Infokrisis.– En el repaso de viejos textos olvidados en discos
duros perdidos me encuentro este artículo que creo que publiqué hará diez años
en la revista IdentidaD. Tiene gracia
como el problema que abordo aquí –¿cómo nos ven los recién llegados?– ha
conservado su actualidad. Solamente me he permitido pulirlo y añadirle algún
párrafo. Se verá que no hay en estas líneas ni pizca de racismo, xenofobia ni
nada parecido, pero tampoco concesiones. Ha que llamar a las cosas por su nombre
y no hacer concesiones a lo políticamente correcto. Cuando haces una, estás
perdido. Luego terminas aludiendo al “presunto gánster” Al Capone o llamando “subsahariano”
a los negros y magrebí a los moros.
¿Cómo
nos ven los inmigrantes?
He tenido muchas relaciones con magrebíes y andinos,
tanto en España, como inmigrantes, como en sus países de origen en donde el
inmigrante era yo. Lo que sigue son los juicios recogidos de una muestra lo
suficientemente amplia de testimonios como para pensar que es posible llegar a
conclusiones empíricas razonables y significativas. Así nos ven los
inmigrantes... Las opiniones de estas personas son siempre subjetivas, pero
basadas en algunos datos reales y, en cualquier caso, suponen una línea de tendencia.
Nos ven como:
“Débiles y atontados”
En la cárcel de la Santé –me enteré tarde de que eso
de ir por Francia con tres pasaportes, tres carnés de conducir y tres DNI
italianos, todos con i foto pero ninguno con mi nombre, estaba mal visto;
problemas de la clandestinidad y el exilio– conocí a un tunecino detenido por
pequeño tráfico de drogas. Era joven y se había criado en Francia. Francia le
había ofrecido lo que no existía en su país: educación, subsidios,
posibilidades de formación. Era mucho más fácil comprarse un BMW último modelo
a sus 20 años, traficando con cocaína. Además, despreciaba a los franceses. “Son débiles y atontados”, me decía. Me
ponía como ejemplo que, cuando era tironero en Les Halles, sabía que si un
ciudadano lograba detenerlo solamente tenía que gritar “racistes” histéricamente para que lo soltaran. Hubo un tiempo en
el que la clase media francesa se asustaba con sólo la posibilidad de que
alguien pueda llamarles “racistas”. Todos los delincuentes magrebíes lo saben.
En el Raval de Barcelona ya ha ocurrido el mismo episodio: al grito de “racistas”, una pareja de policías debió
soltar al delincuente marroquí, intimidados por la reacción de los viandantes.
Por eso los inmigrantes consideran a los europeos atontados.
No les cabe en la cabeza que los gobiernos europeos
puedan dar subsidios y ayudas de todo tipo a gentes como ellos que tienen muy
claro lo que buscan: “pillar”. Piden una mezquita y las autoridades se la dan,
delinquen una y mil veces y nunca terminan encerrados cuando en su país les
cortarían la mano, después, por supuesto, de la conveniente paliza en
comisaría… Vulneran la ley de extranjería, violentan las fronteras y les
obsequian con ropa nueva –además de marca–, alimentos gratuitos y les trasladan
a la península en avión de lujo.
Todo esto les da la perspectiva a los inmigrantes de
que los europeos somos DÉBILES y ATONTADOS. Débiles porque no sabemos defender
lo nuestro, abrimos la puerta a delincuentes que vienen a robarnos y ni
siquiera hay valor para encerrarlos en las cárceles; y atontados porque no nos
damos cuenta de que ellos cada vez son más fuertes y los europeos menos, más
sumergidos en la oleada migratoria, retirándonos de barrios enteros en los que
la “limpieza étnica” es realizada con extrema eficacia y, todavía,
subvencionando al invasor. ¿Cabrían más muestras de debilidad y tontería? Los
inmigrantes tienen razón en percibirnos así.
“Depravados y afeminados”
El hijo de un gobernadorcillo local en Costa de Marfil
nos intentaba explicar, mal que bien, que el SIDA era un invento europeo para
acabar con los africanos. Textual. No añadimos ni una coma a la frase que nos
soltó a la sombra del único tugurio de Pangamo donde se podía conseguir una
cerveza fresca. Y además añadía: ¿por qué los europeos no se mueren del sida si
se pasan la vida dándose por el culo? En francés, la frase sonaba sólo
levemente menos homófoba. En el fondo, el marfileño en cuestión estaba diciendo
algo que todos sabemos: hay una evidente depravación de las conductas en
Europa.
