Dos días en
Barcelona, para alguien que ha conseguido desintoxicarse de aquella ciudad,
constituye una experiencia ente onírica y alucinógena, repleta de sensaciones sorprendentes. Voy a intentar resumirlas por orden sin omitir ni exagerar nada
de lo que me ocurrió desde que llegué el miércoles 20 de octubre hacia las
8:00, hasta que me fui el 21 a las 11:00 horas. Fue una jornada entre tantas
otras, sin nada espectacular. Pero soy de los que opinan que lo inusual está
siempre a la vuelta de la esquina, a condición de que se esté atento y sea
capaz de actuar con la objetividad de una videocámara. A fin de cuentas, la “práctica
tradicional” más cómoda consiste en tratar de ver el mundo que te rodea con
objetividad. Eso es lo que he intentado y, lo más importante, haber extraído
algunas consecuencias en los últimos párrafos. Pasen y vean mi particular descenso del Mekong en Apocalipsis Now o del río Congo en El corazón de las tinieblas.
UN MENDIGO Y LOS DISTINTOS NOMBRES DE LA CIUDAD
Estoy en Plaza
de Urquinaona, hay un edificio que tendrá ya unos 40 años en la esquina con Roger
de Lauria. Allí está la "Mutua de Fubtolistas de Cataluña". Alguna vez que he
pasado por allí, me he cruzado con algún primer espada del Barça o con figurones de su
directiva. A los pies del edificio, en el lado de la Ronda de Sant Pere duerme
un mendigo. Ha establecido allí su “casa”. Está evidentemente alienado. Quizás
sea alcohólico. Apesta a todo lo que puede apestar alguien que ha olvidado
desde hace mucho las más elementales normas higiénicas. Los dos metros que
ocupa en la acera del edificio son la acumulación más grande de porquería que
he visto jamás en el centro de Barcelona. Lo normal sería que existiera un
servicio que recogiera a estos “clochards” y, después de evaluar su situación y
circunstancias, los pasara a un juzgado que determinase si están en condiciones
de valerse o no por sí mismos. Y actuar en consecuencia. No es el único mendigo
que hay por la ciudad. De hecho, la, en otro tiempo llamada “Ciudad Condal”, luego
“Ciutat Cremada”, más tarde “Ciudad de los Prodigios”, cada vez parece ser la
“Ciudad de los Mendigos y de los Okupas”, amén de otras faunas que irán
apareciendo en estas líneas.
Tengo que ir al
Hospital de Sant Pau. Está, exactamente a 3,2 km de distancia, así que según
Google Maps, debería tardar 42 minutos a pie. Andando es como se conoce una
ciudad, aunque, andar por Barcelona, suponga un ejercicio continuo de esquivar
bolardos, arriesgarse a ser atropellado por bicicletas, patinetes eléctricos y
un sinfín de objetos y sujetos móviles y con móvil, poco o nada regulados que
dictan sus propias normas de tráfico.
CITA OBLIGADA DESDE MI INFANCIA:
SEGUIR LAS OBRAS DE LA SAGRADA FAMILIA
Ando, y ando.
Llegó a la Sagrada Familia: veo que se ha terminado el cimborrio del ábside
que, por un momento -no creo que por más de un año- será la parte más alta del
templo en permanente construcción. Por algún motivo hay dos dotaciones de los
Mossos d’esquadra en las inmediaciones, con armas de repetición como si fuera a
ocurrir algo tremendo e inesperado. Turistas, lo que se dice turistas de
aquellos que se arremolinaban en torno al templo en otro tiempo, no veo. La
zona está mucho más relajada y serena que antes de esa “enfermedad estacional” llamada
Covid. Me fijo en las dos sacristías separadas del templo que también están
terminadas, en aquel ábside que de niño me llamaba la atención por los saurios
de piedra que parecían escalar los contrafuertes. Trato de buscar la puerta que
daba acceso a la cripta (que, en realidad, es la parte más antigua del templo y
lo único -junto al ábside- que puede considerarse de estilo “gótico” (el resto,
está formado por un pastiche bastante inconexo, modernismo por un lado,
surrealismo en las cúspides de las torres, caos gaudiniano en la Puerta del
Nacimiento, tachonada de simbolismo estrafalario, como de figura de chocolate derretida
bajo el sol y naturaleza petrificada, y, al otro lado, en la Puerta de la
Pasión, todo Subirats y su obra petrificada sin paliativos, rematadamente opuesto en
concepción y estilo a lo que vemos al otro lado. La puerta de la cripta ya ha
desaparecido por la construcción de una de las sacristías que más parece la
cúpula apepinada de una “estación espacial” en un planeta hostil e irrespirable
(Barcelona es lo uno y lo otro). Será porque es pronto o porque la pandemia ha
dejado huellas, pero, tras tomarme un cafelito en las inmediaciones, sigo sin
ver turistas, ni cola. El templo, en su extravagancia, parece poblado solamente
por arquitectos, aparejadores y albañiles con prisa por terminar todo aquello.
Dejo atrás la
Sagrada Familia y supo por la Avenida Gaudí. Al final, está el Hospital de Sant
Pau. Recuerdo que hace años, por algún motivo, advertí que la prolongación
ideal de esta avenida termina en el Palacio Güell, en lo más granado del Barrio
Chnio. No es, sin duda, el lugar más adecuado para una “casa señorial” (tan
estrafalaria y excéntrica como la Sagrada Familia, salida de la mesa de diseño
del mismo Gaudí), pero los Güell querían rivalizar con la Casa de los López,
más conocidos como Marqueses de Comillas y allí se fueron a la vera de las
Ramblas y frente al Eden Concert, que no sé si existirá aún, pero que durante
muchas décadas fue uno de los refugios golfos y canallas de la Ciudad. Pero
esta es otra historia.
