martes, 21 de junio de 2022

EL TIEMPO DE LOS FASCISMOS: EL FASCISMO Y LA TÉCNICA (1 de 3)

Los trabajos del profesor Zeev Sternhell, sobre la “prehistoria” del fascismo, sitúan en la Francia de finales del XIX, todos los elementos dispersos con los que un cuarto de siglo después, Mussolini realizará su síntesis. Ahí estaban el sindicalismo revolucionario, el boulangerismo, el nacionalismo maurrasiano, el socialismo nacional, el antisemitismo, la psicología de masas. La tesis ha sido muy contestada, pero tiene un poso de verdad en lo que se refiere al fascismo italiano. Incluso podría extenderse a los fascismos “latinos” (de la Europa Mediterránea y de la Europa francófona) en donde la influencia maurrasiana es, siempre, una constante: en el nacional-sindicalismo lusitano y en las distintas corrientes del fascismo español (en el Partido Nacionalista Español, en Acción Española y en el círculo de intelectuales que rodeó a José Antonio Primo de Rivera y en él mismo). El fascismo alemán experimenta otros tipos de influencia.

Hasta 1937 pudo hablarse del “Brennero ideológico” que separaba a ambas formas de fascismo. Como se sabe, el paso del Brennero, en la provincia italiana de Bolzano, marca la divisoria entre el mundo latino y el mundo germánico. Todavía hoy la lengua mayoritaria del lugar es el alemán, pero el 20% de la población habla italiano. Y, por lo demás, la zona está a pocos kilómetros de la frontera austríaca. En tanto que nacionalistas, los gobiernos de Mussolini y de Hitler, en los primeros años 30, se profesaron cierta desconfianza. Era cierto que Hitler, en sus primeros años, había tomado a Mussolini como modelo, pero existía un problema de áreas de influencia en la Mitteleuropa y en los Balcanes. Además de la disputa por el Tirol y por la influencia en Austria (en donde ambos gobiernos pretendían influir). Fue a partir del estallido de la Guerra Civil española, cuando el Reino de Italia y el Tercer Reich, empezaron a acercar posiciones y, año después, ya podía hablarse de la desaparición de las rivalidades.

Se entendía por “Brennero ideológico” la adscripción de los distintos partidos fascistas en cada país a una forma u otra de fascismo: o bien al fascismo alemán o bien al fascismo italiano. De hecho, la propia creación de los Comités de Acción por la Universalidad de Roma, fue un intento de la Italia fascista de unificar y aproximar los partidos que se declaraban próximos a la experiencia italiana y utilizarlos como auxiliares para su política exterior. Así, por ejemplo, a partir de la segunda mitad de 1935, Falange Española y su líder, José Antonio Primo de Rivera, empezaron a prestar servicios para el gobierno italiano: en La Rebelión de los Estudiantes, David Jato explica como la Falange madrileña repartió panfletos en las calles contrarios a las sanciones de la Sociedad de Naciones a Italia por la incorporación de Abisinia a su Imperio. El propio José Antonio, en su discurso sobre política exterior en las Cortes, defendió esa intervención y alertó sobre las consecuencias de apoyar las sanciones. En otros países, se produjeron en aquellos meses, movimientos y campañas similares, sufragadas por distintos organismos del gobierno italiano.

También de daba el caso de países en los que existían dos partidos fascistas. Uno, inevitablemente, se orientaba hacia el régimen alemán, mientras que el otro cortejaba al italiano. A partir del acercamiento de posiciones que se produjo entre ambos países en 1936 y 1937, estas rivalidades fueron desapareciendo y el “Brennero ideológico” se diluyó. Con la incorporación de las leyes raciales en Italia a partir de 1938, puede decirse que, incluso en el terreno ideológico, Italia pasó al campo del nacional-socialismo germano. A partir de ese momento, a pesar de sus variantes nacionales y de sus orígenes diferenciados, es posible hablar de un fascismo con rasgos comunes en todo el mundo.

