viernes, 30 de septiembre de 2022

EL FASCISMO Y LA TÉCNICA: LA REFLEXIÓN DE JULIUS EVOLA SOBRE LA TÉCNICA Y LA TRADICION

Evola fue un “gran técnico”… en materia tradicionalista. Sus estudios sobre la sexualidad, el misterio del Grial, el hermetismo, el tantrismo o el budismo pali, no son obras “eruditas”, sino técnicas: el autor no aspira a mostrar su conocimiento de la materia, sino a transmitir su propio nivel de “experimentación” sobre cada una de las materias que trata en esas obras. Desde finales de los años 20 y principios de los 30, en el seno del Grupo de Ur, Evola y los demás miembros de este círculo se habían propuesto “experimentar” e investigar las distintas “técnicas” tradicionales. Las obras posteriores de Evola -al igual que los tres volúmenes de Introducción a la Magia, en tanto que ciencia del Yo, no son más que la recopilación de los temas y documentos que rescataron y que los acompañaron en su andadura.

Aquí vale la pena hacer una distinción. “Técnica” es una palabra que procede del término griego τέχνη (téchnē, “arte”) y sugiere el conjunto de procedimientos métodos, líneas que tienen como objetivo el producir un efecto determinado. Y esto en cualquier campo de aplicación que tomemos. La técnica es, sobre todo, algo aplicativo, práctico, manual. Pero, por encima de la técnica, está la “ciencia” que trabaja sobre los principios, enuncia las leyes que gobiernan un determinado campo, enuncia los factores que entrare en juego. A la técnica le corresponde el averiguar cómo manipular esos elementos, y cómo extraer aplicaciones prácticas de los mismos. Sin saber científico, no puede existir, hablando con propiedad, técnica.

Si no hemos hecho antes esta precisión es porque dábamos por sentado que por “técnica” se entendían los procesos de producción presentes en la modernidad, la presencia y el impacto de los productos realizados en función de las “nuevas tecnologías”.

La biología es una ciencia, pero la “ingeniería genérica” es la aplicación de los principios científicos a las biotecnologías capaces de alterar la estructura y la respuesta natural de los organismos. La matemática es una ciencia, pero la programación es la aplicación de determinados principios y ramas de las matemáticas a la máquina, de tal forma que encontremos un lenguaje para interrelacionarnos con ella. El tantrismo es, por su parte, una aplicación de la llamada “vía de la mano izquierda”, por la cual, elementos que pueden destruir al ser humano, se aplican para acelerar sus resultados en el universo del espíritu. La metafísica sería el equivalente a la “ciencia”, mientras que el tantrismo sería una “técnica”. Si se entiende el concepto se entenderá también por qué lo hemos introducido precisamente ahora y no antes. Para referirnos a Evola, era preciso que estableciéramos la diferencia entre ciencia y técnica.

Evola -y muchos tradicionalistas entre los que se encuentra el autor de estas líneas- tiene una actitud de duplicidad ante la “técnica”, similar a la del hombre primitivo ante el rayo: éste se sorprendía de algo que tenía como capaz de destruirlo y atemorizarlo, pero también experimentaba una innegable fascinación ante lo que parecía venir de otra dimensión y no estar al alcance de lo humano. Todo lo que no está a nuestro alcance, tanto en el bien como en el mal, desde la santidad hasta la criminalidad más irracional, generan fascinación tanto como prevención. Lo normal, lo cotidiano, escasamente suscita interés. Por tanto, Evola, en su obra -y, especialmente, en Cabalgar el Tigre- nos muestra esta doble actitud: considera la técnica, y la máquina en concreto, como algo en lo que inspirarnos, pero también como algo que puede destruirnos.

A diferencia de otros tradicionalistas, Evola no es anti tecnológico. Es más, toma a la máquina como ejemplo de aquello que cumple con su “dharma”, esto es, con su ley, para la que ha sido creada, y no precisa nada fuera de ella misma para seguir realizando, impasible e hipnóticamente, la función asignada. Paradójicamente, Evola compara la máquina con la naturaleza, los paisajes helados, las altas cumbres, las escenas de la naturaleza salvaje y hermosa, seguirían estando ahí, aunque nosotros no las contempláramos. Son independientes del observador, autónomas, no precisan nadie que las admire o se emocione ante ellas: son vistas estables sometidas eternamente a leyes naturales y que no albergan la menor duda en cumplirlas, ni están pagadas de sí mismas, ni orgullosas de su belleza, ni “creídas” en su magnificencia. Cumplen su función. Máquina y naturaleza, tienen sus propias leyes, pero ni por un instante se separan del objetivo para el que han sido diseñadas… por el “Gran Ingeniero del Universo” o por el pequeño ingeniero recién graduado. Nosotros deberíamos inspirarnos en las máquinas y en el universo.

En la máquina no hay nada superfluo. Una imprenta, por ejemplo, tiene todas las piezas que necesita y ni una más, ni una menos, para cumplir su función. Una vez se activa, imprimirá aquello que la plancha situada entre sus rodillos, le obligue. Y todo se moverá con ritmo, con medida, con armonía. Parece como si el lema escrito en una de las columnas de Delfos, estuviera presente en la máquina: “Nada de más”, “Nada superfluo”. Y eso mismo ocurre en la naturaleza: todo tiene un sentido propio. Podemos tardar en descubrirlo, pero el vuelo de los pájaros, el viento que sopla, hasta la última y olvidada hoja de un árbol situada en el extremo de una rama, allí hasta donde llega la sabia vivificadora, tienen un sentido y una función. La hoja del roble no vive inquieta, atribulada y decepcionada por no tener ni la belleza, ni la forma, ni los colores de la orquídea, de la misma forma que el león de la selva no se amarga por no disponer de ese cuello alargado propio de la jirafa. Cada especie, animal o vegetal, la naturaleza misma, cumplen su función, su dharma. Son lo que son, sirven para lo que sirven y cumplen sus funciones, a la perfección: naturaleza y máquina, hacen de ellas lo que se espera que hagan, incluso lo que harían sin que el observador estuviera delante.

