad se reduce a cero. Si los EEUU han logrado mantener su hegemonía mundial con un ejército mediocre ha sido por la alianza entre los EEUU y el gran capital y por la exportación de un modelo de cultura basado fundamentalmente en el entertaintment. Ese modelo es el que ha llegado a Europa y el que ha creado un tipo humano como el que tenemos, individualista y replegado en sí mismo.

El tipo humano que nos ha llegado de los EEUU, no es más que la extremización del que nació y se afirmó con la Revolución Francesa y con la previa Revolución Americana. Hoy, ese modelo, de la mano de los EEUU, ha llegado a su límite y representa la síntesis entre la banalidad, la búsqueda de del lucro y de la usura, el hedonismo, la aceptación de la masificación y una cultura que incorpora todo lo que anteriores modelos han rechazado, empezando por el multiculturalismo y el mestizaje cultural y terminando por la igualdad absoluta entre sexos (que termina atenuando la polaridad sexual: porque la pérdida de identidad en las sociedades modernas llega hasta tal extremo que incluso la propia identidad sexual está desfigurada).

Es preciso rechazar completamente ese modelo y sustituirlo por otro que tenga la fuerza suficiente como para arrinconarlo primero y por aplastarlo después. Sí, porque estamos hablando de un combate cultural: y en los combates hay que hablar de victoria, derrota, equilibrio de fuerzas, ofensiva y aplastamiento del enemigo. La cultura americana es enemiga y no simplemente adversaria porque es la expresión de un Estado cuyos intereses no son los de Europa y que históricamente ha impedido –el mundo anglosajón- la posibilidad de un acuerdo entre los distintos Estados Europeos, con el resultado de dos Guerra Mundiales “calientes” y una Guerra “fría”.

El modelo de sustitución no puede ser otro más que el “modelo militar”. De hecho, los valores de Orden, Autoridad, Jerarquía, son propiamente militares y si de lo que se trata es de sustituir al tipo humano nacido de las revoluciones liberales, habrá que recurrir al que existía anteriormente, cuando las “aristocracias” eran hegemónicas en la sociedad. Desaparecidas las aristocracias o reducidas a su dimensión caricaturesca en la prensa del corazón, los valores que las animaron durante un amplio ciclo de nuestra historia, quedaron recluidas en el estamento militar y ahí han permanecido extinguiéndose cada vez más y estando progresivamente más sometidas al poder político. Es evidente que entre “sociedad democrática” y “sociedad militar” existen contradicciones y que los valores de “libertad, igualdad, fraternidad” son inaplicables a la milicia y cuando se intenta aplicar lo que subyace es la descomposición de las fuerzas armadas, proceso actualmente en fase avanzada de desarrollo.

Cuando la mentalidad burguesa penetra en las FFAA lo que se tienen no son “militares”, gente que hace de la Milicia un estilo de vida y una profesión, son “soldados”, es decir, gente que está en uniforme por el sueldo, por la soldada. Hoy, nuestro ejército profesional, salvo los cuerpos especiales, se asemeja más a una oficina funcionarial, con horarios de entrada, salida, bocadillo, comida y descanso. Desde hace décadas nuestros ministros de defensa están más interesados en discutir quién cobrará las comisiones por la compra de armamento que de si ese armamento es realmente útil, pierden más tiempo en discutir sobre lo banal (“el ejército y la constitución”, “el ejército y la sociedad democrática”, “la igualdad sexual en el ejército”, etc) o en seguir a los EEUU en unas aventuras coloniales en las que España no tiene nada que ganar ni que perder, que sobre lo verdaderamente esencial: que el ejército es el escudo defensivo de un país, no de una clase política atrincherada tras los artículos de la constitución. En España ha habido muchas constituciones y habrán, sin duda, muchas más; esta de ahora es una más, así que obstinarse en su defensa parece otra de las banalidades habituales con las que se elude el problema fundamental del mal hacer y de las patologías de la clase política.

Antes hemos dicho que era preciso restablecer el principio de Autoridad en la sociedad. Pero no solo eso. Es preciso también restablecer la idea de responsabilidad, de deber, de honor, de capacidad de sacrificio, de disciplina… valores todos ellos que componen la panoplia de los valores militares. Y es preciso restablecernos, no solamente en una milicia liberada de la tiranía interesada de la clase política, sino también en toda la sociedad como valores de sustitución de los valores actualmente transmitidos por la enseñanza y aplicados en la sociedad. Los valores de “igualdad”, “paz”, “bienestar”, etcétera, son valores “finalistas”, pero existen otros que ya no se enseñan en las escuelas, los valores “instrumentales”, sin los cuales los anteriores no pueden existir. Y luego, por supuesto, existen valores-bazofia llegados con el humanismo-universalista expandido por la UNESCO y por la ONU, que han tenido en José Luis Rodríguez Zapatero a su caricatura española: valores de un “mundo sin fronteras”, “mestizaje cultural” (como si el tam-tam y la música de Beethoven pudieran “fusionarse”), “pacifismo universalista”, “multiculturalismo” y todo lo que es “políticamente correcto” que no es más que el acompañamiento coreográfico del “nuevo orden mundial” y de un “pensamiento único” con el que los gestores del gran capital financiero internacional quieren crear unos seudo-valores que acompañen a su proyecto de globalización.

Vivimos en un momento de descomposición de todos los valores, punto extremo al que nos ha llevado el liberalismo. Solamente encontramos en los valores militares (que todavía se enseñan en las Academias Militares y que todavía permanecen de manera residual en muchos de nosotros) la única alternativa. Esos valores han acompañado a nuestros pueblos europeos en sus mejores momentos en la historia. Cuando en España la sociedad ya había iniciado la pendiente de la decadencia, nuestros Tercios todavía los mantenían bien altos y en las mayores crisis de nuestro país siempre se recurrió a esos valores y a las espadas en las que cristalizaban para salir. Hoy, si de lo que se trata es de realizar un enderezamiento nacional, recuperar el tiempo perdido y sacar a España del foso en el que nos encontramos, hará falta recurrir a esos valores de acero, porque ha llegado el tiempo en el que nos resignamos a desaparecer o adoptamos decisiones que requieren la dureza del material cien veces templado.



Primera Parte
Segunda Parte
6) ¿España con Portugal?


7) ¿Qué enfoque cultural?


© Ernesto Milá – infokrisis – ernesto.mila.rodi@gmail.com – Prohibida la reproducción de este artículo sin indicar origen.

RENOVAR LA IDEA DE ESPAÑA (IV de V) - ¿ESPAÑA CON PORTUGAL?


