martes, 31 de marzo de 2020

LA GUERRA FRIA Y SU GUION (6ª parte) -> LA ÚLTIMA FASE DE LA GUERRA FRÍA: LA DOCTRINA REAGAN. 1981–1989


Los EEUU quedaron literalmente desmoralizados y deshechos ante el “caso Watergate” que apeó a Nixon de la presidencia. Antes, el 30 de diciembre de 1972, el presidente norteamericano había ordenado suspender los bombardeos sobre Vietnam del Norte como medida previa para un alto el fuego. Como efecto inmediato, en enero de 1973 se reanudaron las conversaciones de París que esta vez llegaron a la recta final el 27 de enero de 1973. La paz en Vietnam era una necesidad para reducir las tensiones con Moscú, pero el proyecto de Nixon quedó en punto muerto cuando progresó el “empeachment” y debió renunciar a la presidencia el 8 de agosto de 1974.


Richard Nixon, hasta entonces el presidente más anticomunista de los EEUU, paradójicamente, fue uno de los que más contribuyeron a la distensión: además de su viaje a Pekín (que cambió radicalmente la política internacional) trató de evitar fricciones con la URSS, política que luego fue proseguida por su sucesor, Gerald Ford. Fue así como en agosto de 1975 se pudo firmar el Acta de Helsinki que garantizaba la inviolabilidad de las fronteras nacionales y el respeto por la integridad territorial… lo que implicaba reconocer que las incorporaciones territoriales realizas por la URSS como resultado de la Segunda Guerra Mundial eran inamovibles. Incluso en ese período, algunos hombres de negocios norteamericanos fueron autorizados a viajar a Cuba.

Pero lo que EEUU había tenido que pagar parecía excesivo o, al menos, era considerado como muy superior a lo que su dignidad y orgullo estaba dispuesto a entregar.

En primer lugar, estos esfuerzos entrañaron la resolución de la guerra del Vietnam. Los Acuerdos de París no fueron en absoluto respetados por los Norvietnamitas que pudieron entrar en la capital de Vietnam del Sur el 30 de abril de 1975. Las escenas de la evacuación por el aire de la embajada norteamericana, mientras las tropas del norte estaban a pocos kilómetros de la capital, causó tanto escalofrío en EEUU como las imágenes de la repatriación de féretros que se habían ido sucediendo ininterrumpidamente en los diez años anteriores. A pesar de que se esperaba una ocupación brutal, con incendios y saqueos, la llegada del Vietcong y de las tropas del norte fue disciplinada y ordenada. Saigón fue rebautizada como Ciudad Ho Chi Minh. Solamente la embajada norteamericana resultó saqueada. Sin embargo, en los últimos dos días de guerra se habían producido 2.000 muertos civiles: unos atropellados por la muchedumbre que huía, otros lanzados desde los helicópteros en los que habían logrado encaramarse y que precisaban liberar peso para poder elevarse... La guerra del Vietnam acabó tan vergonzosamente como había empezado.


Lo que siguió fue todavía peor. La guerra del Vietnam se había contagiado desde finales de los 60 a Laos y Camboya. Para ambos bloques se trataba de zonas de importancia geoestratégica: eran proveedores de materias primas y albergaban, junto con Vietnam puertos que facilitaban el acceso de quien los controlara a los “mares cálidos”. Vietnam del Norte se hizo pronto con el control de Laos que siempre había sido utilizado como parte de la llamada “ruta Ho Chi Minh” por la que se enviaban refuerzos y tropas norvietnamitas hacia el sur. Los habían intentado ocupar antes el país, se vieron derrotados por las unidades del norte. En Camboya, en cambio, fueron los propios comunistas locales, los Jemeres Rojos, quienes llegaron al poder aprovechando el descontento y la confusión generada por los bombardeos norteamericanos. La ayuda norteamericana resultó inútil y el 15 de abril de 1975 se instauró en Ponh–Pen un gobierno ultraizquierdista que ocasionó uno de los grandes holocaustos del siglo XX. Así pues, tras la caída de Saigón todo el Sudeste Asiático, salvo Tailandia estaban bajo el control de gobiernos comunistas.


Acabadas las operaciones militares, Vietnam siguió un par de años más en la primera página de los informativos a causa de los cientos de miles de refugiados que huyeron en un flujo que proseguía todavía a mediados de los años 80. Se trató de los “boat–peoples”. Solamente en las últimas semanas del régimen sudvietnamita habían huido del país 150.000 personas, la mayor parte de las cuales se procuraron barcas sencillas a remos para escapar hacia Thailandia. Fue la minoría étnica chino–vietnamita la que se lucró con este negocio. Muchos de estos refugiados pasaron por Hong–Kong.
A finales de los años 80, la ONU calculó que “varios millones” habían intentado huir de Vietnam, Laos y Camboya siguiendo esta ruta, pereciendo en torno a 250.000 personas: unos ahogados, otros ametrallados por los guardacostas vietnamitas, otros víctimas de la abundante piratería de la zona y otros, simplemente, muertos por agotamiento. La magnitud de la tragedia no pudo ser eludida por los Partidos Comunistas occidentales que tuvieron dificultades en explicar el éxodo. Ese período coincide también con su hundimiento político en la primera mitad de los 80.

Sin embargo en aquella fase de la Guerra Fría, durante el período de gobierno de Jimmy Carter, los EEUU experimentaron lo que podríamos llamar “resaca de las derrotas”: Vietnam les demostró algo que ya había podido intuirse desde la Segunda Guerra Mundial: los bombardeos estratégicos a gran altura, son suficientes para desarticular la retaguardia enemiga, pero no garantizaban el control del territorio: la infantería siguió siendo la reina de las batallas, pues no en vano era, en última instancia quien libra los combates y ocupa el territorio. En Vietnam fracasó una concepción estratégica. A partir de ese momento, el complejo militar–industrial y los estrategas del Pentágono apostaron por un nuevo tipo de guerra “limpia” en el que las bajas fueran completamente asimétricas: todas para el adversario – ninguna propia. Empezaron a desarrollarse dos tipos de armamentos. Por una parte, una generación de visores nocturnos que garantizaba ver en la noche lo que el enemigo no podía divisar; incluso sensores de olor, se desarrollaron sistemas de infrarrojos que ya existían y elementos que mejoraban las condiciones de vida en campaña de los soldados, elementos que fueron utilizados por primera vez en la Guerra de las Malvinas.


Pero esto no bastaba: eran precisas innovaciones estratégicas y un nuevo enfoque en la política internacional. Los documentos que redactaron los estrategas norteamericanos en aquellos años (mediados de la década de los 70) fueron fundamentalmente: por una parte, el libro de Zbigniew Brzezinsky, asesor de Seguridad Nacional del Presidente Carter, La era tecnotrónica, publicado en 1970 en el que auguraba los cambios tecnológicos que tendrían lugar en el último cuarto del siglo XX y obligarían a nuevos enfoques en la política internacional. Contratado por David Rockefeller para mejorar las relaciones comerciales entre EEUU, Europa y Japón, fue el fundador y organizador de la Comisión Trilateral y su primer presidente. Jimmy Carter, fue el hombre de esta Comisión elegido para ocupar la presidencia de los EEUU e inaugurar este nuevo período.

Brzezinsky era anticomunista (hacía aprobado la participación norteamericana en Vietnam y asesorado al presidente Johnson). Era también un experto en geopolítica y hasta sus últimos días siguió pensando que el gran enemigo de los EEUU era la URSS… y siguió pensándolo, incluso, después del desmantelamiento de la URSS. Pero, así mismo, opinaba que era preciso “profundizar la democracia en todo el mundo”. Esa política acentuó durante la presidencia de Jimmy Carter la sensación de que EEUU estaba perdiendo la batalla contra el comunismo.

Esta sensación se produjo después de tres episodios fundamentales que marcaron a fuego ese período. El primero fue la revuelta islamista en Irán que derrocó a la dinastía de los Palhevi, aliados de los EEUU, e instaló en el poder en Teherán al gobierno del Ayatolah Jomeini; la victoria de los sandinistas en Nicaragua con el riesgo de que se produjera un “efecto dominó” como el que había tenido lugar en el sudeste asiático; y, finalmente, el nuevo movimiento de la URSS en Afganistán que demostraba la voluntad soviética de alcanzar los “mares cálidos” (el sur de Afganistán está separado del Océano Índico solamente por 300 km que corresponden al Beluchistán una zona con fuertes disputas con el gobierno de Islamabad y en donde existe un movimiento secesionista).