Jonas Savimbi, líder de la Unión para la Independencia
Total de Angola (UNITA) nos dio en cierta ocasión una lección que recordamos
bien: “Para mí Europa es la cuna de la
civilización: Grecia, Roma, las catedrales, el Renacimiento, la ciencia… pero
vuestra Europa de hoy está en otro sitio, no es la mía”. Es triste que un
africano tenga que dar lecciones a unos europeos sobre cómo ser europeos. Lo
grave era que compartíamos el punto de vista de Savimbi. En el fondo, él se
había criado en Europa, había conocido Portugal, Francia, Suiza. Y era un
hombre inteligente y valiente: en uno de sus viajes a Europa pudo percibir el
derrumbe moral del continente. Pornografía a
gogó, ausencia completa de valores éticos y morales, ridiculización de
quien pretendiera tenerlos o defenderlos. Savimbi no era el único africano que
tenía esta visión de Europa. Era cristiano, pero los islamistas no piensan
diferente.
No me gusta el Islam, bebo moderadamente alcohol y los
tacos de jamón me impiden tomarme en serio una religión que proscribe una y
otra cosa. Pero reconozco que los niveles actuales de alcoholismo y
drogadicción en Europa han rebasado límites alarmantes. Sin hablar de la
ingesta de comida basura y el sobrepeso que de ello eriva. Y, por supuesto, sin
hacer referencia a la ruina ética del continente. Los inmigrantes tienen razón
en vernos como depravados.
En todo el continente africano, cuando se logra
entablar amistad con sus habitantes y se crea un mínimo lazo de confianza, la
primera pregunta –inevitable– que te formulan es si en Europa todos somos “pedés” (homosexuales). La imagen del
hombre y de la mujer europea que remiten los inmigrantes africanos a su país de
origen es de que aquí los hombres se casan con hombres y las mujeres con
mujeres, se besan en público (algo que los africanos te cuentan siempre entre
carcajadas y muecas de asco). La homosexualidad es una infamia en el África
negra e incluso en buena parte de la población magrebí. Lo cierto es que en
estos horizontes la familia tiene todavía un gran peso en la sociedad y sigue
siendo su “célula básica”.
A los africanos no les cabe en la cabeza que aquí la
homosexualidad reciba los parabienes legales y sociales, mientras que el aborto
y la eutanasia se consideran algo normal, pan de cada día en esta civilización
decadente. Y lo que no entienden, sobre todo cuando perciben que tú, en el
fondo, piensas lo mismo, es cómo permites esta situación y por qué no haces
algo. Es difícil explicarles que tienen razón y que, en el fondo, la sociedad
europea se ha relativizado primero y feminizado después y, lo que ha quedado,
finalmente, es una mezcla de depravación y afeminamiento global.
Triste percibir que los inmigrantes no se han
equivocado mucho en su percepción de Europa.
“Se preocupan sólo más por sus mascotas”
Los islamistas tienen manía a los perros. En El Corán se habla de “los perros del
infierno”, esto es del perro como animal diabólico. De hecho, los incidentes
entre propietarios de perros y musulmanes son frecuentes en las zonas con alto
grado de islamización. Pero, qué queréis que os diga, me da la sensación de que
en esto, también, tienen razón. Y lo dice alguien que siempre que ha vivido en
el campo se ha procurado perros como compañía imprescindible.
En Europa y particularmente en España la gente tiene
demasiadas mascotas. Para muchos es la alternativa a tener hijos. No hay que
gastar mucho en su educación, y se acaban entre 10 y 14 años, justo cuando un
adolescente empieza a ser problemático. Tiene gracia que muchos propietarios de
mascotas, primero compren un animalico de un sexo, luego, al ver que se aburre,
compren otro de la misma especie, preferentemente del sexo opuesto. Así pueden olerse
el culo mutuamente y, parece, que eso les entretiene. Es el sucedáneo de “la
parejita” que todo matrimonio de los buenos
viejos tiempos aspiraba. Los hay con 10 y 14 gatos. Algunos propietarios de
tres y cuatro perros no dan abasto en recoger cacas cuando los sacan de paseo.