6) ¿España con Portugal?

Salvo para los nacionalistas de uno y otro lado de la frontera, las historias de España y Portugal son tan simétricas que podría pensarse que no son dos países sino que sus tribulaciones han ocurrido en el mismo.

Una de las mayores tragedias de nuestra historia se encierra en la frase “Entre España y Portugal todavía está Aljubarrota”. En efecto, desde 1385, los resquemores entre ambos países han permanecido latentes y a poco que se rascara a uno y otro lado de la frontera hispano-portuguesa han reaparecido a lo largo de la historia de ambos países.

Intermitentemente en la historia han ido apareciendo chispazos unitaristas partidarios de un acercamiento entre España y Portugal. Inútil recordar que en los siglos del nacionalismo estos chispazos han sido extremadamente minoritarios y que la opinión pública de ambos países ha permanecido al margen y de espaldas a dicha idea unificadora. Sin embargo, hoy estamos convencidos de que es lo que se precisa para que ambos países puedan encontrar su lugar en un mundo globalizado e incluso las estadísticas –con todo lo que de falso y deformador de la realidad tienen- parecen demostrar que el ideal iberista goza de una creciente reputación en ambos países. Creemos que es hora de resucitar el IDEAL IBERISTA, revisarlo y adaptarlo a la realidad del siglo XXI.

Lo que saldría de la unión de ambos países es un bloque de 65 millones de habitantes, con una prolongación lingüístico-cultural de 360.000.000 más en el continente sudamericano, otros 45.000.000 en Centroamérica y 116.000.000 en México, lo que da un total de 520.000.000 al sur de Río Grande y de 600.000.000 de habitantes que hablan castellano y portugués en todo el mundo. Este bloque es hoy débil porque desde el siglo XVII ha sufrido constantemente los embates del mundo anglosajón, pero podemos pensar lo que supondría en este momento un bloque de poder de esa magnitud capaz, en primer lugar de animar a los pueblos situados al sur de Río Grande a romper con la hegemonía política, militar y cultural de los EEUU; en segundo lugar, permitiría a la nueva Iberia ser un experimento inédito en la historia del siglo XXI: por una parte, un Estado de vocación europea, con cultura clásica y orígenes comunes con un conjunto de pueblos continentales y, por otra parte, como puente con el subcontinente situado al otro lado del Atlántico.

La búsqueda de un futuro ibérico común reforzaría así mismo su carácter marítimo y su vocación atlántica (que no “atlantista”). Es evidente que una vocación de este tipo implicaría desplazar la capitalidad comercial a Lisboa verdadera atalaya oceánica, manteniendo la capitalidad política en Madrid, más protegida y resguardada. En el siglo XX hemos visto como el Atlántico se convertía en un “mar anglosajón”. Se trata ahora de preparar las bases para que en la segunda mitad del siglo XXI, el Atlántico se convierta en un “mar ibérico”.

Desde Río Grande hasta el estrecho de Magallanes, estamos hablando de un continuum cultural y lingüístico, dotado de población, recursos naturales y tecnología, que forman una de las unidades naturales de la economía post-globalizada. Es preciso prevenir lo que podríamos llamar “desviaciones seudo-románticas” que pueden aparecer en la zona: una cosa es el “ideal bolivariano” que presupone un destino común para todos los pueblos de Iberoamérica, y otra muy distinta el “ideal indigenista” que aspira a restaurar las antiguas cultural pre-colombinas.

Vamos a ser claras al respecto: esas culturas estaban prácticamente muertas cuando se produjo la llegada de los colonizadores. No existe continuidad ni transmisión regular entre las antiguas culturas y religiones andinas y los actuales representantes del indigenismo. Lo que hoy se considera “indigenismo” es un subproducto surgido de la agregación de residuos inconexos de las viejas tradiciones, recuperadas y reinterpretadas con mejor o peor fortuna, con sugestiones procedentes del a “new age” y del ecologismo más supersticioso (en donde la teoría de Gea se recombina con el culto telúrico a la Pachamama, en un sincretismo ingenuo cuando no ridículo).

Por otra parte, no hay que perder de vista el elemento étnico. Si en la actualidad se vive en los países andinos una recuperación del indigenismo es porque en Bolivia, Perú o Ecuador, este grupo étnico es el mayoritario, no por lo que pueda aportar en sí mismo. Ya hemos aludido al origen sincrético del actual indigenismo, pero existen también barreras étnicas. Los actuales Estados centro y suramericanos surgieron de la formación de una burguesía criolla, culturalmente arraigada en las mismas tradiciones que las ibéricas, pero que aspiraban a la independencia en la medida en la que siempre que aparece una clase burguesa con fuerza suficiente busca inmediatamente defender sus intereses y ampliarlos contando con un Estado propio. A los estratos originarios andinos la idea de Estado moderno les era prácticamente desconocida. No se trata pues, tanto de defender el “indigenismo” andino (alejado completamente de nuestro horizonte y de nuestra dinámica cultural) o cualquier otra forma de subcultura (macumba, candomble, y restos de religiones africanas llevas al nuevo mundo en los barcos esclavistas, en zonas del Caribe y de Brasil), como de apoyar y sostener las visiones culturales originarias del mundo clásico que fueron trasplantadas a Iberoamérica por los Conquistadores y Bandeirantes.

Llama la atención que fuera el integralismo portugués el último que propusiera una forma de iberismo que no estaba en absoluto alejada del que al otro lado de la frontera estaba proponiendo Ramiro de Maeztu (es más, en el entorno de la revista Acción Española, dirigida inicialmente por el marqués de Quintanar y luego por el propio Maéztu, las colaboraciones con intelectuales integralistas portugueses fue continua desde el primer número y el propio Marqués de Quintanar tenía a Antonio Sardinha como su maestro de pensamiento y mentor intelectual). El ideal iberista siempre ha fascinado a algunos patriotas españoles y portugueses. Supone, en primer lugar, la fusión de dos viejos reinos históricos que, tras la pérdida de las colonias del siglo XIX que se prolongó hasta el último cuarto del siglo XX, vieron reducidas sus posibilidades históricas.


Tras la Segunda Guerra Mundial, se evidencia que el mundo “se ha empequeñecido”. Los sistemas de transporte y los avances tecnológicos especialmente en comunicaciones hacen que los desplazamientos de un lado al otro del planeta sean más sencillos. El mismo resultado del conflicto bélico hace que de un mundo multipolar en el que grandes zonas del planeta quedaban fuera del alcance de alguno de los Estados Nacionales imperialistas, se pase a un mundo bipolar y, a partir de la caída del Muro de Berlín, en 1989, se pase a un mundo unipolar. A partir de esos hitos cada vez resultará más difícil que los rasgos de las identidades nacionales no resulten desfigurados y perjudicados.