Y EN LA AVENIDA GAUDÍ ME ACUERDO DE CEDADE
En la avenida
Gaudí me sorprende que hay varias panaderías que llevan por nombre “Puigrós”.
Resulta inevitable que piense en Bartolomé Puigrós, uno de los primeros miembros
de la “sección juvenil” de CEDADE que se mató en accidente de montaña. Fue el
que introdujo en CEDADE esa componente “regionalista” que, en algunos casos,
derivó en el independentismo. Recuerdo aún más a Puigrós en la medida en que la
semana pasada falleció José Manuel Infiesta y hace unos años Jorge Mota, y antes
aún, Agustín Vargas y, más atrás en el tiempo, Ángel Ricote (al que llamábamos “Doctor
No”, por su eterna negativa a realizar cualquier actividad) y todavía antes
Julio Garduño y seguramente algunos más que perdí de vista hace muchos años. A
pesar de que nunca milité en CEDADE, siempre me quedará un recuerdo por
aquellos que conocí hace tanto, cuando apenas había despertado a la realidad.
HOSPITAL DE SANT PAU: "HOY NO SE VACUNA - MAÑANA SÍ"
Y alguien se
preguntará: “¿y qué diablos haces en el Hospital de Sant Pau?”. Respuesta: “vacunarme
de la segunda dosis de Astra-Zeneka. Sí, la del trombo garantizado. La que ha
generado no sé cuántos muertos e infinidad de problemas hasta ser retirada de
algunos países serios”. Este no lo es, así que aquí es de las más difundidas en
las primeras semanas de la locura vacunalotodo. No soy antivacunas, pero el
hecho es que entre la primera dosis en marzo y la segunda en octubre, renuncié
a la vacunación. No, por nada, sino por considerar que no iba a afectar en
ningún sentido a la pandemia. Toda pandemia se extingue por sí misma después de
unas mutaciones (le pasó a la peste, que no era ninguna broma, en el medievo). Cada año tenemos una gripe nueva y cuando escribo estas líneas,
precisamente, no sé que consejo de sabios ha reconocido que el Covid es una “enfermedad
estacional”. Vamos, como una gripe. Algo que siempre he intuido. Si ahora me
vacuno es porque necesito el famoso código QR para poder viajar al extranjero. Sí,
ya lo sé, he cedido al chantaje, pero es que sin el QR no puedo ir ni a
Andorra.
Por lo demás soy
fatalista. El otro día, en el curso de una entrevista a través de Zoom
realizada por los amigos de la Acción Literaria Dunedain, alguien mencionó que
Julius Evola interrogaba y desafiaba al destino caminando como si nada por las
calles de Viena mientras los bombarderos anglosajones lanzaban sus cargas. Le
cayó un edificio encima, con lo que tuvo las respuestas que buscaba. Luego se
pasó el resto de su vida preguntándose por qué no había muerto. Yo tengo la
convicción de que era porque todavía le quedaban por escribir algunas de sus
mejores obras. De hecho, yo no me he tomado el más mínimo interés en vacunarme,
porque considero que, desde hace diez años, ya he vivido todo lo que tenía que
vivir, lo que me queda por delante es gratis y no creo que me ofrezca nada
nuevo. Así que, estoy dispuesto para irme en cualquier momento. Y hoy Barcelona
ofrece un “buen día para morir”, por el jodido virus o por la vacuna de los
cojones, de asco o de aburrimiento. Pero no.
Llego al
Hospital de Sant Pau. En la esquina con Independencia está la puerta que
conduce al chamizo donde se vacuna a la peña sin cita previa. En todos los
medios de comunicación de Cataluña, públicos y privados, y en las webs
oficiales, por supuesto, se han publicado notas anunciando triunfales logros en
vacunación de la gencat y del axuntament proclamando que allí hay vacunación, casi
24 horas al día. Sin embargo, llego y veo desierto el lugar. Hay un papelito
escrito a bolígrafo y pegado con cinta adhesiva, que dice: “Tancat fins el
22/10”, es decir, cerrado hasta pasado mañana. Ninguna explicación, ningún
aviso, ninguna nota en la web de vacunaciones, nada: simplemente, hoy no
“abrimos, mañana sí”. Con cierto escepticismo -no puedo creer que toda la
información sobre la vacunación sin cita previa se resuelva con una nota
escrita a mano, descolorida y colgada sin más explicaciones- pregunto al
segurata que hay delante custodiando la entrada del hospital: “Sí, lo de las
vacunaciones es ahí, pero no abren hasta pasado mañana”. ¿Por? “Ni puta idea”.
45 CENTRO DE "VACUNACIÓN SIN CITA PREVIA", DONDE NO TE VACUNAN
Miro en Google:
“centros de vacunación sin cita previa en Barcelona”. Aparece una web del
axuntament: “más de 45 lugares donde se vacuna sin cita previa”. Intento probar
fortuna en el más próximo: coño, la suerte está de mi parte: apenas a 300
metros hay uno. Es el CAP de Paseo Maragall 52. Allí que voy. Un edificio
enorme de varios pisos. Pregunto en información: “Buenas, ¿es aquí donde
vacunan sin cita previa?”. Las dos recepcionistas se miran una a otra como si
un extraterrestre les consultase sobre el camino a Raticulín. Me preguntan
cuál es mi médico para indicarme el piso y que me informe él. “No, verán, soy
de Sant Pol”. “Ah, entonces tiene que preguntar en el CAP de Sant Pol”. Con dos
cojones. O sea, que los 45 puntos de “vacunación sin cita previa” no son tales.