El ser humano ha perdido esta cualidad. No tiene muy claro quién es y, a medida que van desapareciendo los puntos de referencia y los sistemas de identidad (las castas, los linajes, las razas, cuando se desplaza fuera de la tierra que le ha visto nacer, etc.) el ser humano va creyendo que gana en autonomía y en libertad, pero en realidad, es como la roca situada en un acantilado, sostenida solamente por las raíces de otras plantas que, si mueren o se talan, debilitan todo el conjunto y hacen que la roca, privada de sus puntos de apoyo, vencidos estos, caiga. Cuando más puntos de referencia son suprimidos, más precaria es la situación del ser humano ante su civilización. Llega el momento fatal, en el que ya no sabe ni siquiera qué es, ni cuál es su sexo, ni su patria, ni su fe, ni de donde procede. Cuando desaparecen todos los “dharmas” que nos ligan a las distintas estructuras sociales que existieron en otro tiempo y ellas mismas se van diluyendo, el ser humano deja de reconocerse en esas estructuras que le mantenían en pie y orientado en el mundo: si era hombre, tenía unas funciones distintas a las de la mujer; si era adolescente, sabía que había dejado atrás la niñez y se preparaba para ser hombre, no para prolongar la niñez hasta el infinito; si sus padres eran relojeros, él sabía lo que sería en el futuro: el mejor relojero de su barrio, de su ciudad. Si por sus venas corría la sangre de la aventura y el riesgo, la milicia era su destino; si se preocupaba por la experiencia mística sabía que debía recorrer el camino del altar; y si lo que le gustaba era manipular y producir con sus manos, no le faltaban profesiones que elegir. Al mismo tiempo, según el puesto que ocupase en una familia, era consciente de lo que le tocaría hacer en la vida. Quizás no era lo que más le gustase, pero también sabía que esa situación, le daba seguridad en sus años de vejez: sabía quién le cuidaría y quién estaría con él hasta la muerte. El mundo tradicional era un “mundo orgánico” y, por tanto, ordenado en función de valores y puntos de referencia, verdaderos GPS que nos indicaban dónde estábamos y que recursos podíamos emplear en cada momento. Y, al mismo tiempo, el esfuerzo que deberíamos hacer.

Una sociedad así concebida era simple, natural y elemental. A medida que se fueron perdiendo puntos de referencia, el ser humano empezó a mirarse en el espejo intentando encontrar algo que lo motivara y le indicara el camino: y se descubrió a sí mismo. Se trataba, naturalmente, de una ilusión que trasladaba el eje de su personalidad a dos dimensiones situadas fuera de el:

- No le importaba tanto cómo era, sino cómo quería presentarse ante otros. Y creó una dimensión subpersonal, definida por una serie de rasgos exteriores, esto es, por construcciones artificiales y artificiosas, que constituían una especie de proyección de su personalidad ante el resto de la sociedad y para su mayor satisfacción narcisista. El “look”.

- Quería ser libre de “convencionalismos” y reivindicó esa libertad por encima de patrias, gremios, familias, linajes e, incluso, de realidades biológicas impuestas por el ADN. Y, “ser libre”, le sirvió únicamente para sentirse solo, frustrado, ser presa de malestar psicológico, o bien cubrir todo esto, ademán, engañándose a sí mismo. Podemos imaginar lo que sería un cardo que quisiera tener la fragancia de una flor de primavera o una impresora que aspirase a ser un monitor de plasma…

La modernidad nos ha llevado hasta ese punto al ir destruyendo sistemáticamente todas las estructuras tradicionales. Es en este contexto en el que Evola sitúa su percepción del problema técnico.

Evola tiende a situar la tecnología en el lugar que es propio. En varios momentos de su obra recuerda que las civilizaciones modernas viven de todo lo que rechazaron las tradicionales. La “tecnología” para construir un planeador, por ejemplo, es tan absolutamente simple que estaba al alcance de civilizaciones que observaban la naturaleza y los movimientos de las aves. Sin embargo, no lo consideraron ni necesario, ni útil. Los efectos del vapor de agua se conocían en la antigua Roma, pero su aplicación se limitaba a juegos infantiles. El descubrimiento de la pólvora que estaba al alcance de las experiencias realizadas por los alquimistas y cuya invención era prácticamente inevitable para aquellos que practicaban la Gran Obra, fue ocultada e, incluso se ejecutó a quienes la propusieron como arma ofensiva: la guerra era considerada como un “juicio de Dios” y la tecnología no podía interferir en ella. Mecanismos de precisión encontrados en restos arqueológicos, indican que era posible fabricar ruedas dentadas y se conocían sus efectos físicos en el movimiento (cfr. El “mecanismo de Antikithera”). Las leyendas sobre autómatas medievales evidencian que el concepto se conocía. Sin embargo, las civilizaciones tradicionales no mostraron gran interés por todas estas tecnologías dando la razón al criterio de Evola. Vivimos, pues, centrados en todo lo que nuestros ancestros rechazaron.

Evola sitúa la diferencia entre las civilizaciones tradicionales y las modernas. El fatum es: o bien se sitúa el énfasis en el dominio sobre el espíritu o bien en el dominio sobre la materia. En ambos casos, ese dominio se obtiene mediante técnicas. La diferencia estriba en que las técnicas utilizadas para dominar el espíritu son “interiores”, autónomas, el sujeto puede realizarlas por sí mismo, sin necesidad de recurrir a nada exterior a él (salvo, por supuesto, a un instructor o a una red iniciática regular). Pero, si el objetivo es dominar la materia, habrá que dar prioridad a la construcción de mecanismos e instrumentos para lograr ese fin, elementos que, en cualquier caso, son exteriores al ser humano, a pesar de haber sido creados por él. De no disponer de un martillo no puede utilizarse un clavo. A la inversa, un estado de concentración profunda y un salto de la conciencia ordinaria a otros niveles, puede alcanzarse simplemente, retirándose a meditar ante una pared en blanco; no hace falta nada más.

Pero, aun así, aceptando la superioridad y la primacía del espíritu sobre la materia, eso no implica -al menos no en el caso de Evola- una actitud tecnófoba. Implica, simplemente, el establecimiento de un orden de prioridades. De la misma forma que antes hemos citado “excepciones tecnológicas” aparecidas en el centro de civilizaciones tradicionales, también en la noche más oscura de la modernidad, se mueven personas que anteponen el cultivo del espíritu a cualquier otra prioridad. La teoría evoliana encaja perfectamente con todo esto. En su introducción a La Tradición Hermética explica que la distinción entre “civilizaciones tradicionales” y “civilizaciones modernas” es solamente una tipología que no necesariamente tiene una correlación absoluta en el espacio y en el tiempo. Hasta no hace tanto, Japón era un país instalado en la modernidad pero que, sin embargo, en grandísima medida, conservaba el apego a sus valores tradicionales. Y no era una excepción. Así pues, esta distinción no es “cerrada” ni en el espacio ni en el tiempo, sino dos formas morfológicas de civilización: las que miran a la “trascendencia” y las que miran a lo “contingente”.