Hacia principios de los años 60 varios fenómenos contribuyen a la aceleración de la pérdida de soberanía nacional por parte de los pequeños Estados que deben alinearse a un lado u otro de las dos grandes superpotencias. España lo hace del lado atlantista aun sin estar incluido dentro de la OTAN, a donde nos han llevado los pactos firmados por Franco con Eisenhower. Portugal, mucho más directamente fue miembro fundador de la OTAN desde 1949. Pero no fue solamente desde el punto de vista militar, también desde el punto de vista económico, ambos países fueron progresivamente penetrados por sociedades multinacionales que se hicieron con el control de amplios sectores de la economía y, a partir de la democratización, tras la negociación de ambos países con las “Comunidades Europeas” pasaron a formar parte de la actual UE. Cuando eso ocurría, ambos países ya estaban incluidos dentro de la economía mundial globalizada, situados, dentro de la división internacional del trabajo, entre los países de la periferia europea.

A parte de los errores propios de los gobiernos españoles y portugueses, es indudable que la entrada de ambos países en la zona euro y la misma pertenencia a la UE, mientras que por una parte supusieron determinados avances a partir de la llegada masiva de fondos de integración, por otra parte, impidieron la salida de la crisis utilizando los mecanismos que hasta entonces habían sido propios de un Estado soberano.

En el momento de escribir estas líneas lo que se percibe es:

1) Que el Estado Español y el Estado Portugués ya no disponen de la “dimensión nacional” adecuada para afrontar los problemas que derivan de una emancipación de la economía globalizada, ni siquiera para sobrevivir dentro de un marco gobernado por las grandes acumulaciones de capital y la existencia de centros de poder mundial. Son demasiado “pequeños” para resistir a otros Estados e incluso a conglomerados económico-financieros que hoy dictan sus reglas.

2) Que la unión entre ambas naciones y la existencia de una obvia “área de influencia común” en el continente iberoamericano, generación una “nueva dimensión nacional” más acorde con las hechuras de la economía mundial y, por consiguiente, generarían un Estado más fuerte en condiciones de afrontar los desafíos de la misma.

3) Que a la vista de que la Unión Europea ha terminado configurándose como una estructura especialmente beneficiosa para las economías más fuertes de la eurozona (especialmente la alemana y a distancia la francesa), es hora de ir pensando en una alternativa que nos refuerce dentro de la UE, pero que sea capaz de general un “Plan B” en caso de que la UE termine disolviéndose o bien cuando la reiterada lesión a nuestros intereses (como ha ocurrido durante esta crisis) nos obligue a dar por cancelado el pacto de adhesión. Y en una tercera opción: cuando un gobierno digno de tal nombre renegocie los acuerdos con la UE.

Indudablemente, dos países, uniendo sus esfuerzos y su peso, aun siendo periféricos, conseguirían presumiblemente liderar al pelotón de “países de tamaño medio” de la UE, algo que Aznar ya intentó amparándose en el poder extra europeo y antieuropeo de los EEUU. De lo que se trata hoy ya no es de esto, sino de ligar el destino de Europa (con UE o de una Europa reconstruida y regenerada, al destino de otras zonas geográficos pujantes. Porque la UE tiene tres opciones:

- O ser un socio de los EEUU, constituyendo el Reino Unido el eslabón de enlace entre ambos lados del océano, con la agravante de que los EEUU quieren solamente una Europa políticamente débil y militarmente aliada. Una Europa fuerte jamás toleraría el estatus semifeudal que siguen teniendo los EEUU en nuestro territorio. Una Europa libre jamás toleraría la presencia masiva de tropas coloniales norteamericanas en nuestro suelo que están aquí para protegernos de un enemigo inexistente. Esta es la opción que hay que rechazar sin contemplaciones: los intereses del mundo anglosajón y los intereses de Europa son distintos, los aliados del mundo anglosajón y los que nos interesan a los europeos no son los mismos. Europa tiene que ser una realidad político-militar autónoma o bien se limitará a ser el escenario de enfrentamientos de los EEUU con quienes les disputan su hegemonía, como ya ocurrió durante el período de la guerra fría.

- O mantener la actual formulación de la UE como una especie de alianza de Estados europeos medianos y pequeños que aceptan la hegemonía económica alemana, un país que antepone sus intereses nacionales a los intereses europeos. Ha sido Alemania la que nos obligó a liquidar nuestra industria pesada, a renunciar a altos hornos y minería, la que liquidó sectores enteros de nuestra economía durante la reconversión industrial y la que, proponiendo acuerdos preferenciales con Argelia, Marruecos, Túnez e Israel está literalmente liquidando nuestra agricultura. No queremos una “Europa Alemana” o, más bien una Europa cuyo destino sea proteger los intereses de las industrias y de los bancos alemanes. Si hoy hay crisis de deuda pública en algunos países europeos se debe a que bancos alemanes y franceses prestaron a los países del sur de Europa de manera irresponsable cantidades que no iban a engrosar los circuitos de la economía productiva sino de la especulativa. Los bancos alemanes han contado con el apoyo del Estado alemán, que ha obligado a los Estados del Sur de Europa a apretarse el cinturón y endeudarse para evitar la quiebra de las instituciones germanas, cuyos errores eran lo que les habían conducido a esa situación. Nunca más un Estado debe de situarse como defensor de la banca que opera en su territorio, ni nunca más otro Estado debe estar obligado a garantizar la seguridad económica de otro Estado cuyos bancos han prestado dinero de manera irresponsable a sus entidades financieras. La Europa-alemana es, en realidad, la Europa de la banca alemana y no podemos sino rechazarla con todas nuestras fuerzas.

- O forjar un polo de agregación de los Estados de tamaño medio de la UE (y nos estamos refiriendo a Iberia) capaz de hablar de tú a tú al Estado Alemán. Esa Iberia debería plantear al Reino Unido cuál es su situación: por Europa o contra Europa, por el mundo anglosajón junto a los EEUU o por el mundo europeo con los europeos, a la vista de que ambas actitudes son incompatibles y sospechosas de deslealtades y traiciones. Esa Iberia debería de estar en condiciones de poner sobre el terreno la alianza con Iberoamérica para plantear una nueva estrategia en una UE desenganchada del a tutela norteamericana y en la que la disolución de la OTAN marque el primer tiempo: mano tendida y alianza con Iberoamérica y con Rusia, contención con el mundo árabe, tutela sobre África negra, distanciamiento del proceso de quiebra de los EEUU y, por supuesto, propuesta de una defensa europea común capaz de garantizar la seguridad en la marcha hacia esos objetivos político-económicos.

