Un hogar es inviable si el nivel de gastos es superior al de
ingresos. Resulta absolutamente impensable que una familia pueda vivir
eternamente del crédito. Antes o después -y, más bien antes que después- se
produce el crack y la inviabilidad de la situación se manifiesta con embargos,
negativa a nuevos créditos, precariedad y banca rota. Pues bien, lo que es
comprensible para la economía familiar, es igualmente admisible para un Estado.
A una escala mayor, también el volumen de los gastos debe ser, como mínimo,
iguales a los ingresos y, en caso de existir endeudamientos, éste debe ser
puntual y limitado.
Antes, con la paridad dólar-oro, era posible limitar los gastos,
pero a partir de principios de los años 80, cuando a los EEUU les resultaba
imposible mantener los costes de la guerra del Vietnam, el presidente Nixon
abolió esa paridad: a partir de ese momento, los EEUU ya no tenían que
responder con oro el volumen de moneda emitida. Durante décadas -incluso en
nuestros días- las bolsas norteamericanas han recibido diariamente miles de
millones en yenes, en petrodólares, en monedas europeas y en yuanes, que han
permitido al Estado norteamericano disponer de un sistema militar insensato y
desproporcionado que garantizaba su dominación sobre amplios territorios del
planeta. Un gasto que, sobre todo, ha tenido consecuencias deletéreas para la
sociedad: caída en picado de la capacidad adquisitiva de los salarios, una pérdida continua del valor de
la moneda (a medida que se imprimían más dólares, éstos valían cada vez menos)
y, sobre todo, un aumento de las desigualdades sociales y una variación
completa en la estructura de la pirámide social. El resultado final es que la
pirámide social ha alterado completamente su estructura (la cúspide se ha
ido empequeñeciendo y aumentando en altura y distancia, mientras que las clases
medias se ven cada vez más presionadas fiscalmente y aumenta el número de
personas en la pobreza o en el umbral de la pobreza).
En los EEUU, en estos momentos (2023) la deuda pública asciende a
32 billones de dólares (29 millones de euros). La deuda se disparó a partir de
1981, coincidiendo con la llegada de Ronald Reagan al poder y el triunfo del
neoliberalismo. Desde entonces no ha dejado de ascender, con particular rapidez
en el período 2020-22, en donde ha aumentado lo mismo que en el período
2007-2013. El aumento de la deuda, no se ha traducido en mejoras en el nivel
de vida de los ciudadanos, que ha ido empeorando más y más. Tampoco se ha
registrado una mejora de las infraestructuras, cada vez más obsoletas, incluso en
los aeropuertos internacionales. Ni, por supuesto, en la educación: en estos
momentos, 43 millones de norteamericanos tienen dificultades para leer y
escribir, sobre 331,9 millones de habitantes. Casi el 15%. De ellos 16
millones son completamente analfabetos y el resto, incluidos algunos conocidos
raperos y cantantes, son “analfabetos estructurales”. El problema es
que el “modelo social” de los EEUU tiende cada vez más a universalizarse en
otros países, incluida España. También aquí, el analfabetismo tiende a ganar
terreno: en España supone, hoy, un 1,7%, esto es, 700.000 adultos mayores de 16
años. Cada vez existen más alumnos que han abandonado los estudios
primarios y se aproximan a esa definición.
Esto implica que el neoliberalismo es capaz de endeudarse, pero no
de aportar mayores niveles de conocimiento y seguridad a la población. Es más,
da la sensación de que algunos grupos de presión y miembros de la clase
política se sienten muy cómodos difundiendo programas educativos que tiendan a
la aculturización de las masas. Pero, mientras ese proceso sigue avanzando
implacablemente, la deuda pública no deja de aumentar.
Básicamente, se reconoce que los gobiernos del bloque de las
derechas son más cicateros con el nivel de subsidios y subvenciones, mientras
que los del bloque de las izquierdas, tienden a comprar el voto mediante ayudas
sociales. No creemos que haya muchos que nieguen esta realidad, pero lo cierto
es que, la deuda va aumentando con gobiernos de izquierdas y con gobiernos de
derechas. Y de manera imparable desde que, en 2008 Zapatero, literalmente,
“reventó” el superávit que se había amasado durante el aznarato, concediendo
subsidios por valor de más de un cuarto de billón de euros con los Planes E y
E-2010, que sólo sirvieron para garantizar los beneficios de los constructores
amigos de los poderes municipales, sembrando de rotondas todo el país.
