Durante casi un siglo el sexo fue tabú para la izquierda marxista.
Más que tabú, estuvo mal visto y peor vivido. Luego, cuando se produjo la
revolución de octubre y aparecieron los partidos comunistas, el sexo se vivía
como una “desviación pequeño-burguesa”. Marx no había dicho nada sobre
sexualidad: la única “opresión” que conocía era la de la burguesía sobre el
proletariado, por tanto, nadie tenía que emanciparse sexualmente de nada. En
las pocas referencias que hay en la obra completa de Marx, a la mujer, se la
equipara a los niños: sostiene que las mujeres deben ser consideradas como
“seres débiles” de los que el capital abusará, pagándoles menos de lo que
merecen y haciéndolas trabajar hasta el límite de sus fuerzas.
NI MARX NI EL MARXISMO ERAN “PROGRESISTAS” EN ASUNTOS DE GÉNERO
Algunos autores han sostenido que Marx era “un progresista en
materia de igualdad de géneros”. Sin embargo, sus comportamientos en lo
cotidiano, se corresponden perfectamente a lo que hoy sería llamado “machista”:
Marx prefería tener hijos que hijas, menospreció los primeros pasos del
movimiento de liberación femenina y a las mujeres en general. Llega a
concebir a la mujer dentro del matrimonio con “una forma de la propiedad
privada exclusiva”. A diferencia de Engels que sí era “sufraguista” y en
varios escritos se manifestó a favor del voto femenino, Marx era completamente
indiferente a esta temática.
Marx se posicionó contra el trabajo remunerado de la mujer.
Sostiene que la mujer, por su mayor “docilidad”, hace que su presencia
en las fábricas reduzca la capacidad de resistencia de la “fuerza de trabajo
y favorece la disciplina industrial”. Y, libera al obrero varón de la
responsabilidad de un comportamiento “machista” con su mujer -a la que
considera como una “posesión del obrero”, sin hacer referencia alguna al “poder
patriarcal”- culpabilizando al capital de todas las desgracias que suceden al
obrero y a su familia.
En una palabra, ni la mujer, ni los hijos, le interesaron mucho en
la medida en que escapaban a la simplicidad de su esquema burgués contra
proletario, capital contra trabajo, desposeído contra poderoso.
OTROS EJEMPLOS DE “MORAL SEXUAL DE LA IZQUIERDA”
En el anarquismo las cosas eran parecidas. Las distintas sectas
anarco-sindicalistas, por ejemplo, que llegaron con buena salud hasta la guerra
civil española, eran, más bien, rigoristas en materia de sexualidad. “Amor
libre”…, sí, pero, mucho mejor, “lucha por los derechos de los
trabajadores”. En la CNT está cuestión se planteó continuamente hasta el 18
de julio de 1936. No fue por casualidad que Durruti poco antes de morir enviara
a todas las mujeres que componían su columna, de retorno a Barcelona.
Todo lo que no tendía a mejorar la cultura y la situación social
del proletariado era considerado como “peligroso” porque desviaba de la
principal tarea: conseguir un cambio socio-económico. En cuanto a la
homosexualidad y al travestismo eran combatidos, criticados y despreciados como
“vicios burgueses”.
En la propaganda del Komintern y en la que se desarrolló
en España durante la guerra civil por parte de la República, llama la atención cómo
es tratada la homosexualidad: siempre se identifica con “el fascismo”. La
imagen de Franco aparecía en la propaganda república con rasgos ambiguos, de
militar afeminado, de la misma forma que en la propaganda de la izquierda
alemana se presentara a los “junkers” y a los “militaristas”, como simples
homosexuales: en tanto que “fascistas”, debían de ser receptáculo de todas las
depravaciones. Eso mismo se insinuaba de Hitler y en España de José Antonio
Primo de Rivera.
¿Habrá que fusilar a los caricaturistas de izquierdas que en los años 30 presentaron a Hitler, Franco y demás líderes fascistas como gays, travestidos o transex?
