Iba del aeropuerto a mi domicilio habitual, cuando, de
repente, me doy cuenta de que a mi izquierda la Sagrada Familia esta casi, como
quien dice, terminada. En un lustro lo más, estará todo el pescado vendido y la
inversión empezará a rendir sus frutos. Recuerdo que, de pequeño, mi padre –gaudiniano
de estricta observancia al que mi tesis sobre el arquitecto hubiera llenado de
espanto- me explicaba que probablemente tardaría en terminarse un siglo. En
realidad habrá tardado 60 años más. En total algo más de un siglo y cuarto. No
está mal para un “templo expiatorio” (y Barcelona tiene dos, este y el del Tibidabo).
Cuando mi padre me transmitía sus sensaciones sobre la Sagrada Familia de Gaudí,
tan solo estaba construido el ábside y el pórtico del Nacimiento. Desde el
primer día que lo vi, sus cuatro torres me fascinaron. Era como un intento de
alzarse hasta el cielo, casi titánicamente. Hoy, cuando esas torres fueron
duplicadas en las otras cuatro del Pórtico de la Pasión y cuando el cimborrio
central está a la altura de estas torres y sigue subiendo, el conjunto me
parece de un kitsch y de una fealdad casi extrema. A una ciudad cada vez más
afeada, corresponde un templo que, en sí mismo, es la expiación y el ecce homo paradigmático de eso en lo que
se ha convertido la Ciudad Condal. ¿Qué de qué me quejo? ¿De qué me voy a
quejar? De que la Sagrada Familia haya tirado adelante, en lugar de dejarla como
cuando la vi por primera vez en 1958…
Recuerdo aquellas cuatro torres y aquel ábside extraño y
oscuro. Lo poco que se había construido estaba cubierto de una gruesa capa de
carbonilla, apenas se veían los colores de los remates de las torres y, si
subías por la escalinata de caracol, a la altura de los machones del ábside,
empezaba a verse una ciudad gris, pero trabajadora e, incluso, alegre por mucho
que no hubiera ni libertades políticas y el sindicalismo fuera único y
obligatorio. En aquel tiempo, tener un teléfono era casi un lujo y un vehículo suponía
ser un privilegiado. Aún no se había iniciado la era del 600. Un compañero de clase, a los seis años, alardeaba de que
su padre era “millonario”: tenía ¡un millón de pesetas! Que era, justo lo que
costaba un piso al lado del Turo Park. La hipoteca no existía. Se podía pagar
con letras de cambio. Ruiz Zafón tiene en sus obras nostalgia por la Barcelona
de los ochenta. Suele aludir a la “ciudad que fue y ya no es”. El pobre Zafón se
hubiera suicidado de huber conocido la Barcelona de los 50 y 60. El Paralelo
ya había decaído, pero seguía siendo el Paralelo y las amplias terrazas del
Café Español, delante del Cinerama, acogían cada día a cientos de barceloneses
que podían tomarse unas cervezas y unas tapitas. Los domingos, la Gran Vía (o
Avenida de José Antonio) estaba rebosando de terrazas y de familias que consumían
vermut y calamarcitos o las almejas de rigor a precios populares. El Ensanche daba la sensación de
no estar terminado; solo había vecinos, colmados y lecherías; y en los bajos y entresuelos, quizás, alguna oficina. Era una ciudad para vivir y para pasear. A medida de lo humano. De todo eso ya no queda ni rastro.
Gaudí y la Sagrada Familia eran el emblema de Barcelona:
ascendente, vertical, en pie, trabajando, luchando y teniendo esperanzas en el
futuro y, mientras, viviendo un presente, quizás gris, sin tecnologías y sin
mucho lustre, pero con alegría y, sobre todo, con una dimensión humana. Luego,
la Sagrada Familia creció y creció y creció todavía un poco más. Se diría que
el crecimiento del Templo Expiatorio estaba en razón directa a la hipertrofia
de la ciudad y a su fealdad.
Porque la Sagrada Familia es fea. Y eso que todavía no se ha
concluido la parte mas horrible del Templo: la fachada principal que casi es de juzgado de guardia. Entiendo
perfectamente que la hayan dejado para el final. Cuando los barceloneses la
vean terminada, muchos pedirán el derribo del lugar, pero ya será irremediable: el destrozo estético se habrá consumado. ¿Qué por qué es fea? Lo
resumo: el ábside es gótico, la facha del nacimiento gaudiniana (esto es,
excéntrica y, como diría Dali, “comestible”), parte de la decoración es
modernista, la fachada de la Pasión es subiratiana y casi cubista, los remates
de las torres son surrealistas y la cripta ni siquiera es de Gaudí, el interior
quiere reproducir la naturaleza pero sólo logra ser un bosque petrificado al
que los vitrales dan una coloraina a lo Disneyworld. Sin olvidar que las
sacristías de los ángulos parecerán coliflores cuando estén terminadas y las
Escuelas de la Sagrada Familia, con su tejado alabeado, uno de los mejores y
significativos trabajos de Gaudí, quedan empequeñecidas e infravaloradas.
Les contaré dos anécdotas. Mejor tres. La primera que el
propio escultor de la Sagrada Familia, Antoni Subirats me confesó que el
templo no le gustaba y que, desde luego, no era lo mejor de Gaudí. Con estas
mismas palabras. Lo segundo que, acompañando a Subirats por los subterráneos
solitarios del templo, cuando ya habían cerrado la visita turística, apenas
hablamos: al menos los subterráneos son silenciosos, el volumen absorbe los
ruidos y el estilo es monocromático y sereno… pero son los subterráneos. La
tercera, que un grupo de la RAI vino a entrevistarme para que les hablara del
templo y tras acabar, uno de los cámaras me preguntó si me gustaba o no:
le dije que no, que, simplemente, me parecía horrible. Todo el equipo se sintió
liberado para expresar su opinión que, en el fondo era la misma que la mía.
La fealdad de la Sagrada Familia resume y es el paradigma de
la decadencia barcelonesa. Es así se simple y así de sencillo. Puestos a elegir
entre Templos Expiatorios, me quedo con el del Tibidabo. Sí, ya lo sé: es más
convencional, pero, a fin de cuentas, no tiene tanta complicación, ni ha
costado tanto construirlo. Desde cincuenta años antes de nacer, ya existía y
estaba como lo vemos ahora: viendo la ciudad desde las alturas. Y es que hay
que alejarse algo de Barcelona y elevarse sobre ella, para verla con su
verdadero rostro. Lo dicho, me quejo de que la Sagrada Familia sea tan
decadente y pretenciosa como la Barcelona que le rodea.