En algunos barrios de Barcelona, el olor a meado de perro es notorio. Hay
domicilios particulares en los que el aroma a perro (o a gato), eclipsa a
cualquier otro. Así que creo que en esto, los inmigantes tienen algo de razón.
También tienen razón cuando se preguntan qué será de
esos singles que viven solos a la
vuelta de unas décadas. Ahora les va bien, pero cuando ni con viagra se les
empine o cuando las lorzas tapen cualquier otro encanto y se pueda sembrar en
sus arrugas, ¿dónde tendrán los hijos para acompañarlos? Ellos en cambio, no
tienen miedo al futuro, saben que en su ancianidad tendrán apoyo de una familia
numerosa. Saben, en definitiva, que los hijos son el futuro de una pareja, de
una sociedad y de un país.
“Viven bien y comen mejor”
Según los estándares africanos y andinos, la vida del
grueso de la población europea es una ganga. He conocido andinos para los que
calzar abarcas era un lujo, y muchos más que no conocieron el calzado hasta que
fueron llamados para su servicio militar. Y tiene gracia, porque en todos los
países andinos los jóvenes están orgullosos de servir a su país en el Ejército.
Allí reciben ropa digna, comida y educación. No pueden concebir por qué en
Europa se abomina de las FFAA y se renuncia a servir a la Patria. Y, justo es
reconocer que, una vez más, tienen razón.
Pero se equivocan en lo de la comida y el vivir bien.
Aquí radica su error. Han llegado a lo que pensaban era una tierra de promisión
y el problema es que, ni para los de aquí ni para los recién llegados, atan los
perros con longaniza. Aquí viven bien los que viven bien, el resto viven a salto
de mata. Ese es el futuro que les espera a la mayoría de inmigrantes. Un
búlgaro que conocí en Madrid, de etnia turca, cobraba unos 600 euros al mes
como peón no cualificado de la construcción. Se quedaba con 200 y enviaba los
otros 400 a su familia. Dormía en un parque público en verano y en una caja de
cartón en invierno. Con los 400 euros, su familia podía vivir seis meses (hace doce
años) en Bulgaria. Vivir bien… No me negarán que hay algo de triste y primitivo
pero, al mismo tiempo, de heroico en todo esto. No creo que muchos de nosotros
nos sacrificáramos así por nuestras familias. En cierto sentido, tienen razón:
vivimos bien; incluso los que viven mal, viven mejor que las clases medias de
los países africanos y andinos.
¿Comer bien? Realmente, no es así: comemos mal. La
dieta mediterránea es tan cara como nutritiva para quien quiere seguirla a
rajatabla. Realmente, es mucho más caro el fast–food, pero también mucho más adictivo.
Si el sobrepeso avanza a velocidad mayor que la inmigración es gracias a la
comodidad que los europeos nos hemos forjado a la hora de comer: los consejos
de Arguiñano, el “Canal Cocina”, o programas como “Todos contra el chef”, [hace
diez años se iniciaba lo que ahora es tendencia con Master Chef y sus secuelas]
apenas logran que algunos desocupados y ociosos europeos, a menudo solteros,
trabajen elaborados platos en sus cocinas de diseño. La mayoría prefieren
llamar por teléfono a la pizzería, al distribuidor de hamburguesas o comida
china más próxima y renunciar a elaborar platos de cocina tradicional.
El resultado no puede ser más catastrófico. Esta
mañana he podido ver delante de mí a un tipo aquejado de obesidad mórbida
castigando a una Vespino que
desaparecía bajo su peso y entre los pliegues e sus nalgas y de sus muslos. La
obesidad es una plaga en Europa. Así pues, ¿comemos bien? No, desde luego, pero
sí, si tenemos en cuenta la cantidad y la proliferación de fast–food. De hecho, este tipo de establecimientos han recibido un refuerzo
con los inmigrantes andinos que los han convertido en sus santuarios. El Kentucky de la calle de la Montera,
donde estuve hace quince días, parecía una sucursal de Quito o La Paz.