Máximo Gorki llegó a decir: “Exterminad a los homosexuales y
habréis acabado con el fascismo”. Y es que para
la propaganda de izquierdas antes de la Segunda Guerra Mundial, la
homosexualidad era la raíz del fascismo. No hay duda, pues, sobre la
opinión que tenía la izquierda del mundo gay: era, simplemente, el enemigo y esto
por un amplio número de razones.
Arthur Koestler, en sus memorias, cuando todavía era militantes
comunistas, sentía cierta repugnancia al practicar el sexo. Era como si
traicionara la “sagrada causa del proletariado”. El partido y la causa, la
revolución mundial, estaban por encima de todo. Era la doctrina oficial del
Komintern y así se mantuvo. Cuando Wilhelm Reich
empezó a interesarse por la “sexualidad proletaria”, sus camaradas del KPD lo
miraron con cierta desconfianza y en 1932 dejaron de apoyar su “SEXPOL”,
organización juvenil por un “política sexual”. Dos años después, reconocería
que, en la URSS, el Partido Comunista había ahogado la “libertad sexual”, había
penalizado y prohibido la homosexualidad. Fue expulsado de las filas del
partido.
1923: EL AÑO DE LAS “COINCIDENCIAS CÓSMICAS” (1) LUKÁCS
Sin embargo, en 1923 habían ocurrido tres fenómenos que pasaron
desapercibidos para la mayor parte de la población.
Por una parte, Georg Lukács, comunista húngaro y partidario de
Béla Kun, que había sido “comisario responsable de Instrucción Pública” en la
efímera “República Soviética de Hungría”, publicaría Historia y conciencia
de clase. Lukács había extraído algunas conclusiones del fracaso de la
revolución en Hungría y en toda Europa entre 1919 y 1923. La obra fue condenada
por el IV Congreso de la Internacional y obligó al autor a hacer la
autocrítica. La obra, casi más hegeliana que marxista, trata de ser una
justificación filosófica del bolchevismo. Propone un nuevo modelo organizativo
para el partido al que considera como “forma histórica y como portador de la
conciencia de clase”. No era, por tanto, necesario que el partido
estuviera formado por proletarios, ni al servicio del proletariado. Es más, en
otro tiempo, en otra época, en otro lugar, podía darse una revolución
comunista, sin proletarios, incluso sin un partido leninista organizado.
Fue expulsado del Partido Comunista Húngaro en 1928.
Lukács se había dado cuenta de que el proletariado, no solamente
no era “revolucionario”, sino que, lo más probable, es que jamás lo fuera.
Esto, a un intelectual no fanatizado por el marxismo, le hubiera dado
argumentos más que suficientes para abandonar esta ideología, pero Lukács se
considerará siempre un “revisionista” del marxismo, en absoluto un no-marxista,
ni mucho menos, un antimarxista. Su razonamiento es simple: siendo el
marxismo la único “doctrina científica”, cuando se produce un desfase entre la
realidad y la interpretación ideológica, el problema no es de la ideología,
sino de la realidad que ha adoptado una dirección errónea. El problema es
que Lukács considera que Occidente vive desde hace dos mil años instalado en el
error. Y ese error tiene un nombre: civilización cristiana y occidental.
Así pues, el gran adversario, para Lukács es el cristianismo y el
orden de valores derivados de él. La ideología, por tanto, queda a salvo en su
infalibilidad.
1923: EL AÑO DE LAS “COINCIDENCIAS CÓSMICAS” (2) - GRAMSCI
El mismo año 1923, Antonio Gramsci había desplazado a Amadeo
Bordiga en la secretaría general del Partido Comunista Italiano. En las elecciones del 6 de abril de 1924, sería elegido diputado
y desde su escaño asistiría a la muerte de Matteotti y, después, a la
consolidación del régimen fascista. En los meses siguientes, y especialmente
durante su estancia en cárcel a partir de 1927, reflexiona sobre algo que le
preocupaba desde hacía tiempo: había algo en el esquema marxista que no
terminaba de encajar con la realidad.
