Me gustaría aquí
introducir el ejemplo del nacionalismo catalán. En la transición, se podía
dudar de que “nacionalismo” e “independentismo” fueran lo mismo. De hecho, se
habilitó un término nuevo para definir al “pujolismo”: “nacionalismo moderado”.
En realidad, era solamente “morado” en la medida en que Jordi Pujol supo chantajear
mejor a los gobiernos del Estado que sus sucesores (y también porque gozó de
una mejor situación general: entrada de España en la OTAN y llegada de miles de
millones para compensar la “reconversión industrial”). Pero como se encargaron
de demostrar sus sucesores políticos: al final del camino, todo “nacionalismo”
(radical o moderado) tiene como objetivo la creación de una nueva nación y poco
importa los métodos que utilice para ello (la convocatoria de referendos
ilegales o las declaraciones unilaterales de independencia).
Es más, el
engaño del nacionalismo catalán desde la época de Macià, consistía en considerar
que la creación de la gencat (decimos “institución” y no “restauración” por que
la gencat creada en 1933 no tenía nada que ver la Generalitat de Catalunya
histórica), no era, como creían quienes querían pensar en la buena voluntad y
en el fair-play de los nacionalistas, una entidad destinada al “autogobierno de
Cataluña dentro del Estado”, sino sólo un paso previo para alcanzar la
independencia. Paso necesario, porque en 1933 no se daban las condiciones
necesarias para la independencia (como no se dieron en 1934, como tampoco se
dieron en la transición cuando no existía apenas nacionalismo catalán y como no
se dieron a partir de la crisis del pujolismo, ni probablemente se darán
jamás).
¿Qué es lo que
une al nacionalismo catalán con el nacionalismo polaco (que, como hemos visto, fue el gran causante de la segunda
guerra mundial)? En 1939, el pueblo
polaco estaba exaltado gritando en las calles: “¡A Berlín!” y clamando a la
guerra contra Alemania. De 4.800 km de fronteras, el gobierno polaco aspiraba a
rectificar en beneficio propio, 4.000. Aquí hay una primera similitud con el
caso catalán. En primer lugar, porque el pueblo polaco, en su mayoría era
pacífico y tranquilo. Había estado 200 años partido entre tres naciones y,
ahora, recuperada su independencia, lo normal era vivir en paz y evitar nuevos
conflictos. Pero los nacionalistas pensaban otra cosa.
En Cataluña, la
triste realidad es que los independentistas convencidos, nunca han sido más
allá del 25% (cifra normal, porque el uso del catalán como primera lengua, en
el territorio catalán, está situado en torno al 30-35% y no todos los que lo
utilizan son independentistas). Era ese 25% el que estaba dispuesto a creer
todas las mentiras del nacionalismo (desde que el 11 de septiembre de 1714
Cataluña “perdió su independencia”, hasta que “España nos roba”), otro 25% de
la población es una masa que se inclina como cañas al viento hacia donde sopla
la brisa y el resto, simplemente son contrarios al independentismo (25%) o que
lo miran con desconfianza (otro 25%).
Pero, si esto es
así, ¿cómo es posible que un 25% de la población haya estado en condiciones de
implementar el “procés”? La respuesta es muy simple y repite lo que ocurrió en
Polonia en 1938-1939.
Por una parte,
ese 25% (y más en concreto, los dirigentes y funcionarios de los partidos que
detentan el poder en la gencat) controla los medios de comunicación de mayor
difusión en Cataluña: o bien, medios de comunicación oficiales creados por la
gencat, o bien medios de comunicación privados que aspiran a una subvención que
les permita seguir vivos y, para ello, son capaces de repetir como un
magnetofón las consignas emitidas desde plaza Sant Jaume.
En Polonia ocurrió exactamente lo mismo: en un momento
dado, los medios de comunicación nacionales, hacia el otoño de 1938, parecieron,
al unísono, acometer una campaña de exaltación nacionalista, belicismo y
agresividad anti-germana. Esto hizo que, inmediatamente, la opinión pública
reaccionara y se iniciaran las agresiones contra la población alemana residente
en territorios polacos. El clima belicista fue incrementando su tono por culpa
de las informaciones y editoriales publicados en prensa y, al final, el país se
convirtió en una carrera para ver quién era o parecía ser más anti-germano. Había
miembros del gobierno que intuían que no saldría nada bueno de aquella
exaltación, pero tratar de detenerla, hubiera sido suicida para ellos y se
habrían hecho, inmediatamente, acreedores del título de “traidores” (botiflers
para Cataluña en la época del “procés”).
Otra similitud.
El imperialismo polaco es el propio de todo nacionalismo. Como ya dijimos en la
primera entrega, Polonia, después de la Primera Guerra Mundial aspiraba a ser
una “gran potencia europea” y precisaba, por tanto, un Imperio. Era un objetivo
de gobierno y no la fantasía enfermiza de unos nacionalistas radicales
alucinados. Ese imperio debería llegar desde Berlín a Moscú y del mar Báltico
al mar Negro (algunos ultrarradicales consideraban que la frontera “natural” de
Polonia serían los Urales, dando la mano a ¡los japoneses!).