Así pues, también aquí, en cierto sentido, los
inmigrantes tienen razón: comemos “bien”, esto es, comemos “mucho”, y
engordamos aún más. Un pueblo de gordos es un pueblo con colesterol en las
venas y el cerebro pastoso. Ni deportes de riesgo, ni población sana y
atlética, sino freaky y constreñida a
una vida sedentaria…
Esta consideración tiene un trasfondo: el inmigrante
está convencido que ha llegado a la meca del consumo. Aquí en Europa hay oro y
recursos infinitos. No ha venido –contrariamente a la versión políticamente
correcta– a contribuir con su esfuerzo a pagar las pensiones de nuestros
abuelos, sino a beneficiarse él mismo de una pensión por baja laboral,
invalidez que arrastra de su país de origen, o simplemente para tratarse alguna
enfermedad. Se percibe a Europa como la meca de la abundancia y el continente
que puede pagar cualquier exigencia que se le formule. Cuarenta millones de
africanos con SIDA tienen a España como objetivo privilegiado. Y lo mismo puede
decirse de los 50.000 albinos que pueblan el continente negro. Si no alcanzan
España, se los comen sus conciudadanos.
“Sin nosotros no sabrían vivir”
A fuerza de la cantinela progre de que la inmigración
es necesaria en Europa, los inmigrantes han terminado por creérsela. Para
ellos, si los inmigrantes se fueran de Europa –que no se irán– el continente se
hundiría –algo que no ocurriría– y este razonamiento, falso y mendaz, les crece
en la sensación de que son protagonistas de algo. Ellos están salvando a
Europa. Luego vendrá el tío Paco con las rebajas y pedirán una compensación
que, desde luego, no merecen.
La inmigración está salvando, solamente, la cuenta de
beneficios de las patronales de la construcción y la hostelería. Su papel no es determinante
en ningún otro sector económico, ni siquiera en el campo. Hablando de campo…
En estos momentos estamos en la recogida de la
ciruela, como hace meses y medio estábamos en temporada de la cereza y dentro
de un mes vendrá la vendimia, casi completamente mecanizada. Es tiempo de
vacaciones. Hubo un tiempo en que los jóvenes estudiantes, de vacaciones, nos
desplazábamos al campo y trabajábamos en alguna de estas campañas de recogida.
Ganábamos lo suficiente para podernos comprar la Lambretta o viajar a Europa, o simplemente para no sangrar a
nuestros padres con una permanente petición de fondos. Ahora todo eso se ha
acabado: nuestros jóvenes, incluso los que quieren trabajar en verano, no
encuentran trabajo porque está cubierto por la inmigración. Tampoco es un drama
para ellos: “papá y mamá nos mantienen,
tranquilos”. Así, las nuevas generaciones, en lugar de endurecerse, se van
ablandando progresivamente.
De ahí que, también en este terreno, la opinión de los
inmigrantes por subjetiva que pueda parecer, no es del todo falsa: hoy podemos
vivir sin inmigrantes, dentro de unos pocos años, no. Nos habremos acostumbrado
a que nuestros hijos–mascota no hagan nada más que vivir en un dolce fare niente, apático y alejado de cualquier esfuerzo
y sacrificio, incluido el de buscarse la vida en los meses de verano. Y,
entonces, sí que será cierto que la sociedad europea no sabrá vivir sin
inmigrantes. El problema es que los inmigrantes no han venido aquí para
sustituir a papá y mamá, sino para ganarse la vida. Llegará el día en que
ocurra algo parecido a cuando Odoacro, Rey de los Hérulos, depuso a Rómulo
Augústulo de una patada y asesinó a su papaíto que tanto quería y que lo colocó
a la cabeza del Imperio Romano. Se dice que estamos al comienzo de una “nueva
edad media”. En realidad no: estamos reviviendo la caída de Roma la Grande.
“Son racistas”
El inmigrante tiene un vago concepto de racismo.
Racismo es toda prevención, hostilidad o reserva contra gentes como él, de otro
color. Hasta no hace poco, España no era un país racista. Franco, incluso, tuvo
una “guardia mora” y la especie de los “militares africanistas” estaba muy
extendida en el ejército. Si un país se vuelve racista, no es por una reflexión
meditada, ni tras haber asumido las tesis del Conde de Gobineau, Chamberlain o
el Ku–Klux–Klan, sino por haber acumulado experiencias traumáticas. Un
constructor muy próximo me decía: “contraté
a una docena de ecuatorianos, todos iban a “oficiales primera”, en realidad nunca
habían trabajado en una obra. Solamente podían trabajar llevando carros de
escombros”. Un colombiano que contraté, también como oficial primera, se
negó a cobrar el sueldo de un peón cuando a las tres horas de trabajar percibí
que su cualificación máxima era la de peón aventajado. Así que abandonó la
empresa. Dos semanas después, él había cambiado la orientación de “su” negocio.