No vamos, pues, a describir las “técnicas” tradicionales para el cultivo del espíritu, pero sí a extendernos un poco más en la concepción de la técnica en Evola. Ahora sabemos que el tradicionalista italiano era un referente en la Escuela de Mística Fascista, como antes conocíamos su trabajo en el Tercer Reich o sus intentos de aportar “contenidos tradicionales” a los fascismos aparecidos en los años 20 y 30. En estos fascismos, la técnica era un recurso habitual, como sabemos, habitualmente empleado. Muchos fascistas se consideraban a sí mismos “tecnócratas” y hasta finales de los 60 -especialmente en España- la “tecnocracia” era -abusiva, pero significativamente- sinónimo de fascismo. Por tanto, Evola, que conocía esa propensión del fascismo hacia la modernidad y el hecho de que, en gran medida, incluso, se situara en vanguardia de la modernidad, hizo que, a pesar de tener un carácter marginal en su obra, el autor tradicionalista si se preocupara de las repercusiones de la técnica.

La primera referencia, que sepamos, de Evola sobre la técnica es temprana y data de 1925, está incluida en su libro Ensayos sobre el idealismo mágico: «Nos queda en fin por desilusionar a aquellos que fantasean acerca de la realización de cualquier poderío a través del aprovechamiento de las fuerzas de la Naturaleza, que procede de las aplicaciones de las ciencias físico-químicas (es decir: de la técnica) [...] la infinita afirmación del hombre a través de indeterminadas series de mecanismos, dispositivos técnicos, etc. es [...] un homenaje de servidumbre y de obediencia».

En su “período filosófico”, Evola sostenía -y en ello se adelantaba a criterios aparecidos en los años 60- que la técnica forzaba a la Naturaleza al ser exterior a ella, pero precisar de la naturaleza para poderse expresar e incluso para poder construir los instrumentos de los que se vale para cualquier manifestación (está será una idea que reaparecerá en las reflexiones de la Escuela de Frankfurt con treinta años de retraso). Poco a poco, ya en esa época, Evola irá formándose la idea de que la técnica (recuérdese, conjunto de aplicaciones derivadas de los principios científicos) tiende a dar al hombre de las civilizaciones moderna la idea de que gracias a ella conseguirá un dominio titánico-prometeico sobre la Naturaleza. Verá en la figura del “Titán” mitológico, a aquel ser que emprende una aventura superior a sus capacidades y fracasa. En la mitología clásica, el Titán es siempre un derrotado. Prometeo robó el fuego sagrado y lo entregó a los humanos, pero luego pagó por su aventura. Ícaro intentó volar, pero sus alas de cera y plumas se derritieron ante la proximidad del Sol. Atlas, castigado con sostener el globo terráqueo a sus espaldas por toda la eternidad. El “pecado” de todos ellos es querer superar sus limitaciones mediante el recurso a algo extrínseco y exterior a ellos mismos. Y este era la ventaja que Evola veía en las concepciones tradicionales: todo lo que valía la pena, todo lo que era “normal”, debía partir del propio ser humano. En la Edad de Oro mítica, ni siquiera era preciso el cuerpo físico: el ser era espíritu puro y sus necesidades eran cubiertas por ese mismo espíritu; la técnica se manifiesta a medida que va progresando el proceso de materialización y, con él, la decadencia. Así pues, la técnica para Evola es, sin paliativos, decadencia. Podría ser asimilado a la capacidad de andar: el ser humano la tiene, pero si sufre algún percance, alguna caída, la rotura de algún miembro o una enfermedad, puede perder esa facultad natural y, entonces, deberá de utilizar muletas, silla de ruedas o cualquier otro recurso, que le permitirá desplazarse de un lugar a otro: pero eso indicará la pérdida de una cualidad natural. De ahí que Evola insista en que la técnica ofrece al ser humano moderno, la ilusión de un “poder” que, en realidad, no tiene y que expresa, más bien, su debilidad intrínseca: la técnica suple esa debilidad ofreciéndole muletas exteriores a él.

Esta idea, la repite unos años después en un artículo en su revista La Torre (1930): «la máquina [...] fomenta, en el contexto de una ilusión de potencia exterior y mecánica, la impotencia del hombre; materialmente le multiplica hasta el infinito la posibilidad, pero en realidad lo acostumbra a renunciar a cualquier acto suyo [...]. La máquina es inmoral pues puede convertir en poderoso a un individuo sin hacerlo simultáneamente superior».

En el fondo, en esa época, Evola, a través de las actividades realizadas en el Grupo de Ur y gracias a las lecturas de las obras de René Guénon, ya se ha hecho a la idea de la “morfología” de las civilizaciones a la que hemos aludido antes y por eso mismo, empieza a pensar que la técnica, concebida a la manera moderna, es un subproducto de las civilizaciones modernas que suplen las carencias del ser humano y su alejamiento del concepto tradicional de civilización, esto es, del conjunto de actividades orientadas hacia el espíritu. Y lo que cuenta para Evola ya en ese momento, es la superioridad espiritual, la única que es indiscutible. La otra, la superioridad técnica, es circunstancial, temporal, inestable e insegura: puede estar hoy en manos de un país, pero mañana, en otro, puede generarse una técnica más eficiente que otorgue más “poder”. Titanismo, choque brutal de “voluntades de poder” materializadas, eso es todo.

Esto explica también porque las “civilizaciones tradicionales” prolongan su vigencia en el tiempo, mientras que las “civilizaciones modernas” son devoradas por aquello que ellas mismas construyen. Aquí reside la agresión a la Naturaleza a la que aludía en su “período filosófico”: el “técnico” no mira al futuro, quiere y busca avances rápidos, aquí y ahora, le importa muy poco el resultado que derive de la aplicación de esos avances. Y, dado que estamos en el universo de lo contingente, esto es, de la dualidad, en el mundo manifestado, todo lo que supone un adelanto y una conquista, encierra al mismo tiempo y necesariamente una maldición y un castigo. Cualquier nueva conquista técnica, genera sobre sí misma una losa: el coche eléctrico es un avance en relación al motor de combustión interna, pero, la fabricación de baterías y la brevedad de su vida útil generan más prejuicios para la naturaleza que los provocados por la quema de carburantes. El teléfono móvil simplifica nuestra vida y nadie en su sano juicio, hoy, podría renunciar a él… sin embargo, la telefonía móvil tiene dos riesgos, uno exterior al individuo -su capacidad de control por parte del Estado o de organismos privados- y otro interior a él -la posibilidad de que quede atrapado por algunas adicciones derivadas de apps. Y resulta imposible pensar en la posibilidad de tecnologías “blancas” que reduzcan a cero el impacto sobre la naturaleza, de la misma forma que es imposible evitar los usos perversos y las adicciones generadas por las tecnologías vinculadas a la telefonía móvil.

