La entrada en la Cuarta Revolución Industrial obliga a revisar
todos los conceptos de los que ha vivido el siglo XIX y XX. Lo que hasta
hace poco era válido, incluso como simple instrumento de análisis, ahora ya no
lo es. O, al menos, no lo es tanto. La geopolítica, por ejemplo, nació en la
época de tránsito entre la Primera y la Segunda Revolución Industrial, se
afirmó con ésta última y logró sobrevivir a las transformaciones de la Tercera,
a condición de integrar algunas modificaciones. Pero, la “geopolítica”, tal
como fue enunciada por los “padres fundadores” (Kjéllen, Ratzel, Mackinder, etc),
o como fue modificada por los nacionalismos del siglo XX, es solamente un
“mito” (ad usum delphini) en esta época con la Cuarta Revolución
Industrial en curso.
La difusión de “tesis geopolíticas” y la realización de “análisis
geopolíticos” de carácter histórico para demostrar que las “constantes
geopolíticas” siguen influyendo en la vida de los pueblos, cada vez encuentran
más problemas a la hora de adaptarse a una realidad siempre cambiante. Los
distintos imperialismos de los últimos 250 años, han generado interpretaciones
geopolíticas para justificar su existencia. Y todo esto valía para una época
en la Nación-Estado era el sujeto histórico y el “poder fuerte” estaba
detentado por instituciones vinculadas a esta forma, especialmente, por las
“superpotencias”. Pero este concepto también debe ser puesto hoy en duda.
Caminamos hacia un mundo completamente diferente y los solapamientos entre
residuos de las revoluciones industriales anteriores no debe de hacerlos
olvidar las líneas de tendencia y los cambios sistémicos que se están
produciendo.
LA GEOPOLÍTICA COMO “CIENCIA AUXILIAR DE LA POLÍTICA”
En una obra ponderada y que debería servir para fijar conceptos
políticos, el Diccionario de Ciencia Política, escrito por el profesor
Jacques de Mahieu, se define a la “geopolítica” como una de las “cinco
ciencias auxiliares” de la política, siendo las otras cuatro, la biopolítica,
la sociología, la economía y la sociopsicología. Si citamos esta definición
es para establecer un muro defensivo ante lo que podemos llamar “el fetichismo
de la geopolítica” o, incluso, la “obsesión geopolítica”, según la cual sería
la directriz en política internacional e, incluso, se situaría por encima de la
misma política (que, a fin de cuentas, es el arte de dirigir las comunidades
humanas hacia el logro de sus objetivos). Existirían, por tanto, fatales
“determinismos geopolíticos” que llevarían a destinos inevitables...
Pero si aceptamos el concepto de la geopolítica como “ciencia
auxiliar” de la política, su papel queda relativizado. No es que la geopolítica
sea completamente inútil, o sea un simple instrumento nacionalista para aportar
justificación a las pretensiones hegemónicas de tal o cual nación: es que la
geopolítica es un elemento más para integrar en un análisis global.
Olvidarlo, como han hecho los EEUU en Vietnam o en Afganistán, constituye la
fuente principal de las derrotas.
En Vietnam los norteamericanos fueron derrotados por la voluntad
de un pueblo de combatir al que veían como “ocupante”. No tuvieron en cuenta ni
la sociología de las poblaciones, ni su psicología. El instinto territorial
modulado en forma de lucha por la “liberación nacional”, tuvo más peso que el anticomunismo
o que la “teoría del dominó”. Los analistas norteamericanos atribuyeron la
derrota a las características del terreno en el que debieron combatir (zonas
selváticas en las que era fácil al enemigo enmascararse, sembrar trampas y
realizar emboscadas) y a la presión interior de la sociedad norteamericana,
renuente a combatir al comunismo en un lugar tan alejado de los escaparates de
consumos a los que estaban habituados.
Apenas cuarenta años después, en unas condiciones completamente
diferentes, volvió a repetirse la misma derrota. Afganistán, desértico en gran
medida y opuesto a las frondosas selvas de Indochina, tiene una población,
étnica, religiosa y psicológicamente en las antípodas de los vietnamitas, tanto
como el fanatismo islámico podía estar alejado del marxismo que difundía el
régimen de Ho-Chi-Minh. Apenas hubo oposición a la invasión de Afganistán en la
sociedad norteamericana, neutralizada y abotargada por los conceptos de
“conflicto de civilizaciones”, “terrorismo internacional”, la “amenaza del
ántrax”, “Al Qaeda y los talibanes”, “Acta Patriótica” y demás… El resultado,
sin embargo, fue el mismo que en Vietnam.
El origen de la derrota fue, precisamente, el realizar en ambos
casos, solamente consideraciones geopolíticas, olvidando la biopolítica, la
sociopsicología o la sociología que, de haberse tomado en consideración,
hubieran revelado la capacidad de resistencia (eso que hoy se le llama
“resiliencia”), tanto de los sectores activos de la población afgana como de la
población vietnamita. En cuanto a la economía, no solamente no se tuvo en cuenta,
sino que estaba en el trasfondo inconfesable de ambos episodios: no es que se
fueran a obtener “grandes beneficios”, ni que la intervención en ambos países
estuviera orientada a garantizar la seguridad en el suministro de materias
primas, sino que la propia intervención generaba para las elites del
“complejo militar-industrial” beneficios suficientes que justificaban ambas
guerras de agresión. No es que la economía fuera preeminente en relación a la
política o a la geopolítica, se trataba de que economías privadas y
corporativas, marcaban la agenda a la política y a su “continuación por otros
medios”.
La guerra de Afganistán no fue una “guerra geopolítica” como se
tiene tendencia a pensar: fue una guerra declarada especialmente por el
vicepresidente de los EEUU, Dick Cheney (el “vicepresidente más poderoso de la
historia de los EEUU” como ha sido llamado y quien mandó realmente en aquella
administración) con la excusa de los atentados del 11-S y, desde el primer
momento, fue una guerra “privatizada” en la que, los principales beneficiarios
fueron los “contratistas” privados, tanto de “personal de seguridad”, como de
empresas de servicios y logística. De hecho, a las cinco ciencias auxiliares
de la geopolítica, deberíamos añadir una sexta, la “criminología” que nos diría
mucho sobre las motivaciones de algunos gobiernos para sus acciones exteriores.
DE LA GEOGRAFÍA UNIDIMENSIONAL A LA GEOPOLÍTICA DE CUATRO
DIMENSIONES
Me permitirán contar una anécdota personal. En septiembre de 1981,
salí de una pequeña estancia en la cárcel parisina de La Santé. Había regresado
a Francia unas semanas antes, me encontraba en clandestinidad y fui detenido
por llevar documentación falsa. Al salir, el consulado de España en París, me
comunicó que solamente podía darme un pasaporte que garantizaba llegar hasta la
línea fronteriza para ser puesto a disposición del juzgado español
correspondiente (mi “delito” era haber organizado una manifestación ilegal en
junio de 1980). Obviamente, opté por cruzar la frontera por mis propios medios.
Cómo lo hice, es lo que me lleva a incluir esta anécdota dentro del presente
estudio. Me procuré un mapa de carreteras y vi que cerca de Perpiñán existía
una carretera que discurría paralela a la frontera, no muy lejos de la cual, se
encontraba el primer pueblo español. Dado que “la línea recta es la más corta
entre dos puntos”, opté por cruzar la frontera por esa zona. No tuve tiempo de
procurarme un mapa de cotas; de haberlo hecho, hubiera tenido una visión más
clara de la situación. En efecto, entre ambos puntos elegidos en mi mapa Michelin
de carreteras, no aparecían los Pirineos, pero el hecho de que por allí pasaran
carreteras comarcales, me indujo a pensar que sería fácil cruzar por las montañas.