Renuncio a la
vacuna en la mañana y sigo andando. Me voy a la biblioteca de Nou Barris que, mira
por dónde, está instalada en lo que queda del antiguo manicomio de la ciudad.
Ya no es una casa de locos, sino un centro del ayuntamiento. Recuerdo aquel
artículo de René Guénon sobre el carnaval, esa fiesta en la que un día al año la
gente asumía lo que era la locura para recordar de lo que había que prevenirse;
hoy ya no tiene sentido, porque todo el año es carnaval. Aquí ocurre igual: toda
la ciudad se ha convertido en un manicomio, así que no tiene sentido, mantener un lugar sólo para alienados. En 1985, el establecimiento cerró sus puertas. Se
construyó -era la época de los pelotazos inmobiliarios- salvo en una parte que quedó como biblioteca y oficina municipal.
SEIS METROS DE ESTANTERIAS LGTBIQ+ POR UNO DE HISTORIA UNIVERSAL
¿Quién diablos
hará la selección de compras de esta Biblioteca? En la planta baja, a poco de
entrar, uno ve las últimas compras. La mayoría son de temática LGTBIQ+. Opto
por leer la prensa del día. El butacón es cómodo: me viene un abuelo
indicándome que llevo mal la mascarilla (se ve que las gomas han dado de sí y
muestra más milímetros de nariz de lo que el abuelo considera la medida correcta).
Me la pongo para que sea de su gusto, pero él sigue: “Es que las normas están
para todos y…”. Le tengo que interrumpir: “Ya está a su gusto, ¿de acuerdo?”.
Entiende el mensaje y se sienta en una mesa leyendo el Avui-PuntDiari.
No han pasado ni cinco minutos cuando oigo como advierte a otro de su quinta
por el mismo problema de la mascarilla. Y éste reacciona mal, con todo desabrido: “¿Es usted
policía?”. La discusión va in crescendo en el silencio de la biblioteca. Opto
por buscar una zona más tranquila y subo al primer piso.
Allí me
sorprende que la temática LGTBIQ+ (y, especialmente, la “T” de “trans”) ocupa
casi seis metros de anchura. Observo todos los libros. Están nuevecitos
aunque algunos tienen cinco y incluso ocho años de fecha de edición. Nadie, absolutamente nadie, los
ha abierto jamás y los que solemos leer libros sabemos reconocer si ha
despertado interés o sigue virgen de lectores. Frente a estas estanterías,
colocadas en el pasillo central -y, por tanto, de las más visibles- está la
sección de “Historia Universal”. Repito “Historia Universal”. Ocupa la tercera
parte de la dedicada a temática LGTBI+. Me pregunto “¿Qué fuman los encargados
de comprar libros en esta jodida biblioteca?” o esta otra, que tampoco es
manca: “¿Quién paga las ediciones de estos libros que nadie lee?”.
Arriba: seis metros de estanterías con temática LGTBIQ+ que nadie lee.
Abajo: 1,25 metros de estanterías sobre "Historia Universal" que todos deberían leer.
Compare usted mismo si a cada cosa se le da la importancia que corresponde
LA SIEMBRA DE ZURULLOS URBANOS
Estoy allí tres
horas haciendo tiempo. He quedado con mi hijo para comer. Al ir a buscarlo,
piso una mierda de perro. Escatológico, sí, pero no por ello menos real. Es el
accidente barcelonés más típico. Hubo un tiempo en que, en Barcelona, era más
fácil encontrar una moneda de 100 pesetas de plata con Franco en el anverso,
que pisar una mierda de perro. Ahora hay que caminar sorteando cagadas. Hago
verdaderos esfuerzos por deshacerme de la plasta. Me fijo en que en la ciudad
hay más perros que niños. Los dueños no se preocupan de que ladren. Tienen los
oídos habituados. Cuando defecan, lo primero que hacen es mirar si alguien se
ha dado cuenta. Si creen que nadie lo ha hecho -especialmente cuando declina el
sol- evitan agacharse y agarrar el zurullo. En algunas ciudades, creo que en
Sevilla, si tienes un perro deben ir también con agua, para diluir las meadas del
chucho. En Barcelona no. Los perros marcan una y mil veces su terreno,
olisquean farolas, olisquean portales, levantan la pata y lanzan mensajes a los
suyos. No es raro que uno de los aromas más habituales de esta Barcelona del
siglo XXI, sea el de meada de perro. Pregunto: ¿dónde está la dignidad del propietario-recogedor
de cacas de perro? Hay mierdas de perro de todos los tamaños y texturas
distribuidas por la ciudad: duras como el pedernal, cagarros monumentales,
bolitas mierdosas como de crema, semicremosas y pétreas, algunas parecen pirolitos (o piroplastos). Yo he pisado de las
cremosas. El barcelonés de hoy, a poco que se fije, terminará siendo un
“connaisseur” en materia de defecaciones.
Con mi hijo,
termino en un lugar próximo a la Meridiana, al otro lado de la estación de
Fabra Puig. A él le apetece una hamburguesa. Me he negado, por supuesto, a ir a
un McPerro. Si hay que comer hamburguesas -nuevamente pienso en Evola y
en su interrogación al destino- que no sea en un fast-food. Y hay un
restaurante español, con españolitos trabajando que tiene buena pinta. Una
ensalada, una cañita o dos, unas patatas fritas y una hamburguesa más alta que
ancha. Y postre. En conjunto, no está mal. No es lo que yo hubiera comido, pero
salimos satisfechos. Incluso algo sorprendidos por la calidad de lo que lo que
nos hemos metido.