La historia se forja a través de grandes proyectos. La fusión entre dos naciones históricas supone una acumulación de experiencias y la formación de un bloque de poder capaz de operar como revulsivo, no solamente en Europa, sino en toda nuestra área cultural de influencia. Para salir de las grandes crisis históricas son precisos los grandes proyectos que vayan más allá de donde la historia se ha detenido o se ha torcido.

La recuperación del ideal iberista es acaso la más afortunada reflexión que nos impone la crisis económica que sacude a ambos países y la crisis política que afecta particularmente a España y de la que es difícil salir al haberse encaminado la Constitución de 1978 hacia el “Estado de las autonomías”. Se trata de una reunificación, no de una fusión sin base histórica. Hasta la invasión árabe no hay datos históricos que justifiquen la separación. Bajo los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, entre 1580 y 1640, ambos países eran uno y alumbraban el mayor imperio civilizador después del Imperio Romano.

A nadie se le escapa el carácter oceánico de una fusión de este tipo que incluiría a las Azores, a Madeira y a las Canarias, pero también a las ciudades de Ceuta y Melilla y a un mapa autonómico español simplificado, reordenado y nacionalizado, reducido a Galicia, la Comunidad Vasca, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía y Castilla (que incluiría a las dos actuales Castillas, a Madrid, Rioja, Cantabria, Murcia, Navarra, Asturias y Extremadura).


La reunificación con Portugal sería también la ocasión de transformar a la desgastada e inerte monarquía española en un régimen presidencialista y unicameral. La cuestión lingüística es más fácil de resolver con Portugal (en donde está clara la lengua) que con las autonomías españoles (en donde coexisten dos identidades diferenciadas y por tanto de lo que se trata es de que cada una de ellas tenga el acceso a la educación en la lengua de su elección y que los organismos autónomos del Estado garanticen la igualdad de esas dos identidades.

La reunificación supondría al mismo tiempo la creación del segundo espacio geográfico más amplio de la UE (después de Francia) y el cuarto mayor de Europa (tras Francia, Rusia y Ucrania). Dada la actual población de ambos países, la reunificación supondría el alcanzar un peso similar al de los mayores países de la UE (Francia, Alemania y el Reino Unido) y, por tanto, nos corresponderían 78 escaños en el Parlamento Europeo.

En la actualidad y según una encuesta de 2010 realizada por la Universidad de Salamanca, el 40% de los españoles y el 46% de los portugueses se muestran partidarios de una federación de este tipo. Sin olvidar que en la actualidad la inmensa mayoría de españoles y de portugueses conocen sus respectivos países y están vinculados por lazos de amistad e incluso familiares. Inútil recordar que la crisis económica nos ha deparado el mismo triste destino de endeudamiento público y que estamos afrontando una situación extremadamente difícil que lo sería menos con el efecto galvanizador dado por una reunificación que pondría en marcha fuerzas creativas que hasta ahora han permanecido ocultas o en estado de latencia.


Finalmente, aspiramos a transmitir que una revisión del futuro de España pasa necesariamente por abordar de nuevo handicaps históricos que permanecen el suspenso desde hace siglos. Dicho de otra manera, la revisión del futuro de España, no puede ser más que el de una convergencia con Portugal.

Contenidos

Primera Parte
Segunda Parte
6) ¿España con Portugal?
7) ¿Qué enfoque cultural?


(c) Ernesto Milá - ernesto.mila.rodri@gmail.com 


RENOVAR LA IDEA DE ESPAÑA (III) - ¿NACIONALISMO Y PATRIOTISMO? ¿IMPERIO E IMPERIALISMO? ¿NACIÓN Y NACIONALIDAD?



Intentaremos aclarar una serie de equívocos a fin de fijar unos patrones que faciliten los mismos criterios a la hora de criticar al actual sistema político y establezcan un lenguaje común en tres aspectos, que, a fin de cuentas, derivan todos de la misma cuestión: ¿es lo mismo "nacionalismo" que "patriotismo"? Cuando hablamos de "nación" y de "nacionalidad" estamos hablando de lo mismo? ¿El "Imperio" lleva necesariamente al "imperialismo"? ¿en dónde radica el fondo de estas cuestiones?


5) ¿Nacionalismo o patriotismo?

Primero fue el núcleo familiar, luego la tribu y el clan, y entre agricultores emanó la ciudad. Un grupo de ciudades y comarcas provistas de la misma identidad, generó la nacionalidad, cuando distintas nacionalidades se organizaron en torno a un linaje aparecieron los “reinos” y en el estadio siguiente, surgió la idea Imperial: una élite con voluntad de poder y proyecto civilizador. Al menos esto fue así hasta la modernidad. La “Nación” es un concepto que arranca en la historia con la Revolución Francesa. Mientras, la “Patria” es algo cuyo sentido aparece ya en la Odisea y en la Ilíada y, por supuesto en la Historia de Roma.

Existe, por tanto, una diferencia abismal entre “nacionalismo” y “patriotismo”. Los dos conceptos no son intercambiables y la utilización preferencial de uno de otro indican la posición ideológica que se está asumiendo tal como iremos viendo. Habitualmente, además, se suele explicar en medios de extrema-derecha que el “Imperio” constituyó el momento álgido en la historia de España y la “reconstrucción” imperial tuvo un peso decisivo en la doctrina falangista especialmente en los primeros años de la postguerra. Así pues, el primer elemento clarificador es la diferencia entre “Imperio” e “imperialismo”.

Es obvia, se habla con sana nostalgia del Imperio Romano o del Imperio de los “Grandes Austria”, se rechaza, al mismo tiempo el “imperialismo” americano o el soviético, liquidado en la conclusión de la Guerra Fría. Para que haya “imperio” debe de haber una cultura que exportar. Es precisamente la superioridad cultural –las culturas, por mucho que los amantes del multiculturalismo lo nieguen, también están sometidas a un orden jerárquico. La concepción cultural de Roma la Grande está años luz por encima de la cultura de las islas de Andamán (una de cuyas últimas testigos murió no hace muchos días si hemos de creer a las agencias de prensa; cuenta EFE que hablada una lengua a la que se le calculaba 65.000 años…). Beethoven y Bach no están al mismo nivel que la música sincopada africana, de la misma forma que Wermer de Delf o Velázquez son superiores al chamán africano que pinta el cuerpo de los enfermos, aparentemente, para lograr su curación. En el mundo domina la ley de la desigualdad y de la jerarquía. La realidad no es progresista. Es la negación del progresismo.