Para colmo, los amigos que vinieron a esperarme a la estación de Perpiñán y que
luego que esperaron al otro lado de la frontera, me dieron una brújula
averiada. De aquella experiencia guardo el recuerdo de un vivac en la noche
pirenaica y de un despertar casi místico entre brumas y el sonido sedante de
las aguas de un arroyo.
Cuento esta anécdota porque la concepción geográfica que utilicé
tenía solamente dos dimensiones. Lo propio, de un mapa de carreteras que, en
realidad, reduje a una: la línea recta que decidí recorrer caminando. Fue, a
fin de cuentas, lo que hizo el primer ser humano que alzó su tronco sobre dos
piernas. Luego, cuando aparecieron medios de locomoción, desde el caballo hasta
el automóvil, aquella primera dimensión lineal, fue sustituida por una
dimensión más “espacial”: al disponer de un medio para trasladarse y economizar
esfuerzos, el ser humano pudo elegir, de entre varias rutas, aquella que mejor
le convenía. Pronto, se añadió a los primeros y primitivos mapas, un nuevo
elemento, esa tercera dimensión anunciada por las “cotas”, que optimizaba los
esfuerzos de caballos y acémilas, de carruajes primero y vehículos a motor
después. En esa situación, nació la geopolítica (más adelante,
perfilaremos en clima en el que se produjo este alumbramiento).
Y luego, tras las teorizaciones de los padres de la geopolítica
apareció una nueva dimensión: el espacio aéreo. Primero se trató casi de un
juego protagonizado por aventureros, mentes inquietas e, incluso, aristócratas
ociosos o visionarios. Durante la Primera Guerra Mundial se manifestó la
creciente importancia del arma aérea: primero en misiones de observación, luego
en ataques tácticos a tierra y, finalmente, en los primeros bombardeos
estratégicos. Y la evolución “espacial” no terminó aquí: tras la Segunda Guerra
Mundial, a partir de las experiencias del profesor Werner von Braun y de su
equipo, aparecieron “bombas volantes” que, en la posguerra, alcanzaron un gran
desarrollo, pero también los satélites artificiales. Hubo que poner un
límite de 100 km de altura al “espacio aéreo” de una nación, más allá del cual,
el hecho de que un satélite pasase sobre su territorio ya no podía ser
considerado como “violación del territorio”.
Carl Schmitt llamó a este proceso “revoluciones espaciales” (Tierra y Mar, pág. 49, Ed. Trotta, 2007, si bien había
sido escrito en 1942, revisado y modificado en 1981. Se subtitula: “Una
reflexión sobre la historia universal. Contada a mi hija Amina”). La idea
de Schmitt era que todas estas “revoluciones espaciales” (desarrolla la
idea en el parágrafo 10 de esta obra) generaban cambios conceptuales e
instala lo que llamaba un “nomos” concreto (esto es un “orden”, sistema
de valores aceptados mayoritariamente y de práctica obligatoria, que no deja de
ser una construcción social, una creencia de invención humana, pero que
responde a dimensiones éticas). Este “nomos” se traduce en reglas,
políticas, normas culturales y jurídicas. Schmitt distingue varias de estas
“revoluciones espaciales” que trata con cierto detenimiento en el parágrafo 11:
la primera es sobre los científicos que se instalaron en Alejandría (Aristarco
y Eratóstenes) perfectamente conscientes, no solo de que el Sol era una
“estrella fija” en torno a la cual giraba la Tierra, sino de las medidas
aproximadas de ésta. La segunda que menciona tiene como protagonista a Julio
César, cuya intuición geopolítica le llevó a conquistas imperiales que darían
lugar al “actual concepto espacial de Europa”. El mapamundi de Agripa y la Geografía
de Estrabón, son los testigos de esta “segunda revolución espacial”. Séneca
pudo escribir, casi una sentencia “mundialista”:
El cálido Indo y el frígido Araxes se tocan;
Beben los persas del Elba y del Rin:
Tetis desvelará nuevos orbes,
Y Tule no será ya el confín de la Tierra
El Imperio Romano, ya en el siglo I de nuestra Era, había generado,
como dice Schmitt, el “vasto sentimiento del espacio”. El paso siguiente fueron
las cruzadas cuyo “nomos” directo fue la creación del embrión de los
Estados Nación que aparecieron en la última fase del Medievo. El “nuevo orden”
se expresaba a través de universidades y administraciones centralizadas. La
propia presencia del gótico, desde mediados del siglo XII, supondrá una
recalificación del “espacio” de oración; con él, el volumen del románico queda
modificado, ampliado, elevado. Colón primero y Magallanes después,
culminarán lo que Schmitt llama “la primera revolución espacial planetaria”.
La técnica también camina paralela a estas revoluciones
espaciales. Hacen falta instrumentos para medir el espacio y el tiempo que se
tarda en recorrerlo, puntos de referencia abstractos pero universales. Los
relojes de arena y las clepsidras fueron modificadas por instrumentos de
medición del tiempo más eficientes y, finalmente en 1884 se celebró en
Washington la Conferencia Internacional del Meridiano en el que se adoptó como
“Longitud 0º” el meridiano que pasa por Greenwich. Los alemanes tuvieron el
suyo propio hasta 1916 y los franceses defendieron el que pasado por París
hasta 1911. Era el reconocimiento de que, en el siglo XIX, el Reino Unido era
la potencia global hegemónica, de la misma forma que el Tratado de
Tordesillas en 1494, suscrito por la monarquía hispánica y por el Reino de
Portugal, en la práctica, repartió el mundo entre las dos potencias marítimas
hegemónicas en la época. En todas las épocas, son las potencias hegemónicas,
no la geografía, las que imponen las reglas del juego.
El problema, a fin de cuentas, es de “mediciones”. En un mundo bidimensional, la medida más corta es la línea recta que une dos puntos distantes. Pero esa línea es ideal, dista mucho de ser la más adecuada para recorrer por tierra esa distancia. En un mundo tridimensional terrestre, habrá que tomar en consideración los recorridos “posibles” que seguramente no tendrán nada que ver con líneas rectas, sino que se atendrán a los accidentes geográficos que encuentre una ruta a su paso y a la economía de esfuerzos. Ahora, bien, si tenemos en cuenta que, desde hace cien años, es posible trasladarse de un punto a otro por medios aéreos, la distancia recorrida, nunca será la misma que si se recorre por tierra: habrá que tener en cuenta la altura del vuelo y la curvatura de la Tierra. No digamos, si se trata de las rotaciones de un satélite en órbitas alrededor del planeta. En cada uno de estos casos los resultados de las “mediciones” variarán, será preciso tener en cuenta varios factores (el medio utilizado para cubrir determinada distancia y la proyección geográfica que se utiliza), que modificarán los resultados y las consecuencias de tal medición.
GEO DE GEA, LA TIERRA
Vale la pena recordar en este punto, que la geopolítica
(utilizamos la definición de Mahieu en su Diccionario de Ciencia Política)
“estudia la incidencia del medio geográfico en la vida de las Comunidades
humanas y establece las constantes según las cuales los datos impuestos por el
suelo -fronteras, relieve, vías de comunicación, clima, etc.- condicionan la
evolución histórica de los pueblos”. La principal limitación de la
geopolítica es que alude al “medio geográfico”, esto es, a un medio
tridimensional terrestre. Cuando se inició la teorización geopolítica, a
mediados del XIX, los globos aerostáticos eran apenas un pasatiempo frívolo; no
se pensaba en el arma aérea, ni en el transporte de mercancías por el aire, ni
mucho menos en la aviación de bombardeo estratégico, ni, por supuesto, en las
redes de satélites orbitales y geoestacionarios más allá de la atmósfera. De
hecho, la geopolítica puede decir poco al respecto: todo esto, en la práctica,
escapa a las consideraciones geopolíticas. Y, como veremos más adelante,
existen otros espacios también vedados para las disquisiones geopolíticas.