Me llamó por si me interesaba comprarle cocaína colombiana “que no está
tocada”. Le colgué. Seguramente, para él, eso era ser racista.
También he contratado marroquíes –nunca argelinos,
cuya “fama” les precede–; eran buenos chicos e, incluso, algunos muy simpáticos
y amables. Sólo que con simpatía y amabilidad no se construye una casa. Su
velocidad de trabajo era propia de una tortuga paralítica y, en cuanto a su
habilidad profesional, era de otro tiempo. Sus técnicas de trabajo anticuadas y
superadas. Su rendimiento profesional, ruinoso. Para colmo, vino el Ramadán.
Sus encomiables deberes religiosos hicieron bajar aún más el rendimiento. Y
luego estaba la mentalidad de zoco: el regateo constante de las condiciones
salariales y la imposibilidad de establecer pactos innegociables a corto plazo.
Nunca he entendido por qué un marroquí, desde muy
niño, si resulta detenido en España después de haber cometido un robo, termina
considerando que todos –policías, jueces, víctimas, funcionarios de juzgados,
el que pasaba por ahí…, todos– son “racistas”.
El inmigrante ha sido el niño mimado de la sociedad progre. Y como
todo niño mimado, ha está siendo malcriado. Un maestro de escuela me comentaba
que un niño argelino le llamó racista en plena clase cuando le increpó para que
dejara de jugar con los juegos del teléfono móvil. Además del insulto, me decía
la maestra, estaba la “mirada de odio”. Sí, el niño malcriado termina odiando a
papá y mamá porque ya no pueden acceder a sus nuevos caprichos. He visto ese
mismo odio en muchos inmigrantes, y ese mismo odio es el que hizo estallar los
sucesos de la “intifada” francesa de noviembre de 2005 y el que, finalmente,
terminará haciendo estallar una guerra racial, étnica y social, en Europa. A la
acusación de “racistas” le sigue el odio. Estamos en ese punto.
“Sus mujeres nos desean”
Resulta innegable que el comportamiento de algunos
inmigrantes ha terminado generando un racismo galopante en la sociedad
española. Si por azar, tras campañas y campañas de reeducación, la sociedad
española desterrara ese racismo incipiente, nada cambiaría. El “otro” es mucho
más racista y con mucha más intensidad. Recuerden la “mirada de odio” del niño
argelino de la historia anterior. No es una excepción. Un africano me decía que
ellos eran más racistas que cualquier otro (toda África está estratificada por
tonos de piel: piel clara por arriba, negro azabache en las profundidades; se
da el caso de que un negro achocolatado me preguntó en cierta ocasión porqué
hablaba con “negros” refiriéndose a que le había dirigido la palabra a otro con
la piel más oscura que él).
La sexualidad y los estereotipos sexuales cabalgan muy
frecuentemente con los tópicos racistas: que “los negros la tienen grande”, que
“las orientales tienen un chumi estrecho”, o que si “las negras huelen” y “a
los magrebíes les gusta dar por culo” y así sucesivamente. De todo tiene que
haber, claro está. No es bueno utilizar estos tópicos sexuales que cosifican a
las persona, y luego resulta que no se adaptan a la realidad: el inmigrante
tomado individualmente suele ser un tipo excelente, cordial, trabajador… pero “él”
no es el problema. El problema para un país y para un continente es que han
llegado decenas de millones como él y en poco tiempo. A esto el Diccionario de la Real Academia tiene un
palabro que lo define: “invasión”.