El “tecnólogo” no mira más allá: se conforma con lanzar una nueva tecnología de la que espera lucrarse rápidamente. Lo que ocurre más alla, tanto con la naturaleza como con los usuarios, le resulta completamente indiferente. Más aún: ni siquiera lo considera. Es, a fin de cuentas, “progreso” y de eso se trata, de “progresar”, sin importar lo que venga luego, ni los efectos que se generen, por perniciosos y destructivos que puedan ser. Los avances sobre el estudio del átomo y de la energía atómica realizados a lo largo de la primera mitad del siglo XX, llevó al descubrimiento de la forma más destructiva de técnica conocida hasta entonces. El propio Einstein y otros científicos fueron reclutados para el Proyecto Manhattan sabiendo perfectamente lo que se les estaba exigiendo y por lo que se les estaba pagando: para descubrir el sistema destructivo de personas, bienes y naturaleza nunca antes visto, al servicio de no importa qué. Y lo hicieron sin pestañear, por mucho que Oppenheimer se arrepintiera a posteriori. Con razón dice la tradición hesiódica que los dioses “ríen” desde el Olimpo al ver las actividades suicidas de los humanos.

Más adelante, Evola reconocerá dos tipos de técnicas, la que denomina fáustica -en la línea de Spengler- destructora de la naturaleza y la técnica tradicional, respetuoso con ella. Para los distintos doctrinarios tradicionalistas está muy claro que las ciencias modernas (química, física, astronomía, etc.) son derivaciones degradadas y “utilitaristas” de antiguas ciencias tradicionales sometidas a la iniciación y al secreto (alquimia, magia, astrología, etc.). La destructividad de las ciencias modernas deriva de que operan solamente en el mundo de la dualidad, en el que, inevitablemente, a todo progreso, corresponde un riesgo, a cualquier logro, una merma.

Giovani Monastra en un artículo dedicado precisamente a esta temática, recuerda que Evola, durante su período más virulentamente anticristiano (los años 20 y la primera mitad de los 30), sostenía -y así lo expresó en Imperialismo Pagano (1928)- que el culpable de la degeneración tecnológica de Occidente era el “judeo-cristianismo”. Ve en el judaísmo, el cristianismo y en el islam, una negación del inmanentismo, doctrina que propone que todo lo creado es intrínseco al Creador y está unido a su esencia (aunque racionalmente pueda distinguirse de ella). Dios es la causa de todas las cosas y todo, por lo tanto, está en Dios: no existe nada fuera de Él. Dios, en este sentido, es causa inmanente de todo lo que existe. Dicho de otro modo, no hay existencia que pueda ser explicada sin la presencia de Dios. Sin embargo, las tres religiones monoteístas sostienen que Dios trasciende el universo creado y se eleva sobre él (a diferencia del inmanentismo que sitúa la “fuerza divina” en todos los objetos del universo). Y, en función de la temática que estamos tratando, al romperse la unicidad entre el Creador y su creación, queda justificada la acción del ser humano en su titánico intento de romper la naturaleza, imponerse a ella, agredirla para “progresar”.

La primera huella de esta actitud se encuentra en el antiguo Israel y en su desacralización pionera de la Naturaleza. Hasta ese momento, la Naturaleza era “la expresión visible de lo invisible”, algo sagrado, reflejo de la grandeza divina y, por tanto, intocable, inalterable y a lo que se debía respeto. Al negar el inmanentismo, la Naturaleza perdía esa sacralidad con que se adornaba en las civilizaciones tradicionales y se justificaba la idea de “progreso técnico”. Las bases culturales de la modernidad, por tanto, ya estaban presentes desde el Antiguo Testamento. El judaísmo “retiró” a Dios de la Naturaleza, convirtiendo a ésta en algo autónomo y, por tanto, irrelevante. Allí donde el viejo paganismo romano veía en un río, una fuente, un árbol y una montaña la presencia de fuerzas inmateriales y superiores, el judaísmo, veía elementos con los que se podía traficar, utilizar o, simplemente, destruir sin experimentar el más mínimo complejo de culpabilidad. Cuando Nietzsche sentenció la “muerte de Dios” a finales del XIX hacía más de 2.500 años que el judaísmo había retirado a Dios de la Naturaleza y convertido a esta en un objeto inerte. El camino estaba abierto para los desarrollos posteriores.

Esta explicaría porqué la técnica moderna nació en Occidente, territorio privilegiado del cristianismo, emanación directa del judaísmo. Es cierto que Evola, en períodos posteriores, incluso desde mediados de los años 30, moderaría extraordinariamente sus críticas al cristianismo y evitaría las polémicas que había suscitado en su “período filosófico” y en los años del “imperialismo pagano”, pero, a pesar de eso y hasta su muerte, tal como reconoció, en El camino del cinabrio, su espíritu siguió profundamente alejado del cristianismo precisamente por esta negación del inmanentismo y por la ruptura directa entre el “orden natural” y el “orden sobrenatural”. En realidad, esta atenuación de la carga anticristiana en su obra, no es producto de un oportunismo puntual, sino del establecimiento, en la estela de Guénon, de los momentos en los que se produjo la ruptura definitiva del “orden tradicional” en Occidente, con la aparición, primero del humanismo y luego del nacionalismo que terminaron aportando los elementos al paradigma mecanicista newtoniano y proporcionaron las bases del tecnicismo moderno. En sus escritos sobre la masonería y el rosacrucianismo, reconoce que, tanto Bacon (método científico), como Descartes (racionalismo), como Newton (paradigma mecanicista), sin olvidar a Comenius (pedagogía y arranque de las modernas teorías educativas), habían mantenido contactos con grupos “desviados” de la Rosa Cruz originaria.

El paso siguiente sería dado en el siglo XVIII por la Ilustración y el iluminismo. Es en ese contexto en el que aparecen las ideas rousonianas sobre el “buen salvaje” y la idealización de la naturaleza sobre las que se justificaran los mitos igualitarios. Evola percibe perfectamente este tránsito en los capítulos de la Segunda Parte del Revuelta contra el mundo moderno.

Tras la aparición de esta obra, otros problemas interesan más a Evola, así la cuestión de la técnica pasa a segundo plano. Son los años de la “doctrina de la raza”, del trabajo sobre la Escuela de Mística Fascista y de las conferencias en Alemania, esto es, de la “acción política” en sí misma sobre los regímenes del “nuevo orden”. Será con posterioridad a la guerra y gracias a Ernst Jünger y a su obra El Trabajador, cuando recupere esta temática. Como ya hemos comentado, El Trabajador apareció en 1932. A Evola le sorprendió ver como, por otros caminos, alguien hubiera llegado a las mismas conclusiones. La lectura de Jünger y su reflexión particular sobre la técnica, le permite ver un doble aspecto en ésta: además de ser un elemento que habían desconsiderado las civilizaciones tradicionales, la técnica se convierte en las modernas en un factor disolutivo para el hombre masificado y estandarizado que no es más que un subproducto troquelado por esa misma modernidad a efectos de lograr un modelo de carácter que le sirva mejor.