Geografía y Geopolítica, tienen como raíces comunes el término
griego “geo-”, “tierra”, en honor a Gea, diosa de la Tierra. Hasta la irrupción de la aeronáutica en la historia moderna, a
nadie parecía importarle el “espacio aéreo”. Los pioneros de la geopolítica no
parecen prestar interés a la aerostación, ni en la aeronáutica naciente; les
interesaba mucho más el subsuelo como fuente de riquezas. Tampoco sus
continuadores en los años 30 y 40, atribuyeron gran interés al espacio: para
ellos, la contradicción esencial en términos geopolíticos seguía siendo entre
“potencias marítimas” y “potencias terrestres”. Punto final. El análisis
geopolítico, aún hoy, tiende a justificar la historia como choques entre ambas
potencias, que no siempre -y esto es importante- puede aplicarse a los
distintos conflictos históricos.
Es más, en los estudios más recientes de Zbigniew Brzezinsky (El
Gran Tablero, Paidos, 1998), apenas se cita el arma aérea y las
posibilidades de transporte de tropas, equipos, armamento y recursos, de un
lugar a otro del planeta. Hoy, un avión de fabricación rusa, el Antonov 225
Mriya, puede cargar hasta 250 toneladas. Si tenemos en cuenta que un carro
de combate puede pesar entre 63 toneladas (Leopard 2) y 40 toneladas (T-90
ruso) o 50 toneladas (M1 Abrams), veremos que una ofensiva
terrestre puede articularse en cualquier lugar del planeta, con solamente
disponer del material y medios suficientes para trasportarlos a cualquier lugar
del planeta. Gracias a los medios técnicos y de transporte, no hace falta que
exista contigüidad geográfica. El salto de la División de Paracaidistas
alemana sobre Creta en mayo de 1941, demostró que basta con que el radio de los
aviones de transporte sea el suficiente -y hoy estamos hablando de aviones que,
como el Airbus 330 tienen una autonomía de entre 7.300 y 13.450 km:
puede volar cargados de Nueva York a Singapur sin escalas- para que una
operación de toma de control territorial sea viable. A medida que la
aviación, la cohetería y los misiles intercontinentales, han ido desarrollando
sus capacidades, la oposición tierra-mar ha perdido protagonismo.
A esto se ha unido el espacio exterior: más allá de los 100 km de
altura -la llamada “Línea de Karman”- se conviene que se supera el límite de la
atmósfera y se entra en el “espacio exterior”. En tiempos de las guerras
entre Roma y Cartago, obviamente, cada parte procuraba atraerse el favor de los
dioses residentes en los Cielos, pero en nuestros días, cuando los viejos
dioses han desaparecido, al mirar a los cielos, se piensa en la conquista del
espacio, en las redes de satélites orbitales, en el arma aérea, en los grandes
aviones de transporte, en los misiles hipersónicos… El dominio del aire se ha
convertido en fuente de poder que relega los “imperativos geopolíticos” a
planos secundarios. Un pequeño país como Corea del Norte logra sobrevivir
gracias al desarrollo de misiles balísticos con cabeza nuclear. De no disponer
de esa baza, hace tiempo que hubiera sufrido el mismo destino que Iraq. No
necesita ni grandes tropas de tierra, ni navíos que surquen las aguas.
A medida que la técnica ha generado “máquinas voladoras” capaces
de alzarse sobre Gea, sobre sus tierras y sobre sus mares, la geopolítica ha
ido relativizando su valor.
Otros factores han seguido devaluando las tesis de la geopolítica
clásica. Ya no estamos ni siquiera en el período de la Guerra Fría en la que el
Mando Aéreo de Bombardeo Estratégico de la USAF, mantenía permanentemente en
vuelo varias escuadrillas de superbombarderos B-52, sino en un momento en el
que las comunicaciones dependen de satélites, cuando es posible instalar
“satélites asesinos” en órbita en torno a la Tierra y el control del espacio
exterior -no sólo de las rutas aéreas- es uno de los factores que otorgan
hegemonía. Hay otro factor a tener en cuenta: Estamos en un momento en el
que la modernidad ha introducido una nueva dimensión: el universo virtual.
DE LA TIERRA REAL AL UNIVERSO VIRTUAL
La unidad de medida de las distancias reales es el kilómetro. Como
hemos visto, depende de cómo se siga una dirección para alcanzar un punto
distante: se recorrerán más o menos kilómetros en más o menos tiempo. Y ese
tiempo, también será tangible: un ser humano puede recorrer en una jornada en
torno a 30 kilómetros a pie. Si opta por hacer el viaje Barcelona-Madrid, a pie,
en teoría tardará 20 días. Si opta por hacer ese recorrido a caballo, teniendo
en cuenta que cada 45 km deberá cambiar de montura, el tiempo se le reducirá
considerablemente, en torno a cinco días. Con un vehículo utilitario, en los
años 60, la duración sería en torno a 12 horas y a través de autopista a 6/7.
En AVE, casi tres horas y el “puente aéreo” reducirá la duración del viaje a 45
minutos desde el despegue al aterrizaje.
Es fácil extraer una conclusión de estos tiempos: la técnica ha
ido acortando más y más el tiempo. Pero esta contracción del tiempo no se
detiene aquí. En la actualidad, ya no hace falta desplazarse a un lugar
para “estar” en él. Si queremos “ir” a Madrid, bastará con abrir Google-Earth:
desde el momento en el que señalamos a la aplicación dónde queremos ir, hasta
el momento en el que nos muestra el lugar, pasan milisegundos. No hay otra
forma de medir el tiempo. Lo sabemos todos, pero esto aumenta la desvalorización
de las discusiones sobre geopolítica tradicional.
El espacio ya no tiene “tres dimensiones”, sino que ha pasado a
ser “tetradimensional”. La cuarta dimensión espacial tiene un nombre: el
“ciberespacio”. Y el desplazamiento del protagonismo de los conflictos, sin que
apenas nos demos cuenta, se está operando hacia esa nueva dimensión.
Desde finales del siglo XX, el RAND Corporation, ya alertó sobre
la “netwar” (guerra en red) y la “cyberwar” (guerra cibernética)
en una serie de artículos y estudios publicados entre 1993 y 2001 por John
Arquilla y David Ronfeldt (con el seudónimo común “A&R”), dentro de lo que
conocían como “information warfare” (guerra de la información). Este
concepto implica el uso y la gestión de las tecnologías de información y
comunicación en el campo de batalla tratando de situarse en actitud ofensiva
ante el oponente. Se trata, no solo de obtener información mediante
procedimientos electrónicos, sino de aprovecharla para operaciones psicológicas.
El “campo de batalla” es, preferentemente el ciberespacio. Tanto en el caso
de la netwar y de la cyberwar, no es preciso que los dos actores
sean estatales. De hecho, pueden tratarse, una o las dos partes de grupos
privados, de carácter político, bandas rivales, o grupos informales que
pretendan destruir, agredir o, simplemente, robar información a otros, a
corporaciones o al propio Estado.