Prácticamente nada de esos 250.000 millones de euros sirvió para crear empleo,
sino solamente para retrasar, entre uno y tres meses, el ingreso de miles de
obreros de la construcción en el paro.
La evolución de la deuda entre 2007 y 2021: en el momento de escribir estas líneas, la deuda se sitúa en 1,5 billones de euros: la compra de votos mediante subsidios y el establecimiento de las taifas autonómicas para mayor gloria de Pedro Sánchez, las pagaremos nosotros y nuestros hijos.
Desde entonces, la deuda no ha dejado de crecer. En la
actualidad, asciende a 1.569.000 millones de pesetas. ¡Más de un billón y
medio! Y sigue subiendo. Solamente en 2024 el Estado deberá pagar entre 40 y
50.000 millones de euros en intereses. Está en el 113% del PIB y entre 2022 y
2023 ha crecido casi un 8%. El hecho de que, en 2019, la deuda todavía
estuviera por debajo del 100% del PIB ha sido atribuida por el gobierno a la
“pandemia”. Pero lo único cierto es que, gracias a la pandemia, la inflación
quedó congelada durante algo más de un año…
Las explicaciones dadas por los ministros económicos del gobierno
son tan absolutamente densas e inextricables, como simple es la respuesta:
cuando en una casa se gasta más de lo que se ingresa, ese hogar va directo a la
ruina. Hasta ahora, nadie, absolutamente ningún gobierno del bloque de
izquierdas ha propuesto lo que, sin duda, sería la medida más razonable: la
contención del gasto público. Tampoco el PP ha insistido en esta medida.
Ninguno de los dos partidos mayoritarios ha proclamado la necesidad de remitir
el gasto de la administración, cesar de repartir dinero de manera irresponsable
a partidos, sindicatos, ONGs, y, por supuesto, nadie se ha atrevido -de
nuevo- a coger el toro por los cuernos y proponer la eliminación radical y de
un plumazo de alguna de las administraciones: o diputaciones provinciales o
autonomías, o lo que sería mejor, ambas.
Ningún partido ha hablado de la disminución necesaria del número
de funcionarios. E, incluso, en las actuales
circunstancias próximas a la bancarrota nacional, el gobierno ni siquiera ha
reaccionado con un NO rotundo a la pretensión de Carles Puigdemont de condonar
50.000 millones de la deuda de la gencat de Cataluña (que supone casi la mitad
de los 90.000 millones de euros del ente autonómico). Lo más desquiciante es
que la deuda de la gencat se disparó desde los años en los que el “soberanismo”
apostaba por la independencia y había popularizado el “España nos roba”.
De hecho, antes, la deuda catalana se disparó durante la gestión de Maragall
al frente de un tripartido (en el que estuvo el origen del ”nou estatut”
y de la embestida independentista). En aquellos años (2003), no pasaba de
10.000 millones de euros, pero en el período de máxima tensión independentista
ya había ascendido a 78.000 (2018) y en los años siguientes, se disparó a los
85,5 actuales (2023).
Obviamente, el destino del PSOE es tributario (desde principios de
los 80) del voto comprado mediante subvenciones. Su
responsabilidad es extrema: en cada elección, el socialismo y sus acólitos de
extrema-izquierda, se han visto obligados a prometer más y más subsidios (la
última patochada ha correspondido a la idea demencial de Yolanda Díaz de dar a
todos los jóvenes una “herencia universal” de 20.000 euros al cumplir los 20
años). Además, el electorado socialista ha ido cambiando: ya no son
trabajadores los que constituyen lo esencial del voto de izquierdas, sino
funcionarios públicos, empleados de ONGs y de chiringuitos subvencionados,
profesionales jóvenes progresistas y, sobre todo, inmigrantes recién
nacionalizados, Estos son sus “nichos” de votos. De ahí que el socialismo tenga
prisa por naturalizar y subsidiar a cuantos más inmigrantes mejor y a que el
flujo de recién llegados se siga manteniendo como en los años del zapaterismo.
Pero la deuda no puede crecer indefinidamente, en especial en un
país como España sin un modelo económico definido (tras el hundimiento del
modelo de Aznar). En la actualidad, no se puede fiar el pago de la deuda
gracias a los beneficios generados por el turismo y la construcción, o a una
presión fiscal creciente sobre la clase media. El turismo parece haber llegado
a su límite: este año han venido más turistas… pero las pernoctaciones han sido
menos y los ingresos iguales a los anteriores a la pandemia. La ocupación ha
llegado al 90 e incluso al 98%... pero eso no quiere decir gran cosa: no hay “mas”
plazas hoteleras, sino “menos” (muchos establecimientos han cerrado).