Pero eso no vale para el “hombre de la Tradición”, esto es, aquel que vive anclado en los valores tradicionales, los ha incorporado a su vida y los siente dentro de sí como las motivaciones que le impulsan a seguir estando en pie y vivo sobre esta tierra. La técnica sería, para este tipo humano, un “banco de pruebas” que le dará la medida objetiva de sus convicciones. Enfrentado a la técnica de su tiempo, podrá ver con claridad quién domina a quién: si se convierte en un esclavo de la técnica o si es él quien la domina. La conoce, la utiliza, incluso es posible que la cree o que la desarrolla, pero no depende de la técnica. Un ejemplo de lo que nos plantea, trasladado a nuestros días, sería el tipo humano “corriente” que utiliza un teléfono móvil y toca entre 2.000 y 6.000 veces su pantalla táctil al día, evidenciando estar “enganchado” a la terminal y depender de él, o bien aquel que utiliza el móvil cuando juzga que debe hacerlo, cuando es su momento y su vida no está pendiente de los sonidos, vibraciones o mensajes que le puedan llegar. Es autónomo: no depende de nada exterior a él. Controla las tecnologías, en lugar de estar controlado por ellas. Nada tan fácil como auto observarnos para saber si somos “hombre masa” u “hombre diferenciado”. Y si creemos serlo, los valores que nos alimentan serán los valores tradicionales.

En el otro extremo, se encuentra el hombre-masa, entre otras cosas, aquel que ha caído preso de la técnica. Ha sido ganado por la técnica, absorbido por ella; en la técnica ha disuelto su personalidad: cuando ve la televisión y se identifica con un programa o un personaje, ya no es él, pasa a ser eso con lo que se identifica (se aliena, por tanto), cuando utiliza una tecnología y pasa a depender de ella, deja de ser autónomo. Cuando experimenta una adicción hacia algo que, por lo demás, es una tecnología masiva, deja de ser “persona” para convertirse en grano de arena en un mundo poblado por otros granos de arena, individuos-masa, que experimentan las mismas adicciones, los mismos gustos y han sido víctimas de las mismas tendencias disolutivas. Evola observa en varios momentos de su obra que la aparición del capitalismo y de la producción en serie, constituyó el punto de arranque de ese proceso de masificación social, homogeneización y disolución de las personalidades y consolidación del individuo-átomo. Éste carece de nexos orgánicos con estructuras naturales, solamente se diferencia de otros por rasgos exteriores, por su físico o por el look del que se dota (esa falsa personalidad, reflejo adulterado de la auténtica), pero no por los valores que lo mueven, los recursos y las adicciones, exactamente iguales a los de cualquier otro hombre-masa. No es raro, por tanto, que la técnica empieza a ser un problema a partir del advenimiento de la civilización burguesa. Una apreciación en la que Evola y Jünger coinciden.

Es un momento de decadencia, al que seguirá otro, porque la producción en cadena está protagonizada por proletarios, esto es por aquellos que “son muchos”, son “prole”, y la cantidad siempre ha sido sinónimo de negación de lo cualitativo, incluso de calidad humana. El proletario querrá vivir como un burgués, tener adicciones a los bienes de consumo y poder satisfacerlos. No se querrá quedar atrás como simple “productor”, querrá ser también consumidor. Y no le importará si esto supone pasar de la alienación económica (no ser dueño de su fuerza de trabajo, como anunciaba Marx) sino también de su alienación humana (perder su personalidad en beneficio de esa personalidad colectiva propia de las arenas de una playa con sus granos de arena exactamente iguales, minúsculos, irrelevante, homogeneizados y… prescindibles).

Evola y Jünger están de acuerdo en que la secuencia burguesía-proletariado supone fases sucesivas de decadencia. Pero, incluso los procesos de caída tienen un límite, más allá del cual es susceptible de experimentarse renovaciones liberadoras. Para ello hace falta llegar al “punto cero de todos los valores”, comenta Monastra. Y esto es algo que, incluso, excede las posibilidades del individuo. Este concepto implica que es una civilización entera -y, por tanto, cada uno de sus integrantes masificados- quien ya no puede ir más abajo en la escala degenerativa y descendente. Nosotros, hoy, estamos mucho más cerca de ese “punto cero” que hace cincuenta años cuando falleció Evola. Cada día, a poco que tengamos ojos y seamos capaces de percibir la realidad objetiva, somos más conscientes de que a ese punto se llega mediante la pérdida de todas las identidades, desde la personal a la nacional, pasando por la sexual, no digamos la cultural o la étnica. Esto nos indica la proximidad de la llegada al “punto cero”.

¿Qué ocurre cuando se llega a ese “punto cero”? Aparece aun revulsivo: Jünger lo llama “lo elemental”, casi un equivalente de “lo primitivo”. “Lo elemental” se convierte en absolutamente destructivo cuando aparece amenazando climas benignos, incapaces de resistir el embate de las fuerzas de la naturaleza desencadenadas.

El burgués y el proletario aburguesado, el hombre-masa en definitiva, tan propio de la modernidad, volcado hacia su propia seguridad y a sus pequeños placeres consumistas, a sus adicciones, tiene verdadero horror por “lo elemental”. Y en el siglo XX, a partir de entonces, “lo elemental” se encarnó en la técnica. Jünger y Evola, soldados en la guerra, lo comprobaron en los campos de batalla y en las desolaciones que cañones de calibres nunca antes vistos, lanzallamas jamás empleados antes, vulgarizadores del “fuego griego”, carros de combate y aviones, podían generar. La técnica, inicialmente nacida para satisfacer las necesidades del ser humano, luego pasó a ser un medio de destrucción nunca antes conocido de ese mismo ser humano que la había creado. La propia guerra se convirtió en un choque entre maquinarias en la que vence la más eficiente. El individuo se eclipsa en este choque de máquinas. Los efectos de las dos guerras mundiales les convencieron de esta evidencia. El ser humano desaparece en este choque. En décadas posteriores, “lo elemental” seguirá acompañando a la técnica, pero se refinará mucho más: no hará falta destruir al ser humano, bastará con alienarlo, hacer que la técnica le resulte imprescindible para su vida cotidiana.