Este mundo en el que las “redes” informáticas se convierten en
campos de batalla no pudo ser contemplado por los fundadores de la geopolítica
clásica, Kjéllen, Mackinder, Mahan o Ratzel; nacidos en la época de los
Estados-Nación, se fijaban sobre todo en la organización territorial y en las
proyecciones espaciales de los Estados en dos medios, terrestre y marítimo. La
“tercera dimensión”, el espacio aéreo llegó bastante después, durante la Primer
Guerra Mundial. Carl Schmitt añade al respecto:
“El espacio aéreo, se convierte en un una dimensión
propia, un espacio propio que, como tal, no enlaza con las superficies
separadas de tierra y mar, sino que hace caso omiso de su separación,
distinguiéndose, así esencialmente en su estructura, tan sólo por esta razón de
los espacios de los otros dos tipos de guerra (…) La modificación estructural
es tanto mayor en la medida en que ambas superficies, la de tierra y la de mal,
están sometidas indistintamente al efecto que es producido desde arriba, desde
el espacio aéreo, hacia abajo” (El Nomos de la
tierra, Editorial Comares, 2009, pág. 353).
A pesar de que la obra de Schmitt (y ese título en concreto) tiene
un contenido esencialmente jurídico, lo cierto es que acierta a la hora de
exponer las transformaciones del ámbito bélico. Y para él, es importante en la
medida en que la “guerra tridimensional” modificaba necesariamente las
regulaciones de la guerra de dos dimensiones: con la aviación se materializa el
fantasma de la “guerra total”. Allí donde hay un objetivo que pueda ser
atacado desde el aire, allí llegarán las destrucciones y no importa donde se
encuentre, ni los daños que provoque a la población civil que vive en las
inmediaciones. Es más, dentro del desarrollo de la “aviación estratégica de
bombardeo”, no importará si los objetivos elegidos son ciudades indefensas
porque lo que se busca es, simplemente, destruir la moral del adversario,
causar trastornos en su retaguardia, desestabilizar su logística, etc. Es
significativo que fue en el mundo anglosajón, a lo largo de los años 30, cuando
se teorizó esta forma de auténtico “crimen de guerra” que luego fue puesto en práctica
masivamente durante los bombardeos de terror a los que fueron sometidas las
ciudades alemanas por parte de la aviación de bombardeo estratégico británica (durante
las noches) y por la aviación norteamericana (durante el día). Esto hizo que,
mientras que, en la Primera guerra Mundial, las víctimas civiles de los
combates fueran del 10%, en la Segunda Guerra Mundial se elevaran hasta el 60%
del total. Posteriormente, en episodios como los bombardeos de la OTAN sobre
Serbia, las pérdidas civiles alcanzaron hasta el 90 e, incluso el 95% de la
población no combatiente.
La teorización geopolítica no se ha actualizado lo suficiente,
desde el final de la Guerra Fría. Cuando la RAND Corporation publicaba sus
estudios sobre las nuevas modalidades de guerra electrónica, el desarrollo de
los nuevos sistemas de hardware y software iba a tal velocidad
que hacía casi imposible establecer nuevas teorías e identificar constantes. Lo
único cierto es que se había pasado del espacio “tridimensional” al “tetradimensional”,
con la inclusión de ciberespacio como campo de batalla.
La aparición del espacio tridimensional con la aviación y los
misiles, solamente supuso una posibilidad de conexión más rápida entre puntos
distantes o bien el aumento de la distancia desde la que podían realizarse los
ataques. Fue una verdadera “revolución espacial”: se lanzaron satélites de
comunicaciones, de observación y se crearon tecnologías electrónicas para
aligerar los equipos, aumentar su durabilidad y poderlos poner en órbita. Por
tanto, hay que concluir que esta “revolución espacial” también contribuyó al
desarrollo de tecnologías nuevas y que, éstas, condujeron directamente a la
siguiente “revolución industrial”, la cuarta. Porque, sin redes de satélites de
comunicaciones, sin tecnología digital, no hubiera sido posible, ni la
existencia de Internet, ni la telefonía móvil, ni el ciberespacio.
A partir de la creación de un “espacio virtual”, se ha ido
produciendo una “desterritorialización” progresiva del “tablero mundial”. Las guerras ya no se libran solamente en un espacio de tres
dimensiones o en tres ámbitos (terrestre, marítimo y aéreo), sino en un cuarto
que ya no tiene nada que ver con los otros tres, el ciberespacio, y que, para
colmo, es casi independiente de ellos.
Se dirá que, todavía, la “infantería es la reina de los combates”,
o que no se toma posesión de un territorio hasta que la infantería propia monta
guardia. Y esto valía para las guerras anteriores, pero carece de sentido en el
ciberespacio. El combatiente puede estar en cualquier ubicación. Solamente
precisa para ello de un hardware y de un software específicos y,
por supuesto, alguna fuente de energía. Desde ahí puede ejercer, sólo o
coordinado con una batería de ordenadores, su papel destructivo del adversario.
Puede liquidar redes de comunicación, borrar datos, introducir cifras erróneas,
dirigir drones, guiar misiles lanzados desde muy lejos, analizar comunicaciones
(y ni siquiera tendrá que hacerlo el soldado, sino los sistemas de Inteligencia
Artificial habilitados que depredarán datos sobre el adversario, sobre sus
oficiales y sus dirigentes, en toda la red). En pocos años, la fantasía
cinematográfica de Terminator, será posible: el campo de batalla estará
sembrado de robots que combatirán a otros robots o a personal civil.
En la ciberguerra el concepto de territorialidad queda casi
anulado y, consiguientemente, la importancia de la geopolítica se va reduciendo
más y más. Los condicionamientos geográficos, cada vez tienen menos peso en las
nuevas formas de guerra. Ya no se trata de que
una invasión pueda realizarse mediante un desembarco, un salto de paracaidistas
o una operación masiva de transporte de tropas, se trata de que, un país
puede ser desarticulado en sus infraestructuras, en su logística, en su
producción y en su cadena de mando, a través del ciberespacio. Se trata de que
el campo de batalla ha pasado del mundo real al virtual.
Más aún, los últimos conflictos registran una tendencia
irreprimible hacia la “privatización” de los conflictos. Cuando se introdujo la
idea de “guerra contra el terrorismo”, los recursos militares y los recursos
policíacos, terminaron convergiendo. Para que actuaran, no era necesario, que
existiera una guerra declarada, ni operaciones continuas: sino intervenciones unilaterales
para prevenir atentados. En determinadas zonas del mundo, lo que se ha llamado
“Estados fallidos” han sido presa de la acción de grupos mafiosos que han
demostrado mayor poder y habilidad para conquistarlo que las propias
estructuras jurídicas y legales. Su acción -como ocurrió en Colombia en los
años 90- se vio obstaculizada, mucho más por organismos de autodefensa (las
Autodefensas Cívicas de Colombia) que, por el ejército, la policía o la
magistratura de aquel país. En la guerra de Serbia, el “comandante Arkan”
organizó baterías de ordenadores para sabotear los sistemas de la OTAN y lo
hizo apelando a sus propios recursos y reclutando su propia tropa de “hackers”
y “crackers”. En el otro lado, durante la “Operación Tormenta del
Desierto”, el “campo de batalla” pasó a ser “espacio de batalla”: más
importante que los bombardeos a gran altura, fue la destrucción de la cadena de
mando del ejército iraquí a través del sabotaje cibernético de sus
comunicaciones; acciones de este tipo fueron responsables del desmoronamiento
del frente en pocos días. Aunque el ejército iraquí disponía de armas, recursos
y municiones en cantidades suficientemente grandes, la rotura de las
comunicaciones impidió que las tropas iraquíes las pudieran utilizar.
