Vaya por delante que
en mi juventud fui joseantoniano en alto grado. A decir verdad, mucho más
joseantoiano que ramiriano. Pero también reconozco que el paso por el Círculo
José Antonio resultó traumático para mí. Dejando aparte las personalidades
brillantes de quienes lo dirigían (el editor Luis de Caralt, el doctor Joaquín
Encuentra y el arquitecto Celestino Chinchilla), lo que encontré en el ambiente
azul organizado fue un caos absoluto, una falta completa de sentido de la
política y una incomprensión total por lo que estaba ocurriendo en España en el
tardo franquismo. Lo que más me llamó la atención fue el encono en las
polémicas interiores. A partir de ese
momento, empecé a ver a los falangistas como gentes “broncas” con ganas de
liarse a mamporros entre ellos por un quítame allá esas pajas y en el que había
tantas concepciones de la Falange como miembros de las distintas tendencias.
¿Y el ideal? Ese era
el problema que, fuera de unas cuantas ideas brillantes de José Antonio y de
Ramiro, aquello se había quedado anquilosado en otro tiempo y en otra época.
Cada cual encontraba en las Obras
Completas o en algún texto canónico la frase necesaria para apuntalar su
posición. O justamente para sostener la postura contraria. Debo recordar que en
los 70 falangistas había a miles. Mejor dicho, a decenas de miles. Sólo unos
pocos eran conscientes de lo que se jugaba y de que las reglas del juego había
cambiado en dos ocasiones: a partir del 18 de julio de 1936 y a partir del 20
de noviembre de 1975. Para los dirigentes de las distintas tendencias, lo más
importante era: en la “derecha”
falangista (Raimundo) demostrar que ellos tenían algo que ver con los 40
años de régimen que habían transformado a España (y de paso justificar sus
acciones durante ese tiempo); para lo que podríamos llamar “el centro” falangista (Hüllers y el FES) lo importante era la
ortodoxia y la afirmación católica de la vida que se incluía en el mismo
paquete de la ortodoxia joseantoniana; para la “izquierda” falangista (los hedillistas), el demostrar que la “falange
no era fascista” (algo difícil) y que la “falange estaba con el obrero” (olvidando
que los obreros no estaban con Falange). Y en medio de todo esto lío de
tendencias, cada Círculo José Antonio
tenía a representantes de cada una de estas tendencias. Luego estaban los
líderes locales que también los había. A esto había que añadir las “fugas” por la derecha (había gente que
estaba en los Guerrilleros de Cristo Rey y de Fuerza Nueva que se consideraban
falangistas y, a la vista de la dispersión, nada indicaba que no lo fueran) y “fugas” por la izquierda (los del FSR y
grupúsculos sindicalistas autogestionarios que empezaron a gravitar cada vez
con más fuerza en el ámbito cenetista de la transición que en el falangista,
pero con los que siempre había, de alguna manera, contactos).
El denominador común de
todas estas tendencias era que se reclamaban “joseantonianas”, pero que todas
ellas, en su conjunto, carecían de respuestas surgidas de su propia doctrina
para los problemas nuevos que aparecieron después de 1945. Ellos no lo
advertían, pero el entorno azul, tenía en esos años una visión muy
distorsionada de su propia historia. Y eso era malo, porque todos podían
manipular la historia e introducir falsedades para llevar el agua a su molino.
De todas ellas, probablemente, la más lamentable fueron algunas versiones urdidas
en el entorno de la “auténtica”: se intentó sembrar la duda sobre si a Onésimo
Redondo lo mataron los “franquistas”, y, no contentos con eso, crearon el fantasma
de unos atentados falangistas contra Franco que solamente existieron en su
fértil imaginación (y, a veces, acompañados de mucha ignorancia histórica) sólo
para resaltar que “la Falange era antifranquista”… Nadie se lo creyó por algo tan sencillo como
que, a pesar de ir con pelo largo, barbas, pantalones campana y pipa, lo cierto
es que encima llevaban la camisa azul, el yugo y las flechas que había sido
inequívocamente uno de los emblemas del régimen, y cantaban el Cara al Sol brazo
en alto, lo que remitía, dijeran lo que dijeran y cómo lo dijeran, al fascismo
puro y simple. En el otro lado la cosa no era mejor: porque intentar demostrar
que Franco y José Antonio tuvieron algo más que una coincidencia en el día de
sus respectivos fallecimientos implicaba hacer demasiados equilibrios.
No me extraña que
algunos falangistas universitarios inquietos terminaran en la izquierda durante
los 60 y otros lo hicieran en Joven Europa de Jean Thiriart que, al menos,
presentaba “lo de siempre”, con un ropaje nuevo. Peor fue a finales de la
década, cuando empezaron a preocuparse por la “autogestión en Yugoslavia”, por
la “autogestión en Checoslovaquia” y por la “autogestión en Argelia… Los “renovadores”
se justificaban argumentando el “sindicalismo”, pero lo cierto es que estaban
desplazando el eje de su discurso hacia regímenes que no pertenecían a su
tradición política, sino a otras experiencias, incomparables con la falangista.
