Me quejo –empecemos
por aquí- de que el nacionalismo catalán es seguramente el fenómeno más
regresivo de la política europea. Y nos ha tocado a nosotros. Veamos, los
indepes se empeñan en que Cataluña es una nación porque tiene una lengua y que,
sólo por eso, es motivo más que suficiente para que sea independiente. En
cierto sentido tienen razón porque el destino de las naciones es la
independencia, pero el problema es que el concepto de “nación” es
suficientemente ambiguo (incluso anticuado) como para que hasta los enamorados
de Tabarnia consideren esta construcción cómica como “nación”, utilizando los
mismos argumentos que los indepes y volviéndolos contra ellos.
Vaya por delante que el devenir histórico cambia la forma de
organización y la dimensión de las sociedades. En el neolítico, la tribu era el
nivel máximo organizativo que se podía alcanzar. Estas tribus se escindieron en
otras y las que no se enfrentaron entre sí, se aliaron en protofederaciones.
Algunas fueron más pujantes que otras: tenían los mismos valores, los mismos
cultos religiosos y la misma voluntad. El control sobre el territorio fue
siempre importante porque de él dependían recursos y riquezas. Interiormente,
pronto descubrieron que sus integrantes no eran “iguales”: había, mire por
donde, hombres y mujeres. Ellas daban a luz y mantenían la vida y los servicios
del grupo. No era discriminación: era biología y división de funciones. En
cuanto a los varones, había tres rasgos diferenciales: unos eran más dotados a
la acción (y fueron guerreros que defendieron a la comunidad), otros estaban
más predispuestos a la meditación (y de ahí surgió la casta sacerdotal y sus
especializaciones profesionales), finalmente, los había tan hábiles que podían
producir bienes, trabajar la tierra y generar todo lo que precisaba la
comunidad. A medida que la civilización fue avanzando cada uno de estos grupos
fue elaborando tradiciones, rituales y estructuras organizativas para el
afianzamiento y transmisión de sus saberes (órdenes militares, órdenes
religiosas y gremios profesionales). Y luego estaban algunos linajes que, por
un motivo u otro, parecían llamados al mando. ¿Quiénes eran? Los mejores, los
más fuertes, los más hábiles, los que tenían un carisma ausente en otros.
Unos pueblos destacaron sobre otros, mostrándose más
agresivos y conquistadores. Hubo movimientos de pueblos, se superpusieron en
ocasiones, se fusionaron en otras y se aniquilaron también. Hubo tribus que
formaron ciudades y emprendieron conquistas que garantizaran su supervivencia.
Hubo pueblos con predisposición al comercio y a la navegación y otros, ásperos
y austeros, que preferían la tierra firme y garantizar estructuras
organizativas sólidas. El mar se enfrentó a la tierra; el comercio al Estado:
Atenas contra Esparta, Cartago contra Roma, EEUU contra la URSS. Tribus,
ciudades, repúblicas, imperios... el paso del tiempo cambiaba las formas
organizativas y unas se adaptaban más que otras a la realidad de cada momento.
El tratado de Westfalia generó la crisis de “formato
imperio”. A partir de ahí empezó a despuntar el “modo nación”. Como siempre,
algunas de estas naciones “cuajaron” antes y otras después y las primeras, en
su expansión comercial generaron “imperios coloniales”. En el siglo XVIII, ya
no había espacio para las sociedades tradicionales europeas que habían recibido
el morituri en Westfalia. Ahí empezó el problema catalán.
La Guerra de Sucesión
fue algo más que una lucha entre dos dinastías rivales para la corona España.
Fue la lucha entre dos concepciones: la unitaria y reduccionista de los
borbones y la tradicional y foral de los austriacistas. Que la primera empezaba
a responder mucho mejor a las necesidades de su tiempo era evidente. Que la
otra se había quedado atrasada en el tiempo, también. Era absurdo, por
ejemplo, que cada uno de los reinos de la Corona de Aragón y el Principat
cobraran en el siglo XVIII peajes interiores para pasar por sus territorios.
Era un “fuero” de otro tiempo, de otra época. De un estadio histórico previo.