Si a esto unimos el hecho de que la URSS había exhibido nuevos armamentos y que le doctrina geopolítica enunciada por el almirante Gorshkov se estaba ejecutando de manera implacable, entenderemos el estado de ánimo que dominaba a la opinión pública y a los medios de comunicación en los EEUU en aquella época, cuando aún la herida de la derrota en Vietnam estaba aún sin cicatrizar.

El otro documento fue la llamada “doctrina Carter”, enunciada a la nación en el discurso que el presidente realizó el 23 de enero de 1980. Aprovechando la convulsa situación en Irán, Carter anunció que los EEUU utilizaría la fuerza militar para defender sus intereses petroleros: “Dejemos nuestra posición absolutamente clara: cualquier intento realizado por cualquier fuerza externa para ganar el control de la región del Golfo Pérsico será considerado como un ataque a los intereses vitales de los Estados Unidos de América, y será repelido por cualquier método, incluyendo la fuerza militar”. El mensaje iba dirigido contra el movimiento chiita que se había apoderado de Irán en febrero de 1979.

En buena medida esa victoria había sido generada por el desinterés de los EEUU en defender al que hasta ese momento había sido su aliado incondicional, el Sha Reza Pahlavi. Abandonado por todos, el Sha tuvo que huir su país e iniciar un largo periplo que lo llevó a distintas capitales en ninguna de las cuales obtuvo buena acogida, falleciendo tempranamente en un hospital cairota. A la vista de las ingentes masas populares que se habían sublevado siguiendo a los ayatolas chiitas, la administración norteamericana juzgó oportuno inhibirse del conflicto, pensando que podría entenderse con el nuevo gobierno de Teherán pues, no en vano, había propuesto al Sha gobiernos democráticos en los dos últimos años que estuvo en el poder: gobiernos que, efectivamente, intentaron reconducir la situación sin éxito y que, finalmente, mostraron la debilidad y el aislamiento internacional del régimen.

El cálculo se demostró completamente erróneo y pronto los EEUU comprobaron la necesidad de afrontar el “efecto islamista” que corría el riesgo de provocar conflictos con otros aliados de los EEUU en la zona: especialmente con Iraq y con Arabia Saudí. La “doctrina Carter” era algo más que un programa de política internacional coyuntural y fijado a un presidente en concreto: era, como la “doctrina Monroe”, un principio categórico y consensuado con los principales actores políticos y sociales de los EEUU que se mantendría inconmovible hasta el período Obama y que ha justificado la intervención norteamericana mediante el envío de armas al régimen iraquí en la Primera Guerra del Golfo (entre Iraq e Irán, 1980–1988), en la zona en la Segunda Guerra del Golfo (Operación Tormenta del Desierto, Kuwait en 1990) y en la Tercera Guerra del Golfo (Operación Libertad Iraquí, 2003–2011).


Esto hizo que, paradójicamente, un gobierno liberal y demócrata como el de Carter, fuera, el impulsor de una doctrina que, de momento, se ha invocado para impulsar tres guerras de destrucción masiva, dos de las cuales se desarrollaron cuando la Guerra Fría ya había concluido. La actitud de Carter estaba influida por la Comisión Trilateral e impulsada, en última instancia por una escuela de financieros norteamericanos de orientación “fabiana” que consideraban que había que oponerse al comunismo pero no destruirlo, sino constituir una especie de gobierno equivalente al viejo despotismo ilustrado: una cúpula formada por empresarios, políticos y comunicadores, que elije las políticas a seguir que, sin duda, serán las que mejor convengan a sus intereses, dando a la población un nivel de vida aceptable, pero manteniéndolos fuera de las esferas de decisión.

Por increíble que pueda parecer, esta corriente de opinión se había difundido extraordinariamente en los medios liberales después de la Primera Guerra Mundial y era materia de enseñanza a los alumnos de las universidades fabianas, especialmente en la London Economic School a donde habían ido a estudiar los vástagos de las grandes dinastías económicas norteamericanas.

La Comisión Trilateral, en los años 70 supuso la cristalización de estas corrientes que seguían el lema utilizado por Quintus Fabius Maximus para vencer a Aníbal: contemporizar con él, ganar tiempo y esperar a estar preparados para asestar el golpe definitivo. Obviamente, los “cartagineses” eran, en este caso, la URSS.



La teoría se demostró relativamente acertada para política norteamericana… pero Carter no pudo gozar de las mieles del éxito, sino su sucesor, Ronald Reagan, un anticomunista mucho menos doctrinario que Nixon, pero con una visión más decidida: Reagan llegó al poder dispuesto a reponer la dignidad de los EEUU perdida en los escenarios internacionales desde la derrota de Vietnam hasta la humillación propinada por los ayatolas al gobierno de Carter. Los “estudiantes islámicos” de Teherán habían ocupado la embajada norteamericana en Teherán, reteniendo a un centenar de ciudadanos de aquel país hasta que se celebraron las elecciones que destrozaron a Carter a causa precisamente de la sensación de debilidad y concesiones que tenía el electorado sobre su gestión.

Con Reagan llegó algo más que el anticomunismo militante al poder: EEUU recuperó su voluntad de victoria. Además. se dieron dos felices circunstancias. Dos nuevos personajes aparecieron en escena. La llegada de un Papa polaco, el primero originario de Europa del Este que consideraba una cuestión de honor el hacer valer la fe católica en su propio país, tuvo más repercusión política que religiosa. Así mismo, resultó decisivo el hecho de que. en el Reino Unido, hubiera resultado elegido un gobierno conservador, extremadamente anticomunista y que traía ideas nuevas. En efecto, Margaret Tatcher, antes de ser nombrada primera ministra el 1979, había comenzado a asistir a almuerzos del Institute of Economic Affair, un think–tank fundado por los discípulos ingleses de Friedrich von Hayek.

Hasta ese momento, las doctrinas de von Hayek, no eran tomadas en serio por los economistas que habían visto en los 30 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, unos momentos de crecimiento económico casi continuo (“los treinta años gloriosos”) que se detuvieron solamente con la “crisis del petróleo” de 1973. La idea de este grupo era que el Estado del Bienestar era una fórmula perversa e insostenible en la medida en que el Estado asumía su mantenimiento, lo que implicaba unos impuestos elevados y un sector público extraordinariamente engordado (y, en buena medida, deficitario) que limitaba la actividad económica. La solución era simple: privatizar todo el sector público (la Tatcher explicó luego a Gorvachov que ella tenía que trabajar la mitad que él, al haberse desentendido de las cuestiones económicas y dejar la economía en manos de la iniciativa privada), generar un sistema de libremercado mundial de tal manera que las naciones pudieran especializarse en su producción y así se produjera una caída en los precios de los productos y, finalmente, todo esto permitiría reducir impuestos y aumentar el margen de ahorro incluso de las clases más desfavorecidas

Este programa es fácilmente reconocible en la globalización. De hecho, es el programa económico que nos ha conducido directamente al mundo globalizado como alternativa al Estado del Bienestar, hoy tenido como residuo de la postguerra e idea insensataespecialmente por las clases favorecidas. Se trataba de un programa insensato que iba a cambiar el curso de la historia. Para aplicarlo, era preciso concluir la Guerra Fría pues era impracticable en momentos de tensión internacional. La teoría de la Tatcher (que compartían las élites económicas fabianas e incluso algunos estratos del comunismo chino) era que el flujo de intercambios económicos generaría una interdependencia de las economías nacionales y haría imposible la guerra entre las naciones: todas tendrían algo que perder. Aquello no podría funcionar, al menos para beneficio de todos.


Un programa como éste era ultraliberal y en tanto que tal, solamente los poseedores del capital, serían los grandes beneficiarios, porque solamente ellos tenían el volumen de capital necesario para competir en una economía globalizada. Pero había algo peor: el fracaso de estas políticas ya se había experimentado en Chile después del golpe de Pinochet.