Inevitable
recordar que, según la tonalidad del nacionalismo catalán, los “Païssos Catalans”
son más o menos grandes. No se trata ya de la independencia de Cataluña, sino
de incluir a la “franja de poniente”, a l’Algher sardo, a la Cataluña francesa,
a las Baleares y al Reino de Valencia. Y todo ello, porque, en algún momento de
la historia por allí pasó algún catalán. Casi es un chiste que, para dar el
parte meteorológico, se utilice en ocasiones el mapa de Cataluña y en otras el
de los “Païssos Catalans” (para evitar suscitar protestas). Es, igualmente
significativo, que durante un tiempo la gencat insistiera mucho en que TV3 se
viera en la Comunidad Valenciana y Baleares, pero se opusiera a que las
televisiones insular y valenciana se pudieran ver en el Principat.
Los doctrinarios
de los “Països Catalans” justifican esta pretensión con el “principio de las nacionalidades”
(si se habla un idioma diferente, estamos ante una “nación” diferente). El
problema está en que el uso del catalán en todas estas zonas es muy minoritario
y siempre por debajo del 50%. Pero esto no es un obstáculo para los
nacionalistas catalanes que consideran que la situación es fácilmente reversible:
sin embargo, tras tres décadas de “inmersión lingüística” en Cataluña, lo que
se ha logrado es que el uso del catalán haya descendido.
Tanto en el caso
polaco como en el catalán, lo que generó la pujanza de un “nacionalismo tóxico”,
no fue que la población compartiera esas ideas, sino que los resortes del poder
estuvieron en manos de “nacionalistas tóxicos” animados a llevar sus fantasías
a la práctica.
¿Qué le faltó al
“nacionalismo tóxico catalán” y qué le sobró al “nacionalismo tóxico polaco”?
Es muy simple: el nacionalismo catalán fue siempre considerado como un “mal
negocio” por los inversores y una idea anti-europeista. No tuvo nunca ni un
solo apoyo exterior. Ningún país europeo, ni siquiera el Reino Unido, estaba
interesado en apoyar al nacionalismo catalán para que formara una “nación-Estado”.
Y, claro está, en lo que se refiere a la Unión Europea, el hecho de que fuera
una “unión de Estados-Nación” y no una confederación de calderilla nacional,
era determinante. Ninguno de los “grandes” europeos iba a apoyar una iniciativa
que, en lugar de favorecer la convergencia europea, suponía un paso en la balcanización
de Europa y hubiera podido crear conflictos internos en cada nación. En cuanto
a lo que se refiere al apoyo de Soros, se trata de un “fake”: Soros tiene más
inversiones en Madrid y no se hubiera hecho peligrar. Sobre la noticia de que Putin estaba tras el
proceso, habrá que reprochar a los fontaneros de la Embajada de los EEUU en
Madrid, el tener tan poca imaginación.
Si los apoyos
internacionales al “procés” fueron cero, ocurrió lo contrario en el caso del
nacionalismo polaco: el mariscal Smigly Ridz contaba con el apoyo público de
Francia, el apoyo incondicional del Reino Unido a partir de 1938, el apoyo
discreto del Presidente Roosevelt. Con estos aliados, el gobierno polaco pensó
que tenía al alcance de la mano una guerra victoriosa contra Alemania que le permitiría
construir su “imperio”. A partir de ahí, hizo todo lo posible para que encallara
cualquier intento de negociación. El régimen polaco (una dictadura antisemita y
perseguidora de cualquier otra minoría, que jamás recurrió al plebiscito y que
tenía campos de concentración desde mediados de los años 20) quiso jugar su partida
para entrar en el “club de las grandes potencias”. En realidad, estaba entrando
en el juego de Francia (que aspiraba a ser primera potencia continental y veía
con desconfianza la reconstrucción alemana), en el juego del Reino Unido (que
quería seguir con su política consuetudinaria desde el siglo XVIII de estimular
los enfrentamientos entre las naciones continentales para evitar que ninguna
fuera hegemónica en el continente), y en el juego de Roosevelt (que necesitaba
una guerra después de que el “New Deal” ideado para salir de la crisis de 1929,
fuera un fracaso: solo una conflagración pondría -como, de hecho, pudo- las fábricas
USA a pleno rendimiento).
Y es que los “pequeños
nacionalismos” siempre terminan siendo títeres de los “grandes nacionalismos”.
En el caso del “procés”, su fracaso se explica porque ninguna gran potencia se
interesó por él. Lo que no fue obstáculo para que sus impulsores siguieran
fanatizando a la, cada vez más mermada audiencia de los “mitjans de comunicació
catalana” para que dos tercios de su tiempo los sigan utilizando en tratar de
mantener vivo al zombi independentista.