Imperio e imperialismo

Por eso mismo el concepto que podemos albergar de los grandes imperios del pasado no tiene nada que ver con su proyección en el presente: a pesar de que Brzezinsky y los teóricos de la proyección “imperial” de los EEUU lo pretendan, este país no es el “reflejo” de Roma la Grande (Brzezinsky llega incluso a comparar el despliegue militar actual de los EEUU con el de las Legiones en el período de la “pax romana”: 250.000 militares). Es justo su inversión. Roma fue una potencia civilizadora, los EEUU son, en cambio, una potencia bastardizadora. No difunde cultura, sino que aculturiza. Roma duró un ciclo de mil años y EEUU difícilmente llegará a 2025. Es así de simple: cualquier parecido con la realidad entre Roma y EEUU, de existir, sería pura coincidencia.

Cuando un “imperio” no tiene una Cultura que exportar (atención a las mayúsculas y a las minúsculas) no es un Imperio, ni su cultura es Cultura (conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social). En el caso de los EEUU, como máximo podríamos hablar de “civilización” (nivel de vida y desarrollo económico-social de una sociedad) siguiendo la distinción spengleriana entre ambos conceptos. Roma, por el contrario, fue una potencia cultural (esto es con principios culturales), capaz de civilizar (es decir, de aplicar estos conceptos para elevar el nivel de vida de las poblaciones conquistadas).

Evola trata este tema en Los Hombres y las ruinas: el Imperio sería tal en cuanto su cultura tuviera como eje central una metafísica (o dicho con otras palabras: con los “espiritual” y con su posibilidad de acceder a lo que está “más allá de lo físico”). El “imperialismo” sería una forma de dominio económico-militar.

En este sentido estos conceptos tienen mucho que ver con las castas dominantes que construyen uno de estos proyectos: el Imperio de los Austria estuvo constituido por la casta guerrera, la aristocracia y la pequeña aristocracia y su fin fue civilizador (llevar una cultura) y metafísico (expandir una concepción de la vida identificada con el catolicismo).

Por el contrario, el Imperio Británico fue un producto de la burguesía emergente y se generó fue a remolque de la Compañía de Indias de las que la casta militar británica no era más que una punta de lanza (facilitaba los buenos negocios y la introducción forzada en mercados y en países proveedores de materias primas…). En este sentido, el imperialismo norteamericano puede considerarse como su continuación, repitiéndose el mismo esquema cambiando sólo la Compañía de Indias por las multinacionales y a los lanceros bengalíes y demás cuerpos coloniales por los marines…

Establecida esta diferencia entre “imperio” e “imperialismo” toda ahora abordar la existente entre “patria” y “nación”. Se trata de dos conceptos antitéticos como el blanco y el negro. La “patria” es la “tierra de los padres”, allí en donde se ha nacido y en donde están enterrados los antepasados. Es una proyección física del linaje, del clan, de la nacionalidad. El concepto, como mínimo, se remonta al siglo VI a. de JC y aparece en el mundo clásico. Indica “transmisión” de un legado que pasa de padres a hijos, siendo la misión de cada generación ampliarlo y engrandecerlo. No tiene nada que ver con lo “individual”, sino con lo “colectivo”: la familia, el clan, la nacionalidad. Tampoco tiene nada que ver con la modernidad, sino que está ligado a la “tradición” (literalmente “lo que se transmite”). Tiene también mucho que ver con el arraigo y la identidad: se está arraigado a la tierra en la que se ha nacido y en la que han nacido y están enterrados los antepasados que es la tierra en la que nacerán los hijos que vendrán; se tiene una identidad específica que procede de un conjunto de rasgos antropológicos, étnicos y culturales que indican a cada persona y a cada grupo social lo que es y lo que no es.

Nación y Patria

En cuanto a la nación es un fenómeno esencialmente moderno que aparece con las revoluciones francesa y norteamericana que, junto con la guerra civil británica anterior y con el movimiento de la Ilustración y el Enciclopedismo, exasperan las líneas de fractura que ya se habían intuido en el siglo XVI y XVII, cuando los descubrimientos y el comercio generan las primeras acumulaciones de capital por parte de los banqueros y comerciantes y estos se sienten incómodos ante cualquier autoridad superior a ellos. No quieren depender de la aristocracia y de la monarquía, sino que aspiran a convertirse ellos mismos en poder.

Por otra parte, la “fides”, base de la sociedad medieval y de su “contrato social”, pierde tensión, los nuevos monarcas intentan amputar los fueros a los cuerpos intermedios de la sociedad y se genera una fenómeno perverso especialmente en Francia con los Borbones: un proceso uniformizador de la sociedad que cristaliza en el absolutismo y en el despotismo ilustrado. Las nacionalidades que forman los reinos se ven presionadas por un centralismo absolutista emergente, nivelador e igualitario que se verá exasperada tras la Revolución Francesa, pero todavía no han irrumpido las naciones. Francia, España, el Reino Unido, no son en el siglo XVII y hasta la Revolución Francesa, “naciones”, sino “reinos” y estos ya no son un conjunto de nacionalidades y estamentos sociales ligados por una “fides”, sino un aparato central monárquico que tiende a asumir cada vez más roles y a ocupar espacios cada vez mayores de poder. Eso es el absolutismo.

En la fase siguiente, cuando estalla la revolución francesa, en la medida en que Luis XVIII es guillotinado, el “reino” desaparece y es justamente entonces cuando aparece la “nación” que continúa la tendencia centralizadora, uniformizadora e igualitaria generado por la monarquía absoluta. Los revolucionarios la emprenden contra los gremios (expresión organizada de la función productiva o de los trabajadores organizados en instituciones de defensa y transmisión del oficio… quienes asumen el poder revolucionario son burgueses, pero no están adscritos a los oficios sino al dominio sobre el capital, al comercio y a la especulación, generándose las oligarquías económicas actuales), contra las órdenes religiosas (impulso anti-religioso de la revolución francesa que persigue, prohíbe y expulsa a los presentantes de la casta sacerdotal) y contra las órdenes militares y la aristocracia que las articulaba (en la medida en que la casta guerrera era renuente a un entendimiento con la oligarquía burguesa: aquellos sostenían principios y valores superiores, estos tenían como único principio: el negocio). Y crean otro modelo de sociedad construida en nombre del “ciudadano” aboliendo la estructura trifuncional propia de las sociedades indoeuropeas que había prevalecido hasta ese momento y que Dumezil reconstruyó y demostró su universalidad en todo el ámbito cultural de los pueblos de ese origen. La Revolución Francesa contribuyó pues a desfigurar la estructura trifuncional de la que derivaba lo esencial de la identidad de los pueblos europeos.

