Durante, exactamente, 50 años la política me ha interesado y
mucho hasta el punto de condicionar mi vida y entregarla por lo que creía,
inicialmente, que era política (lucha, creación, destino), luego resultó que
era aventura existencial (con su carga de conflictos y represiones), más tarde
rutina y, finalmente, desengaño. Pero lo cierto es que durante medio siglo –que
se dice pronto- he leído cotidianamente la prensa, he meditado sobre los
sucesos políticos de mi tiempo, he intentado contribuir a encontrar soluciones,
para convencerme finalmente de que ni
este país tiene remedio, ni aunque lo tuviera la política no es, desde luego,
el canal más adecuado para la solución de los problemas acumulados. Esto,
aunque parezca más una proclama, es, sin embargo, una queja. Me quejo de que la
política me aburre.
La política termina cansando a todos… especialmente a los
que no viven de la política. En estos 50 años que he visto y comprobado la
política cotidiana, he llegado a una conclusión: lejos de mejorar la vida de las personas, la política tiende a empeorar
las circunstancias y la vida de las naciones. Al menos de España. No es de
ahora. La política, tal como se la concibe en la actualidad, aparece cuando se
retiran las tropas francesas en 1814 y dejan un vacío de poder que cuesta
cubrir y que genera los conflictos civiles que van desde 1817 hasta la
Restauración. Luego seguirán los conflictos exteriores con nuestra presencia
forzada (guerra hispanoamericana) o con nuestra ausencia voluntaria (primera
guerra mundial), los conflictos inducidos (guerras marruecas) desde dentro (por
la alta burguesía con intereses en la zona) y desde fuera (con Francia que pretendía una posición hegemónica en el Magreb), las experiencias
políticas siguientes: restauración, dictadura, república, franquismo,
democracia… porque todas son,
experiencias frustradas y frustrantes que no han cambiado en nada la apatía de
nuestro pueblo, su individualismo, la imposibilidad de construir nada sólido y
ambicioso, y han ido degradando cada vez más la vida pública, hasta que hoy,
una mínima exigencia de salud mental implica olvidarse, alejarse y permanecer
ajeno a la política.
No es
que el “stablishment” o alguna conspiración impidan que cambie (que cambien de
manera positiva) es que el sentido de la historia de España es el sentido de la
decadencia desde hace más de 200 años y el carácter de nuestro pueblo no es de
ahora, sino que ya estaba implícito cuando “en nuestros dominios no se ponía el
sol”… es decir que, algunos pensaban en el imperio, mientras la mayoría pensaba
en sí mismo. Me quejo, claro está, de este sentido de nuestra historia y de
que, la sensación generalizada es que no va a cambiar, mientras no suceda una
convulsión de tal magnitud que suponga un electroshock comunitario completo y transmutador.
Si, ya sé que es imposible vivir de esperanzas y que, quizás lo más duro que
puede reconocerse hoy es que nuestro pueblo no tiene remedio. Buscar el shock
es buscar la redención y no hay muchas vías para ello. Además no está claro que
la redención y rectificación de la trayectoria histórica de nuestro pueblo vaya
hacerse por la política: son intelectuales y pensadores los únicos que pueden
sentar las bases de nuevos proyectos movilizadores y, de momento, han desertado.
La figura del “doctrinario”, del “pensador”, está ausente por completo de la
escena intelectual española. Claro está que de esto también me quejo. Nunca ha existido un período en el que la
inanición intelectual esté tan presente en España como en nuestros días.
Por eso pasa lo que pasa y sucede lo que sucede: por eso
hemos tenido como “presidentes de la democracia” a personalidades de nula
envergadura intelectual, verdadero enanos cerebrales incapaces de forjar
proyectos y pensar en el futuro. Cuando
parecía imposible que el presidente siguiente fuera peor que el anterior,
comprobamos que el sucesor no es tan incapaz cómo podíamos pensar, sino mucha más
inútil de lo que éramos capaces de intuir. La llegada de Pedro Sánchez es una
muestra y las iniciativas que ha tomado lo confirman. De esto ya no me quejo,
porque no va conmigo.
Hoy no se puede apoyar a nada ni a nadie sin mantener un
mínimo de reservas mentales. Quien crea en una causa o en un fulano y esté
convencido de que no le va a fallar y de que a través de una sigla, hay una
solución, se equivoca de medio a medio. Quien crea en la capacidad regenerativa
de nuestro pueblo, debería desengañarse lo antes posible o la decepción será
todavía más amarga a la vuelta de unos años.
Me quejo, en definitiva, de que la política cotidiana es un
camino cerrado para construir un futuro para nuestro pueblo. Me quedo con la Gran Política de la que
hablara Nietzsche, la que no distingue entre derechas e izquierdas, buenos y
malos, monarquía o república, Franco o democracia, sino entre Grandes y Pequeños. Porque sólo los grandes pueden generar la
transmutación de todos los valores, que es, a fin de cuentas, lo que hace falta
en estos tiempos de miserias ideológicas y, mucho más, en este triste y cuernilarga patria mía.