Se trató de un golpe anticomunista, obviamente, pero el 11 de septiembre de 1973 cayó algo más que la Unidad Popular allendista, cayeron también las esperanzas de la derecha en que un gobierno anticomunista resolviera la cuestión económica. Ante la falta de técnicos competentes surgidos de las filas golpistas, el gobierno de Pinochet entró en contacto con un grupo de economistas que se habían formado en la Escuela de Chicago, alumnos de Milton Friedman. Y allí, por primera vez, se aplicaron las doctrinas ultraliberales. Era un desafío: pero si fracasaban, al menos la izquierda no podría extraer beneficios. Y fracasaron. En pocos meses, el sector público chileno se vio debilitado por importaciones salvajes de productos que hasta ese momento se habían fabricado en Chile, pero que resultaban un poco más baratas importadas desde el extranjero. La Fosforera Nacional cerró poniendo en la calle a cientos de trabajadores, pero las cerillas no faltaron en Chile: venían de Canadá a un precio ligeramente inferior. El resultado era el que cabría esperar: miles de trabajadores en paro, disminución de los ingresos públicos y fracaso de la experiencia. Los ultraliberales alegaron que el experimento de había realizado en un país con un régimen autoritario y no democrático y que, por tanto, las masas no lo habían apoyado… Luego, cuando la Tatcher lo puso en práctica abordando un proceso salvaje de privatizaciones de todo lo privatizable, tuvo que enfrentarse a una oleada de huelgas. Si consiguió estabilizar la situación y no salir completamente destrozada de la experiencia fue gracias a la victoria inglesa en la Guerra de las Malvinas.


Vale la pena conocer cómo fue posible aquella guerra. El general Galtieri, agregado militar a la Embajada Argentina en Washington, había sido convencido por otros oficiales del Pentágono de que los EEUU apoyarían a su país en la recuperación de las Malvinas a cambio de que les concedieran una base en las Georgias del Sur, también reivindicadas por Argentina y que se encontraban en medio del Atlántico Sur, en plena “ruta del petróleo”. Tras la enfermedad sufrida por el presidente de la Junta Militar, general Viola, Galtieri se hizo con el poder y poco después se produjo el casus belli que llevó a la ocupación argentina. Pero en el momento en el que les tocaba a los EEUU negociar con los ingleses e impedir que adoptaran una actitud belicista, el Pentágono, no solamente se inhibió, sino que la Tatcher consideró que una gran victoria militar estabilizaría su poder, como de hecho así fue. Dicho de otra manera: los soldados argentinos fueron llevados al matadero en lo que podríamos llamar una operación de estabilización del gobierno británico.


Desde el mismo momento en el que Reagan llegó al poder, estuvo decidido a acabar con la Guerra Fría, quizás por su anticomunismo visceral, acaso por sus creencias religiosas o, posiblemente, porque era consciente de que la crisis nacional abierta con la derrota de Vietnam todavía no se había cerrado y comprometía el prestigio internacional de los EEUU. Cuando un periodista le preguntó al nuevo presidente cuál iba a ser su doctrina fue muy claro: “Nosotros ganamos y ellos pierden”. Eso era todo. Y, a partir de ese momento, empezó a ponerla en práctica. Tal era su punto de vista geopolítico.

Reagan adoptó las mismas líneas económicas del gobierno inglés, al mismo tiempo que abrió una serie de ofensivas políticas. La primera de todas ellas fue cortar radicalmente el crecimiento del comunismo en Centroamérica. A partir de 1983, la CIA empezó a organizar en los campamentos de refugiados nicaragüenses situados en Honduras y Costa Rica, unidades encuadradas por antiguos oficiales de la Guardia Nacional. Ante la negativa del congreso de los EEUU a financiar los gastos de la “contra” en Nicaragua, la CIA optó por una peligrosa operación triangular: importar droga comprada a bajo precio en Colombia y Perú, facilitar su venta en los guetos negros de los EEUU y pagar con ello armas compradas en Irán. Fue el famoso caso Irán–Contras, digno de las mejores novelas de misterio e intriga.

A pesar de que la contra no pudo obtener grandes éxitos militares, lo cierto es que su acción y el de quintacolumnistas que empezaban a estar disconformes con los aspectos más radicales del sandinismo, consiguieron alejar a estos del poder. En otras repúblicas iberoamericanas se produjeron masacres y liquidación física de guerrilleros y de civiles que apoyaban sus acciones, lo que coincidió con el desplome de la URSS, el aislamiento creciente de Cuba y su incapacidad para reavivar a las guerrillas.


En Europa se produjo un cambio casi lógico y obligado. Las dictaduras del sur de Europa (Portugal, España y Grecia), cayeron entre 1973 y 1976. A partir de entonces ya nada impedía el que, al establecerse gobiernos democráticos, estos países se integraran directamente en la OTAN. España, que estaba ligada a los EEUU por acuerdos militares bilaterales, se integró casi simultáneamente, primero en la OTAN y luego en las Comunidades Europeas, durante el gobierno de Felipe González. La Alianza Atlántica ganó así “profundidad” (hasta entonces la frontera entre las dos Alemania y los Pirineos no llegaba a los 1.200 km y podía ser cubierta por las unidades mecanizadas soviéticas sin dar tiempo a que la OTAN reorganizara sus defensas; la presencia de España aumentó la superficie de la retaguardia occidental y contribuyó también a reforzar los ejes estratégicos del Mediterráneo y del triángulo Gibraltar–Canarias–Azores, fundamental para la seguridad del penúltimo tramo de la “ruta del petróleo”.


La llegada al poder de Reagan, su simbiosis con la Tatcher, la estancia en el papado de Karol Wojtyla, la huelga de los astilleros de Danzig y la creación del sindicato Solidarnosc, unido al desgaste que estaba teniendo la URSS en Afganistán después de ocho años de guerra contra los insurgentes, a todo lo cual se sumó el proyecto de la Guerra de las Galaxias, que elevó el listón armamentístico hasta un nivel que las URSS no podía alcanzar, fueron los elementos que condujeron al colapso de este país y al final de la Guerra Fría.



lunes, 30 de marzo de 2020

LA GUERRA FRIA Y SU GUION (5ª parte) -> 3ª FASE DE LA GUERRA FRÍA: LA LUCHA POR LA ENERGÍA. 1974–1980



El final de la segunda fase de la Guerra Fría se produjo en el período comprendido entre 1972 y 1973, con la tensión polarizada en tres escenarios diferentes: Oriente Medio, China y la Europa del Sur.

En Oriente Medio tuvo lugar la cuarta guerra arabe–israelí, la llamada “Guerra del Yonkipur” que se saldó con una victoria israelí, acaso la más ajustada de todos estos choques. Pero lo peor vino después y tuvo un nombre: embargo petrolero.

El golpe de efecto que puso fin a esta segunda fase de la guerra fría vino de la mano del presidente de los EEUU que, en principio, era el campeón del anticomunismo. En efecto, los EEUU jamás habían reconocido al gobierno de la República Popular China, teniendo como único gobierno legítimo el de Taiwan. Sin embargo, en 1971 se produjo un imprevisto cambio de alianzas. El 12 de abril de 1971, el equipo de ping–pong norteamericano participó en una competición en la capital China. Era la primera vez que viajaban deportistas norteamericanos a Pekín desde 1949 cuando Mao–Tse–Dong llegó al poder. El episodio era demasiado significativo como para que pudiera hablarse de una mera anécdota en torno a un deporte minoritario en el que los chinos eran líderes mundiales. Se habló entonces de la “diplomacia del ping–pong”, porque, en efecto, a los analistas no se les escapaba que la actitud de Washington en relación a la República Popular China (en la que hasta poco antes el ultraizquierdismo de los Guardias Rojos, aparecía como hegemónico controlado la situación bajo el amparo del presidente Mao) estaba cambiando. En efecto, en febrero de 1972, el presidente Richard Nixon realizó una histórica visita a Pekín en el curso de la cual se entrevistó con Mao. Se había producido un vuelco en las alianzas que llegaba después de choques del ejército soviético con el chino en la frontera del Usuri, territorio reivindicado por ambos países.