Desarrolló la idea de “hegemonía” y de “bloque hegemónico” que no
era nada más que una ampliación del problema planteado por Marx sobre la
“infraestructura” y la “superestructura”. Para Marx, la “infraestructura”
era solamente el sistema económico. Esta “infraestructura” presionaba sobre la
“superestructura” determinando leyes, costumbres y hábitos sociales, modelo
político, aparato represivo, etc. Marx había recomendado que para cambiar la
“superestructrura” era necesario actuar sobre la “infraestructura” porque todo
en una sociedad capitalista estaba condicionado por la economía.
Pero, en el análisis de Marx, lo que entendía como “burguesía” (en
realidad, era clase capitalista) se oponía directamente al “proletariado”.
Cuando Marx formuló su tesis, el capitalismo se encontraba aun en una fase
industrial poco avanzada. En las décadas siguientes aparecerían otros grupos
sociales generados por la industrialización, la mejora en las condiciones
económicas y que no era nada más que el producto de la nueva ordenación social:
la clase media. Y la clase media empezó demostrando su poder,
movilizándose y movilizando a buena parte de la población en lo que fueron los
fascismos. No fue, por tanto, la “burguesía” la que generó los fascismos,
sino una clase que Marx ni siquiera había tenido ocasión de conocer.
En prisión, Gramsci se replanteó un problema que Marx había dejado
resuelto con excesiva facilidad. Si, a pesar de los sindicatos, resultaba
muy difícil cambiar la “infraestructura” económica que era como penetrar en el
reducto de la fortaleza del capital, ¿no podría alterarse la “superestructura”
operando directamente sobre ella? Gramsci respondió afirmativamente y de ahí
derivó su concepto de “hegemonía cultural” y de “bloque hegemónico”. Para
Gramsci la “hegemonía cultural” era, en definitiva, lo que garantizaba el
control del capital sobre la sociedad. Por ejemplo, cuando se produce la
Primera Guerra Mundial, el capital (lo que llama “burguesía capitalista”) llama
a la “defensa de la patria” constituyendo así un “bloque hegemónico” en el que
están presentes distintos grupos sociales todos ellos subordinados al poder del
capital y unidos por la idea de patriotismo. Pero si se lograba restar
dirección intelectual y legitimidad moral al “bloque hegemónico” podría ocurrir
que éste se desplazara hacia las “fuerzas populares del trabajo y de la
cultura” y, por tanto, los equilibrios de fuerzas en la “superestructura”
quedaran modificados.
Si a esta lucha por la “hegemonía cultural”, unimos el trabajo del
Partido Comunista y de los sindicatos obreros, entonces y, solo entonces, se
llegará al “momento revolucionario” en el que sea posible derribar el poder del
capital.
UN PARENTESIS SOBRE EL “GRAMSCISMO DE DERECHAS”
Imposible no hacer un alto aquí y recordar la idea de Alain de
Benoist sobre el “gramscismo de derechas”. Aparte del hecho de que Guillaume
Faye, ya reconoció en su obra El Arqueofuturismo, que cuando la
“nouvelle droite” debatía sobre esta temática, apenas conocían la obra de
Gramsci, por nuestra parte añadiríamos que realizar una “lucha cultural” en la
derecha y en los años 70, suponía engañarse sobre las posibilidades: en primer
lugar porque Gramsci no partía de cero, tenía una ideología bien
estructurada a la que solamente añadió unos elementos de crítica para
perfeccionarla y evitar el desfase entre las previsiones ideológicas y la
realidad social, y, por otra parte, Marx y Engels no habían sido solamente
“doctrinarios”, sino que fueron militantes políticos, comprometidos con una
causa, primero la de la Liga de los Comunistas y, después con la Internacional.
Para que una lucha cultural pudiera dar sus frutos, precisaba como
condición sine qua non que previamente existiera una ideología de
conjunto que poder “hegemonizar” y no unas simples críticas a la actualidad
cultural, en función de la cual se erigían simples “puntos de referencia”.