VACUNADO -POR FIN- EN "LA MAQUINISTA". SIGNO DE LOS TIEMPOS
Una vez en su
casa, miramos a ver dónde me puedo vacunar. Resulta que hay un centro comercial
en la antigua fábrica de “La Maquinista Terrestre y Marítima”, en donde está
instalado un punto de vacunación que funciona de 16:00 a 20:00 horas. Vamos a
pie para hacer la digestión. Está lejos. “La Maquinista” era una fábrica
monstruosa. Fue propiedad de los miembros más señeros de la alta burguesía
catalana. Si los sindicalistas de la fábrica protestaban, Barcelona temblaba. Todas
las máquinas de tren de la postguerra salieron a aquí. Luego, la actividad
industrial periclitó, la monstruosa fábrica se convirtió en un almacén y ahora
-como otras varias en BCN, la misma Olivetti- pasó del sector “industrial” al
sector servicios. Es un emporio para el consumo.
Finalmente, me
vacuno: “¿Qué vacuna?” “Segunda dosis de Astra-Zeneka la del trombo
garantizado”. La chica sonríe mientras anota en el ordenador lo que
verdaderamente me interesa: haber pasado por allí y obtener mi QR. Me siento en
donde me indican: un enfermero me pregunta: “¿Qué tal le sentó la primera
dosis?”. “Con el culo, dos días de fiebre, malestar y para colmo, me resfrié
pocos días después, algo que no había ocurrido en los quince años anteriores”.
“Con la segunda dosis le ocurrirá lo mismo, tómese un ibuprofeno y si le duele
el picotazo póngase hielo”. El médico de Stalingrado seguramente daba mejores
consejos a los heridos. No respeto los 15 minutos de espera después del
pinchazo y me encamino de nuevo a la casa de mi hijo.
He quedado por
la tarde con un amigo y camarada. Tiene un regalo para mí. Ahora si que necesito
coger el metro. De camino a la parada, me cruzo con no menos de media docena de
africanos (igual son ya “nuevos españoles”). Cada uno de ellos lleva un enorme
carrito de la compra, cada uno va por su parte, pero todos trasportan trozos de
metal, neveras y lavadoras caducadas, rieles, cualquier cosa metálica que hayan
encontrado por la calle. Antes y después de esta visión, reparo en que la mayor
parte de negros que he visto en la ciudad, casi inevitablemente, guían un
carrito, escarban en la basura, recogen ferralla, metales diversos y, como si
se tratara de la senda de los elefantes, van a intercambiar su pobre cosecha
por quince o veinte euros en alguna chatarrería, no creo que pillen mucho más. Pienso que la pobreza
ya no es como era: todos tienen cierta cara de felicidad. No me cabe la menor
duda de que están mejor en España que en su país. El patriotismo, desde luego,
no parece ser lo suyo: han renunciado a levantar su país y han preferido
acoplarse a uno ya levantado en donde sus necesidades básicas estén cubiertas
por las instituciones oficiales, oeneges buenistas, parroquías más buenistas, aún, subsidios, paguitas, salarios sociales, etc.
Enviar al mes 200 euros a sus familias, garantiza a estas un buen nivel de vida
y les exime, por tanto, de trabajar. Hace años, me comentaron unos cameruneses,
que las zonas de su país que generan más inmigración, antes, eran las más ricas
(por esos pudieron pagar a las mafias su viaje a España). Ahora, son las más
abandonadas: en efecto, han renunciado a trabajar y esperan los 200 euros que
su familiar destacado en Europa les envía todos los meses. Sinceramente, no me
gusta ver carritos de los supers llenos de chatarra recorriendo la ciudad. Creo
que nos saldría mucho más barato (y estéticamente sería más reocmendable), enviarles allí directamente los 200 euros que
tenerlos aquí ejerciendo esta actividad de nulo “valor añadido” y sin
perspectivas de realizar otra, ocupando pisos-patera, con paguitas y subsidios,
agua, luz y gas sufragados por la caridad pública y además, teniendo que pagar los gastos sanitario que
generen. Sin olvidar el demoledor efecto visual de ver como en las calles y plazas más
cuidadas de la ciudad, a unos tipos con carritos de supers acarreando
basura metálica.
UNA DE CHINOS: "LO SIENTO, SOLO CACAHUETES"
Me siendo en un bar de la Ronda. Es propiedad de chinos, como casi todos los de los dos lados del Eixample. Todos, absolutamente todos los bares que frecuenté a lo largo de los 50 años que viví en Barcelona, sin excepciones, son hoy propiedad de chinos. El servicio no ha mejorado. Véase, sino. Pedimos un par de cervezas y “algo para picar”. “Solo tenemos cacahuetes”… “Himmel, maldición ¿sólo cacahuetes?”. Solo cacahuetes. “Déjelo correr, gracias”. Estoy de buen humor. Por la Ronda pasan chicas veinteañeras, treintañeras, cuarentaañeras y más añeras, algunas llaman la atención por su vistosidad, muchas son extranjeras, otras son de dginas de figurar en aquellos calendarios de los talleres mecánicos de antes. Me doy cuenta de que todavía me gustan las mujeres y me pregunto si eso ya es delictivo. Pienso en los libros de la Biblioteca de Nou Barris, o en el festival de Sant Sebastián en donde la heterosexualidad ha desaparecido por completo del cine de Almodóvar, hoy el centro del mundo es gay o trans; las películas premiadas en Donostia, dirigidas por mujeres, eran verdaderos truños -como ha reconocido la crítica independiente-, pienso en la nueva ejecutiva del PSOE de la que se resalta que “tiene mayoría de mujeres” o en la serie “Ana Tramel” de TVE en la que todos los personajes masculinos o son malvados, o son débiles, o son tontos de baba o son impresentables, mientras que los femeninos están aureolados con las mejores características que puedan adornar a la especie. Lo dicho, tengo miedo de mirar a las mujeres que van pasando: sé que dentro de poco, hacerlo te podrá llevar a un juzgado.