Obviamente, el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Washington y Pekín, implicó un enfriamiento de las relaciones con la URSS y una ruptura total con Taiwan. La URSS, a partir de ese momento, se vería obligada a combatir en dos frentes en caso de guerra, con lo que sus posibilidades de victoria se reducían extraordinariamente. De hecho, los chinos fueron los grandes beneficiarios de esta nueva época: se deshacían de su rival histórico y se veían apoyados para contener a los soviéticos en los territorios que reivindicaban. Los soviéticos reaccionaron aumentando su nivel armamentístico nuclear y convencional y, al mismo tiempo, yugulando por completo a la oposición interior, alimentando, al mismo tiempo, conflictos en los lugares más distantes del planeta para reducir la solidez de las alianzas norteamericanas.


La Iberoamérica de los años 50–70 fue siempre proclive a los pronunciamientos y a los golpes de Estado. Esto se debía, fundamentalmente, a la debilidad de las burguesías locales que no habían cristalizado en partidos políticos lo suficientemente sólidos ni en tradiciones democráticas bien arraigadas. Salvo excepciones, los partidos políticos existentes en la mayor parte de Iberoamérica eran pequeños grupos de oligarcas, sin apenas base social.

Las dos fuerzas verdaderamente existentes (especialmente en los países andinos) eran las fuerzas armadas y los sindicatos. No era raro que unos se declararan frecuentemente en situación de rebeldía y “pronunciamiento” y que los otros se echaran al monte y alimentaran continuos focos guerrilleros. Pero sería erróneo y demasiado esquemático pensar que todos los golpes militares estaban promovidos por los EEUU y que todas las guerrillas eran castristas. De hecho, si se pone cuidado en examinar las cosas, se ve que hubo de todo: militares golpistas a cuenta de los EEUU y militares nacionalistas que “golpearon” pero sin que la CIA los instigara. Frecuentemente, los EEUU –incluso en la época Reagan– condenaban esos golpes y decretaban el bloqueo  económico. Ocurrió en Bolivia, en Argentina y en Chile. A mediados de los 80 ya habían desaparecido cualquier tentación golpista.

En realidad, las últimas guerrillas iberoamericanas (salvo la narcoguerrilla colombiana por razones muy diferentes) habían desaparecido incluso antes de que se produjera el colapso de la URSS y Cuba no pudiera enviar más apoyo. El mal recuerdo que dejó la experiencia guerrillera y los excesos en la represión, desincentivaron a partir de entonces cualquier iniciativa golpista y cualquier proyecto de revitalizar la guerrilla (solamente la guerrilla de Sendero Luminoso subsistió en la región peruana de Ayacucho, hasta finales de los 80, más como secta sanguinaria que como movimiento político). Iberoamérica, en tanto que teatro secundario de la Guerra Fría dejó de generar tensiones en los primeros años de la “era Reagan” y estuvo, casi completamente, alineada con los EEUU, hasta la aparición de los movimientos indigenistas y bolivarianos al filo del milenio.


Durante finales de los años 60, un oscuro oficial ruso, Sergéi Geórgievich Gorshkov, nacido en 1910 había ido ascendiendo. Era un experimentado oficial de marina graduado en la prestigiosa Escuela militar de Frunze en 1931 y que, con apenas un año de experiencia, fue nombrado por Stalin comandante de las unidades de superficie del Mar Negro. Se comportó heroicamente en la Segunda Guerra Mundial: dirigió una unidad de destructores y comandó el desembarco soviético en la península de Kerch en el Este de Crimea. Soportó bien las purgas de Stalin y mejor aún la desestalinización. Kruschev lo nombró en 1956 comandante en jefe de la Armada. Pero su hora estaba todavía por llegar. Gorshkov era un gran estratega y se planteó cómo la URSS podía ganar la Guerra Fría: estaba claro que hacía falta una fuerza nuclear que paralizara a la del adversario. Pero eso servía para mantener la estrategia de la “disuasión” global, no para vencer. Las fuerzas de tierra soviéticas habían demostrado su eficacia en la Segunda Guerra Mundial y no hubo nada nuevo en ese terreno durante la Guerra Fría: la URSS siguió produciendo blindados cada vez más pesados y siempre en cantidades masivas que, en caso de necesidad, harían valer su fuerza en las llanuras franco-alemanas. Sin embargo, tales unidades podían ser destruidas (o como mínimo contenidas) por los misiles y la poderosa aviación norteamericana destacada en Alemania. Además, de lo que se trataba era de no llegar a una guerra “caliente” en la que las dos partes perderían. Y Gorshkov elaboró una estrategia extremadamente lúcida.

En la Segunda Guerra Mundial estuvo claro que el gran problema con que se encontró Alemania fue la carencia de combustible. Los EEUU habían previsto desde la Primera Guerra Mundial el abastecimiento de petróleo en el Golfo Pérsico apoyando incondicionalmente a la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Además, tanto la URSS como los EEUU en aquel momento, producían petróleo suficiente para abastecer a su industria (los primeros por completo y los segundos ayudados por el petróleo saudí y el venezolano). Pero Europa, que era la pieza que, finalmente, se dirimía en la Guerra Fría, no disponía de tales ventajas. Todos los países europeos eran deficitarios en materia de crudo. Todos dependían del petróleo procedente del Golfo Pérsico. Para vencer, pues, bastaba con amenazar un corte en la “ruta del petróleo” que, desde los oleoductos que van a dar al Estrecho de Ormuz y de ahí al Golfo de Omán, recorren luego el Mar Arábigo, bordean la costa de África desde Somalia hasta Sudáfrica, pasando frente a las costas de Mozambique y Madagascar, hasta el Cabo de buena Esperanza y luego remontan el Atlántico Sur, pasando frente a Angola, para adentrarse en el Golfo de Guinea y bordear el damero africano del Oeste (Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona, Guinea Conakry y Guinea Bissau, Senegal, Gambia), hasta llegar a las costas del Shaël, con las islas de Cabo Verde a la espalda, llegando a Gibraltar o bien adentrándose en el Atlántico Norte hasta los puertos franceses y de la Gran Bretaña.


Tal era el cordón umbilical que después de la crisis de Suez y de la inestabilidad en Oriente Medio, había inducido a construir superpetroleros capaces de transportar en un solo viaje dos millones de barriles de crudo a bordo siguiendo esa ruta. Solamente el tránsito de estos navíos a lo largo de era “ruta” garantizaba que las fábricas de Europa Occidental y la propia civilización pudieran progresar…

Gorshkov entendió que no era necesario entrar en conflicto directo y “caliente” para vencer, sino que bastaba con que la URSS mejorara sus posiciones a lo largo de la “ruta del petróleo” para chantajear (o, en palabras, más correctas, “condicionar”) a los países occidentales. Ante la amenaza de que, por algún punto, se interrumpiera la “ruta del petróleo”, Europa Occidental no podía hacer otra cosa, simplemente, que capitular. Pero, para interrumpir esa ruta se precisaban dos condiciones: de un lado, una flota de altura capaz de intervenir en los teatros más alejados, de otro, una serie de gobiernos amigos en los países próximos a la misma.

Leónid Brezhnev aceptó el plan e hizo algo más: lo implementó poniendo al frente de la renovación de la flota soviética al propio Gorshkov. El resto de la estrategia (con la creación de gobiernos amigos y bases militares, a menudo encubiertas como “factorías pesqueras”) corría a cargo del KGB. Y ambos trabajaron a buen ritmo.



Teniendo en cuenta este dato puede entenderse lo que ocurrió desde finales de los 60 hasta que se entró en la última fase de la Guerra Fría durante el reaganismo. Una de las palabras más repetidas en aquellos momentos fue “descolonización”. Y con la excusa de la descolonización, la URSS se aprestó a generar gobiernos amigos especialmente en las colonias portuguesas de África: no fue por casualidad, ni siquiera por afinidad ideológica, que apoyaran en esa época a movimientos antiportugueses en Angola, Mozambique o Guinea.

En Sudáfrica, el país era independiente pero estaba dirigido por una minoría blanca, así pues, allí la excusa sería la “lucha contra el apartheid” y el instrumento fue el Congreso Nacional Africano, como en las colonias portuguesas era el Partido para la Independencia de Guinea y Cabo Verde, el Movimiento Popular para la Liberación de Angola o en Frente de Liberación de Mozambique, todos ellos fieles a las orientaciones del KGB y, ayudados, directamente, además por asesores militares germano orientales y tropas cubanas.