Por todo ello, hoy se conviene que un ejército digno de tal
nombre tiene “cuatro armas”: los ejércitos de tierra, la marina, la aviación y,
finalmente, los equipos preparados para actual en el ciberespacio. Y, poco
a poco, la tendencia es a un incremento de los materiales, el personal y los
recursos por esta última “arma” nacida en las postrimerías del siglo XX.
Las tres primeras armas respondían a las guerras tridimensionales,
pero la cuarta es exclusiva del nuevo concepto de guerra cuatrimensional. La
geopolítica puede aplicarse a los conflictos en tres dimensiones, pero no en
cuatro. Una ciberguerra no precisa entrar en
consideraciones sobre potencias terrestres u oceánicas, no tiene nada que ver
con los accidentes geográficos, ni con las áreas de interés: se desarrolla en
otro plano.
LA GEOPOLÍTICA DE LA PRIMERA Y DE LA SEGUNDA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
La idea de que las potencias marítimas se caracterizan por el
comercio y el carácter liberal, mientras que las potencias continentales son
despóticas, ni siquiera corresponde a los “padres fundadores” de la
geopolítica; fue enunciada por Montesquieu en 1748. Y, al hablar de potencias
“despóticas”, se refería a Rusia. Eran meras divagaciones inconexas en torno a
algo que todavía no estaba definido. Fue Rudolf Kjéllen, en 1899, cuando lanzó
el término “geopolítica” en su libro Introducción a la geografía sueca.
Estaba influenciado por las ideas de John Robert Seeley, un teórico del
imperialismo británico, provisto de una vertiente místico-religiosa de la que
Kjéllen se deshizo rápidamente. Seeley sostenía que la integración de la India
en el Imperio Británico era lo mejor que le podía haber pasado: “La India
yacía esperando que alguien la recogiera”, escribió. La otra
influencia que sufrió Kjéllen procedía de Heinrich von Treitscheke, miembro del
Reichstag alemán, de ideología nacional-liberal y uno de los
doctrinarios de la expansión colonial germana durante el Reich bismarckiano.
Pero fue su profesor Friedrich Ratzel quien más influencia ejerció sobre Kjéllen.
Ratzel desarrolló el concepto de “espacio vital” (Lebensraum).
En el otro lado del Atlántico, en la misma época, Alfred Thayer Mahan,
profesor de táctica en West Point, estaba desarrollando una teoría marítima
para los EEUU. Mahan fue el primero en sostener la necesidad de que EEUU
desarrollara una marina potente que estuviera presente en todos los océanos y,
al mismo tiempo, justificó la expansión hacia la “nueva frontera” del Oeste
para ampliar el “frente del Pacífico” de su país. Sostenía que las naciones
más poderosas eran aquellas cuyas aguas estaban bañadas por dos océanos. La
marina de guerra era, por tanto, la garantía de un comercio exterior próspero y
de que la marina mercante de su país podría navegar por todos los mares.
Ahora bien, esa marina de guerra debería tener bases dispersas por el mundo
para garantizar la asistencia a buques mercantes que pudieran correr algún
peligro y reabastecerse. Eso permitiría también disponer de territorios
coloniales que facilitaran materias primas. Siempre tuvo muy claro que, durante
unas décadas, la marina de los EEUU no podría competir con la inglesa, pero sí,
garantizar el comercio en “aguas propias”.
Francia, cuando todavía se consideraba un imperio, tuvo también a
su teórico geopolítico, en la personalidad de Jacques Ancel. De su obra,
publicada en 1936, Géopolitique, critica las posiciones de la
geopolítica alemana como “pangermanistas”, defendiendo, obviamente, el papel de
Francia en la política europea, muy en la línea de Aristide Briand. Partidario de
una política de fuerza frente al Tercer Reich (lo que se entiende a raíz de su
origen étnico judío), su aportación a la geopolítica fue, ni más ni menos, que
una crítica a las tesis de Haushoffer (que ni siquiera representaba la línea
oficial de la política exterior alemana). Su frase más célebre es aquella en la
que define a los geopolíticos alemanes como “pedantes con apariencia
científica”. Si lo hizo fue para evitar que la “geopolítica alemana” se
convirtiera en “estándar” de los estudios sobre la materia.
Finalmente, cabe hablar de Halford Mackinder, otro de los padres
de la geopolítica y, al mismo tiempo, ideólogo del imperialismo británico.
Insistió en que el Reino Unido nunca perdiera el dominio de los mares. Si lo
perdía, el ocaso del Imperio estaba próximo. A él se debe la famosa teoría
sobre la “world island” (isla mundial) dividida en seis regiones (Europa
Occidental hasta la Mitteleuropa, Asia, Arabia, Sáhara, África bajo dominio
europeo y el Heartland eurasiático o “pivote del mundo”). Estableció en
1904: “Quien controle Europa del Este dominará el Pivote del Mundo; quien
controle el Pivote del Mundo dominará la world island y quien domina la world
island dominará el mundo”. Sostenía esa idea en la inaccesibilidad
del “pivote del mundo” por vía marítima. Hoy todavía, la geopolítica
convencional sigue repitiendo este dogma, olvidando que el “cambio climático”,
convertirá el acceso a la “isla mundial” en relativamente fácil por la retirada
de los hielos árticos.
Como vemos, la mayor parte de los doctrinarios de la geopolítica tenían unas características comunes:
- habían nacido al final de la Primer Revolución Industrial,
- elaboraron sus tesis durante la Segunda Revolución Industrial;
- estaban, por tanto, lastrados por prejuicios nacionalistas ligados a los países en los que habían nacido y a los que servían de manera entusiástica e, incluso, fanática en algunos casos: Mackinder y Seeley para el Imperio Británico, Alfred Mahan para los Estados Unidos y von Treitscheke para el Imperio Alemán.
En conclusión: allí donde existía una “voluntad de imperio” y, por
tanto, la necesidad de estructurar una teoría que lo justificase, fue donde
apareció alguno de los padres de la geopolítica.
Esto hace que el “período dorado” de la geopolítica estuviera
vinculado a la época de los Estados-Nación. Y
esta tendencia puede extenderse hasta nuestros días: Brzezinsky elaboró sus
tesis geopolíticas en función de las necesidades expansionistas de los Estados
Unidos y de su voluntad de seguir siendo potencia hegemónica. El Almirante
Sergei Gorshkov, fue, igualmente, el teórico de la expansión marítima soviética
desarrollada en la segunda mitad de los años 70. Su idea consistía en cortar la
“ruta del petróleo” que suministraba crudo a Europa bordeando África. Tras los
conflictos en Oriente Medio y tras la crisis que siguió a la guerra del Kom
Kippur en 1973, se inició la construcción de superpetroleros que ya no
navegaban a través de Suez, sino que se dirigían a Europa bordeando las costas
africanas. La creación de una marina de guerra soviética de altura y la
implantación de bases navales en los países africanos socialistas, sería
suficiente para convencer a los europeos de que, en cualquier momento, en caso
de conflicto, la URSS podría cortar de un día para otro el suministro de
combustible a Europa.
La Guerra Fría fue, en grandísima medida, una “guerra geopolítica”
o, en cualquier caso, el mundo de aquellos años, fue el tablero del que hablara
Brzezinsky en su libro, tratando de prolongar hasta nuestros días la vigencia de aquel conflicto, oficialmente concluido en 1989. Pero estábamos todavía en
los años de la Segunda Revolución Industrial: la del petróleo, la del motor de
combustión interna, la de la electricidad y la producción en cadena… Desde que
se inició esa Revolución Industrial, los países que aspiraban a la hegemonía
mundial se cuidaron de garantizar su acceso a los minerales sin los cuales era
imposible impulsar esa revolución: carbón, hierro, combustibles fósiles.
