Una estadística -cuya veracidad es imposible de comprobar- define
a España como el “segundo país” en volumen de personas pertenecientes a la
“comunidad LGTBIQ+” que estaría formada por un 14% del total de la población.
Los homosexuales supondrían un 6% y los bisexuales un 5%, siendo el 3% restante
repartido entre las distintas “especialidades”. El mismo informe evalúa en un
9% este colectivo a nivel mundial. España
solamente estaría superada por Brasil apenas con un 1% más. El estudio,
realizado sobre 23.000 personas de entre 18 y 74 años en 30 países, pero no
existe ninguna garantía de que se corresponda con la realidad.
Lo más sorprendente del estudio es la absoluta indiferencia que
la mayoría de la población española muestra ante el fenómeno. A la pregunta
de a qué baño prefiere que acudan los transexuales, la respuesta ha sido: “al
que corresponda con su orientación sexual”. Tan solo, el porcentaje de
los favorables a las operaciones de cambio de sexo desciende levemente cuando
se les pregunta si estas operaciones deben estar pagadas por la seguridad
social. Gentes que, probablemente deberían esperar un año para cualquier
operación de próstata o que deben pagar de su bolsillo plantillas, optometría o
extirpación de quistes sebáceos, ven con buenos ojos que la sanidad pública
pague operaciones de cambio de sexo… siempre, claro está, que no resulta muy
caro.
Sin embargo, solamente para operaciones de tránsito de hombre a
mujer, son necesarias las siguientes operaciones: clitoroplastia, labioplastia,
orquiectomía, penectomía, uretroplastia, vaginoplastia. Y para la transición de
mujer a hombre serán necesarias una mastectomía bilateral, histerectomía,
metoidioplastia, colocación de prótesis artificial de pene y de testítulos,
faloplastia, salpingo-ooforectomía, escrotoplastia, uretroplastia y
vaginectomía. Amén, claro está, de una hormonación que se iniciará antes de las
operaciones y que se prolongará durante toda la vida. Más aún, gracias a
la nueva Ley Trans, la Seguridad Social debe costear el bloqueo hormonal de
todos aquellos adolescentes que decidan cambiar de sexo. A nadie se le
escapan dos elementos:
- que la ley está articulada para facilitar el cambio de sexo
lo antes posible y con pocas reflexiones y
- que su aplicación puede costar al erario público cantidades que deberían ser destinadas a otros problemas de salud mucho más graves y acuciantes que, además, afectan a un mayor número de personas.
A nadie con el cerebro mínimamente organizado se le escapa que la
pubertad no es el mejor momento para tomar decisiones que pueden comprometer
completamente el futuro de una persona. Sin embargo, la ley trans,
establece que ese es precisamente el momento para realizar esos cambios
drásticos y con consecuencias psicológicas tremendas. No solo es criminal, sino
especialmente estúpido.
En realidad, el sexo es algo con lo que se nace, determinado
por algo tan simple como la biología -salvo en los casos de androginia,
malformación conocida desde la antigüedad-, todas las operaciones de cirugía y
la hormonación tendrán como resultado el que el sujeto “parezca” ser de un sexo
diferente a aquel con el que ha nacido. Pero un análisis de ADN demostrará
que el sujeto sigue teniendo el mismo sexo con el que nació. Y, desde el
momento en el que interrumpa la hormonación, volverán a aparecer caracteres del
sexo al que pertenece por nacimiento. Así pues, las operaciones de “cambio de
sexo” solamente logran que el sujeto “parezca” haber cambiado de sexo; un
cambio que, en realidad, solamente ha afectado a su aspecto exterior, a la “carrocería”;
nada más.
Por otra parte, es cierto que hay personas que sienten que
pertenecen a otro sexo, de la misma forma que hay personas que creen que son
“feas” o anoréxicos que se miran al espejo y se ven gordos… Pero eso solo
indica que necesitan tratamiento psicológico, no agravar y prolongar su
problema mediante el binomio operaciones-hormonación.
Se ha aducido, para defender estas operaciones, que los afectados por este trastorno de personalidad, tienen índices de suicidio muy alto, lo cual es cierto, pero no es menos cierto que el número de los que se suicidan o intentan suicidarse después de estas operaciones, es prácticamente el mismo. Así que, la ley trans no ha hecho nada más que complicar cosas demasiado simples como para poder ser cuestionadas.