La técnica puede privar -de hecho, priva a la mayoría- de personalidad, homogeneiza, estandariza, tritura a la personalidad, la iguala, la anula. Pero, eso que para la mayoría es una realidad, para un pequeño número de seres humanos, supone un reto, una divisoria: entienden que su estilo los debe llevar, no al nivel de la masa, sino a elevarse sobre ella, que ese proceso de masificación puede ser positivo para ellos a condición de que sepan mantenerse en pie, sólidos, desapegados de un mundo en el que “están”, pero al que no pertenecen. Dotados de la dureza ascética pueden utilizar la técnica, de hecho, seguramente, la utilizarán, pero son conscientes que no dependen de ella, que pueden renunciar a ella y que un mundo sin técnica no es el peor de los mundos posibles, mientras que un mundo en el que solamente la técnica gobierne al individuo supone el extremo máximo de degeneración. Ese extremo hoy es el que se proponen alcanzar los inspirados por las ideologías transhumanistas. Aquel que sea capaz de forjarse una personalidad, de tener un rostro propio, autónomo, de descollar sobre el hombre-masa, que sea capaz de enfrentarse y vencer a “lo elemental”, será dueño del futuro y el heraldo del tiempo postapocalíptico. Evola define así a este tipo humano: “[estará] caracterizada por dos elementos: en primer lugar, por una extrema lucidez y objetividad, luego por una capacidad de actuar y de mantenerse de pie recabada de fuerzas profundas, más allá de las categorías del individuo, de los ideales, de los valores y de los fines de la civilización burguesa”.

La fórmula que nos propone Evola es la de “dominar a la técnica sin ser dominado por ella”.








jueves, 29 de septiembre de 2022

CRÓNICAS DESDE MI RETRETE: EL DESMADRE INDEPE AQUI Y AHORA

A las 23:00 horas de ayer, el presidente de la Generalitat de Cataluña destituyó a su vicepresidente. La hora es importante, por mucho que las redacciones de los diarios convencionales estén cerrando ediciones. Había que oír a las 23:00 el mensaje de Aragonés entre series patéticas de Netflix y otras no menos patéticas de HBO o el último estreno sobre un rey sueco gay en Filmin. Si el mensaje es el medio, la hora en la que se emite el mensaje es significativa del contenido y de la intención del mismo.

Reconozco que no tenia ni idea de la cara de Puigneró hasta ayer por la noche. Era un tipo irrelevante dentro de un gobierno autonómico irrelevante. De hecho, nadie sabía ni siquiera cuáles eran sus competencias, como no ser el garante por su formación del pacto de gobierno ERC/PDCat. La figura del vice no está contemplada en el “nou Estatut”. Ambos partidos llevan a la greña desde hacía años, cuando Junqueras (ERC) achacó a Puigdemont (PDCat) haber tomado las de Villadiego después del sainete del “procés independentista”. Desde entonces -y vamos para cinco años- las relaciones entre ambos partidos han sido tirantes, tirando a hostiles. Ambos son los partidos menos indicados para formar una coalición: hermanos separados que se han jurado odio eterno.

Pero como ambos se las daban de indepes, formaron gobierno, presionados por sus votantes (mal asunto cuando clases políticas dirigentes se ven empujadas por sus votantes, que ello es un índice de que no arrastran masas, sino que se dejan arrastrar por ellas), formaron gobierno. En los dos lados, los integrantes de esos gobiernos eran el reflejo de lo que es la política española: personajes irrelevantes al frente de “cleptoadministraciones” en cuyos planes no hay lugar para políticas de contención del gasto público, limitar los gastos suntuarios, las subvenciones absurdas y los fondos de reptiles para mejor uso de sus intereses privados, sino que todo se centra en qué podemos afanar hoy y que nuevo impuesto se nos ocurrirá mañana. Irrelevantes cleptómanos y despilfarradores. Eso es todo.

Desde que se constituyó el gobierno Aragonés, llama la atención dos cosas: que el margen del independentismo en las encuestas se haya reducido más y más hasta estar hoy entre el 35 y el 40% del electorado y que, paradójicamente, los dos partidos integrantes de la coalición indepe, sigan haciendo énfasis en el referéndum por la autodeterminación, seguramente por aquello de que “nos gusta jugar y perder”. Lo cierto es que, aunque solamente la CUP haya reconocido el fin del “procés”, los dos partidos de gobierno -bien es cierto que con mayor o menor énfasis: menor en ERC y mayor en algunas de las fracciones de PDCat- siguen ofreciendo a su electorado la celebración de un referéndum independentista. En la calle es otra cosa.

En Cataluña se habla poco de política en la calle. La caída de los índices de audiencia de TV3 es síntoma del estado del independentismo. El hecho de que ERC haya logrado arrancar de Sánchez la “catalanización indepe” de TV2 (en lugar de documentales de animales en castellano, nos ofrecen amplios programas de horas de duración sobre el parlament de la gencat…) e incluso la invasión de en el Canal 24 horas (en donde, desde septiembre se retransmite en prime time matutino el programa de Gemma Nierga que en su primer año apenas recogía una audiencia de 1.000 personas y, en su mejor momento, de 5.000) y las subvenciones de la gencat que mantienen el pie chiringuitos televisivos (Fibracat) o subvenciones para el cine en catalán que han transformado un canal sin audiencia en Verdi Classics, una plataforma para retransmitir películas dobladas al catalán, o bien los “nuevos contenidos” del canal del Grupo Godó en los que el independentismo es el único representado, pues bien, todo ello junto, no logra compensar las pérdidas de audiencia de TV3. Para entendernos: los ideales independentistas no se transmiten mediante la escuela -la escuela catalana ha dejado de ser un medio de transmisión del conocimiento y de los ideales políticos de los maestros de ERC, CUP y PDCat: por no transmitir, no es capas ni siquiera de mentalizar a alumnos; es simplemente, un organismo de almacenamiento de niños en horas lectivas, cuando no de propuestas propias de pederastas y obsesos sexuales- sino mediante TV3: cuando desciende la audiencia de esta cadena ultrasubvencionada, es que desciende el interés por el independentismo. Ahora estamos en ese punto y, la “catalanización indepe” de otros canales ni siquiera compensa pérdidas de audiencia.

El ridículo del 1-O de hace cinco años fue tal (y no digamos de lo que siguió) que el independentismo perdió su última ocasión histórica de lograr la independencia de Cataluña. No soplaban buenos tiempos para una idea de ese tipo -y todos ellos, al menos los que no estaban totalmente locos y fanatizados por la idea, lo sabían- pero se habían comprometido con su electorado a intentarlo (y lo habían fanatizado hasta el punto de que en la calle los indepes creían en la posibilidad de la independencia e, incluso, en el parlamente ya se había creado -y pagado- comisiones para estudiar los pasos del “desenganche”, un año antes, incluso de conocer los resultados del referéndum y si este se celebraría). Luego ese ridículo se cubrió con la idea de que el “independentismo estaba perseguido”. La represión, ya se sabe. Mala cosa. Luego un juicio que todos vimos y una sentencia no parcialmente dura convertida en blandiblup por un indulto incomprensible (y conste que nosotros fuimos de los que sostuvimos que el lugar de la cúpula indepe no era la cárcel sino la consulta psiquiátrica). La figura de Puigdemont solamente está presente en alguna fracción de PDCat. Cataluña lo ha olvidado por completo. Es un cadáver político bien alimentado con fondos públicos de la gencat. Y luego, la irrelevancia de Aragonés. Y las noticias lejanas que llegaban a los cada vez menos interesados por la política catalana de que el “govern” era una olla de grillos. Salvo la destitución de la pluriumputada Laura Borrás al frente del parlament, ninguna otra información política relevante interesó a la población.