Para colmo… el gran drama es que en todo
este período, al igual que en la Falange histórica, los obreros fueron una
exigua minoría, casi una excepción. Los había, como en la falange histórica
hubo gentes que llegaron del anarquismo o del comunismo y a los que se conoce
por su nombre y apellidos demostrando que eran eso: excepciones. Y esto era lo
trágico: que los falangistas de todas las tendencias –salvo quizás el FES- se
obstinaban en representarse como sindicalistas-obreristas… que era como decir “alardeo
de lo que carezco”. En realidad, desde la “movilización de los parados” de
septiembre de 1934 (que pudo realizarse gracias a los dineros de los
alfonsinos) lo que había quedado claro era que los falangistas carecían por
completo de experiencia sindical. Pero,
claro, la doctrina de la falange era el “nacional-sindicalismo” y había que
hacer “sindicalismo” como fuera… aunque la existencia de la CNT antes de la
guerra y la de CCOO durante el tardofranquismo lo hicieran imposible o los “sindicatos
independientes” cerraran el paso a partir de la transición.
No había respuestas a
los problemas nuevos planteados por la evolución del mundo a partir de 1975 y
no había respuestas en los textos canónicos, ni en doctrinarios de prestigio
posteriores: ¿monarquía, república o franquismo? Y la respuesta no era
unánime ni siquiera desde la ortodoxia falangista (no encontraréis ni una sola
frase de José Antonio en la que criticara a la monarquía: buscarla en las Obras
Completas y me lo contáis). ¿A favor de la OTAN o contra la OTAN? ¿Con los EEUU
en la lucha contra el comunismo o con la URSS en la lucha contra el
imperialismo norteamericano? ¿Cómo interpretar los fenómenos culturales que
aparecieron en los 60: la contracultura, la píldora anticonceptiva, a cultura
pop, el movimiento contestatario? ¿Qué actitud tomar ante las independencias
africanas? ¿Y ante el castrismo y los movimientos de liberación? ¿Cuáles eran
nuestros “partidos hermanos”? ¿El peronismo? ¿Cuál de todos? ¿El MSI? ¿o era
Avanguardia Nazionale? ¿Cómo interpretar el gaullismo, o las disidencias
antisoviéticas? ¿Y qué decir del Mercado Común Europeo? Cada cual respondía
según su saber y entender. Incluso dentro del mismo grupo había distintas
posiciones.
Era triste, porque en 1974 cuando cayó el régimen portugués y el gobierno de los coroneles en Grecia, estaba claro que había que darse prisa: en breve la oleada democratizadora arrasaría en España y si nos pillaba sin partido era como soñar que vas desnudo en lugares públicos. Un agobio. Y nos pilló sin partido. Mi último contacto orgánico con el ambiente falangista fue en el Congreso Nacional Sindicalista de Madrid (hacia el otoño de 1976). Caos sobre caos. Caos dentro del congreso y caos en la puerta de entrada donde los hedillistas fueron a promover su productor. “Nunca mais”, mi experiencia azul terminaba allí.
José Antonio seguiría
figurando entre mis “favoritos”: su interpretación en torno al patriotismo fue
genial, su vocación nacional y social, recogía los mejores elementos de los
fascismos (sí, de los fascismo) europeos de la época; su claridad en las
exposiciones políticas era sublime… en su contra, tenía que sólo unas pocas
decenas de páginas de las Obras Completas
seguían conservando en 1973 valor y que los documentos del partido precisaban
una profunda revisión que hubiera debido hacerse en los años 40, pero que ahora
ya resultaba tarde para hacer. Y después, en el marasmo de la transición, y
hasta nuestros días resultaba imposible: cualquier minúscula innovación
implicaba el riesgo de escisiones.
Y así abandoné para
siempre el ambiente azul y desaconsejé a los amigos (a los muchos buenos amigos
y camaradas que conservó aún hoy de ese ambiente) que siguieran por ese camino.
Era una vía muerta. Creo no haberme equivocado. Hacia 1972 yo me sentía “nacional-revolucionario”
y me decía: “el falangismo es el
movimiento nacional-revolucionario que corresponde a España”… luego había
que militar en Falange. La “pasada por Falange” me dejó un mal sabor de boca,
la sensación del tiempo perdido y unas cuantas decenas de páginas imborrables e
inolvidables de José Antonio, un Discurso
a las Juventudes de España (que debiera haber tenido mucha más importancia
en el movimientos azules) y el recuerdo de fuegos de campamento, de veladas de
camaradería imborrables ayer e, incluso, hoy. Por eso la figura de José Antonio
aparece en el gif que acompaña estas notas. Cosa de juventud.
Me quejo –porque a fin de cuentas, todo esto es un “quejío”
más- de que tantas energías –especialmente de otros que siguieron militando en
ese ambiente con mucho más tesón, fe y, por qué no decirlo, cabezonería, que
yo, se dilapidara. Pero nos quedó aquel espíritu “alegre”, el de “a lo hecho
pecho”, y el remanente que proporciona la camaradería y que quien no lo ha
vivido, ignora que genera vínculos permanentes.