Y han generado problemas en donde no los había: desde
personas que se han personado en el registro civil para “cambiar de sexo”, pero
sin cambiarlo de manera efectiva, hasta violadores que han pedido ser enviados
a cárcel de mujeres por sentirse… mujeres, opositores que han cambiado de sexo
antes de las pruebas físicas a las que se someten todos los aspirantes,
simplemente porque el nivel de exigencias es más bajo para las mujeres. Y así
sucesivamente. Como suele ocurrir, todo lo que puede empeorar, termina
empeorando. Y si el sexo es algo que uno decide por sí mismo, también puede
ocurrir que también pueda cambiarse, no solo de sexo, sino de especie. Se
conoce, recientemente, el caso en EEUU de la niña que denunció a su profesora
porque no la trataba como una gata que era como se sentía. O el adulto que
jugaba con niños en los parques públicos porque se veía como niño…
La psiquiatría nació para tratar todas estas alteraciones de
conciencia. El problema es que los criterios
malthusianos propuestos desde la ONU, tienden a promocionar todas aquellas
prácticas y prácticas sexuales que conducen a la esterilidad y no desembocan en
nacimientos de hijos, ni en la formación de familias. La Universidad John
Hopkins en los años 60 fue pionera en las cirugías de cambio de sexo, pero en
los años 70, abandonaron voluntariamente esta práctica al comprobar que los
individuos sometidos a esta cirugía y los que tenían problemas de identidad
sexual, pero no se habían operado, eran idénticos problemas de reajuste
psicosocial. Extirpar órganos sanos es demasiado importante para unos
resultados estadísticamente nulos.
La práctica de la sexualidad, ha pasado de ser una actividad íntima a ser un ejercicio exhibicionista del que determinadas modalidades se sienten "orgullosas" a falta de enorgullecerse de cualquier otra cosa.
La diferencia que establecen los apóstoles LGTBIQ+ entre “sexo” y “género”
es un matiz poco convincente, aceptarlo equivale a priorizar lo accesorio (los
caracteres adquiridos voluntariamente o por algún fallo en el proceso de
sexualización) sobre lo básico (el determinismo prenatal incluido en el ADN),
en otras palabras, priorizar la “carrocería” sobre el sistema de ingeniería global
de un vehículo a motor… Un Seat 600 con la carrocería de un Porsche
911, no dejará de ser un Seat 600. Si hay que priorizar algo, lo
más sensato es hacerlo con aquellos rasgos con los que hemos nacido, o
terminaremos negándonos a nosotros mismos, a la especie a la que pertenecemos y
al conjunto de rasgos identitarios que nos acompañan, o, incluso, al planeta en
el que hemos nacido.
En cuando a la prisa por reducir la edad en la que los
adolescentes puedan decidir sobre su cambio de sexo, un estudio de la London’s
Portman Clinic, demostró que en el 70-80% de los casos, los sentimientos
transgénero desaparecían de manera espontánea, sin recibir siquiera asistencia
psicológica. Solo en un 25%, en cambio, se mantenían y si precisaron asistencia
psicológica. Otro estudio elaborado en 2011 en Suecia, que abarcó a 324
personas seguidas durante 30 años, demostró que 10 años después de la operación
de cambio de sexo, los individuos “comenzaron a experimentar dificultades
mentales progresivas”. El resultado era un 20% más de suicidios que el
resto de la población.
Todos estos datos -unidos al sentido común- dan que pensar sobre
la facilidad con la que se ha aprobado la ley trans en el parlamento español, a
pesar de que son muchos los elementos que recomiendan prudencia y, sobre todo,
tratamiento psicológico, mucho más que someterse voluntariamente a varios
bisturís y a hormonación de por vida. Pero, cualquier exigencia del “colectivo
LGTBIQ+” debe ser seguido por la clase política, so pena de ser acusados de
machismo, fomentar las represiones sexuales o fascismo criminal puro y simple. La
falacia del principio de “donde nace una necesidad, nace un derecho” es
inaceptable desde el momento en el que no existe una diferenciación entre “necesidad”
y “capricho” o entre “necesidad” y problema mental. Ninguna sociedad
mínimamente organizada puede atender a los caprichos o a los problemas mentales
de cada uno de sus miembros.
Pero la transexualidad es solamente una de las formas de esta “segunda
revolución sexual” que siguió a la primera de los años 60. En general, todos
estos grupos están “orgullosos” de su sexualidad y lo proclaman en las
manifestaciones anuales del “orgullo gay”. En primer lugar, cabe decir que
solamente se siente orgulloso de su orientación sexual aquel que no tiene nada
más de lo que enorgullecerse. Para la mayoría, la sexualidad es algo que se
resuelve en la intimidad, sin aspavientos, ni exteriorizaciones extemporáneas. Se
es gay, se es heterosexual o se es asexuado, poco importa: son orientaciones
que pertenecen a la intimidad. Y, en tanto que, manifestaciones del
dominio privado, el Estado tiene poco que decir y nada que legislar y, por
supuesto, nada que subvencionar. En realidad, buena parte de homosexuales
comparten este criterio y deploran los desfiles de excentricidades, procacidades,
exhibicionismos de dudoso gusto y freakysmo puro y simple, que salen a la calle
en estas demostraciones de “orgullo gay”.
La valoración de conjunto es que algo ha descarrilado en
materia de sexualidad en las sociedades modernas. De la “liberación de la
mujer” y de la “liberación gay” se pasó a la igualdad -cuestionable, por otra
parte- entre los matrimonios gays y los matrimonios heterosexuales, cuando en
realidad, hasta hace poco, un “matrimonio” era una pareja heterosexual unida en
una familia y con voluntad de procrear. Desde el zapaterismo, “matrimonio”
es cualquier unión por estéril que sea: los hijos se adoptan (y para ello hay
empresas especializadas, algunas de pocos escrúpulos).