¿Qué ha ocurrido estos últimos días? Poco, en realidad: que los “hermanos separados” han ido elevando el tono de su disputa y la cuestión no es la destitución del tal Puigneró, sino porqué se ha producido ahora. Y es muy fácil de explicar: Aragonés, ayer, a las 11:15 se quería presentar como “estadista responsable”, diciendo que el “pueblo de Cataluña” pide “estabilidad” y que en estos momentos una “moción de confianza” como la que preparaba el PDCat, no era de recibo. Además, Puigneró no se lo había comunicado… por tanto, lo destituía, dejando a iniciativa de PDCat que nombrara a su sucesor… Así pues, no sería Aragonés quien rompería la coalición sino el PDCat. Muy maquiavélico, sino fuera porque el argumento era una estupidez. No solo Puigneró estaba por la moción, sino cualquier otro miembro de la dirección del PDCat, esos a los que Aragonés ofrece que nombren sucesor... Está claro que el PDCat propondrá a alguien imposible de soportar por Aragonés (para evidenciar que es éste quien quiere romper la coalición). Es posible, incluso, que sea Laura Borrás la propuesta imposible de aceptar por Aragonés (porque los del PDCat también van de maquiavélicos). Y ayer, la cuestión era quién se adelantaba a quién. De ahí la declaración de Aragonés a una hora inusual.

¿Qué pretende Aragonés? Nos parece muy evidente: dado que no quiere plantear elecciones anticipadas (que supondría la evidente merma de votos de todo el espectro indepe) y, como político carpetovetónico que es, su único objetivo es aferrarse al cargo, parece claro que busca un socio que le pueda proporcionar un futuro más halagüeño. El PSC, sin ir más lejos. Uno de los factores que más han erosionado a ERC estos últimos meses es su apoyo sistemático a todas las iniciativas de Pedro Sánchez. Es hora de que éste pague. El pago, claro está, es un referéndum pactado sobre la independencia de Cataluña. No sería nada grave -como tampoco lo era hace cinco años- a la vista de que las encuestas demuestran que la opción indepe no tiene la más mínima posibilidad de afirmarse. Así pues, aunque hubiera referéndum, no ocurriría absolutamente nada, salvo que los “unionistas” podrían expresarse, incluso en TV3 y hacer campaña. Pero eso confirmaría para muchos años la posición hegemónica de ERC en la política catalana y la desaparición práctica del PDCat.

La garantía de neutralidad para la celebración de tal referéndum sería la inclusión del PSC en el gobierno catalán. Y hay prisa por llevar a la práctica un plan así: el tiempo se acorta para el pedrosanchismo. Ya ni siquiera en los fogones del CIS se sostiene que el PSOE sería el primer partido en una próxima consulta electoral. Las encuestas independientes ven muy claro que el PP sacaría en torno a 50 diputados más y toda la duda estriba en si obtendría mayoría absoluta o necesitaría realizar coalición (la ideal para Feijóo es con el PSOE-Page, antes que con Vox). Porque el problema para el independentismo es que, mientras Sánchez esté en la Moncloa tiene margen para negociar, luego, en el postsanchismo que está por llegar- ese margen desaparecería.

ERC tiene necesidad de precipitar la situación y lograr un referéndum que solamente Sánchez puede convocar… a cambio de estar presente en el gobierno de la gencat.

Todo esto, repetimos, es “alta política” (o más bien, “política de entresuelo”, lo máximo al que pueden llegar los actores en liza en Cataluña en este momento). Las fiestas de la Merced se han consumado con asesinatos, saqueos, enfrentamientos con los Mossos y una situación de descontrol visible en las calles. Porque Aragonés cree que es “estadista”. No lo es: es un mindundi de pueblo (no muy bien recordado en su pueblo, por cierto), cuya autoridad llega allí a donde llega TV3, en una Cataluña líder en delitos sexuales, líder en inmigración masiva inintegrada e inintegrable, líder en desertización industrial, líder en impunidad para la clase política, líder absoluto en delincuencia e inseguridad. 

A muy pocos les importa ya lo que ocurra en el parlament[ito] y en el [des]gobierno de la gencat. Reconozco que, a mí, todo esto, me importa, literalmente, un higo y, si hablo de ello es solamente porque algo hay que hacer en el retrete.








miércoles, 28 de septiembre de 2022

LA ESCUELA DE FRANKFURT (XV): REFLEXIONES SOBRE LA "INDUSTRIA CULTURAL"

Una vez se establecieron en los Estados Unidos, los miembros de la Escuela de Frankfurt entraron en contacto con un fenómeno nuevo, con unas dimensiones y un impacto radicalmente diferentes al que tenía en su Alemania natal: la prensa y los medios de comunicación. Además, como ya hemos expuesto, se dio la circunstancia de que unos miembros del grupo participaron en proyectos de investigación radiofónica financiados por la Fundación Rockefeller sobre el efecto de la difusión de “fake news”; por su parte, otros colaboraron, así mismo, con organismos de la seguridad del Estado en la preparación de un clima belicista en los EEUU que facilitara la entrada en la Segunda Guerra Mundial a favor del Reino Unido. Además, asistieron a la primera oleada de difusión de la televisión y pudieron estudiar a los dos medios que anteriormente ocupaban los lugares preferenciales en la comunicación de masas: la prensa y la radio.

Todo esto les dio una perspectiva completamente nueva y actualizada sobre el poder de la “comunicación de masas” y a su estudio se dedicaron algunos de sus miembros, en especial Herbert Marcuse, pero también Theodoro W. Adorno.

Marcuse y Adorno, gracias a sus colaboraciones con instituciones públicas y privadas de los EEUU, como hemos visto, descubrirán el papel creciente de los medios de comunicación y reflexionarán sobre las consecuencias que implican. No se centrarán en su funcionamiento, sino que aplicarán el “análisis crítico” a este elemento que presentan como propio del capitalismo. Olvidan, por supuesto, que cualquier sistema político, sea de la orientación que sea, hace de la “comunicación” -esto es, de la transmisión de información de un centro a la opinión pública- el elemento central de su “política de masas”. Centrados en los EEUU de los años 50 y 60 denuncian lo que llaman “industria cultural”.