Pues bien, la Cataluña independentista
tiene su ideal en esa época: principios del siglo XVIII. El propio nacionalismo
catalán surgió de la emulación del romanticismo alemán (siglo XIX) y encontró
la excusa justificativa algo más tarde (en 1919) con el “principio de las
nacionalidades” anunciado por el presidente Woodrod Wilson como fundamento
teórico para desmembrar los Imperios Centrales tras la segunda guerra mundial.
Problema: estamos
hablando de elementos del siglo XVIII, del siglo XIX y de principios del siglo
XX. A lo largo de todo ese tiempo, la historia se ha ido acelerando. Las formas
organizativas que murieron en Westfalia (la idea del Imperio), fueron
sustituidas por otras –la idea de la Nación Estado- que hoy ya ni siquiera
funcionan. Pregunto: ¿puede concebirse que sea independiente una Nación
Estado que ni siquiera es capaz de abordar en solitario un proyecto técnico
como el Airbus (que ha precisado el concurso de ocho naciones europeas)? El
presupuesto del CERN es superior al de la mayoría de los Estados europeos, las
independencias nacionales son teóricas, en absoluto reales a principios del
siglo XXI. Desde los años 30 en los que en las oficinas del Tercer Reich ya se
planificaba un “nuevo orden europeo”, estaba claro que las naciones
colonialistas europeas perderían sus imperios coloniales y que deberían
agruparse para optimizar sus recursos. Tras la Nación Estado existen nuevas
fórmulas de estructuración más adecuadas. Que
nadie lo dude: desde 1945 se está viviendo el ocaso de la fórmula Nacion Estado.
Y todo esto tiene mucho que ver con el independentismo catalán.
Fue en 1906 cuando Prat de la Riba se preocupó de
sistematizar doctrinalmente los fundamentos del nacionalismo catalán en su
libro La nacionalitat catalana (positivismo
francés + romanticismo alemán). Prat distingue entre Nación y Estado. Éste,
dice, es algo artificial, una creación política. La nación es una “entidad
natural” con historia, cultura y lengua propias. Así pues, la nación es un
“hecho natural” que existe tanto si se le reconoce como si no… Dice que, según
esto, Cataluña es una nación que, de manera “natural” se dirige hacia la
construcción de un “estado” y llama “anormalidad morbosa” al caso de una nación
que no sea independiente. Por tanto, Cataluña debe tener un “Estado propio”.
Aunque Prat no formulara esta última conclusión (tenía simpatías maurrasianas y
sus conclusiones iban hacia el federalismo que para él era una actualización de
la España foral), otros se encargaron de hacerlo. Era 1906 cuando se lanzó el
libro, sin duda la mejor formulación orgánica del pensamiento nacionalista
catalán. Lo que no quiere decir que fuera la más correcta.
Prat miraba hacia
atrás y era incapaz de prever el futuro. No dejaba de ser un sentimental.
Se le podía responder que el Estado no es una construcción artificial, sino que
esta formado por “asociaciones naturales” (y él debía saberlo porque conocía la
doctrina maurrasiana). ¿O es que la familia no lo es? de la misma forma que
agruparse en torno a un ayuntamiento es otra tendencia natural o que gente que
se dedique a la misma profesión o pertenezca a la misma casta se organice y se
asocie a otros es igualmente natural. Pero no es la crítica al bueno de Prat de
la Riba lo que nos interesa sino el hecho de que hoy, en 2018, los mejores entre los nacionalistas catalanes se empeñan
en buscar fórmulas que quedaron ya muy atrás cuando se firmó el Tratado de
Westfalia y que habían sido superadas por otras que hoy, igualmente, han
desaparecido o están en declive. Resulta patético que la última trinchera
del nacionalismo sea el presidente Wilson y su formulación del principio de las
nacionalidades al término de la Primera Guerra Mundial.