Si insistimos en esta temática es para remarcar cuál fue el tiempo de los fascismos. No existen, antes de la Primera Guerra Mundial y mueren con la conclusión de la Segunda. Lo que sobrevivirá a partir de 1945 serán regímenes autoritarios y paternalistas (como el español o el portugués), formas de populismo (peronismo), pero en absoluto “fascistas”. En cuanto a los “partidos fascistas”, aparecerán limitaciones legales en todo el continente para reconstruirlos, así que cabrá, más bien, hablar a partir de entonces de neo-fascismo. No costará mucho, por tanto, aceptar que el tiempo de los fascismos abarca desde el 23 de marzo de 1919 hasta el 23 de mayo de 1945 cuando el gobierno presidido por el Gran Almirante Karl Dönitz, con el título de Presidente del Reich, se rindió a las tropas británicas. Antes de estas fechas debe de hablarse, en rigor, de “pre-fascismo” y después de “neo-fascismo”.

¿Cómo puede enmarcarse el “tiempo de los fascismos” dentro de la historia?

  • Desde el punto de vista estrictamente histórico (esto es, de la narración y exposición de acontecimientos pasados y dignos de figurar en la memoria, ordenados cronológicamente), los fascismos forman parte de la historia de la primera mitad del siglo XX.
  • Desde el punto de vista sociológico, suponen una revuelta autoritaria de las clases medias alarmados por el desorden en el que estaban sumidos sus respectivos países y por la amenaza bolchevique que se cernía sobre toda Europa.
  • Desde el punto de vista económico, era una revuelta contra las crisis cíclicas del capitalismo, y en particular contra la “gran depresión” iniciada en 1929, lo que implicaba un rechazo a la economía liberal y al absentismo del Estado en los mercados.
  • Desde el punto de vista doctrinal, eran un producto de síntesis entre temáticas vinculadas hasta entonces a la izquierda (la idea de justicia social) y a la derecha (la idea nacionalista de libertad e independencia nacional.
  • Desde el punto de vista político, respondían a la fuerte contestación que habían tenido los regímenes parlamentarios en los años 20 y 30 y se decantaban hacia formulaciones corporativas en los que la sociedad civil se impusiera sobre los partidos políticos.

Y todo esto había que enmarcarlo dentro de un momento concreto de desarrollo de las fuerzas productivas y del capitalismo: la llamada Segunda Revolución Industrial. Esta, se había iniciado a partir de 1870, con la difusión del motor de explosión y de la electricidad, lo que, en pocos años, había permitido la creación de nuevos tipos de fábricas y de producción. Tanto el “taylorismo” (técnicas de organización y optimización del trabajo) como el “fordismo” (la producción en cadena), permitieron la implementación de este sistema en los países desarrollados y, al mismo tiempo, exigieron nuevos combustibles y nuevas fuentes de energía, mucho más eficientes que las de la anterior revolución industrial.

De hecho, la aparición de los fascismos coincidió con el período en que las "sociedades anónimas" ya habían mostrado su peor rostro (desde el último cuarto del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial). Esta fue, en esa época, la fórmula jurídica habitual de las grandes empresas en aquella época, buscaba maximizar beneficios. Ya no se trataba de aquellos primeros empresarios que mantenían con sus trabajadores relaciones casi familiares, ni de aquellas “colonias textiles” en las que el patrono ofrecía a los obreros, no solo trabajo, sino además vivienda, entretenimiento y servicios (escuelas pala sus hijos, economatos, lavaderos comunitarios, lugares de culto y espacios de ocio) en un entorno próximo a la fábrica y, próximo también a la vivienda del propietario de la empresa: estamos ante un capitalismo preocupado solamente por la cuenta de beneficios y por el valor de las acciones.

Esto generó una respuesta social que se fue concretando en el último tercio del siglo. La Liga Comunista, pequeña organización obrera internacional, secreta, encargó a Marx y Engels en noviembre de 1847, la redacción de un “programa teórico y político” que sería el Manifiesto Comunista publicado al año siguiente. Pero, en los primeros años, este documento apenas tuvo repercusión. No es por casualidad que solamente empezó a tener repercusión en 1872, cuando se reeditó en Londres. En su primer cuarto de siglo, el manifiesto solamente sirvió para desacreditar las tesis de los socialistas utópicos y crear un polo de atracción en la Asociación Internacional de Trabajadores, fundada en Londres en 1864, a partir de la Liga de los Justos (la organización clandestina que encargó el manifiesto a Marx y a Engels) que luego pasó a llamarse Liga de los Comunistas. Hasta el episodio de la Comuna de París (marzo-mayo de 1871), la AIT fue una organización minoritaria y prácticamente desconocida para la opinión pública. Al año siguiente los comunistas de Marx y Engels sufrieron la escisión de los anarquistas bakuninianos. Las dos fracciones ni siquiera estaban de acuerdo en la interpretación de los sucesos de la Comuna.