Una amiga china me comentaba que entre ellas hablan
sobre las dimensiones del pene de los europeos y les da miedo. No es para
tanto. Luego, cuando experimentan, ese miedo se va diluyendo. Por otra parte,
es evidente que las andinas que trabajan en puticlubs se tienen por mujeres
fatales deseadas por todos. Tampoco es eso, ni a todos les gusta que le digan
aquello de “¿Qué te hago papito?” con
otro acento. Pero el hecho es que una inmigración femenina, buena parte de la
cual está trabajando en puticlubs, tiende a creerse que es irresistible para
los atóctonos. Y, por otra parte, el primitivismo de algunos inmigrantes,
especialmente magrebíes, resulta insultante para la mujer española, además de
suponer una total ignorancia de técnicas sexuales, cuando no un desprecio
absoluto por el placer de la mujer. He recogido incontables testimonios de
mujeres que dicen sentirse ofendidas por las miradas de los moros. Lo menciono
porque no es un tic racista de quien
esto escribe, sino que, seguramente, todos habremos oído juicios similares que
son susceptibles de llevara establecer modelos
empíricos de comportamiento.
Lo cierto es que, en la mentalidad del inmigrante, la
sexualidad ocupa un papel muy destacado. Y no se termina de comprender.
Realmente, ver a una mujer magrebí enfundada en esa especie de traje
antiestético, antifemenino y antierótico hasta la saciedad, coronado con el
velo, es uno de los espectáculos más antieróticos que pueden verse. No es de
extrañar que el hombre magrebí en Europa vaya como una moto a la vista de los
reclamos eróticos que le ofrece su cultura.
En nuestros viajes “a lo largo y ancho del mundo”
hemos podido constatar que, cuanto más primitivo es un país, el sexo ocupa un
lugar más destacado. Existen países donde resulta difícil no entablar una
conversación en la que el sexo no aparezca en un momento u otro, o
constantemente. Brasil es uno de ellos. Resulta, literalmente, agobiante y
cansa el primer día que se experimenta. En Ghana, la conversación no gira
solamente en torno a la sexualidad hombre–mujer, sino que incluso abarca a los
monos, o a las monas… y recuerdo que en la reserva de Silvertown de Costa de Marfil,
el guía miraba con una lubricidad indisimulada a las monas que podían verse a
uno y otro lado del recorrido.
Los estereotipos sexuales son, en definitiva, una
marca de racismo. Pero, me da la sensación, de que el problema es que están
mucho más arraigados entre la inmigración que entre nuestra gente. Y aquí está
el origen el un problema. A lo largo de la historia, los grandes incidentes
raciales han tenido su origen, frecuentemente, en actitudes sexuales de unos
que resultaban ofensivas (o que, directamente, eran ofensivas) para otros. Hay
magrebí que se sienten “deseados”; en realidad, recibir la mirada de una mujer,
en su horizonte antropológico y cultural, implica ya “deseo”, y ese presunto “deseo”
abre las puertas a cualquier posibilidad. Incluida las relaciones sexuales no
consentidas. Igualmente, en ese mismo entorno, una mujer con minifalda o
pantalones ceñidos es, por este mismo hecho, una “sharmuta” (puta, vamos). Y dejando aparte lo atractivo de las
mujeres llegadas del Este –verdadera reserva genética de Europa– lo cierto es
que la mujer inmigrante magrebí y andina no goza de particular predicamento
entre los heterosexuales carpetovetónicos. Las razas son lo que son y no son
otra cosa. Por cierto, que una querida amiga italiana me decía en París que un
argelino la llamó racista, y atacó por ahí cuando ella se negó a mantener
relaciones sexuales con él. Supongo que habréis oído historias similares.
Demasiadas, y todas en la misma tendencia como para ser sólo tópicos racistas.
* * *
Hay otros muchos juicios, pero estos son, desde luego,
los más habituales y los que hemos oído, en España y en el extranjero, en más
ocasiones. Es bueno saber lo que piensan de ti. Aunque saberlo no contribuya a
deshacer los prejuicios que unos y otros grupos étnicos tienen trabados entre
sí. Este es el quid de la cuestión: ayer no había racismo porque no había
inmigración; hoy hay racismo porque hay inmigración. El problema es que nos da
la sensación de que el racismo importado es muy superior al de origen que, en
el fondo, ha surgido de un mero empirismo realizado en pocos años.
Razón tenía aquel que sostenía que las etnias están
hechas para vivir en su ethos, en su territorio y en su marco natural. La
inmigración querida e instigada por la globalización es cualquier cosa menos un
fenómeno natural. En el fondo, rechazar la inmigración masiva y el efecto
llamada no es sino una de las caras del rechazo a la globalización
© Ernesto Milà – info|krisis – infokrisis@yahoo.es
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