¿Para qué emperrarse en crear una nación en una época en la
que la fórmula Estado Nación está en declive y visiblemente es inadecuada para
la organización de las sociedades? Incluso
la crisis del nacionalismo español deriva de que, aunque esté un paso por
delante del catalán y tenga mejores justificantes históricos, también es una
fórmula que pertenece al pasado: el Reino Visigodo fue imitado y superado por
los Reinos de la Reconquistas, las Españas sucedieron a tales reinos y la
España unitaria se impuso ante la inadecuación de la anterior. Pero la historia
es un rodillo y de la misma forma que, hasta ahora, la fisonomía de España ha
cambiado en varias ocasiones, que a nadie le quepa la menor duda que seguirá
cambiando.
¿Qué le fallaba a Prat de la Riba? Todo. Se anclaba, por
ejemplo, en el “derecho catalán” (del que hoy nadie habla, por cierto), se
anclaba en una lengua (de origen hispano-romance tal como aceptan todos los
filólogos), en un arte, en una cultura y en una historia que, en su conjunto, ni están completamente separadas del resto
de España, ni siquiera tienen la intensidad suficiente para constituir factores
diferenciales nítidos (la raza, esto es, el ADN, ese si que es un factor
diferencial “natural”, en tanto que biológico, los demás, en absoluto). Las
especificidades catalanas están demasiado cerca de las de cualquier otra región
del Estado como para hacer de ellas algo “especial”.
Además se une otro elemento no desdeñable. A principios del
siglo XX, Cataluña tenía tres millones de habitantes, un tercio de los cuales
procedía de fuera de la región. Entre 1940 y 1975 llegaron a Cataluña otros dos
millones de ciudadanos de fuera de sus límites provinciales. Y, para acabar de
arreglarlo, entre 1996 y 2018 han llegado 1.500.000 de inmigrantes de los
países más remotos. ¿Qué queda de Cataluña ante estas avalanchas? Es muy triste recordar que Cataluña es hoy
una de las zonas del mundo con una tasa de natalidad más baja ¡del mundo! Los
linajes catalanes van desapareciendo poco a poco.
La facilidad de
integración de las anteriores oleadas de inmigración a Cataluña, previas a
1996, se explica precisamente porque los recién llegados eran, cultural, étnica
y religiosamente, contiguos a los catalanes de soca i arrels, a diferencia de los recién llegados desde entonces
que pueden hablar catalán (porque en las escuelas les obligan a ello) pero que
NO SON, ni remotamente, cultural, étnica, ni religiosamente, catalanes…
Dicho de otra manera: si desde siempre, Cataluña, recibió de manera natural
residentes de otras partes del Estado (los primeros barceloneses fueron
antiguos legionarios de Augusto que habían participado en las guerras
cántabras), fue porque nunca existió prevención contra ellos. Se hablaba
catalán o castellano, y ambas lenguas estaban tan próximas que, bastaba con
poner un poco de buena voluntad para entenderse. Los indepes pretenden ignorar el hecho de que la Cataluña DE HOY, ya no tiene la misma composición que la Cataluña de Pau Clarís o del mito de los "nueve barones de la fama"... y urge ser realistas a este respecto porque el nacionalismo y el independentismo se basan en la imposición de una parte, ni siquiera mayoritaria y en crisis reproductiva, al todo.
Cataluña llegó tarde a reivindicar ser una nación,
seguramente porque no lo era, ni, por supuesto lo es hoy. Los nacionalistas se empeñan en reivindicar la especificidad de un
territorio en el que los catalanes de soca
i arrels son MUY MINORITARIOS y en donde sostienen que solamente hay una
forma de vivir en Cataluña: asumiendo que es una nación y hablando catalán…
y siendo independientes. Lo primero
es difícil: aunque Cataluña fuera una “nación”, importaría hoy muy poco porque
el tiempo de las Naciones Estado terminó en el siglo XX. Y respecto a la
obligatoriedad de la enseñanza en catalán, lo cierto es que desde los años 80
el número de catalano-parlantes permanece estable: no más del 35% de la
población lo utilizan con regularidad. ¿Entienden
por qué desde el principio del “procés” dijimos que sería imposible porque el
indepes carecían de “fuerza social” suficiente para desgajar Cataluña del resto
de España? Me quejo de que, para los indepes, el sentimiento está muy por
encima de la razón, de la lógica y del sentido común.