En la zona del “Cuerno de África” (Somalia, Etiopía y Eritrea), países que, con el Yemen, cierran el estrecho de Bad el–Mandeb que comunica el golfo de Adén con el mar Rojo y constituye el otro paso estratégico de la zona junto a Suez, aumentó la desestabilización a partir de mediados de los años 70. En 1974 se abolió la monarquía del Negus Haile Selasie en Etiopía y el país pasó a ser una “república popular”. En 1977 el teniente coronel Mengistu Haile Marian dio un golpe de Estado que alineó definitivamente el país con la URSS, pero al año siguiente, los somalíes invadieron su territorio y solamente la llegada de “fuerzas internacionalistas” reclutadas por Cuba logró contener la situación. Mengistu permaneció en el poder hasta 1989 cuando la URSS ya no estaba en condiciones de prestarle más apoyo. En cuanto a Somalia, tras la salida de los británicos, el país quedó en manos de un gobierno prosoviético que solamente dejó de serlo cuando se hizo evidente que la URSS apoyaba a su enemigo geopolítico, Etiopía. Desde entonces la zona vive en un estado de inseguridad permanente y de ausencia de cualquier cosa que se parezca a un Estado.


Otro tanto ocurrió en las costas del Shäel y en los países situados desde ahí hasta el golfo de Guinea. Un rosario de guerras civiles, golpes de Estado, e inestabilidad congénita se extendió por toda la zona: en Mauritania estallaron conflictos tribales a mediados de los 80 que alcanzaron su máximo auge en 1989 para luego remitir; en Senegal apareció un movimiento separatista en la región de Casamance que ha llevado a esa zona a la guerra civil con especial violencia en 1982; por lo demás, la unión proyectada con Gambia nunca se llevó a cabo. Guinea–Konakry estuvo dirigida por un régimen corrupto dirigido por Seku Touré hasta 1984, inicialmente marxista y luego un peón de la política francesa en África. Sierra Leona se vio arrasada por una guerra civil que se prolongó hasta 2002 y sumió al país en continuas hambrunas, epidemias y calamidades. Otro tanto ocurrió en Liberia. Costa de Marfil, por su parte, inició su guerra civil a finales de los 80 que se reavivó en varias ocasiones hasta 2010. En Ghana, Togo, Benin, Nigenia, Camerún, Guinea Ecuatorial y Congo, la situación no era muy diferente: satrapías dictatoriales corruptas situadas dentro de la órbita francesa durante la Guerra Fría. En estos países, a los soviéticos les fue fácil adquirir “factorías pesqueras” que, de hecho, eran base para buques espías.


En el Magreb, la URSS había encontrado un aliado en la Argelia descolonizada por Francia y que se orientó hacia el socialismo tímidamente durante el período de Ben Bella inmediatamente posterior a la independencia, y radicalmente cuando estuvo en manos de su sucesor, Houari Boumedian. Mientras Francia trataba por todos los medios de conservar su influencia en la región, colaborando estrechamente con la monarquía marroquí y con el gobierno tunecino, en Libia, el coronel Ghadafi llegó al poder en 1969, con ideas neutralistas y una curiosa mezcla de panarabismo e islamismo. Su intento de mantener hasta el final la equidistancia entre los EEUU, Francia y la URSS, le costó lo suficientemente caro: a diferencia del gobierno sirio que está siendo defendido a capa y espada por Rusia (en la medida en que siempre consideró a la URSS primero y a Rusia después, como aliado), Ghadafi fue abandonado a su suerte cuando Francia y EEUU, instigaron la guerra civil que terminó con el régimen en 2011.



domingo, 29 de marzo de 2020

LA GUERRA FRIA Y SU GUION (4ª parte) -> LA SEGUNDA FASE DE LA GUERRA FRIA (1962-1973)


De todas formas, en esta primera fase de la Guerra Fría, la tensión no tuvo un perfil lineal. Se sucedieron momentos de gran tensión seguidos de una fase de distensión inaugurada con el fallecimiento de Stalin en 1953. Su sucesor, Nikita Sergievich Kruschev, había sido uno de los más enérgicos defensores de Stalingrado durante la Segunda Guerra Mundial. Había conocido de cerca los destrozos que puede causar un conflicto y no estaba dispuesto a pasar otra vez por ese trance y, mucho menos, si pendía sobre el globo la amenaza de destrucción nuclear. Su mandato corresponde a una situación de relajación de la tensión interior en el seno de una URSS sobrecalentada por las purgas de Stalin que se prolongaron durante veinte años, y por la tensión con los EEUU. El 25 de febrero de 1956, Kruschev había pronunciado el famoso “discurso secreto” en el curso del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética.

A partir de ese momento, Kruschev intentó mejorar sus relaciones con los EEUU, en especial a causa de los problemas surgidos en Europa y mucho más concretamente en Alemania (enclave occidental en Berlín). Desde el punto de vista armamentístico, siguió aumentando el potencial atómico soviético, pero impuso una moratoria en el programa naval y en 1960 propuso a los EEUU la reducción de un tercio de los ejércitos mutuos. Otra muestra de los “nuevos tiempos” y de la “distensión” de este período fueron los viajes recíprocos realizados por Richard Nixon, vicepresidente de los EEUU con Eisenhower, correspondido por una visita de trece días de Kruschev a los EEUU.


Desde entonces, da la sensación de que la mayor agresividad ya no está en el lado soviético sino en el norteamericano. La primera prueba de ello fue el derribo del avión U–2 pilotado por Gary Powers, sobre territorio soviético que indicaba el reinicio de los vuelos de espionaje. En su segundo viaje a EEUU en 1960, se produjo el famoso incidente del zapato en la sede de la ONU como respuesta a una invectiva del delegado filipino, acusando a la URSS de doble moral en la descolonización.

El hecho de que la URSS hubiera descendido el listón armamentista y el presupuesto de defensa, permitió derivar ingentes cantidades de fondos a la conquista del espacio. En 1961, la URSS se atribuyó un gran éxito al colocar en órbita al primer ser humano, el astronauta Yuri Gagarin. Por entonces ya se había hecho cargo de la presidencia la nueva administración norteamericana dirigida por John Fitzgerald Kennedy con el que la URSS creía que era posible un mejor nivel de entendimiento. De hecho, fue todo lo contrario. Cuando todavía no se había disipado el éxito de la URSS en el espacio, se conoció la derrota norteamericana en Bahía de Cochinos en la que los mercenarios cubanos de la CIA fueron derrotados a poco de desembarcar en la isla, hecho que precipitó de una vez y para siempre a Cuba en la órbita soviética.

A partir de ese momento, ninguno de los dos bandos, por buenas que fueran las intenciones de unos o de otros, o incluso de ambos, podían realizar más concesiones. La situación internacional se fue volviendo cada vez más rígida. Berlín seguía estando en el ojo del huracán, más como símbolo que como problema real. Pero era rigurosamente cierto que los berlineses orientales abandonaban su sector masivamente en dirección a los barrios occidentales El 13 de agosto de 1961, se inició la construcción del Muro de Berlín que supuso un fracaso propagandístico para la URSS, para los partidos comunistas y, en especial, para el propio Kruschev que salió tocado de la experiencia y animó a la oposición interior a preparar el relevo.

La colocación de mísiles nucleares en Turquía hizo que la URSS trata de estabilizar la balanza, colocando su equivalente a dos pasos de Florida. Así empezó la “crisis de los misiles” que situó durante dos semanas, una vez más, a la humanidad ante el riesgo del holocausto nuclear. En los últimos discursos pronunciados por JFK antes de su asesinato se percibe un intento de recomponer las relaciones normales con la URSS. Los planes para cumbres sucesivas hasta lograr el desarme se frustraron por su asesinato de JFK en Dallas en noviembre de 1963.