Así pues, la geopolítica, tal como la establecieron los fundadores
de esta ciencia, se basaba en percepciones “nacionalistas” que trataban de
justificar y explicar por qué tal o cual nación estaba llamada a ejercer la
“hegemonía mundial” y qué debía tener en cuenta para realizarla. Al mismo tiempo, la geopolítica permitía señalar riesgos y marcar
prioridades. Esta tendencia ha llegado hasta anteayer con Brzezinsky y su, casi
podríamos decir, “desvergonzado” texto sobre el Gran Tablero Mundial.
Pero hoy, ese mundo ya no existe. O quizás fuera mejor recordar lo
ya dicho: que el mundo en el que floreció la geopolítica ha sido desvirtuado
por la irrupción de la cuarta dimensión del espacio, el ciberespacio. Y, si
bien la geopolítica ha podido sobrevivir en tanto que todavía se perciben
algunos efectos “tardíos” de las revoluciones industriales anteriores (la
fórmula Nación-Estado como sistema de organización de los pueblos, los
combustibles fósiles, el motor de combustión interna, la electricidad), las
tesis geopolíticas, elaboradas en tiempos de los nacionalismos y de los
imperialismos, como modos de justificación y explicación, difícilmente pueden
ser integradas en pensamiento moderno y en sistemas progresivamente
“desterritorializados”.
No se ve hoy, por ejemplo, cómo puede seguir sosteniéndose, sino
es en plena ortodoxia geopolítica, la idea del “pivote geopolítico” y del
“dominio mundial” a través suyo. Es más, quien todavía defiende estas tesis, lo
hace como reformulación de antiguas formas de nacionalismo: el Eurasismo,
por ejemplo, interesado en mantener a Rusia en el “centro del mundo”, reforzado
por su “periferia” con China, Irán y Europa. Pero China ha establecido su
propio camino. Irán no aspira a otra cosa más que a la hegemonía en el mundo
islámico y en Oriente Medio. En cuanto a la Unión Europea, no es nada más que
una “pata” de la globalización en esta parte del planeta y hoy ya podemos
hablar de ella como “entidad supranacional frustrada” y a la deriva. ¿Qué queda
del concepto “euroasiático”? Respuesta: El nacionalismo ruso a la búsqueda de aliados.
“Eurasia” es una de esas “ficciones geopolíticas”, en otro tiempo tan habituales. Por ejemplo, el “Gran Marruecos”
que, jamás ha existido, sería la “lebensraum”, el espacio vital, del
Reino de Marruecos cuyo dominio se extendería por el territorio del actual
Estado Marroquí, al que se ha ido sumando el territorio de Ifni, el del Sáhara,
y que aspira a la integración de Ceuta Melilla, Islas Canarias y Adyacentes,
todavía bajo bandera española, las zonas de Tinduf y Bechar hoy pertenecientes
a Argelia, Mauritania y la zona de Malí al norte del río Níger. Nunca ha
existido un “Gran Marruecos” así concebido, salvo como “ficción”. Fue un
delirio geopolítico y nacionalista elaborado por el partido Istiqlal, el
partido nacionalista marroquí, cuyos miembros, exiliados en Egipto durante la
Segunda Guerra Mundial, lo concibieron aplicando idea muy comunes entre todos
los nacionalismos de los años 30 y 40. Polonia, en esos mismos años, también
defendió la existencia de una federación bajo su dominio que llegara desde el
Báltico hasta el Mar Negro. En Siria, apareció en aquellos mismos años, la idea
de la Gran Siria que incluía a los territorios del Líbano. Y así sucesivamente…
Para dirimir estos conflictos, para justificar las ideas
expansionistas, para anclarlas en la historia, para establecer su legitimidad y
movilizar partidarios, fue por lo que nacieron las distintas variedades
geopolíticas. En España vimos como Vicens Vives intentó algo parecido,
trasladando las tesis geopolíticas a nuestro país explicando a través suyo las
tendencias divergentes de los regionalismos que, según, se deben a que nuestros
ríos desembocan en distintos mares y, por tanto, favorecen los intentos de
“centrifugación nacional”. Antes que él, el libro Reivindicaciones de España,
escrito por José María de Areilza y Fernando María Castiella, trataba de
definir el “espacio vital” español en el Magreb… Este tipo de “ficciones
geopolíticas” eran un “signo de los tiempos”.
El mundo del siglo XXI hoy muy lejos de todo esto. No solamente
la existencia de una “cuarta revolución espacial” y de una Cuarta Revolución
Industrial, han deshecho por completo los fundamentos de la geopolítica, sino
que, además, la fórmula Estado-Nación está ya desde los años 50 obsoleta y
periclitada.
Se puede intentar adaptar la geopolítica a la nueva situación, con
mejor o peor fortuna, pero, en el fondo, incluso hoy, en nuestros días, sigue
siendo expresión de una voluntad nacionalista, confesada o no. Vale la pena,
pues, preguntarnos, cuál es hoy el límite de la geopolítica.
DE LA GEOPOLÍTICA OBSOLETA A LA GEOECONOMÍA CAMBIANTE
La geopolítica clásica está obsoleta. Inaplicable en la práctica.
Contribuye solamente a explicar episodios localizados (la lucha actual de Rusia
por conquistar un pasillo que comunique con Crimea o la centrifugación
ucraniana) y, sobre todo, da a estrategas de taberna la posibilidad de impartir
lecciones interminables y tediosas sobre la temática.
En cuanto a la “geopolítica crítica”, reformulación de postguerra
de la geopolítica tradicional, no puede decirse que exprese un criterio
unificado. En buena medida es un intento de recuperar ideas de la geopolítica
convencional, agregándoles otras procedentes de la izquierda marxista de moda
(primero con Althuser y luego con Foucault), incorporando ideas ecologistas,
pacifistas y antinucleares. La “geopolítica crítica” se inserta dentro de
una perspectiva de izquierda, con las distintas tonalidades propias de la
izquierda, desde el centro-izquierda a la izquierda radical: sus miembros
“tratan de evitar posiciones de chauvinismo nacional”, los “estereotipos
colectivos” y las “jerarquías raciales” que, efectivamente, están en el fondo
de las culturas geopolíticas clásicas. Algunos han llegado a hablar de
“geopolítica feminista”, “geopolítica afectiva”, “geopolítica íntima”. Se
trata, por supuesto, de anécdotas que tienen en cuenta cambios sociológicos y
que subordinan la geopolítica a la “corrección política”. En sus sectores más
lúcidos, la “geopolítica crítica”, tiende a estudiar las actuales relaciones de
poder, la economía política y los sistemas mundiales. Al proceder casi
completamente de sectores izquierdistas y tratarse de neomarxistas, insisten en
estudiar la “geografía histórica del capitalismo”. Se les puede conceder algo
que dicta el sentido común y que ya hemos expuesto: que la fórmula
Estado-Nación está obsoleta y que la geopolítica clásica la toma como
referencia siendo, por tanto, insalvable hoy y mucho más en el futuro. Las
consideramos como muestras del callejón sin salida de las distintas escuelas
geopolíticas.
Además, la aceleración de la historia que se ha producido desde
los años 90, hace que los cambios siempre precedan con mucho a quienes aspiran
a interpretarlos e integrarlos en una visión ideológica “cerrada”, por
definición, y que, siempre, inevitablemente, ha sido creada para interpretar
una época, pero pierde vigencia en el devenir histórico; es entonces, cuando
hay que encajar a martillazos el esquema ideológico con la realidad objetiva.
En la práctica, la geopolítica está perdiendo terreno en favor de
la geoeconomía. Y ésta también es cambiante.