EL ESPECTÁCULO DEL SOBREPESO EN LAS CALLES
Por algún motivo, pasan por allí muchas sudamericanas y, caribeñas. Me da la sensación de que algunas parecen sacadas del reality “Mi vida con 300 kilos” o “Mi familia pesa una tonelada”, o incluso, quizás de aquello de "Megaestructuras". Siempre que ha estado en Iberoamérica me ha llamado la atención que una parte de la población, habitualmente negros, mestizos e indios, pocos crillos, consideren que sentarse con su familia en un fast-food es lo más chick que pueden hacer. Y los veo hartarse de comida chatarra, sin preocuparse de que su culo y su tripa van creciendo a expensas de su salud. En África pasa otro tanto: ya no hay niños como los de Biafra o como las víctimas de cualquier hambruna, con la tripa desmesuradamente hinchada y los miembros escuálidos, esos que, de tanto en tanto alguna ONG tiene a gala introducir en sus filmaciones publicitarias para remover conciencias. Los arrabales de las grandes ciudades africanas, hace tres décadas, estaban pobladas de antenas parabólicas y en cada casa, por pobre y miserable que fuera, existía un televisor católico, al más gigantesco que hubiera en esos momentos en el mercado. Ahora es el plasma y los streammings pirateados lo que priva en aquellas latitudes. Para colmo, en buena parte de África el sobrepeso se ha convertido en una enfermedad endémica y que, hoy, seguramente, mata a muchos más africanos que las hambrunas o el ébola. El problema está presente en Barcelona, merecedora también del título de Ciudad del Sobrepeso.
DE REGRESO CON UNA BANDERA CONFEDERADA
Mi amigo y camarada me regala una bandera confederada traída directamente de Portland, Oregón. Está muy bien cosida, así que infiero que es auténtica, en absoluto como esas banderas indepes fabricadas en china que pierden el color después de una semana. Si alguien se opone a los “yankis” y a todo lo que conlleva la ideología economicista, consumista, materialista, puro espectáculo, es que es “bueno”, “es mi hermano”. La Confederación plantó cara y con eso me basta. Después de tomar unas cervezas, aludir a lo divino y a lo humano, pasar revista a los conocidos y a sus situaciones, cada mochuelo voló a su olivo. Cogí el metro. Oí los comentarios alarmados de viajeros que decían que por la línea corrían revisores pidiendo billetes. Es la primera vez en décadas. Yo creo que la primera vez en la historia que aparecen revisores en el metro de Barcelona. Es comprensible: desde hace veinte años, es frecuente colarse sin pagar. El primer enganchón de la noche lo tuve con un listo que quería pasar detrás aprovechando mi billete. No le dejé y tuvimos unas palabras. Me ladró y tuve que responder con un “mawazar” lo más rotundo que pude. Viene a ser “hijo de puta”, pero eso era lo de menos; los marroquíes parten de la base de que tú, blanquito, no conoces ni una palabra de árabe. Si demuestras que al menos sabes una, ellos sospechan que el árabe es tu segunda lengua y emprenden las de Villadiego.
LA AVENTURA DE SUBIR AL METRO EN BARCELONA
Llega el tren. Por algún motivo, los nuevos convoys que circulan por Barcelona tienen el estribo de acceso unos 5 centímetros por encima del nivel del andén. Una abuela que entraba delante de mí, tropieza con el estribo y se la pega. Por lo que me contaron otros pasajeros es normal. En Barcelona, parece como si el ayuntamiento compitiera consigo mismo para crear más kilómetros y kilómetros de metropolitano y multiplicara las líneas. Hoy, hasta pueden llevarte al aeropuerto si tienes la paciencia de esperar treinta y tantas paradas. Quince desde Zona Universitaria hasta el Prat y antes, trece más desde Plaza de Cataluña hasta Zona Universitaria, amén de las que medien desde donde usted se encuentra hasta Plaza de Cataluña, que pueden ser no menos de siete ni más de quince. En otras palabras: el famoso metro “que llega hasta el aeropuerto” es una “historia interminable” en donde el viajero puede tardar, tranquilamente, una hora y media de trayecto si ha tenido la mala idea de ir en ese medio por aquello de que resulta más barato. En superficie el problema son los atascos imprevisibles. Sin olvidar que, una vez llegado al aeropuerto, deberá andar un mínimo de 500 metros hasta llegar a su puerta de embarque. Para determinadas rutas, mejor el AVE. Me hace gracias toda la polémica sobre La Ricarda, ese cuadrado insalubre -verdaderas Lagunas Pontinas barcelonesas- de 400 x 400 metros necesarios para la ampliación de las pistas en una zona de cañaverales y mosquitos, cuya conservación es muy importante para los partidos que se han opuesto a la ampliación, indepes y ecolocos. Todo sea por la preservación de especies birriosas y para la demagogia ecopopulista de la cateta que está al frente del ayuntamiento. Algunas estaciones del metro -especialmente la de plaza de Cataluña, en el centro de la urbe- remiten directamente al tercer mundo con aspiraciones a descender al cuarto. El aire es denso, pesado, las ratas se pasean entre las vías del tren y, créanme, que parecen bien alimentadas. La situación empeora porque la parada de metro está conectada también con la de renfe. En verano, al ambiente asfixiante, se une el olor corporal, extremo en algunas razas -porque las razas existen y no son iguales en casi nada- y a partir de algunos quintales de peso. Dada la educación y el nivel de civismo, es habitual que haya gente sentada en las escaleras, con lo que se producen embotellamientos de carne humana -los peores de todos- se ralentiza tanto la entrada como la salida. Al salir, de RENFE-Cataluña hay que presentar el billete, con lo que es frecuente que quienes han entrado sin, traten de colarse detrás de ti, ante la mirada benévola de los seguratas. Y, para colmo, el vestíbulo de la estación está impracticable con decenas de manteros a los que, si les pisas la tela no dudan en llamarte “racista”. Cuando los Mossos, de tanto en tanto, echan a los manteros, no hay problema: los sustituyen mendigos acampados en el vestíbulo de la estación. No me negarán que esto, en el centro mismo de la ciudad, constituye el mejor argumento para que un turista decida no volver, salvo que vayas a un club de cánnabis de los que circundan las Ramblas.