Y, en cuanto a la construcción, las reticencias de los bancos a
conceder hipotecas, los aumentos del precio de la vivienda, el parque de
viviendas vacío y la inseguridad generada por miles de okupas que campan
a sus anchas, además de la inadecuación del sector a las nuevas tecnologías,
hace que no puede considerarse como un sector económico al que pueda confiarse
el enjuague de la deuda, sino más bien como un sector de muy bajo valor
añadido.
Por otra parte, la presión sobre la clase media ya ha llegado a su límite. En algunos casos, los impuestos directos llegan al 40% de los ingresos por trabajo. La presión sobre la clase media no es, desde luego, una medida inocente: todas las ideas, los proyectos y las revoluciones del siglo XX, han partido de este grupo social, por tanto, presionándolo, asfixiándolo y obligándole a replegarse a lo individual, sumiéndolo en una inseguridad absoluta, se evitan los riesgos que pueden generar ideas nuevas o propuestas revolucionarias. Y, en este terreno, todos los partidos mayoritarios han sido cómplices del mismo proyecto de desmantelamiento de la clase media.
En otro tiempo, el Estado enjugaba su déficit gracias a los
beneficios reportados por las “empresas públicas”. Algunas eran rentables,
otras no, pero en tanto que constituían “servicios públicos”, contribuían a la
estabilidad general de la sociedad. A partir de
la transición, que coincidió con la etapa de ascenso del neoliberalismo de la
mano del tándem Tatcher-Reagan, se convirtió en un dogma económico el que el
Estado se deshiciera de todo su patrimonio, incluso del más rentable
económicamente o del que rendía mayores servicios sociales. Así se hizo.
Antes, en la Iberoamérica de los años 70 ya se había intentado la misma
técnica: conseguir que los Estados se endeudaran con el Fondo Monetario
Internacional, hasta extremos que no podían pagar; al vencer los plazos de
devolución de la deuda, se obligó a esos Estados a vender su patrimonio para pagarlo.
No fue una consecuencia indeseada de la política del FMI, sino una campaña
consciente de saqueo de los Estados en beneficios de las corporaciones y de los
fondos de inversión.
Esto también ha ocurrido en España. El desguace del Instituto
Nacional de Industria, privó al Estado de parte de sus ingresos y el resultado
de la liquidación de empresas se dilapidó pronto. El resultado es que hoy,
España no es soberana económicamente. El país cree que está dirigido por los
políticos que elije durante las elecciones, pero, en realidad, los que
gobiernan en España, los que indican qué debe o no debe hacer el Estado, cuáles
son las políticas que convienen o que deben ignorarse, son los tenedores de la
deuda, aquellos que, con la amenaza de hacerla efectiva, mantienen atado de
pies y manos a los gobiernos de derechas o de izquierdas.
Fondos de inversión, consorcios multinacionales, empresas de
capital-riesgo, los propietarios de la deuda española tienen en sus garras al
Estado Español. Constituyen el verdadero poder, mientras que la clase política
no pasan de ser pobres títeres amaestrados que bailan al son de la música que
los tenedores de la deuda tocan para ellos. Ni un
solo político, ni en España, ni en país alguno de Europa Occidental, se vería
con valor de oponerse a los designios de este poder anónimo, so pena de que,
inmediatamente, empezara a sufrir campañas de fakes news, de acoso y
derribo mediático o, estimularan movimientos sediciosos o subvencionaran a
adversarios políticos. Ni uno.
Vale la pena ser claros en este terreno: España, hoy, no es
soberana. Y el problema de la deuda, no va a menos: crece cada hora que pasa. La absoluta imposibilidad para resolver este problema por las
vías democráticas ensayadas hasta hoy, permite preguntar: ¿Qué preferís: seguir
con la ficción de que “España va bien”, de que el gobierno está en “champions”
o que “Las cifras macroeconómicas son altamente favorables”, así hasta
la bancarrota final, o bien encarar el problema con un gobierno fuerte que
reduzca en un máximo de 10 años la dependencia del país a sus acreedores,
garantice un aligeramiento de la administración, la liberación de gastos
inútiles, de instituciones inservibles y prescindibles, de una clase
funcionarial parasitaria puesta por los partidos mayoritarios y, en general,
una contención del gasto público?
Lo primero es lo deseable. Pero lo segundo es lo único que están
en condiciones de hacer los partidos políticos mayoritarios y lo que han hecho
hasta hoy en día. Y no ningún motivo para creer que esto va a ser así en los
próximos años.
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