2ª FASE DE LA GUERRA FRÍA: LA DISTENSIÓN. 1962–1973

Los años 60 fueron como un período particularmente próspero en Europa: los efectos y las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial se han superado completamente, la desmoralización por la pérdida de influencia de Francia e Inglaterra en el mundo, se compensó mediante unos niveles de vida desconocidos hasta entonces. El Plan Marshall estuvo en la base del “milagro económico” de aquellos años. Incluso en España, había empezado el “desarrollismo” y los años de crecimiento económico que proseguirán en toda la década. Mientras, la Europa del Este y la URSS parecen estancadas económicamente. El régimen comunista generó pesadas maquinarias burocráticas. Además, el esfuerzo armamentístico impuesto por los EEUU hizo mella en las economías nacionales del Este que estancadas en los problemas de desabastecimiento de los mercados. Europa se ha resignado también a estar dividida y solamente aspira a que su territorio no se convierta en un campo de combate entre las dos superpotencias no europeas.

Sin embargo, este período no será un paseo triunfal, ni un baño de rosas. Las tensiones existieron en Europa: el muro de Berlín se acababa de construir, las rebeliones de los años 60 en los países comunistas habían sido sofocadas, pero no la sensación de que se vivía en un régimen de ocupación. Francia terminó liquidando su imperio en Argelia con los acuerdos de Evian que pusieron fin a quince años de terrorismo independentista y de guerra civil que tuvieron como resultado final la aparición de un terrorismo nacionalista con la OAS. En Irlanda del Norte se gestó la resurrección del IRA que volvería a estar presente a finales de la década, mientras que en otros países de Europa Occidental aparecían movimientos de “nueva izquierda” que desembocarían en oleadas revolucionarias en Francia (Mayo del 68) y en Italia (Otoño Cálido) y en una segunda etapa en la aparición de movimientos terroristas con distintas motivaciones, algunos al final de la década y otros en los años 70: Brigadas Rojas, Banda Baader–Meinhof, Accción Directa, ETA, GRAPO, FRAP…

Las novedades en la izquierda eran producto de tres fenómenos:
1) la pugna en el movimiento comunista internacional entre la URSS y China, producido tras la muerte de Stalin, cuando Mao, acusó a los nuevos dirigentes soviéticos de “revisionistas” (obviamente, en aquella disputa estaban también vivos reivindicaciones territoriales y ambiciones geopolíticas),
2) las cada vez peores condiciones de vida en los países del Este de Europa, que generó distintas disidencias, la más importa de las cuales fue, sin duda, la checoslovaca que terminó arrasada por los tanques soviéticos en el agosto de 1968 y
3) el trabajo de los servicios de inteligencia occidentales que consiguieron romper especialmente las bases juveniles de algunos partidos comunistas y orientarlos en la vía del maoísmo y en la disidencia trotskista, buena parte de la cual estuvo siempre teledirigida por servicios de inteligencia occidentales.
Todo esto dio como resultado la aparición en Europa de la “nueva izquierda”, formada por intelectuales y por una base casi exclusivamente juvenil excepcionalmente radicalizada, que se unió a otros cambios sociales propios de la época, que van desde las variaciones en la vida católica impuestas por el Concilio Vaticano II (el concilio de la confusión que entrañó el inicio de una crisis en el seno de la Iglesia todavía no superada en nuestros días), a los movimientos de liberación de todo tipo, a los cambios de las costumbres, a la implantación de nuevos modelos musicales y estéticos, a la rebelión de la juventud y al choque generacional. El resultado de todo esto fue el abandono de los cánones de la sociedad y de la familia burguesa que habían imperado desde principios del siglo XIX y la apertura de nuevos frentes de crisis social que sustituían a la cada vez más superada “lucha de clases”, incluso a la mucho más real “lucha entre naciones”.


A pesar de que la crisis terminal del marxismo se evidenció desde principios de los años 80, fue en esa época, los 60, cuando empezó a mostrar sus primeros efectos, tanto en la Europa del Este como entre los comunistas occidentales. En el Oeste, en cambio, los EEUU recuperaban la iniciativa en la carrera espacial y colocaban a un hombre en la Luna el 20 de julio de 1969. A pesar de haber sido los soviéticos quienes lanzaran el primer satélite artificial, a pesar de haber sido los primeros en enviar sondas a Venus y Marte en 1960, y luego el primer ser vivo (la perrita “Laika”), sus dificultades interiores en el período posterior a Kruschev, cuando reemprendieron la carrera armamentística convencional (especialmente en el desarrollo de una poderosa marina de guerra), les obligaron a renunciar a los éxitos mediáticos en el espacio.

Los 60 fueron la época dorada del terrorismo o, si se prefiere, de la guerrilla urbana y de la guerrilla rural, por mucho que estas estrategias alcanzaran sus máximos desarrollos y niveles de violencia en los años 70. A ello contribuyó la experiencia cubana y la creación de la OSPAAAL, a la que ya hemos aludido, que exportó guerrillas a distintos países iberoamericanos. De todas ellos, obviamente, la más famosa fue la guerrilla del Ché en Bolivia. Famosa pero no efectiva: de hecho, desde su llegada al país andino, el Ché fue vigilado constantemente por la CIA, seguido y, finalmente, masacrado por un combinado de fuerzas bolivianas asesoradas por militares argentinos. A falta de algo mejor, se transformó en mito, mientras que en Argentina, Brasil y Uruguay aparecía un fenómeno nuevo: la “guerrilla urbana”, teorizada por Abraham Guillén, un antiguo comunista español, en el que se basaron los núcleos que dieron vida al Movimiento Montonero, al Movimiento Tupamaros y a la Acción Libertadora Nacional de Carlos Margihela en Brasil. Aquella efusión guerrillera concluyó pronto y de nada sirvió toda la ayuda prestada por la OSPAAAL, los asesores cubanos, los campos de entrenamiento en la isla y los armamentos enviados. La desproporción entre los guerrilleros urbanos y las fuerzas policiales era tal que, poco a poco, sin obtener ningún éxito definitivo (donde más se aproximaron fue en Uruguay), fueron desarticulados entre efusiones de sangre, ejecuciones sumarias e interrogatorios drásticos.


La “distensión” o “coexistencia pacífica” fue la fórmula utilizada en esos años, especialmente en la segunda mitad de los sesenta y hasta 1972 para describir este período. Se trata de conceptos relativos, porque, sin duda estas fueron épocas en la que se produjeron “guerras calientes” en escenarios secundarios y periféricos de la Guerra Fría: en Vietnam especialmente y en todo el sudeste asiático, pero también en Oriente Medio en donde los actores se mostraban absolutamente incapaces de llegar a un entendimiento, permanentemente abocados a hacer estallar periódicamente guerras breves, pero de extraordinario poder aniquilador. Así mismo, y también como resultado de las experiencias guerrilleras urbanas y rurales, apareció en la segunda mitad de los años 60, como respuesta a la incapacidad árabe para derrotar a Israel, acciones guerrilleras por parte de Al Fatah, y de Al Saika, grupos armados palestinos que nunca consiguieron poner verdaderamente en peligro a Israel y que sirvieron solamente para aumentar los enfrentamientos en el interior del mundo árabe sobre las distintas posibilidades a adoptar ante el Estado judío. La organización Septiembre Negro, por ejemplo, surgió tras la expulsión de la resistencia palestina de Jordania en 1970 y tras una pequeña guerra de aniquilación a la que los supervivientes respondieron entre 1971 y 1973 realizando distintas acciones terroristas en Europa y África.

Las posibilidades de progreso del castrismo en Iberoamérica fueron yuguladas radicalmente por una serie de golpes de Estado militares que se fueron sucediendo en la mayoría de países de la zona y que desarticularon completamente cualquier posibilidad de acercamiento de alguno de estos Estados a la órbita comunista. Cuando Salvador Allende llegó al poder como candidato de la Unidad Popular en Chile, la CIA hizo esfuerzos por neutralizarlo en beneficio de un gobierno centrista, sin embargo, en septiembre de 1973, con una izquierda radicalizada, un gobierno incapaz de mantener el orden y una protesta creciente por parte de la derecha, el ejército se alzó y puso final a la experiencia socialista chilena. Cuba se sintió entonces mucho más sola: ninguno de sus intentonas de establecer “gobiernos amigos”, había progresado en país alguno.


