Me di cuenta de que algo había cambiado en el tiempo que
había permanecido fuera de la sociedad española. Fue hacia 1986. El PC Amstrad
que había comprado estaba todavía en garantía. Fallaba una tecla (creo que era
la de mayúsculas). Lo llevé al servicio técnico, al cabo de unos días me lo
devolvieron: “Está reparado”. En
realidad no lo estaba. No habían reparado
nada. Hubiera reconocido “mi teclado” en cualquier parte que lo hubiera visto:
simplemente se habían limitado a cambiármelo. Todo. Desde entonces, cuando
se estropea una tostadora, el más mínimo electrodoméstico, sé que no vale la
pena llevarlo a reparar, incluso el que debería hacerlo me dice que me sale más
barato comprar otro. Me quejo de que el
“usar y tirar” se ha convertido en la ley de hierro de nuestras sociedades
postindustriales y preapocalípticas.
Es la globalización: el material, el transporte, la mano de
obra de un teclado o de cualquier otro electrodoméstico, resultan mucho más
baratas que la hora de un servicio técnico en España. La cosa no es que afecta
únicamente a los flujos mundiales de comercio, es que afecta también a las sociedades
que asumen este principio. Un meme bastante gracioso decía que los abuelos
cuando encontraban dificultades en sus matrimonios, procuraban repararlos, no
tirarlos a la basura por la vía del divorcio. Reconozco que tengo la costumbre
–adquirida, eso sí, a golpes- de que cuando un amigo falla, busco otro. No me
detengo a reparar la amistad averiada. Lo mismo me pasa con una serie de
televisión: si un capítulo falla, no estoy dispuesto a ver el siguiente. Esa
serie ha terminado conmigo. Me quejo de que esa manía de no reparar las cosas
está afectando a nuestra vida personal. ¿A ver si Marx tenía razón y la
economía era nuestro destino y deformaba nuestra visión de las relaciones
sociales?
Lo cierto es que hoy
ya nada se repara: en mi infancia, era habitual el que, incluso niños de
clase media, viéramos como nuestros calcetines se zurcían algunos una y otra
vez. Los más pudientes los enviaban a la zurcidora, profesión ya desaparecida.
Los menos pudientes tienen el recuerdo de su madre colocando un huevo dentro
del calcetín para repararlo. Porque el calcetín y todo se reparaban. Los
pantalones y los jerseys se reforzaban con coderas y rodilleras para desafiar
el tiempo. Hoy la ropa de mercadillo es
más barata que lo que pueda costar una codera o una rodillera.
La profesión
de relojero constituía una especie de élite de los pequeños oficios: hoy te
cambian la pila del reloj en cualquier sitio. Si la avería va más allá, tíralo,
por mucho que sea un recuerdo de la infancia. Te saldrá más barato comprar otro
o, simplemente, utilizar el teléfono-reproductor-terminal
informática-grabadora-cámara y, de paso, reloj y despertador. Cuando veo el
reloj Duward que me regalaron en la
Primera Comunión o el Longines de oro
que me legó mi padre, los recuerdos se me agolpan en la mente: aparecen los
rostros de todos mis seres queridos, las circunstancias en las que recibí ese
–y tantos otros- objetos preciados. Es un verdadero “teatro de la memoria”
suscitado por cada objeto. Hoy, el móvil Huawei
chino, lo único que me suscita es el recuerdo del bollo que tuve cuando la
venezolana de Yoigo no me aceptó el pasaporte como documento identificativo. No solamente nos escatiman la “memoria
histórica” sino que casi nos impiden tener memoria de nuestro linaje. También, claro está, me quejo de todo eso.
La economía
globalizada es un rodillo que lo arrasa todo, lo homogeneiza todo, destruye
identidades comunitarias y personales, masacra recuerdos, elimina profesiones,
estandariza la vida, reduce los matices y genera un mundo oficialmente multicolor
y arco iris, pero que encubre una realidad gris y monocorde.
Hoy, no hará ni una hora, se me ha averiado
la resistencia de la tostadora, ni siquiera sé si en la ferretería del pueblo
siguen vendiendo resistencias eléctricas, intuyo que cuando la pida y le diga
el uso, me intentarán vender una tostadora nueva. Lo mismo ocurrió con el
minipimer, así que esta es la tónica. Me quejo de esta rutina. En mayo del 68
se decía: “bajo los adoquines la playa”.
Era el ludismo. Hoy, es más realista pensar: “bajo el arcoíris, el gris monocromático”. Quiero tener recuerdos personales, quiero que me reparen la tostadora.
Quiero reparar mis actos erróneos, no olvidarlos, ni cubrirlos. Quiero ver en
los objetos las cicatrices del tiempo. Me quejo de que me impiden todo eso.