Y, en segundo lugar, la imagen del “intelectual” ajeno a la lucha política
contaminante y de dudoso porvenir, era algo que no había estado presente en la
izquierda: allí el “intelectual” era, al mismo tiempo, “soldado político”.
En el caso de la “nouvelle droite”, el conjunto estaba formado por antiguos
“solados políticos” licenciados que habían decidido romper con sus viejas
organizaciones, sin pensar siquiera en construir otras nuevas.
La historia de la “nouvelle droite” francesa siempre nos ha
parecido la historia de un entrenador (“cultural” en este caso) que juzgase que
era preciso “prepararse” para afrontar la lucha cultural en el momento en el
que se plantease el “match”, esto es el partido en el que enfrentaría a dos
visiones del mundo, dos perspectivas culturales, dos formas de concebir al ser
humano. Pero ese “match” nunca llegaba. Y el entrenador seguía diciéndonos que
debíamos entrenarnos más y más, prepararnos para el momento.
Decir esto en 1978 era una cosa porque la extrema-derecha francesa
era poco menos que cero, pero luego cuando se desató el fenómeno Le Pen en los
80, las cosas cambiaron: ya había un movimiento político sobre el que operar.
Pero, para el entrenador, este movimiento era poco y lo miró siempre con desdén
desde su posición de superioridad intelectual. Y el problema ha sido que el
reverdecer de un partido populista de derechas (el límite máximo que puede
encontrar acomodo un proyecto alternativo dentro de la actual situación
socio-política) en Francia, se ha producido casi completamente al margen de la
“nouvelle droite”. Volvamos a Gramsci.
SOMOS LO QUE PENSAMOS. CÓMO GRAMSCI LLEGÓ A SER LO QUE FUE
Los padres de Gramsci eran podres, pero él era abogado y disponía
de cierta cultura. A pesar de que trabajó y logró una beca para estudiar
Filosofía y Letras, se afilio al Partido Socialista. En 1921 pasó al Partido
Comunista. La rapidez con la que el fascismo se hizo con el poder, hizo que
Gramsci empezara a desconfiar de la “conciencia de clase” y del poder del
proletariado como fuerza opuesta al capital. A partir de aquí cuestionó algunos aspectos
del marxismo y del leninismo, aun aceptando lo esencial, a saber, que la
ideología dominante en una sociedad es la de la clase dominante que se expresa
mediante la “hegemonía cultural” trasladada a la población a través de las
creencias religiosas, de los medios de comunicación y de la educación.
Así pues, atacando las ideas religiosas, desvalorizándolas,
penetrando entre los fieles y haciendo sembrar las dudas, se neutralizada a
unos; infiltrándose en los organismos de poder cultural se lograba limitar la
influencia de las clases dominantes en el mundo de la cultura y, finalmente,
observando y ganando a los movimientos culturales alternativos y disidentes que
suelen aparecer en toda sociedad, se conseguía, en conjunto, mermar, poco a
poco, la influencia del “bloque hegemónico”.
Gramsci no era particularmente empático ni con los trabajadores
(intuía que solamente aspiraban a mejorar sus condiciones de vida y les daba
igual si era mediante la revolución o mediante concesiones del capital), ni con
los intelectuales (a los que consideraba como figuras diletantes
pequeño-burguesas). Sostenía que el intelectual debía “reivindicarse”
siguiendo una “línea de masas”, asumiendo la causa del proletariado y de la
transformación de la sociedad. Esta élite intelectual deberá garantizar el “control
sobre el lenguaje” y atribuir nuevos contenidos a los conceptos habitualmente
manejados por la sociedad.
En la práctica, Gramsci desplaza el “sujeto revolucionario” del
proletariado al intelectual. Intelectual, para él, es aquel que “piensa”,
“razona”, “analiza”. Pero esas disquisiciones pueden quedar demasiado elevadas
y ser poco accesibles para las masas. Por eso, hace falta una pieza de
transmisión entre la “intelectualidad” y las “masas”: el divulgador, el
periodista, el agitador cultural, el que hace presentables y comprensibles las
ideas elaboraras por los intelectuales. Será así como lo que Gramsci llama
“clases subalternas” vayan restando poder al “bloque hegemónico”
Pero hay otra tesis de Gramsci que es particularmente importante.