Desde el punto de vista geopolítico el elemento crucial de esa época es el conflicto chino–soviético que estalló, inicialmente, a nivel ideológico, entre “marxismo–leninismo” y “revisionismo”, para pasar a ser luego un conflicto geopolítico cuando unos y otros reivindicaron territorios fronterizos en disputa. En la zona del Usuri se produjeron enfrentamientos directos entre los ejércitos de ambos países, cuando ya en Moscú se había producido un relevo en el Kremlim, siendo sustituido Kruschev por Leónid Breznev, considerado como neo–stalinista. En realidad, lo era, pero solo relativamente. A diferencia de Stalin, consideraba que era posible alcanzar una “coexistencia pacífica” con Occidente, a condición de medir mucho los pasos y mantener tranquilo en “frente interior” (de ahí que aumentara la represión contra la disidencia que había actuado con una holgura mucho mayor durante el período precedente y desde el final del stalinismo).

Breznev reconoció la necesidad de alcanzar mejores niveles de desarrollo económico para la población y para ello firmó entre 1972 y 1974 acuerdos económicos con los EEUU. Incluso España, con Carrero Blanco al frente del gobierno, pudo aumentar sus exportaciones a la URSS y admitió mercancías procedentes de aquel país. Con Nixon en la Casa Blanca y con Kissinger en el Departamento de Estado, la política exterior norteamericana adquirió un nuevo impulso. Aprovechando las disputas entre China y la URSS, los EEUU sondearon a ambas partes para ver con cuál podían entenderse mejor (lo que implicaba marginar a la tercera y debilitar su posición).



viernes, 27 de marzo de 2020

LA GUERRA FRIA Y SU GUION (3ª parte) -> EL RIESGO NUCLEAR, LA NO-ALINEACIÓN Y LAS GUERRILLAS


El arsenal mundial llegó a alcanzar los 12.000 megatones de poder explosivo, concentrados en 45.000 bombas. En 1979, la Oficina de Evaluación Tecnológica de los Estados Unidos estudió las consecuencias de un ataque soviético contra 250 ciudades norteamericanas en que se detonaran un total de 7.800 megatones. Se concluyó que las víctimas fatales serían entre 155.000.000 y 165.000.000 de norteamericanos, además de unas decenas de millones de heridos graves. Un ataque similar contra la Unión Soviética se saldaría con entre 50.000.000 y 100.000.000 de muertes.

Un estudio diferente fue publicado en 1982 por la Real Academia Sueca de Ciencias. El estudio supone 4.970 bombas dirigidas contra ciudades (125 de ellas hacia el hemisferio sur), totalizando 1.941 megatones. Otros 700 megatones se dirigen contra refinerías de petróleo, plantas de energía eléctrica, industrias y po­zos petroleros alejados de los centros poblados. Finalmente, 6.641 bombas con un rendimiento total de 3.100 megatones atacarían blancos militares, como aeropuertos, puertos navales, submarinos nucleares y mísiles balísticos intercontinentales. El resultado final de este escenario en que se detonan 5.741 megatones —apenas la mitad del arsenal total actual— es la muerte de 866.000.000 de seres humanos además de 280.000.000 de heridos que morirían a los pocos días debido a la imposibilidad de recibir ayuda médica. En total, algo más de 1.000 millones de víctimas fatales a causa de los efectos directos de las explosiones.

Las consecuencias físicas de un conflicto de este tipo serían devastadoras. Se lanzaría un total de 255.000.000 de toneladas de humo en pocas horas que, suspendido en la atmósfera, atenuaría la luz del Sol. Esto provocaría una bajada de la temperatura normal hasta 20°C bajo cero que se prolongarían durante tres meses. Otros análisis concluyen que la temperatura de la superficie del hemisferio sur bajaría unos 8°C a las pocas semanas y permanecería durante ocho meses unos cuatro grados bajo lo normal. El invierno nuclear se extendería sobre todo nuestro planeta. La capa de ozono se vería disminuida por la producción de óxidos de nitrógeno expulsados por la bola de fuego. En todas las zonas del hemisferio Norte incluido el ecuador, la radiación pasaría a ser 100 veces superior a la normal, mientras que en el hemisferio sur, a las pocas semanas se alcanzaría una radiactividad 80 veces superior. Las explosiones causarían cambios radicales en la climatología. Se iniciaría un invierno que duraría varios años.

Las bajas temperaturas y la oscuridad ambiental destruirían la vegetación en el hemisferio norte (donde los efectos físicos serán mayores) y de las zonas tropicales, (menos resistentes a una disminución de la temperatura ambiental). Grandes cantidades de animales perecerían a causa del frío, escasez de agua fresca (estaría congelada) y oscuridad. Cuando se disiparan las sombras, los altos niveles de radiación ultravioleta causarían daño en las hojas de las plantas, debilitándolas aún más, y en la córnea del ojo de los animales causando ceguera generalizada. No habría recursos alimenticios para los vertebrados. Las aguas poco profundas se congelarían y la oscuridad destruiría el fotoplancton eliminando la base alimentaria de muchas especies marinas y de agua dulce. Los peces que sobrevivieran (una de las pocas fuentes alimentarias para los humanos), estarían contaminados por las sustancias radiactivas precipitadas en el agua.

No lograría sobrevivir a las explosiones más del 50% de la población mundial actual. Los supervivientes afrontarían la gran mortalidad provocada por epi­demias a causa de la baja resistencia inmunológica y por la destrucción de la infraestructura sanitaria. Finalmente, la tensión psicológica por la experiencia vivida continuaría afectando gravemente a los supervivientes y a las generaciones futuras.


Ningún gobernante quiso ser recordado como el verdugo de la humanidad. La magnitud del posible desastre evitó su desencadenamiento, especialmente en los teatros principales –Europa, el territorio nortea­mericano y el soviético– pero no pudo evitar que du­rante toda la segunda mitad del siglo XX, las diferencias entre las superpotencias pasaran a ser dirimidas en teatros secundarios y a través de peones interpuestos. No chocarían los EEUU y la URSS directamente, sino a través de peones interpuestos, en guerras periféricas que afectaban a zonas que habían quedado al margen de los acuerdos adoptados por ambas potencias al final de la Segunda Guerra Mundial y nunca en el teatro europeo.

Esto explica los conflictos que estallaron o que se resolvieron en aquellos años de la postguerra: tuvieron que ver con la descolonización (guerra de Indochina), luego, una vez desposeídos los Estados europeos de sus colonias, aparecieron guerras para decantar a estas ex-colonias a favor de alguna de las dos superpotencias (USA y URSS) frecuentemente bajo el aspecto de guerras civiles en las que cada fracción miraba hacia un bloque concreto y, finalmente, guerras entre naciones vecinas. La descolonización y lo que sucedió después, fue importante para ver quién ganó verdaderamente la Segunda Guerra Mundial: cinco años después de concluida, ya estaba claro que las potencias europeas (Francia e Inglaterra) habían pasado a ser potencias de segunda categoría.

El proceso siempre era el mismo y se repitió en Indochina, en Argelia, en las colonias belgas, inglesas y portuguesas desde 1950 hasta 1975: una serie de movimientos (muchos de los cuales habían tenido inspiración fascista antes de 1945) reclamaban la independencia, la ONU la impulsaba y las potencias coloniales la retrasaban lo máximo posible, especialmente si eran colonias estratégicas por las materias primas o por las bases militares que albergaban. Luego, tras un simulacro electoral, se producía la entrega del poder al gobierno improvisado entre los más partidarios de la potencia colonial (o simplemente, estallaba el conflicto armado en caso de que la potencia colonial se negara a conceder la independencia) y se formaba una guerrilla o una fuerza política “de izquierdas”, en cualquier caso, que declaraba su simpatía a la URSS… que, a partir de ese momento, ofrecería su apoyo, asesoramiento y abastecimiento de armas y municiones.

Los dirigentes más responsables de estos nuevos países independizados, entendieron pronto que, o sea agrupaban o deberían afrontar un neo–colonialismo y el encuadramiento en uno de los bloques… y si esos países habían nacido era para ser independientes, no para cambiar de potencia colonial.

La Guerra de Corea había sido una advertencia para los nuevos países que estaban alcanzando la independencia. En efecto, en 1949, el Partido Comunista Chino venció completamente al Kuomintang que huyó para refugiarse en Formosa (Taiwan), mientras que en el continente se constituía la República Popular China. Era el desquite de Stalin a la humillación que había sufrido cuando decretó el bloqueo de Berlín y no pudo evitar que la ciudad en su parte occidental fuera abastecida por un puente aéreo continuo. Se quitaba también la espina yugoslava y a la disidencia titoista. La victoria comunista en China era el primer paso, para avanzar un segundo paso: la unificación de las dos Coreas, manu militari.

