Que yo recuerde debió
ser a finales del milenio anterior cuando subir al metro o al ferrocarril de
cercanías, se convirtió en una competición deportiva. Primero, cuando existían
tornos, daba la sensación de asistir a una carrera de saltos de obstáculos.
Luego fue todavía peor porque se colocaron puertecillas que impedían el salto,
pero que se abrían y cerraban a tal velocidad que si alguien atrás se pegaba a
tu culo, equivalía a que le pagaras el billete. Era desesperante. Y sigue
siéndolo, porque, a pesar de todos estos obstáculos, quienes se empeñan en
pasar sin pagar, lo consiguen mediante los procedimientos más simples.
Colocar a un segurata no sirve de nada, porque pronto entiende que no puede
hacer nada contra los cientos de personajes que diariamente han decidido viajar
en transporte público sin pagar el billete. Así que opta por hacer como que no
ve nada y situarse en zonas distantes de los lugares críticos. Estoy
constatando hechos que en Cataluña, por ejemplo, se han convertido en
habituales.
Existen líneas, la R1, por ejemplo de cercanías y todas las líneas
de Metro sin excepción en la que, prácticamente, paga el 50% de los viajeros e,
incluso, en algunos trayectos, no debe superar al 25%. Claro esta que me quejo de esto, porque, habitualmente, somos usted y
yo los que debemos financiar muy a pesar nuestro el billete de otros. Solamente
los que pagamos soportamos las subidas anuales de precio del billete. Es una
forma de financiar a la inmigración masiva que, tras entrar ilegalmente, ha
entendido que tiene carta blanca para hacer lo que quiera en los transportes
públicos.
La primera vez que cogí en
Canadá un transporte público, me sorprendió el que la entrada era libre. Existe
un expendedor de billetes, una pequeña maquinita, casi imperceptible para
validarlo y uno ya se encuentra en el interior del transporte.
Pequeño detalle:
en las instrucciones se indica que es
“necesario validar el billete por el honor” (pour l’honeur). Y la gente lo
valida, porque su honor está en juego. En España, por no saber, ya ni siquiera
se sabe lo que es el honor. Y nadie parece preocupado por enseñarlo. Claro,
me dirán algunos, pero es que Canadá es un país de tradición anglosajona y, por
tanto, todo funciona mucho mejor, incluso la conciencia cívica de la gente. Es
discutible que en todo el mundo anglosajón las cosas sean así, pero en
cualquier caso doy fe que eso ocurre en Canadá (país en el que incluso los
borrachos y los mendigos se comportan con educación y civismo).
La sorpresa me ha venido en Oporto. Vale la pena fijarse en
todo lo que ocurre en Portugal porque, a fin de cuentas, es un país hermano y
está situado, no en el otro extremo del Océano, sino compartiendo territorio
peninsular. Hay casi tanta distancia de Barcelona a Madrid como de Madrid a
Lisboa. Así que, al menos en teoría, lo
que nos une es mucho más de lo que nos separa. En este viaje a Portugal
estoy permaneciendo con los ojos bien abiertos, atento a cualquier detalle que
me demuestre como son los portugueses y hacia donde evoluciona la sociedad
portuguesa. En el Metro de Oporto me han sorprendido varias cosas. La primera
de todas es que es un medio de transporte que te lleva a cualquier punto de la
ciudad, incluido el aeropuerto. No es un Metro completamente subterráneo, sino
que en muchos tramos circula por la superficie, y entonces se parece más a un
tranvía que a un Metro. Parece lógico, porque no siempre es necesario que un
medio urbano circule por el subsuelo (el coste se encarece). Algunas estaciones son extremadamente
simples. Carecen incluso de personal y no hay vigilantes de seguridad en lugar
alguno, pero, eso sí, al entrar uno puede ver la maquinita para validar el
billete… por el honor. Ni tornos, ni puertecillas que se abren y se
cierran, simplemente un aparato para subir con la satisfacción de haber pagado
por el servicio. Todos pagan, incluso un buena mujer que subió a uno de los
“convoios” casi cuando partía y no pudo validar el billete, se dio mucha prisa
en bajar en la estación siguiente y validarlo como si en ello le fuera la vida.
Y Portugal está a la vuelta de la esquina.
Llevo quince días sin ver velos islámicos y, créanme que es
un descanso para la vista. Llevo quince
días viendo unos niveles tolerables de inmigración, no veo recién llegados
contrabandeados como “refugiados” y subvencionados a costa del Estado.
Supongo que alguno habrá (Portugal está en la Unión Europea que obliga a estas
pantomimas) pero ni es escandaloso, ni es algo que la sociedad portuguesa no
pueda soportar. Y la gente paga sus
billetes del transporte público. Es una pequeña diferencia, pero si en
España la tendencia es a que solamente paguen voluntariamente miembros de la
clase media, autóctonos y maduros, en Portugal, sin controles, se paga “por el
honor”. Claro está que, de tanto en tanto, te sorprende algún revisor. ¿A
alguien le extraña? La última vez que vi a un revisor en la R1 de la costa
catalana, iba acompañado de cuatro seguratas y antes de que el tren partiera en
cada estación, gritaba: “Que bajen los
que no lleven billete”… y el andén volvía a llenarse de esos simpáticos y
productivos africanos, campeones de salto en la valla de Melilla o pasados por
“refugiados”, decenas, probablemente cientos en alguna ocasión. Y es que en África subir a un transporte público
“por el honor” debe querer decir lo mismo que hacerlo aquí “por la patilla”.
Me quejo de que
España y Portugal están evolucionando por líneas divergentes y la dirección
emprendida por España es completamente inviable. Suban a un ferrocarril
metropolitano de cada país y lo comprenderán.