Durante la Primera Revolución Industrial, todo era relativamente
simple: se precisaba madera y carbón para activar las máquinas de vapor. Luego,
empezó a necesitarse carbón y hierro para forjar acero. Más tarde,
hidrocarburos para alimentar motores. Estábamos ya en la Segunda Revolución
Industrial. El tránsito a la siguiente, modificó en parte este esquema, pero no
excesivamente: el silicio, en que se basa esta Tercera Revolución Industrial,
tiene la ventaja de ser el segundo elemento más abundante en la corteza
terrestres, tras el oxígeno. El silicio y sus
propiedades como semiconductor le otorgaron un lugar privilegiado en la
industria electrónica y microelectrónica. Las obleas y chips de silicio están
presentes en casi la totalidad de los circuitos electrónicos. A pesar de no
encontrarse en estado nativo en la naturaleza, existen distintos procedimientos
para purificarlo. Mucho más compleja es la tecnología para fabricas obleas y chips
de silicio. Sin embargo, no puede hablarse de una “geopolítica del silicio”
porque, como hemos dicho, es el mineral más habitual sobre la corteza
terrestre.
A partir de los años 90, a pesar de que se intentaban impulsar
energías alternativas y se había entrado en la era de la microelectrónica, los
hidrocarburos siguieron dominando la escena energética; pero, a medida que se
entraba en la Cuarta Revolución Industrial, fueron apareciendo nuevas
necesidades. Es lo que se ha llamado Industria Minera 4.0. No se trata de que las explotaciones mineras estén automatizadas
o que los mineros humanos sean sustituidos por robots, sino de que los
nuevos materiales que cobrarán auge a medida que se desarrolle este proceso
tecnológico, tienen una dispersión geográfica completamente diferente a los
hidrocarburos. Pero esto no supone permanecer en el terreno de la
“geopolítica”, sino en el de la “geoeconomía”.
Por ejemplo, las grandes reservas de litio se encuentran en
Australia (país donde más se produce, 45.000 tm/año), mientras que China
produce 10.000 tm/año. El llamado “triángulo del litio” se encuentra entre el
occidente boliviano, el norte de Chile y parte de la Patagonia argentina, que,
en su conjunto, albergan el 85% de las reservas de este mineral. Portugal figura
también en el club de productores de litio con 900 tm/año. Estados Unidos, cuya
producción de litio no se ha hecho pública, tiene las quintas reservas
mundiales de este elemento. El 30% del litio mundial se encarrila hacia la
producción de baterías eléctricas -baterías de iones de litio- y se prevé que
su consumo crezca exponencialmente en la próxima década. Se utilizan en
telefonía móvil, tablets, ordenadores portátiles y altavoces inalámbricos. En
las últimas tres décadas, el precio de estas baterías ha disminuido un 97%.
No son, en ningún caso, las baterías “ideales”: se sobrecalientan, pueden
explotar, resultan demasiado costosas todavía, soportan un número limitado de
cargas y, para colmo, su duración media óptima no pasa de tres años. También,
el carbonato de litio y el citrato de litio se utilizan en farmacopea para el
tratamiento de las depresiones. El hidróxido de litio se utiliza en submarinos
y naves espaciales para depurar el oxígeno y extraer el CO2. Está
presente en distintas aleaciones utilizadas en aeronáutica y en la fabricación
de lentes, pero también en las nuevas energías: una turbina eólica de 2 MW
contiene 360 kg de neodimio y 60 de disprosio y una turbina hídrica, 1800 kg de
“tierras raras”. Las energías renovables, como vemos, también pasan por estos
sorprendentes materiales.
El caso del litio es una muestra de que la vieja geografía de los
minerales y los hidrocarburos, están en vías de ser sustituida por la geografía
de minerales necesarios para las nuevas tecnologías. Pertenecen a las familias
de los “lantánidos” (con números atómicos del 57, Lantano, al 71, Lutecio) y de
los “actínidos” (números atómicos del 89, Actinio, al 103, Lawrencio). Los
“lantánidos”, más el itrio y el escandio, se conocen como “tierras raras”. Pues
bien, estas familias de minerales (“insulares” en la Tabla Periódica de los
elementos) están distribuidas de manera desigual. Sus propiedades magnéticas y
conductoras los convierten en materiales ideales para las nuevas tecnologías.
Se emplean
en la construcción de motores de aeronaves, en brocas para prospecciones
petroleras y gasísticas, en iluminación led, y supermanes de neodimio y en
cualquier pantalla electrónica de terminales digitales, en la industria
armamentística en los sistemas de guía de misiles y en innumerables
aplicaciones tecnológicas. El problema se complica porque algunas de estas
aplicaciones requieren la intervención de varias “tierras raras” en aleación. Por tanto, la geografía de estos minerales es fundamental para
definir una “geoeconomía” que sea compatible con las tendencias tecnológicas
del presente.
El problema de las “tierras raras”, ni son “tierras”, ni son
“raras”. Generalmente, están acompañados de metales pesados (uranio, torio,
arsénico), o en depósitos de hierro, fosfato y cobre, lo que dificulta su
extracción. Suelen aparecer en forma de óxidos. Y son relativamente abundantes.
Por ejemplo, el Cerio, la “tierra rara” más abundante, es más habitual que el
plomo. La menos común, el Lutecio, es más abundante en la corteza terrestre que
el oro. Algunos están presentes en la erosión de rocas volcánicas y en las playas
de arena negra de Brasil e India.
Desde hace más de un siglo las “tierras raras” se conocían, pero
no se utilizaban. Hasta los años 80 se emplearon en proceso de catálisis, en la
fabricación del vidrio, en calidades de cerámica y en la metalurgia. Algunas
“tierras raras” solamente existen como productos surgidos de la descomposición
de materiales nucleares por procesos de fisión; antes se desechaban, pero hoy
se aplican en la fabricación de baterías que alimentan marcapasos, en pinturas
luminiscentes y en satélites artificiales. Buena parte de estos minerales se
utilizan en medicina y en la fabricación de láseres quirúrgicos (el holmio).
Algunos de estos materiales son escasísimos: la producción mundial de escandio,
por ejemplo, no supera los 100 kg anuales, pero se emplea en lámparas de
halogenuros metálicos y en armas de precisión.
Se utilizan, así mismo, para la producir los componentes de
navegación de los drones y otras tecnologías bélicas, están presentes en
paneles solares. Las nanotecnologías serían imposibles de desarrollar sin estos
elementos. El neodimio, por ejemplo, excepcional
por sus cualidades magnéticas, está presente en ordenadores, teléfonos,
auriculares inalámbricos, incluso en energías renovables, pero también, como
elemento de aleaciones, en armamentos. El europio, el terbio y el itrio, se
utilizan en dispositivos de detección electrónicos.
En 2010, a causa de un incidente con un pesquero chino que fue
detenido por la guardia costera japonesa, este país fue sometido a embargo de
tierras raras, mientras duró la crisis. Japón se encontró entre la espada y la pared: su producción de
materiales de alta tecnología depende de los suministros de estos minerales.
Fue la primera muestra de la importancia creciente de estos minerales. Lo más
curioso es que, a partir de ese momento, se empezó a hablar de “tierras raras”
y a despertar el interés de los inversores que apostaron por estos minerales en
todo el mundo. China empezó a comprar lantánidos a empresas norteamericanas,
australianas y malasias (disprosio, terbio y gadolinio) a partir de 2013. El
consumo total en este país antes de la pandemia, alcanzaba las 115.000
toneladas y era autosuficiente en terbio.