Los problemas siguieron, especialmente en Alemania con la posterior escisión entre comunistas y socialdemócratas y así se llegó a la Primera Guerra Mundial. Lo que vale la pena señalar era que el tránsito de la Primera a la Segunda Revolución Industrial y la creación de las sociedades por acciones interesadas solamente en la maximización de los beneficios, cambiaron la estructura de las industrias: el patrón dejó de ser una especie de “padre” para los trabajadores y se convirtió en explotador a través de la figura del “capataz”, el perro fiel cuya función era aplicar con mano de hierro los objetivos fijados por la dirección. De aquí al enunciado de la “lucha de clases” no había más que un paso que Marx y Engels dieron con la publicación de su “manifiesto”.

Esta “lucha” era, más bien teórica que práctica y no fue sino hasta que el sindicalismo estuvo bien implantado cuando adquirió el rostro que tuvo hasta el último cuarto del siglo XX. La “conciencia de clase proletaria” solamente aparecía en determinados momentos y era, más el producto de un estado de ánimo que el resultado de la explotación capitalista. Así mismo, no todos los “burgueses” actuaban como tales, ni todos los “proletarios” están adornados con la tan cacareada “conciencia de clase”. En realidad, los “capataces” procedían del proletariado y, frecuentemente, eran sus elementos más enérgicos. Así mismo, existían burgueses que tenían una “conciencia social” mucho más desarrollada y que ponían a disposición de las clases trabajadoras. Además, eran ellos los que poseían un bagaje cultural suficiente como para realizar análisis políticos y elaborar propuestas que tendieran a dar soluciones globales a los problemas que iban apareciendo. Esto explica el por qué buena parte de los líderes y doctrinarios tanto del socialismo, como de la socialdemocracia, como del bolchevismo o del anarquismo, no habían nacido en la clase obrera propiamente dicha, sino más bien en los sectores burgueses, algo que vale incluso para Marx y Engels y, no digamos, para Bakunin

No son casos únicos. Lenin era hijo de un burócrata zarista. Su rival, Yuli Martov, judío acomplejado por su físico, era hijo de una familia muy acomodada. Alexandr Potrésov, que con Lenin y Martov, había fundado el periódico Iskra, procedía de la baja nobleza rusa. Alexandr Parvus, también judío, era de clase media. Los padres de Lev Davidovich Bronstein, alias “Trotski” eran pequeños terratenientes. El padre de Bujarin era recaudador de impuestos ennoblecido. Zinoviev, procedía de una familia de ganaderos suficientemente cultos como para educarlo en su hogar. En Alemania, Kautsky era hijo de artistas bohemios acomodados. August Bebel era hijo de burgueses empobrecidos. Berstein, también judío, había tenido más surte y procedía de una familia burguesa acomodada. 

La rama inglesa del socialismo, el laborismo, tenía idéntica composición social en su estrato dirigente: todos los dirigentes que dieron vida al socialismo fabiano, eran, no solamente de extracción burguesa, sino considerados como afamados escritores: Bernard Shaw procedía de la clase media de Dublín, Charlotte Wilson era hija de un médico acomodado, Emmeline Pankhurst, nacida en Manchester pudo educarse en el mejor colegio de Neully en París gracias a la fortuna familiar, tanto a ella como a H.G. Wells, así mismo miembro de la Socidad Fabiana, lo que les aterrorizaba en el fondo era descender en la escala social. Wells era hijo de burgueses en riesgo de empobrecimiento. En cuanto al matrimonio de Sidney y Beatrice Webb, el primero era hijo de profesionales acomodados y ella era hija de un comerciante de Liverpool. Otra de las dirigentes fabianas era Annie Besant, luego encarrilada por la secta del ocultismo teosófico, era hija de la clase media alta emparentada con la pequeña nobleza. Finalmente, Graham Wallas, se había educado en Oxford…