La confusión terminológica vino porque los revolucionarios llamaron al “ciudadano”, el “enfant de la patrie” (en la Marsellesa, el himno de los revolucionarios), pero se trata solamente de una licencia poética. Cuando Robespierre, Marat, Dantón y demás criminales, aluden a la “patrie”, en realidad estaban hablando de un valor y de un concepto nuevo puesto al servicio de la burguesía compuesto por el individualismo, el liberalismo económico, el igualitarismo a ultranza, las clases sociales (definidas según parámetros económicos y según su función en el proceso de producción como completará Marx) frente a los estamentos (grupos sociales agrupados según una vocación, con sus tradiciones propias, su función social concreta e interrelacionadas entre sí y en absoluto en lucha tal como quería Marx). La “patria” de la revolución francesa no es la cantada por Homero, ni la experimentada en el mundo clásico.


El “ciudadano” de la revolución francesa es el individuo sin personalidad propia, exactamente igual a otros ciudadanos (como un grano de arena lo es a otros) que experimenta un rechazo hacia cualquier autoridad superior y rechaza toda aquella autoridad que no proceda de la ley del número. El poder tiene una justificación, a partir de entonces, meramente cuantitativa, casi material: un 51% gobierna sobre un 4%, aunque la mayoría esté compuesta por violadores y criminales y la minoría por premios Nobel. Efectivamente, la ley del número de la democracia liberal está ligada a la “nación” tanto como a la burguesía como clase hegemónica y al liberalismo como sistema económico. La patria, por el contrario, está vinculada a la tradición.

Ahora bien, la “patria” es una entidad ideal, útil para reconocer a los que “son como yo”, pero ajena por completo a la tarea de gobierno. De ahí que sea preciso abordar una tercera diferencia, la existente entre “patria” y “Estado”.

En efecto, la patria no está ligada necesariamente a vínculos jurídicos sino sociales, a valores y a espacios concretos. No tiene necesariamente nada que ver con el Estado, aunque tampoco existe contradicción alguna entre “patria” y “Estado”, todo dependerá del momento histórico en el que se aplique: el concepto de Estado ha variado mucho a lo largo de la historia. No es lo mismo un Estado vertebrado por una casta guerrera, que aquel otro al que una casta sacerdotal ha dado coherencia o el que ha tomado forma con la burguesía como clase política dominante. En este último caso se dice que el Estado es la encarnación jurídica de la Nación. Pero en la Edad Media era el marco en el que cristalizaba la idea de la “fides”. Y en el tiempo en el que la casta sacerdotal era hegemónica, estaríamos hablando de una concreción teocrática.

La Nación, como hemos visto, es un término moderno que irrumpió en la historia con la revolución francesa y sustituyó a la idea de Reino. El Reino es a la sociedad tradicional, lo que la Nación es a la sociedad moderna. A pesar de que es difícil marcar con precisión los hitos históricos en este terreno y existen períodos de transición, podemos decir que España fue un “reino” hasta 1820, cuando irrumpe el llamado “trienio liberal”, a partir de ese momento empezó a ser una “Nación”. Los monarcas que fueron apareciendo a partir de entonces fueron “constitucionales”, por tanto, el germen liberal ya se había instaurado implicando un tránsito efectivo de la idea de “Reino” a la de “Nación”, tránsito cuyos primeros despuntes pueden percibirse en las Cortes de Cádiz.

Uno de los hechos políticos más importantes del período histórico que se abre en 1978 con la irrupción de la constitución es la introducción del término “nacionalidad” referido a determinadas regiones del Estado e impuesto por los “nacionalistas” catalanes y vascos. En realidad, se trataba de una trampa porque éstos no distinguían entre “nación” y “nacionalidad” y tendían a reducir lo segundo a lo primero. Cuando en 2004, Rodríguez Zapatero llegó al poder, a pesar de haber ejercido durante seis meses como profesor de derecho constitucional, se percibió claramente que era incapaz de distinguir entre lo uno y lo otro y, por lo demás, al tratarse de un personaje de talante “humanitario y universalista”, no creía en las fronteras y, por tanto, no le importaba las que el nacionalismo periférico pudiera instaurar. Aprovechando la presencia de Zapatero en el gobierno del Estado, los nacionalistas catalanes aprovecharon para redactar un nuevo Estatuto de Autonomía en el que el término “nacionalidad catalana” fue sustituido completamente por “nación catalana”. Cataluña es una “nacionalidad”, nunca en la historia ha sido una “nación”, como máximo han existido “condados catalanes”, nunca nada que pudiera ser asimilado al concepto de nación.

Nación y nacionalidad

¿Cuáles son las diferencias entre “nación” y “nacionalidad”? Evola, en Los hombres y las ruinas sostenía que en el pasado –esto es, en el “mundo tradicional”- no existían “naciones”, sino “nacionalidades”. Basta realizar un análisis histórico para comprobar que el Diccionario de la Real Academia no tiene razón en cuanto sitúa a la “nacionalidad” como “la calidad de los ciudadanos de una nación”. Es otra cosa, porque la “nacionalidad” aparece mucho antes que el concepto de “nación” irrumpiera en la historia.

La “nacionalidad”, en efecto, tiene mucho más que ver con el “imperio” y con el “arraigo” que con la nación. Históricamente, los grandes imperios tradicionales no se podían articular en una unidad al estilo del jacobinismo revolucionario o al absolutismo nivelador inmediatamente anterior. Eran territorios demasiado extensos y con características propias como para que cada parte fuera “lo mismo” que otras. La unidad estructural era “el reino” (desde los míticos reyes de Roma hasta el concepto de reino que se abre en la “Edad Moderna”), y cuando el reino manifestaba una voluntad de poder, “el imperio”. El reino se constituía sobre la base de la “fides”, el acto de reconocimiento de la autoridad de un monarca, el cual, a cambio, reconocía unos fueros concretos (esto es unos beneficios propios a tal o cual región, ciudad o estamento).

La nacionalidad implicaba la existencia de unos vínculos identitarios propios que compartían todos los miembros de esa nacionalidad que generalmente se asentaba sobre un territorio común previo a su incorporación al “imperio”. Una vez incorporados, seguían manteniendo leyes, normas y tradiciones específicas, a las que se superponían las del Imperio. Flandes o el Franco Condado formaron parte del Imperio español aun hablando otra lengua, disponiendo de otras tradiciones, desde el momento en que aceptaron las bases sobre las que se asentaba la construcción de los Grandes Austrias: defensa del catolicismo, expansión universal de una cultura católica y tarea civilizacional. Por naturaleza, los imperios, como las monarquías tradicionales no podían ser más que estructuras descentralizadas en las que cada nacionalidad aplicaba y adaptaba a sus características los principios imperiales.