Nueve meses después del establecimiento del gobierno comunista en China, las tropas de Corea del Norte, cruzaron el paralelo 38 que les separaba del Sur y arrasaron las débiles defensas del ejército de este país. Pero la URSS no había calculado la reacción norteamericana. Los EEUU pidieron la convocatoria del Consejo de Seguridad de la ONU y obtuvieron el mandato para ponerse al frente de una fuerza internacional que restableciera la normalidad. La ofensiva norcoreana que se había adueñado de Seul fue cortada en seco y el 19 de octubre, las tropas norteamericanas dirigidas por el general Douglas McArthur alcanzaban la capital del norte, Pyongyang. Pero unos días antes de alcanzar ese objetivo, las tropas chinas con apoyo soviético, cruzaban la frontera y obligaban de nuevo a surcoreanos y norteamericanos a retirarse. El 4 de enero, los chivos llegaban a Seul de nuevo.

Llegados a este punto, McArthur llegó a proponer el bombardeo de China con bombas atómicas. Sin duda no fue por falta de ganas que el presidente Truman (que seis años antes había dado el visto bueno al innecesario bombardeo de Hiroshima y Nagasaki) se negó ahora a tan enérgica y expeditiva medida: en efecto, hubiera entrañado el riesgo de una reacción nuclear rusa, cuya potencia nuclear efectiva se desconocía en ese momento.

El conflicto de Corea fue la primera ocasión en la que se comprobó que el arma nuclear, a diferencia de cualquier otra arma anterior, se tenía pero no se utilizaba, servía solamente como factor de amenaza y chantaje, pero su potencial destructivo la hacía poco efectiva ante reacciones impulsivas. Ya hemos visto la reflexión estratégica de Beaufré que, según confesión propia, se inició en los días de Corea.

Pero este conflicto tuvo muchos más efectos: el primero de todos fue que las nuevas naciones que iban accediendo a su independencia eran pobres, con recursos pero con escasa industrialización, así pues, no podían disponer de ejércitos muy fuertes, ni comprar armamentos de manera ilimitada. Se trataba de independencias ficticias, esto es, lo que se llamó neo–colonialismo. Debían afrontar amenazas exteriores y riesgos de satelización por parte de las grandes potencias. Así pues, no les quedaba más remedio que optar por una “tercera vía”, agruparse, compartir sus problemas, garantizar mutuamente su defensa y proclamar su camino ante la URSS y los EEUU.

En 1955, tuvo lugar en Bandung, Indonesía, la conferencia de jefes de gobierno de India, Egipto e Indonesia (Nerhu, Nasser, Sukarno) y de otros veinticuatro países que, por primera vez lanzaron la idea de crear una organización que agrupara a lo que a partir de ese momento se llamaría “países no alineados”.

El camino fue largo y difícil y solamente en 1961 pudo celebrarse la Conferencia de Belgrado a la que asistieron 28 países (Cuba fue el único país iberoamericano que asistió en un momento en que todavía no estaba claro si se había alineado completamente con la URSS. Sin embargo, esta presencia demuestra que la no–alineación, en realidad no era completamente equidistante de Washington y de Moscú. Era una “intención”, indicaba una “voluntad”, pero se mostraba ligeramente escorada hacia Moscú, quizás por buenas razones (entre otras, la náusea que produjo en el mundo árabe el ataque anglo–francés a Suez en 1956, con el apoyo de Israel), pero que fue aprovechado por Moscú, para seguir manteniendo relaciones cordiales con algunos países díscolos hacia su influencia (Yugoslavia), mantener buenas relaciones con otros (la República Árabe Unida) y evitar que otros cayeran en el área de influencia occidental (Argelia). A esto se unía el hecho de que los nuevos países nacían con rechazos más o menos acusados hacia las antiguos potencias coloniales, todas ellas occidentales y, por tanto, estaban más predispuestos a aproximarse a la política exterior soviética que a la occidental.

El “movimiento de la no alineación” sigue todavía vivo en la actualidad, pero con un espíritu y unos objetivos muy diferentes a los fundacionales. La orientación actual es indigenista, bolivariana, favorable al chiismo iraní. Tras su última reunión en septiembre de 2016 en Isla Margarita, Venezuela, fue elegido presidente Nicolás Maduro. En la actualidad cuenta con 128 países y 15 observadores, pero es cosa del pasado, de un pasado vinculado a la Guerra Fría.

Como hemos dicho, uno de los hitos que impulsaron la no–alineación fue el ataque franco–inglés al Canal de Suez, desencadenando, junto con Israel, la Segunda Guerra Árabe–Israelí, llamada también “Guerra del Sinaí” que se prolongó entre el 29 de octubre y el 7 de noviembre de 1956 (y que fue aprovechada por los soviéticos como telón para aplastar a la revolución húngara). En realidad, Francia e Inglaterra aspiraban a cortar la popularidad creciente de Gamal Abdel Nasser, presidente egipcio, en todo el mundo árabe. Cuando las potencias occidentales se negaron a financiar la construcción de la presa de Assuán (tras haberse comprometido), Nasser respondió nacionalizando el canal de Suez por donde, en aquella época, circulaba el mayor flujo de petroleros que seguían la ruta del Golfo Pérsico al Mediterráneo.

En combinación con los paracaidistas anglo–franceses, las tropas mecanizadas judías ocuparon la península del Sinaí. El 5 de noviembre la ONU dispuso el alto el fuego y posteriormente ordenó la retirada israelí de Gaza y del Sinaí, mientras que los EEUU se desentendían de la operación y la URSS amenazaba a Francia e Inglaterra con “armas modernas de destrucción” en caso de que se negaran a retirarse de la zona. Al hacerlo unas semanas después, ambos países quedaron apeados completamente de Oriente Medio. Anthony Eden dimitió como primer ministro inglés y las opiniones públicas de ambos países comprendieron que habían dejado de ser fuerzas hegemónicas, no solamente en Europa, sino en todo el mundo.


Si bien en la primera conferencia de Bandung, no había asistido ningún país iberoamericano, en la de Belgrado ya estaba presente Cuba. Pero éste país, poco a poco fue concibiendo un proyecto apoyado por la URSS: la creación de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL), fundado en 1966 y surgida de la Primera Conferencia Tricontinental celebrada en La Habana. A pesar de sus ideales humanitarios y pacifistas, destinadas a cultivar una imagen democrática y tolerante, lo cierto es que la OSPAAAL participó decididamente en todas las guerrillas que surgieron especialmente en Iberoamérica durante los años 60 a imitación de la experiencia cubana. El símbolo mismo de la organización era elocuente: un globomundi acompañado de un brazo armado con un fusil...

En realidad, el gobierno cubano, inicialmente nacionalista, luego neutralista y, finalmente, alineado con la URSS, había surgido de una experiencia guerrillera irrepetible. Los “barbudos” de Fidel Castro, realmente, estuvieron aislados en la montaña durante la mayor parte de tiempo que duró la campaña, mientras que el peso del deterioro del gobierno del general Batista, tenía lugar por presión en las ciudades y, especialmente, por parte de las movilizaciones estudiantiles. Una vez en la Habana, los propios guerrilleros se fueron autoengañando sobre su papel en el conflicto, magnificándolo e induciendo al error a toda una generación de militantes de la izquierda iberoamericana, cuyas guerrillas nunca llegaron a prosperar y prolongarse en el tiempo (salvo quizás en Colombia y por razones muy diferentes). Pero, poco después de la llegada de Castro a la capital cubana, se creía (y aquí los intelectuales occidentales tuvieron también su parte de culpa, teorizando absurdos y magnificando estrategias que apenas conocían por los folletos de propaganda difundidos por los consulados cubanos) que el desarrollo de “focos guerrilleros” podían desencadenar movimientos rurales capaces de tomar el poder, aunque no existieran “condiciones objetivas” para ello: la guerrilla, por su mera presencia, creaba tales condiciones (Regis Debray)…