Hasta los años 90, los EEUU habían sido el primer
productor mundial, mientras que China apenas producía. En 2002, la principal
mina de los EEUU que producía estos elementos, cerró por protestas de los
ecologistas, mientras que China aumentaba la producción. Desde entonces, la
producción en EEUU apenas ha crecido por cuestiones ambientalistas y de
permisos, mientras que la de China se ha disparado. Antes de la pandemia, la
producción China de estos minerales suponía un 80% de la producción mundial. En
2017, los EEUU recibieron de China un 78% de su consumo de estos minerales.
Seamos claros: sin estos diecisiete “tierras
raras”, no hay, en el estado actual de las nuevas tecnologías nada que pueda
producirse. Ni posibilidad de conectar redes sociales, ni de navegar por
internet, ni drones, ni siquiera armamento ni sistemas de seguridad y
detección, ni desarrollo de hardware, ni economía digital, ni vehículos
híbridos o autónomos, ni fabricación de terminales digitales.
Equivalen en
el marco de la Cuarta Revolución Industrial a lo que fue el carbón en la
primera, los combustibles fósiles en la segunda o el silicio en la tercera:
esenciales e imprescindibles para la comunicación, la defensa, el comercio o la
exploración espacial. Son, en definitiva, un recurso estratégico -esto es, un
recurso natural escaso pero necesario para la vital para la seguridad y la
supervivencia de un pueblo- al que los Estados, de momento, no han prestado
excesiva atención, dando por supuesto que el comercio mundial va a proseguir
eternamente y que los países productores mantendrán los precios estables. Pero
el incidente chino-japonés de 2010 demuestra que esto puede variar en cualquier
momento.
La República
Popular China se aproxima hoy al monopolio mundial de estos minerales y desde
los años 90 ha superado a cualquier otro productor. Su demanda
interna, por otra parte, va creciendo e, incluso, importa como hemos visto de
otros países productores que parecen no ser conscientes de que se trata de
minerales estratégicos en el marco de la Cuarta Revolución Industrial.
Los estudios
geopolíticos, en la actualidad, siguen anclados en viejos conceptos, derivados
de los clásicos o en fugas buenistas y políticamente correctas de la
“geopolítica crítica”. Sin olvidar, claro está, las “ficciones geopolíticas”
con pocas posibilidades de materializarse. De ahí la contradicción entre una
“ciencia auxiliar” de la que todo el mundo habla y que, en realidad, en este
momento discurre por senderos muy atrasados en relación a las corrientes de la
modernidad.
En nuestra
opinión, la geopolítica agoniza. La está matando la geoeconomía. En cuanto a
esta, sus posibilidades ya no pasan por los análisis sobre el control de los
hidrocarburos, su distribución, sino sobre el mercado mundial, los yacimientos
y las plantas de refinado y procesado de “tierras raras”, los materiales sin
los cuales la Cuarta Revolución Industrial se detendría.
CONCLUSIONES
PROVISIONALES
Hoy se habla
más que nunca de geopolítica y, sin embargo, todo induce a pensar que la
marcha de nuestra civilización resulta incompatible con las concepciones
geopolíticas clásicas, elaboradas por sus “padres fundadores” en el siglo XIX y
en el primer tercio del siglo XX. Resumimos las distintas hipótesis que hemos
barajado en este parágrafo y que van en dirección opuesta a la tendencia actual
que podríamos definir como “fetichización de la geopolítica”.
El resumen de las posiciones que hemos sostenido es:
1) La geopolítica es -y siempre ha sido- una ciencia auxiliar de la política. Está, por tanto, subordinada, a la política, como lo está la economía. En condiciones "normales", la Política ("el arte de construir los destinos de los pueblos") es soberana de cualquier otra rama del conocimiento y solamente la aparición de los nacionalismos hizo que estos justificaran sus ansias de hegemonía en base a la geopolítica, como hoy los neoliberales justifican con argumentos economicistas sus posiciones contrarias a regulaciones políticas del mercado.
2) Las bases de la geopolítica son hijas de la Segunda Revolución Industrial y, generalmente, fueron utilizadas para justificar líneas de política exterior de los países punteros: ayer el Reino Unido, luego Alemania, más tarde EEUU y la URSS.
3) La geopolítica está unida a la fórmula del Estado-Nación y, más en concreto, a la justificación de los nacionalismos expansionistas propios de los Estados-Nación con más poder. Y esto vale, incluso, para las especulaciones de Zbigniew Brzezinsky, realizadas a principios del milenio. Sin embargo, la época de los Estado-Nación ha quedado atrás en la historia.
4) La aparición de una “geopolítica crítica”, ha sido el intento de las izquierdas alternativas de incorporar a su patrimonio ideológico una rama del conocimiento del que todo el mundo parecía hablar. Pero sus trabajos, puestos al servicio del ecologismo, del pacifismo, del “desarrollo sostenible” y de la “corrección política”, están al nivel de verdaderas caricaturas y anécdotas de aventureros intelectuales.
5) El marco espacio-temporal de la geopolítica está vinculado a la “segunda revolución espacial” y empezó a quedar desfasado con la aparición de la “tercera”, cuando mejoraron los medios de comunicación y transporte aéreos que permitían salvar obstáculos geográficos con facilidad.
6) A partir del inicio de la “conquista del espacio exterior”, cuando se demostró que el ser humano podía viajar al espacio y dotarse de redes de satélites de comunicación, satélites espías, satélites “asesinos”, etc., la importancia de la geopolítica se fue reduciendo aún más.
7) Desde el final de la Guerra Fría, se han producido cambios cualitativos en la marcha de la civilización: las nuevas tecnologías han aumentado su impacto y las necesidades de nuevos materiales, han ido variando la incidencia de los vectores geoeconómicos: hemos transitado, en apenas 40 años, de la civilización de los hidrocarburos, a la de las “tierras raras”, pasando por el silicio. Y, aunque todavía hoy, estos tres modelos están solapados, asistimos al declive de los hidrocarburos y al auge de los otros dos elementos sin los cuales sería impensable la presente revolución tecnológica.
8) Las teorías geopolíticas clásicas “alternativas”, hoy, no pasan de ser conversaciones de estrategas de taberna, sin posibilidades de aplicarse en la práctica. Aquí incluimos, la tesis “cuatricontintal” de Jean Thiriart (“todos contra EEUU”) y el “eurasismo” (nueva formulación del nacionalismo ruso adaptado al tiempo de los “grandes espacios”). Se trata de “ficciones geopolíticas” emanadas de formas de pensamiento alternativas.
9) La irrupción de la “cuarta revolución espacial”, la de las redes, el ciberespacio y la realidad extendida, suponen la puntilla final para la geopolítica: en el mundo virtual, ya no rige absolutamente ninguna ley de la geopolítica, hasta el punto de que hay que recurrir a unidades de medida propias: no hacen falta recorrer kilómetros para llegar de un punto a otro, sino que la “distancia” ha quedado reabsorbida y el tiempo se ha contraído hasta el milisegundo.
10) Allí donde la geopolítica agoniza como patrón de interpretación de los grandes movimientos y corrientes políticas internacionales, aparece el sustituto: dado que nos encontramos en un momento de transición de la Tercera a la Cuarta Revolución Industrial, subsistiendo aún elementos de la Segunda (si bien con un desplazamiento de la producción industrial hacia la zona Asia-Pacífico, asistimos a la última fase de la civilización de los hidrocarburos), el elemento clave de nuestra época, ya no es la geopolítica, sino las nuevas tecnologías y cualquier análisis de la realidad que no tenga presente su evolución, correrá el riesgo de asentarse sobre bases falsas y será absolutamente erróneo por mucho que se atenga a las leyes de la geopolítica clásica.