La nacionalidad tenía por encima al Imperio y por debajo a las comarcas que la componían. Todo esto formaba parte de un sistema flexible, elástico y perfectamente adaptable de distintos niveles de identidad a la que solamente eran refractarios algunos pueblos exóticos (Israel en el caso de la antigua Roma, los pueblos situados al norte de la muralla trajana en las Islas Británicas, entre otros, esto es, pueblos situados en la periferia del Imperio). En ningún caso el concepto de “nación” y de “nacionalidad” que se atribuía en los imperios tradicionales tenía absolutamente nada que ver con el concepto actual que se atribuye a estas palabras. En esto estribó la trampa de los nacionalistas periféricos durante los debates que llevaron a la redacción de la constitución española de 1978: se introdujo el término “nacionalidad” en el texto, dando a entender que se consideraba desde un punto de vista tradicional próximo a regiones del Estado que disponían de cierta personalidad y características propias. Sólo en un segundo momento, esos mismos nacionalistas la ambigüedad del concepto que habían sostenido en 1978 pasaron a afirmar que “nación” y “nacionalidad” eran lo mismo.

La “nacionalidad” es una parte de un organismo mayor (Estado, Imperio), tratándose de un concepto tradicional, mientras que la “nación” es otro concepto esencialmente moderno que sustituye al de “Reino” a partir de la revolución francesa. Aparece en ese momento el concepto de Estado-Nación (el Estado considerado como la encarnación jurídica de una Nación) y el llamado “principio de las nacionalidades” (según el cual un pueblo que disponga de una lengua propia y habite sobre un territorio concreto es una “nación”). Este segundo principio tiende a considerar de manera excesiva el papel de la lengua, cuando para el concepto tradicional de “nacionalidad” eran precisas otras muchas similitudes: cultura, pasado, antropología, historia, geopolítica, etc. ¿Qué había ocurrido?

De la misma forma que la ley de oro que se impone con la Revolución Francesa en materia de relaciones sociales era el individualismo, al perderse en el terreno político la noción de “Reino” y de “Imperio”, el punto de referencia es “material”: el “ciudadano” que no es, como hemos dicho, sino un átomo social. Cada parte de una “nación” reivindica, a partir de la instauración misma del concepto, la aplicación del “principio de las nacionalidades” y se ve así misma como una “nación” que carece de Estado. Con el liberalismo ocurre como con algunos minerales que cristalizan en determinadas estructuras geométricas y que basta con golpear con un martillo para que reproduzcan en dimensiones cada vez más pequeñas esa misma estructura geométrica y así hasta lo infinitamente pequeño. Se empieza afirmando que Catalunya es una nación y los habitantes del valle de Arán terminan sosteniendo su carácter de “nacionalidad” pues -según el “principio de las nacionalidades”- disponen de una lengua propia y habitan sobre un territorio concreto… son, pues, una nacionalidad.

A partir de la instauración del concepto de “nación”, el único poder que puede contribuir a mantener la unidad del conjunto es la fuerza. Europa es un continente excepcionalmente rico cuyas naciones han estado compuestas hasta hace poco más de 200 años por nacionalidades que han hundido sus raíces muy profundamente. Los revolucionarios franceses de 1789 entendieron que, desaparecidos los rastros de la “fides” medieval que habían quedado en pie después del absolutismo borbónico, la única posibilidad de mantener unidad a la nación era mediante la fuerza de la guillotina. A diferencia de estos, el carlismo español, mantuvo en la segunda mitad del siglo XIX en su lema –Dios, Patria, Fueros, Rey- en tercer lugar los “fueros” concedidos por los monarcas a ciudades, estamentos, regiones y… nacionalidades. Hasta hacía poco no se hablaba de “España” en singular, sino de “las Españas” en plural, reconocimiento la existencia de distintas nacionalidades que formaban ese racimo de “las Españas”.

Una vez desaparecida la “fides” y los principios superiores de carácter civilizacional que mantenían unidos al conjunto de los reinos y los imperios, quedaba solamente la fuerza para mantener la integridad del conjunto. Y la fuerza generaba, allí en donde se aplicaba tímidamente una reacción en contra. Según la ley del equilibrio que gobierna todo lo que está en el Cosmos, a una fuerza aplicada en dirección centrípeta, debía seguir otra fuerza centrífuga de orientación inversa.

Nacionalismo y patriotismo

Toca ahora afrontar la diferencia esencial entre “nacionalismo” y “patriotismo”. El “nacionalismo” fue definido por José Antonio Primo de Rivera como el “individualismo de los pueblos” y, sin duda, esta es una de sus frases más afortunadas. El nacionalismo no es más que un impulso emotivo y sentimental –luego, irracional o, mejor, infrarracional- surgido de sugestiones históricas impuesta por complejos colectivos, frustraciones, resentimientos y traumas históricos que tiende a ser inevitablemente agresivo contra el nacionalismo más próximo y sumir a una nación en el aislamiento y la hostilidad hacia el vecino. En este sentido, el nacionalismo es un fenómeno beligerante y enfermizo (“lo mío es superior a lo de los demás”).

En cierto sentido el “nacionalismo” es un legado de nuestra herencia animal, no modulado por la cultura. De la misma forma que todos los mamíferos experimentan el impulso territorial y no toleran que ningún otro animal penetre en su territorio, los humanos acompañan a este impulso irracional por consideraciones filosóficas y existenciales. En tanto que residuo del impulso territorial, el nacionalismo no puede ser sino hostil y beligerante hacia cualquier otra cosa que no sea lo propio. De hecho, los conflictos que se han desarrollado en los últimos 200 años tienen como germen el exclusivismo nacionalista (y los deseos de hegemonía económica que van parejos a él).

El patriotismo es otra cosa muy diferente: deriva de algo tan objetivo como es la fidelidad a la tierra y a los antepasados. Así como el nacionalismo está ligado a la idea exasperada de Nación y esta a la idea democrática que aparece con la revolución francesa, el patriotismo surge en la historia con las civilizaciones tradicionales de la antigüedad a partir del mundo clásico, es decir, irrumpe con determinado nivel de cultura. El nacionalismo, por el contrario, no tiene nada que ver con la cultura, sino con la civilización. Las guerras del siglo XIX y XX son precisamente esto: intentos de conquistar territorios de unas naciones a otras, para controlar recursos energéticos, no para expandir modelos de cultura.