Así como Marx y Engels, pero también Lenin y los bolcheviques, habían
considerado que las leyes económicas y, sobre todo, la dialéctica y la lucha de
clases, se encaminaban hacia un destino fatal: la revuelta del proletariado
contra la burguesía y su consiguiente triunfo, Gramsci, se da cuenta de que
ese esquema es demasiado rígido y, por otra parte, algunas críticas que ha
formulado el fascismo han hecho mella en él: en el esquema marxista, en efecto,
no hay lugar para el libre albedrío, todo en él es mecanicismo aplicado a la
sociedad. Es el precio de haber considerado como única infraestructura a la
economía y establecer que solamente podía modificarse les relaciones de poder
actuando en ese terreno.
En 1923, cuando Lukács publica su libro sobre la conciencia de
clase, Gramsci ya ha llegado a la conclusión de que la transformación de una
sociedad debe realizarse a partir del cambio cultural y que es importante la
adhesión de una élite cultural si de lo que se trata es de precipitar un
“momento revolucionario”.
1923: EL AÑO DE LAS “COINCIDENCIAS CÓSMICAS” (2) – LA ESCUELA DE
FRANKFURT
Finalmente, en Alemania y como resultado de las derrotas en cadena
del Partido Comunista y de la extrema-izquierda desde 1919 hasta 1922, aparece
un movimiento intelectual que ejercerá su poderosa influencia, primero en ese
país y luego irradiará desde EEUU a todo el mundo: la Escuela de Frankfurt. De
hecho, no fue sino hasta los años 60, cuando se popularizó este nombre como
característico de un grupo de intelectuales alemanes que se distanciaron del
marxismo ortodoxo y realizaron una obra de “revisión” añadiendo al conjunto
marxismo otras aportaciones (especialmente procedentes del freudismo).
Todos los miembros de la Escuela de Frankfurt fueron judíos, en
mayor o menor grado, laicizados, que se marcharon a EEUU cuando subió Hitler al
poder. Lo eran Max Horkheimer, Theodor W. Adorno,
Herbert Marcuse, Friedrich Pollock, Erich Fromm, Walter Benjamin, Leo
Löwenthar, Leopold Neumann; a todos ellos se les conoce como “la primera
generación de la Escuela de Frankfurt”. Posteriormente se han ido incorporando
otros, una segunda e incluso una tercera generación, en donde el elemento judío
ya no es tan característico.
Las reflexiones de este grupo están en la misma onda que las de Lukács
y Gramsci. En 1923, financiados por Félix Weil, un millonario judío de
origen germano-argentino, un grupo de intelectuales crearon el Instituto de
Investigación Social de la Universidad de Frankfurt.
Lo esencial de la Escuela de Frankfurt es su incorporación de
tesis freudianas al patrimonio marxista. Reconocen como Gramsci la idea del
“libre albedrío” y, contrariamente, a los marxistas ortodoxos que no atribuían
gran importancia a la “felicidad humana” antes de la “revolución”, los miembros
de esta Escuela consideran que el ser humano, antes, después y durante la
revolución, deben sentirse libres, felices y completos. El mundo clásico hubiera llamado a esta postura “hedonismo”,
especialmente, porque el recurso a Freud les convence de que la felicidad pasa
a través de la sexualidad.
Los miembros de su primera generación escribirán, tanto en sus
primeras obras en Alemania durante los años 30, como en las tardías aparecidas
en los años 60, teorías sobre la sexualidad, tanto individual como social.
Serán los que sugerirán a Simone de Beauvoir que el sexo es “una construcción
social” y que en la naturaleza no existe sexualidad definida (por entonces no se
había descubierto el ADN y un error de este tipo podía justificarse…).