La fase siguiente era la criminalización creciente de la
heterosexualidad reducida a la caricatura “machista” y la consideración de que
un “delito machista” precisaba una regulación especial, por mucho que el código
penal ya castigara agresiones y actos de violencia. Hay que recordar que las estadísticas registraron un ascenso
de la “violencia de género” justo a partir del momento en el que se inició el
fenómeno migratorio en España, llegando contingentes de población procedente
de marcos antropológicos que admitían como la cosa más natural del mundo la
violencia contra la mujer, como podía maltratarse cualquier cosa de su
propiedad. Hay que recordar que el 42% de los actos de violencia machista
están protagonizados por un colectivo que supone el 14% de la población español
en este momento, cifra que habla por su misma y que es evidente desde 2004.
Es cierto que la irrupción de Internet ha generado también un aumento de la violencia de género al ser un escaparate de prácticas sexuales violentas de abuso y dominación. Pero, también hay que tener en cuenta que toda sociedad moderna registra un porcentaje de politoxicómanos, alcohólicos y psicópatas en libertad que hacen daño allí donde van, a hombres y a mujeres; y ese porcentaje, por mínimo que sea, nunca desaparecerá del todo. Así mismo, algunos de los asesinatos contabilizados como “violencia de género” son, en realidad -a la vista de la edad de sus protagonistas y de que, frecuentemente, terminan con el suicidio del asesino- actos de eutanasia protagonizados por matrimonios mayores en los que la mujer está aquejada de alguna enfermedad degenerativa. El problema es que, la publicidad institucional, ni por supuesto las leyes contra la violencia de género, se han atrevido a identificar la etiología del problema y su distinta procedencia. Y, por supuesto, los remedios habilitados han resultado absolutamente ineficaces.
Existe violencia en nuestras sociedades: una violencia que hay que
afrontar y conjurar. Pero, desde el momento en el que priorizamos determinadas
formas de violencia sobre otras (existe una ley para contra la violencia
machista, sin embargo, un anciano agredido por un nieto toxicómano, no se
considera tan grave, una violación múltiple recibe la máxima publicidad si es
protagonizada por un grupo de borrachos autóctonos, conoceremos son nombres y
apellidos, sus rostros, pero todo esto se ocultará si está protagonizada por
MENAS “tutelados” por el Estado o las Comunidades Autónomas. No es a un
colectivo sexual en concreto al que hay que proteger sino a la totalidad de la
sociedad y ante cualquier forma de violencia. Y esto implica un choque de
trenes con la “corrección política”: si se acepta ésta, se excluye la
posibilidad de solucionar el problema.
El panorama en este terreno es desolador: un beso en un momento de
euforia puede acarrear la expulsión de un dirigente deportivo cuestionado por
innumerables casos de corrupción. Un piropo se puede saldar con un proceso
judicial sin posibilidad de amnistía. Se habla de los abusos de los “curas
pederastas”, pero se evita recordar que, en todos los casos, se trata de abusos
cometidos contra niños, pederastas sí, pero pederastas homosexuales. Lo
homosexual, lo gay, solamente puede ser “divertido” y cualquier connotación
negativa se tiende a soslayar, eludir y tapar.
Si es cierto que el grupo LGTBIQ+ en España supone el 14% de la
población (la intuición nos dice que el porcentaje es mucho menor), se entiende
por qué los partidos políticos tiendan a incorporarlos y a satisfacerlos por
necesidades electoral. Ahora bien, más allá del
reconocimiento de la sexualidad como asunto privado que atañe a la intimidad y
que, por tanto, cualquiera es libre de mantener el tipo de relaciones sexuales
con quien quiera, con tal de que exista consentimiento, el Estado debería
inhibirse en este terreno y evitar equiparar una operación de cambio de sexo
como si se tratara de una cuestión fundamental de derechos civiles, lo que,
objetivamente, supone fomentar intervenciones quirúrgicas que no resuelven
problemas, que generan otros y que mantienen activos trastornos mentales.
Pero nada de todo esto va a cambiar en los próximos años. La necesidad de electores obliga a los partidos a tratar de articular un lenguaje adaptado para congraciarse con la comunidad LGTBIQ+. El resultado evidente a día de hoy es que, a medida que el debate político se centra en este punto y las reivindicaciones LGTBIQ+ resulta intocables, aumenta el número de patologías mentales en la sociedad. Y no al revés.
Algo está fallando, pero no es algo que vaya a remediarse por vía
electoral, ni desde luego es el bloque de las izquierdas o el PP el que va
invertir la tendencia (de hecho, el PP gobernó después del zapaterismo y no
alteró ni un solo punto de toda la legislación habilitada por el PSOE en este
terreno. Incluso, la polémica generada en Extremadura por las declaraciones de
María Guardiola, candidata del PP, acusando a Vox de “arrojar a la basura la
bandera arco iris”, indican las limitaciones y la confusión de este partido
y al que somete a su electorado.
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