El hecho es que no hay rastros de nacionalismo antes de 1789. Antes, desde la Edad Media, hasta finales del XVIII, cuando se declaraba una guerra y la población demostraba su entusiasmo no era por el “honor nacional” como por la “fidelidad” al Rey y por su honor. De ahí que, históricamente, el nacionalismo esté ligado a un determinado modelo: a la burguesía como casta hegemónica, a la democracia del número como sistema político, al liberalismo capitalista como concepción económica y así sucesivamente. Del paradigma liberal deriva el nacionalismo y la exaltación irracional que expande.

Esta idea es importante: para ser un “nacionalista” consecuente es preciso ser jacobino, liberal, defender los valores burgueses, adherirse al capitalismo y a la democracia, o de lo contrario, se corre el riesgo de caer en la incoherencia. Eso es coherencia. Ser “nacionalista”, pero antiliberal o les liberal pero antinacionalista es simplemente inconsecuencia. Tal fue lo que entendió perfectamente José Antonio Primo de Rivera, cuando en ningún momento se declaró “nacionalista”.

El nacionalismo nunca ha pertenecido a nuestra familia política. En su forma jacobina ha sido patrimonio de la izquierda y en su forma liberal cosa de la derecha. Se empieza confundiendo nacionalismo y patriotismo y se termina desconociendo a la propia familia política. Nunca un imperio ha sido “nacionalista” pues no en vano “nación” e “imperio” son conceptos imposibles históricamente de encajar. Volvemos pues, al principio: un imperio no es más que una nacionalidad con voluntad de poder y proyecto cultural superior a los demás.


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Sobre la inexistencia del nacionalismo español

Habría que preguntarse por qué viviendo en una sociedad liberal y democrática, capitalista y gobernada por los ideales de la burguesía, el nacionalismo español es casi inexistente. Esto se debe a varios fenómenos perfectamente identificables y completamente concatenados.

El nacionalismo español que emergió inicialmente durante el siglo XIX, especialmente a partir del trienio liberal (1820-23), terminó generando cincuenta años después una eclosión de nacionalismos periféricos (catalán, vasco, gallego, andaluz) que un mineral que cristaliza en forma cúbica puede romperse hasta el infinito reproduciendo esa misma estructura cúbica en formas cada vez más pequeñas. A partir de ese momento, hacia finales del siglo XIX, la historia de España se convierte en un permanente tira y afloja entre el nacionalismo central y el periférico.

Paradójicamente, el franquismo, que incluía entre sus soportes al carlismo y que reconocía como filiación política la negación de la Revolución Francesa, esto es, del jacobinismo, terminó siendo un régimen jacobino y centralista seguramente como rechazo al separatismo de ERC, Estat Catalá, el PNV o ANV… Algunos de los teóricos del nuevo régimen llamaron la atención sobre los riesgos del jacobinismo y de la desconsideración hacia las lenguas y los rasgos regionales. Esto hizo que mientras otras extremas-derechas europeas (la francesa, por ejemplo) aceptan el hecho regional (en las manifestaciones del Front National, por ejemplo, están siempre presentes las banderas de las distintas regiones), en la española todavía se desconfíe de lo que supone la periferia.

A esto ha contribuido el fracaso del Estado de las Autonomías y las tensiones generadas por los nacionalistas. La extrema-derecha (y buena parte del centro-derecha y del centro-izquierda) están presos de una lógica endiablada: esencialmente el nacionalismo español y el nacionalismo periférico son de la misma naturaleza, sólo que éste es la fotocopia reducida de aquel.

Otro fenómeno ha agravado esta situación: la pérdida de la tensión ideal del nacionalismo español que, a partir del desastre de 1898 y, mucho más, después de la Generación del 98, cayó en la atonía y detuvo su teorización. El mundo fue evolucionando y se produjo un desfase especialmente a partir de 1945 cuando volvió la paz y el mundo resultó empequeñecido gracias a los nuevos medios de comunicación de masas y a la evolución de los transportes. En los treinta años siguientes (de 1945 a la crisis del petróleo de 1973) se produjo un crecimiento económico constante que elevó el nivel de vida y aceleró la concentración de capitales. Veinte años después –tras la conclusión de la II Guerra del Golfo, la de Kuwait- el capitalismo ya no era el mismo que en 1945 (capitalismo industrial), ni el mismo que en 1973 (capitalismo multinacional), se había convertido en capitalismo globalizador.

La clase hegemónica ya no era la burguesía media sino la oligarquía económica que se nutre, fundamentalmente, esquilmando a las clases medias. La “nación-Estado” ya no es la dimensión apropiada para gestionar el sistema mundial.

Es preciso aludir al franquismo y a sus contradicciones: siendo un régimen antiliberal y, por tanto, antinacionalista, parecía lógico que su gestión del poder fuera, también, antijacobina. Sin embargo, lejos de asumir los hechos regionales como rechazo al jacobinismo liberal, adoptó éste laminando completamente a aquellos. El resultado fue que, a diferencia de en casi toda Europa en donde el jacobinismo es considerado como patrimonio tradicional de la izquierda, en España es considerado como un rasgo del régimen franquista, de tal manera que rechazar al franquismo, implica para la izquierda, rechazar también la idea de España, confundida abusivamente con la que el franquismo defendió: la idea jacobina de la “España una”, sin referencia alguna a la periferia.

Por otra parte, los Estados-Nación, demasiado pequeños para afrontar los desafíos del tiempo nuevo se ven obligados a agruparse en unidades mayores (los proyectos Airbus, ciclotrón para desarrollar la energía de fusión, caza europeo, etc., superan con mucho el presupuesto de los Estados de tamaño medio de la UE). Y, hasta ahora, la crítica de los “nacionalistas” no ha sido capaz de elaborar una alternativa a esta situación. El nacionalismo jacobino de hoy sigue siendo exactamente el mismo que el de finales del siglo XIX, no ha variado un ápice, mientras que la sociedad y la situación internacional ha variado extraordinariamente.

El tiempo del nacionalismo ya ha pasado porque era solamente el impulso emotivo, sentimental e irracional de la burguesía media, ligado a la democracia liberal y al capitalismo industrial, fenómenos todos ellos que han quedado muy atrás en la historia.

Contenidos

Primera Parte
Segunda Parte
5) ¿Nacionalismo o patriotismo?
6) ¿España con Portugal?
7) ¿Qué enfoque cultural?
(c) Ernesto Milá - ernesto.mila.rodri@gmail.com