Marcuse y Adorno fueron quienes más lejos llegaron en este
terreno. Pero, lo que, en realidad, preocupaba a la Escuela de Frankfurt, a la
vista de que todos sus miembros eran de origen judío, era la llegada del NSDAP
al poder en Alemania en 1933. Todos ellos emigraron a EEUU y desde allí
prosiguieron sus estudios. Al menos estaban más próximos a las fundaciones capitalistas
que, a partir de ahora, financiarían sus trabajos. Luego vino la Segunda
Guerra Mundial, pero ya desde su llegada a EEUU -salvo Fromm, que optó por
residir una temporada en México- su trabajo “filosófico” consistió en encontrar
argumentos de carácter antifascista: y a eso se dedicaron. No les fue muy
difícil, a fin de cuentas, todos, todos ellos procedían del marxismo y habían
pasado por la militancia comunista. Ahora, solo se trataba de adaptar el antifascismo
al mundo capitalista y preparar el terreno para la guerra que se avecinaba y
que encontraba en los EEUU y en el presidente Roosevelt y su fracasado “New
Deal”, a su más interesado promotor.
LA PERSONALIDAD AUTORITARIA DE
THEODORO W. ADORNO
El grupo, primero se reunión en Nueva York, sede provisional del Instituto
de Investigación Social en el exilio y luego, poco antes de la entrada de EEUU
en guerra, se instalaron en California. En esa época Horkheimer escribió su Dialéctica
de la Ilustración. Pero la obra que nos interesa fue escrita en la
postguerra. Se trata de La personalidad autoritaria, firmado por
Adorno. La idea era que, en determinados sujetos, existe un superego
estricto que controla a un ego débil e incapaz de sobreponerse a sus impulsos
primarios. Esto lleva a conflictos interiores que llevan al individuo a
aceptar convencionalismos sociales y sumisión a la autoridad. Pero también, ese
individuo sumiso, se convierte en dominante frente a grupos y personas que él
considera como “inferiores”. Actúa brutal y despóticamente con ellos y les
impide “ser felices”. Así aparece la “personalidad autoritaria” que es
favorecida por dos instituciones: la religión y especialmente, la familia.
En ambos casos aparece una “voluntad de poder sobre los demás” (el concepto es
de Adler). Esa “personalidad autoritaria” está en el germen del fascismo. De
todo fascismo. Para Adorno, cualquier forma de autoritarismo, termina siendo “fascismo”.
Y el fascismo se reduce a Auschwitz. Por lo tanto, hay que defender a la
sociedad para evitar un “nuevo Auschwitz”. ¿Cómo? Sencillo:
emprendiéndola contra la autoridad de la religión y contra el modelo familiar. Sostenía
que el fascismo no era nada más que la repetición de pautas violentas
aprendidas en la infancia por la contemplación del modelo patriarcal. Un
niño que viera como su padre le ordenaba irse a la cama, sería un niño que, en
el futuro reproduciría estas pautas y terminaría contento y feliz en las Hitler
Jugend. La estructura heteropatriarcal era el modelo que reproduciría el
fascismo a nivel de Estado. Deshaciendo estos dos elementos, religión y
familia, todos lo demás que acompaña a las estructuras tradicionales se
disolverá por sí mismo. La ciencia positiva sería el gran adversario de la
religión, pero pera destruir a la familia hacía falta mucho más.
Adorno, para acometer este ataque contra la familia y la religión,
amplió sus horizontes: dado que el materialismo dialéctico no servía para
interpretar la historia salvo en momentos relativamente recientes, introdujo
elementos extraídos de freudismo para convenir que la historia de Occidente
era, una y otra vez, la aparición, mantenimiento y reafirmación del “fascismo”.
Veía “fascismo” en toda la historia de occidente. Allí donde existiera una
estructura “heteropatriarcal”, allí existiría una “deformación” del carácter
con la aceptación de la autoridad, por tanto, “fascismo”. Toda la historia de
Occidente, toda su tradición, eran “fascistas”, especialmente desde el
advenimiento del cristianismo. Así pues -y esta es la conclusión- para “destruir
el fascismo” había que operar: 1) Contra las tradiciones (que Adorno llama
despectivamente “convencionalismos”) y 2) Contra aquellos vehículos más caracterizados
de estas tradiciones (familia y religión).