AÑORANDO LA "LEY DE LAS DOCE TABLAS"
Decido cenar algo en la calle. No me decido. Unos sitios me parecen demasiado sórdidos, otros excesivamente ruidosos. Para colmo, cuando he elegido un bar de Paseo Maragall me sorprende el pestazo a porro. Al otro lado de un banco en el que unos adolescentes fuman como descosidos, hay niños jugando. Apenas les separan dos metros. Está en proyecto una ley para impedir fumar tabaco en las terrazas de los bares, pero si fumas un porro trompetero al lado de una guardería casi te dan una Creu Sant Jordi. Camino un poco más. Veo que hay una “asamblea analógica”. Es gente bienintencionada, con aspecto vegano, con algunos niños que no terminan de parecer muy contentos con la iniciativa. Se trata de revitalizar los juegos infantiles en la calle. Pero, eso sí, sin violencias. Nada de juegos del calamar o con “pistis”, ni, por supuesto, churro-mediamanga, ni nada por el estilo. Y se devanan los sesos para hallar juegos “analógicos” que no sean ni sexistas, ni violentos… Allí los dejo, después de pisar otra cagada de perro (y van dos). No puedo evitar tener un pequeño arrebato de furia y lanzar algunas imprecaciones. Casi inmediatamente me autocontrolo: la venganza es un plato que se sirve frío y todos los dueños de los perros cuyos zurullos he pisado, dentro de poco tendrán que seguir cursos si prospera la nueva ley de mascotas para poder pasear al perro. Veremos que pasa con los que suspendan y quién paga los susodichos cursos. Porque aquí cada cosa tiene su ley, en lugar de recurrir al sentido común. ¡Cómo me hubiera gustado conocer aquella Roma con su Ley de las XII Tablas como única norma juridica!
UNA VERDADERA EXPLOSIÓN DE AROMAS
Después de muchas
dudas, me quedo en un Pans & Company: bocata salmón con brie y una
cervecilla. ¿Para qué más? Tampoco hay muchos lugares que animen a probarlos.
Estoy al lado de la UNED, en un centro comercial. Está animado. Pasan
mensajeros de un lado a otro, llevando pizzas y comida china a los domicilios.
Varios de ellos van en bici con el móvil emitiendo música tan atronadora como
de mala calidad. Se ve que les gusta. Comida basura, cultura basura, música
basura y, claro, salario basura. Algunos van en ciclomotores petardeantes. Huelo los gases de combustión
que emiten y que, junto con el aroma a porro, a meada de perro y a cloaca
(parece que llueve en Collecerola y el agua que baja de la montaña presiona al metano de las
alcantarillas que se une a la ensalada de olores de la urbe), forman una “explosión de
sabores” constituye el “bouqué característico” de esta ciudad.
DE LA FALTA DE PUDOR A LA INVASIÓN DE PARÁSITOS
Unos panchitos,
macho y hembra, se pelean. No sé cuál de los dos está más bebido. Al parecer
alguien ha engañado a alguien, aunque me es imposible deducir quién a quién (quizás, todos a todos). Sigo
en el centro comercial. Se sienta en la mesa de al lado una pareja. Parece que han nacido el
uno para el otro. Están acaramelados, pero no entre ellos, sino cada uno de
ellos con su móvil y ambos parecen, cada una por su cuenta, llevar animadas
conversaciones. En whatapps, o algo así. De repente, ella llama a alguien. Sigue la
moda de manejar el móvil como si se tratara de una tostada. Antes uno tenía que
tragarse solo el 50% de la conversación, la suficiente para conocer la pobreza
temática, la pobreza de ideas y la pobreza de vocabulario; ahora, con los
nuevos móviles, las nuevas modas y la absoluta falta de educación y el
desconocimiento completo de lo que es la intimidad y el pudor, te obligan a oir
también la voz que está al otro lado. Así tienes una visión más completa de la
conversación. Al parecer, la chica ha bebido bastante y está algo perjudicada.
El de la otra parte, le dice que él está peor y que no sabe si podrá
levantarse. A todo esto, el novio sentado al lado, imperturbable con su móvil,
parece como si todo esto no fuera con él. La conversación es larga. Ando por la
mitad del bocata así que me la trago íntegra. Lo dicho: ¡que pobreza en todos
los sentidos!