Aquí, Adorno se vio obligado a romper con toda la tradición de
izquierdas que, hasta no hacia mucho achacaba el fascismo a pulsiones
homosexuales. Al leer su libro se percibe con claridad que está haciendo
simples equilibrios con el lenguaje, manejando conceptos freudianos y
sociológicos, pero eludiendo la concepción predominante en esa época entre la
clase médica y los psicólogos sobre la homosexualidad.
La psicología no compartía el criterio antifascista de una
relación directa entre homosexualidad y fascismo, sino que había establecido un
origen bastante ponderado. La homosexualidad sería una neurosis que
favorecería la reaparición de un complejo de infantilización no superado. La
explicación partía de que en la infancia todavía no están desarrollados
conscientemente los rasgos de identidad sexual, ni tampoco existe impulso
sexual consciente, por tanto, los niños tienden a agruparse, jugar y colaborar
entre ellos y las niñas hacen otro tanto. Cuando aparecen los impulsos
sexuales, esta primera etapa queda atrás y la tendencia “normal” es hacia la
heterosexualidad y a que los individuos de un sexo se vean atraídos por el opuesto…
salvo en determinados casos de malformaciones físicas (androginia) o psicológicas
en las que el sujeto no ha superado la fase “infantil” y sigue atrayéndole y
buscando la compañía de seres de su mismo sexo, como en la infancia.
La explicación es bastante mejor que la aportada por Adorno que se
pierde en categorías freudianas cuya validez todavía se discute hoy. El interés
que tiene para Adorno su justificación de la homosexualidad como una forma de
huir del fascismo heteropatriarcal, es oportunista: le permite atacar a la
familia y eso vale más que el rigor y la verdad científica o filosófica.
Porque, una vez determinado quién es el enemigo, poco importa la legitimidad
de los argumentos que se empleen contra él: se trata de abrir cuantos más
frentes mejor, desde donde se le pueda hostigar.
Adorno “transmuta” todos los valores de la izquierda sobre la
sexualidad y conseguir que, aquellos que más han atacado, criticado, hostigado
y perseguido a la homosexualidad (Hitler, por ejemplo, sólo consideraba que la
homosexualidad era un asunto privado y que no había nada más que decir, salvo
que algún homosexual realizara tareas contra el Estado o contra las estructuras
tradicionales de la sociedad alemana y si ejecutó a Rhöm, que había sido su
colaborador más próximo en los 10 años anteriores, no fue por su notoria
homosexualidad, sino por la sospecha de ser enemigo del Estado), es decir, la
izquierda marxista, a partir de ahora se posicionen como defensor de las “minorías
sexuales”. Todo para erosionar a la familia e impedir que siga reproduciendo el
“modelo heteropatriarcal germen del fascismo”.
Dos últimos apuntes sobre Adorno. Su padre se llamaba Oscar
Alexander Wiesengrund, pero él renunció al apellido que quedó reducido a la “W”
que siempre aparece en su nombre. “Adorno” era el nombre de la madre, de la que
siempre se sintió más próximo, una soprano lírica que le indujo el interés por
la música. Durante mucho tiempo, dudó entre si dedicarse a la filosofía o a la
música. La cuestión fue que en su madurez y en La personalidad autoritaria,
elaboró una teoría sobre la sexualidad. En 1968, después de los sucesos
revolucionarios de París, tres alumnas se le desnudaron en clase (en realidad, solo
le mostraron los pechos). Adorno murió unos días después, el llamado “atentado
de los senos” fue la causa directamente del paro cardíaco que sufrió. Comentando
esta anécdota con el escritor y marxista Vázquez Montalbán, me decía que Adorno
era capaz de elaborar una teoría sexual, pero no de soportarla a cinco metros de
distancia…