Como veo que la
conversación se prolonga y la voz de la chica es escandalosa y desagradable,
opto por coger lo que queda del bocata, llevarme la jarra de cerveza hasta un
banco situado ya fuera del centro comercial. Al cabo de un rato siento picores
en los tobillos: pulgas. Lo que faltaba. Nací en la postguerra, en 1952, nunca
había conocido pulgas, piojos, garrapatas y chinches (salvo en la Cárcel Modelo, claro). Hoy se han convertido en
okupas de las plazas públicas de la ciudad (Barcelona, capital mundial de los
okupas, “La Ciudad de los Okupas”). Claro, con tanto perro y tanta mascota, es
normal que haya aumentado la población de insectos parásitos. Lo normas sería
que, a la vista de la nueva situación, el ayuntamiento desparasitara regularmente
los parques públicos, o, simplemente, reconociera el problema. Abandonad toda
esperanza: Barcelona es una aglomeración urbana maloliente cruzada por un
carril bici interminable, lo único que le interesa a un ayuntamiento dirigido
por mentecatos y mentecatas. Huyo de aquella plaza como de la peste.
UN RECUERDO EMOCIONADO POR LA PALMA
Una vez en casa,
destapo una bebida energética. Taurina y cafeína. La vacuna Astra-Zeneka (“trombo
asegurado”) me está pasando factura y noto una calentura que no tiene nada que
ver con el cambio climático, ni con el caliento global del planeta, ni con el
erotismo otoñal propio de mi edad, 69 años. Veo las noticias de La Palma. Siento lo de
los palmeros como si aquella tragedia fuera mía. La naturaleza no es justa. Ese
volcán, efusivo o explosivo, estromboliano en cualquier caso, con sus pirolitos
y piroplastos, debería estar instalado en la plaza de Sant Jaume. Imagino dos
coladas de lava, una que se llevara al diablo el “palau de la gencat” y la otra
que arrasara con el axuntament, enzarzados en una eterna competencia para
demostrarnos cuál de los dos es más lila. Mejor tres coladas: la tercera discurriendo por la calle Fernando hacia las Ramblas que han dejado de ser hace mucho lo que siempre fueron y lo que tanto atrajo a los de mi quinta.
EL CAMIÓN DE LA BASURA ME REMITE A MIS RECUERDOS DE HACE MEDIO SIGLO
Me duermo como
un angelito hasta que un estruendoso camión de la basura tiene a bien despertar
al vecindario a las 4:00 de la madrugada. Opto por ejercitarme en la lógica con
unos sudokus “duros” y luego por realizar algunas anotaciones en la agenda.
Pero la vacuna me ha restado capacidad de concentración y estoy con las
mejillas recalentadas. Vuelve a fiebre. Efectos secundarios de una vacuna que
tengo la sensación de que sirve para nada, salvo para combatir virus que ya han
desaparecido y/o mutado hace meses. Como si ahora nos obligaran a vacunarnos
contra la gripe de 2018. Así que, opto por poner música con unos auriculares Sony
inalámbricos recién estrenados que sirven tanto para el plasma como para
cualquier dispositivo con bluetooth. Algo me dice que debo escuchar dos
piezas: el Idilio de Sigfrido y la obertura del Tristán e Isolda.
No soy wagneriano, pero reconozco que el Tristán es una lección de amor.
Si no sabes lo que es el amor, escucha la obertura, estate atento hasta que te
penetre en el tuétano y te enterarás. Luego engancho con la Marcha fúnebre
de Sigfrido. Viajo hacia atrás en el tiempo. Debió ser en noviembre de
1968, cuando unos cuantos camaradas fuimos al penúltimo piso del liceo para la
representación del Sigfrido. El gallinero del Liceo tiene forma de herradura,
así que justo al otro lado estaban los de CEDADE. En el entreacto nos
saludamos. Mota estaba exaltado porque la dirección había eliminado un
fragmento posterior a la forja de la espada. Todavía debía morir el dragón
Fafner. No me gustó todo aquello: el que encarnaba al Sigfrido era un tipo
gordote, bajito y con unos muslacos atocinados. Para colmo, al romper el yunque
con la espada, debió darle varias veces porque no acertaba a encontrar el lugar
preciso, salieron chispas y aquello estuvo a punto de terminar mal. Y, por si
eso fuera poco, el dragón Fafner parecía una lagartija de trapo. Sí, claro, al
acabar los de CEDADE y nosotros rivalizamos a ver quién daba los “bravos” más
estertóreos y los aplausos más prolongados. Volví un par de veces al mismo piso
y aún me decepcionó más ver en La Walkiria a unas señoras regordetas
yendo y viniendo de un lado a otro del escenario. Si, ya sé que todo esto son
sacrilegios para wagnerianos de estricta observancia, pero, a mí, como mínimo,
me sirvió para convencerme de que no era lo mío, Cuestión de gustos y sensibilidades. Me quedo con Ludwig Van, con
la Opus 35 para violín de Tchaikovsky que, por cierto, oí antes de
levantarme.
LA CIUDAD DEL KISCH
Pensaba haberme
quedado algo más en la ciudad, pero a las 9:00 en punto opté por salir de casa
de mi hijo y encaminarme hacia el centro. A pie, por supuesto. Si quieres salud,
camina. Entre unas cosas y otras, Google
me indica que entre ayer y hoy he caminado veinticinco kilómetros. Poco, si
tenemos en cuenta que los legionarios de César cubrían etapas de 30 kilómetros,
equipo a cuestas, y aún tenían que organizar el campamento para vivaquear.
Volví a pasar por delante de la Sagrada Familia -mis recuerdos de infancia
están unidos a este templo y a su arquitecto del que mi padre era un devoto
admirador, incluso estuvo en su entierro-, pero esta vez por la calle Mallorca
en donde deberá estar la fachada principal. Entiendo que esta fachada se construya
en último lugar. Es, literalmente, horrenda, por mucho que el equipo
arquitectónico que vela por las obras, haya modificado la idea gaudiniana
original. Solamente están construidas las bases de las columnas que deberán ser
“árboles” de un bosque petrificado. Gaudí había colocado filacterias en la parte superior,
con mensajes devotos. Los arquitectos que trabajan en el proyecto, lo han
simplificado, pero no hay nada que hacer: la nueva versión es sólo un poco
menos kisch que la originaria. Pero no mucho menos. Habrá un tiempo en
el que los turistas de todo el mundo vengan a Barcelona para admirar esta obra
magistral de lo kisch. Con la Sagrada Familia concluida, Barcelona será
también la “Ciudad del Kisch”.
Y medito sobre
lo mucho que ha cambiado Barcelona. El templo se inició como “templo
expiatorio” con un inequívoco carácter integrista, esto es, católico
tradicionalista. Gaudí todavía no se había sumado al proyecto. Fue luego, cuando lo
nombraron arquitecto-jefe de la obra, cuando “se calentó” y dio rienda suelta a
su imaginación. Sus patrones, todos ellos miembros del regionalismo
catalanista, querían que en torno al nuevo templo surgiera “otra Barcelona”, la
suya. Lo cierto es que, la "ciudad de los prodigios" entonces era católica por
los cuatro costados. Los tradicionalistas estaban en la médula del movimiento
obrero independiente y rivalizaban en número e implantación con los anarcosindicalistas,
incluso en pistolas. Era normal que Barcelona tuviera, no uno, sino dos
“templos expiatorios”: el del Tibidabo y el de la Sagrada Familia. Pero desde
entonces ha llovido mucho. Hoy mismo gotea y el cielo se ha vuelto amenazador;
no sé de dónde, pero de repente los nubarrones que han salido me rodean en la
mañana. Hoy, Barcelona ya no es católica. Es una ciudad “multicultural”,
“progresista”, “abierta a todas las influencias” y, por tanto, ni siquiera es
“catalana”: de hecho, he oído hablar mucho más árabe que catalán y muchísimo
más swagiri que expresiones en la lengua d’en Pompeu. La gencat se conforma con
la inmersión lingüística, ignorando que la escuela catalana -y, seguramente, no
es la única- ya ha perdido su capacidad para educar y formar; ni siquiera para
deformar, sirve solo de silo de almacenamiento de nanos levantiscos. Me ha
hecho gracia, porque, desayunando tenía en torno mío dos mesas; en una, unas
chicas, seguramente de padres marroquíes (maldito velo delator), hablaban en su jerga particular: seis
palabras en árabe, cuatro en castellano, dos en catalán, todo ello
entremezclado en un batiburrillo inextricable. Al otro lado, una pareja madura, entre 40 y 50
años, se comunicaban, parajódicamente, a rachas en catalán y otras en castellano, no siempre
coincidían: uno expresaba una idea en castellano y la otra le contestaba en
catalán y viceversa. En ocasiones, ambos hablaban en mal catalán -cuando
tocaba- y en horrendo castellano -en su turno-. Los lingüistas saben que las
ideas solamente pueden expresarse cuando se domina correctamente el lenguaje,
habitualmente el lenguaje que uno ha aprendido en la infancia. ¿Qué ideas van a
poder expresar estos y los chicas moritas o los maduros bilingües? El
analfabetismo es la ley de nuestro tiempo.
LA CIUDAD PARA DOMAR LA PACIENCIA
Finalmente,
abandono la ciudad. Desgraciadamente, tendré que volver en siete días. En esta
ocasión me he perdido el corte de la docena y media de indepes en la Meridiana
y el consabido robo de las gitanas rumanas en el Metro o de los magrebíes a
turistas en cualquier recodo del Casco Antiguo. O el espectáculo gratuitos de quema de contenedores con no importa qué excusa. Mi sensación es que el turismo
se ha desplomado en la otrora Ciudad Condal. Y no es lo único que se ha
desplomado.
Para mí, “bajar
a Barcelona”, ir del pueblo a la ciudad, supone un ejercicio de autocontrol. Nada
de lo que sabía de esta ciudad, vale ya: ahora no basta con mirar a derecha e
izquierda antes de cruzar una calle, hace falta tener la flexibilidad en el cuello
de la niña “Del Exorcista” para detectar a cualquier colgao con un patinete o
una bici, porrito en ristre, capaz de hacerte papilla a poco que te descuides.
Y esa “explosión de aromas” que destila la urbe, también exige de ti, que
controles la respiración. Los ruidos indeseables de conversaciones
impresentables o de músicas infumables (rap, hip-hop, siempre) son un desafío
para tus nervios. Los parásitos de todo tipo (parásitos subsidiados y parásitos
entomológicos) se ceban sobre su epidermis. Si logras dominar todo esto, serás
libre. Si lograr salir con tu sistema nervioso incólume de esta ciudad, ya
nada, ni siquiera el pedrosanchismo, el papa cambalache, el volcán de La Palma,
en calentamiento climático, el mundialismo y la globalización, la carestía que
se avecina, el precio de la luz o la irrelevancia de las autoridades en todos
los niveles de responsabilidades, te afectarán. Serás, repito, libre e incondicionado.
Pero, eso sí, mal rayo les parta a todos.
¿Y Barcelona? No os engañéis, Barcelona no existe. Aquella ciudad que conocí y a la que dediqué mis libros más vendidos, ya no existe. Lo que queda es un despojo que solamente puede servir para templar el carácter (aquellos que se lo quieran templar).