El término aparece por primera vez en El hombre unidimensional, escrito por Herbert Marcuse en 1964 y que se convirtió en un bestseller de la “nueva izquierda”. La obra se inserta dentro del ejercicio de la “Teoría Crítica” como una de sus aplicaciones. Marcuse critica en ella a las sociedades de “capitalismo avanzado” aparecidas durante la Guerra Fría. Las considera “sociedades cerradas” que tienden a integrar en su “sistema” a todas las dimensiones de la existencia y en las que las necesidades políticas de la sociedad, se convierten en necesidades individuales y privadas. Afirma -enlazando con las tesis de Horkheimer- que los negocios que promueven el “bienestar general” son el producto de la “razón instrumental”, utilizada por el sistema.

La tesis de Marcuse es que, en las sociedades “de capitalismo avanzado”, el sistema crea falsas necesidades que integran al individuo en el sistema, convirtiéndolos en consumidores integrados y productores alienados. El motor de la comunicación es la publicidad y ésta suscita el consumo. Gracias al consumo se engrasan los medios de producción y se alcanza la producción de bienes culturales de carácter masivo. A causa de la persecución de estos bienes de consumo se logra un ciudadano amputado de cualquier otra dimensión, salvo de la de consumidor. De ahí su “unidimensionalidad”.

En estos individuos, cualquier forma de pensamiento crítico queda fuera de su alcance y cualquier actitud opositora tiende a desvanecerse o desvirtuarse. El individuo pasa a ser “cosificado”, un ente no pensante, enajenado y que ha olvidado incluso quién es y se ve privada del ejercicio de la sensatez. Los “bienes culturales”, generados por la “industria cultural”, intentan, en tanto que forman parte del sistema capitalismo, buscar el beneficio por encima de todo y aportar un contenido concreto para la manipulación de la masa, mediante lo proclamado por la publicidad que los acompaña: “si compras este vehículo, podrás ser libres”, “si adquieres este objeto, experimentarás un inmenso placer”, “la posesión de tal o cual objeto, generará admiración en tu entorno”.

Walter Benjamin, que ya había entrevisto algo de todo esto, lo consideraba inevitable: era el precio a pagar por la “democratización” de la cultura. Si había que ofrecer productos culturales para todos, era necesario que se produjeran en serie y fueran estandarizados. Pero, al mismo tiempo, expresaba sus dudas, sobre si lo producido en el terreno artístico, tendría ese “aura” que rodeaba a la “obra maestra”. Sostenía que la producción en cadena hace que el arte pierda su intensidad, su misterio. Por eso, los productos artísticos emanados de la modernidad, están orientados, en grandísima medida, hacia las trivialidades.

Así pues, los conceptos centrales que rodean las especulaciones frankfurtianas sobre la “industria cultural” son dos. De un lado, el concepto de “manipulación” al que tiende (esto es, su voluntad de controlar la voluntad de los individuos mediante medios técnicos), y de otro la “alienación” (que hemos definido como el proceso mediante el cual el sujeto deja de pensar por sí mismo y, por tanto, de ser uno mismo, y pasa a pensar en los términos queridos por la oferta de consumo). Existen, por tanto, dos polos, el “emisor” que corresponde siempre al “manipulador” y al “receptor” que es siempre el consumidor alienado y el productor integrado.

Lo esencial es que la “industria cultural” supone una degradación en relación a lo que tradicionalmente se entendía como “cultura”. Dado que todo lo que nace y se desarrolla dentro del capitalismo está sometido a su lógica del beneficio, la “industria cultural” termina convirtiendo la cultura en una mercancía más. Esta mercancía se comercializa mediante los medios de comunicación de masas hasta constituir una especie de anestésico social: un verdadero “opio del pueblo”.

Esta concepción hace que la “industria cultural” no esté dirigida por artistas sino por empresarios. No conduce a una “evolución” de la cultura hacia formas superiores y más depuradas, sino a una degradación. Y esto vale también, no solo para la “cultura pop” que conocieron los miembros de la Escuela de Frankfurt, sino también para la cultura en la era digital. Un ejemplo lo confirma: Spotify paga al autor y cantante de una canción, a razón de 0’004 céntimos de dólar por cada audición de una pieza, con tal de que se escuche más de 30 segundos. Si se escucha 10 o 15 segundos, el autor no recibe nada. Esto ha influido extraordinariamente en el desarrollo actual de la música pop: antes, era frecuente que una canción tuviera una duración de entre 3 y 10 minutos. Una pieza estándar de hace 20 o 30 años, estaba compuesta por un verso, un estribillo, nuevo verso, un “puente” (o culminación), el coro, la repetición del estribillo, etc. Sin embargo, ahora, ningún compositor ni cantante, pueden permitirse ni esta duración, ni la posibilidad de que el oyente se canse al oír el primer verso. Es necesario, por una parte, realizar piezas de poco más de un minuto y de que, nada más iniciada, se pueda oír el estribillo: se trata de captar la atención del oyente desde los primeros segundos; si el estribillo es pegadizo -y de eso se trata- la pieza se escuchará hasta el final y el autor recibirá sus 0’004 centavos de dólar, que sería lo mismo que si la pieza se prolongase durante 10 minutos…

Para Marcuse, esta degradación de la “cultura pop” genera conformismo entre los usuarios, los sitúa al margen de la realidad, incapaces de ejercer el pensamiento crítico y reduce la circulación del conocimiento a los espacios de ocio. El “frankfurtiano” sentencia que la industria cultural es un instrumento de distracción que nos tiraniza y que, para colmo, es aceptado acríticamente por el público. Cumple así la función que el “sistema de capitalismo avanzado” ha atribuido a la “cultura pop”, mantener sus estructuras de poder inalterables y ajenas a la posibilidad de una crítica en profundidad. Actúa como una droga que atrofia los sentidos, nos indica qué debemos creer, cómo debemos de asumir esa creencia y qué debemos aceptar como normalidad. La presión mediática es tal que genera una narcosis social que perpetúa la alienación de las masas y aleja la posibilidad de que, antes o después, tomen conciencia de su situación. De todos los elementos para el ejercicio del “control social” de los que hablase Lukács, los medios de comunicación son (en los años 60 y mucho más en la actualidad), los más esenciales para mantener la dominación social y la concentración.

Utilizará un neologismo para calificar todo esto: “neodominanación”, el proceso a través del cual se asegura al ciudadano que cuanto más aumente su capacidad de consumo, más feliz será y que solamente mediante el consumo puede acceder a la felicidad. Se trata de reducir al ser humano a la categoría de animal de granja, situado en el interior de un establo, incapaz de ver más allá de sus muros. El modelo ideológico impuesto por el “capitalismo avanzado” es fiel a su ley interna: cantidad antes que calidad, lo único que interesa al ciudadano alienado es todo aquello que puede cuantificarse. La calidad de los productos (culturales o manufacturados) que consume le resulta completamente ajeno o bien es un aspecto secundario.

Cuando Marcuse redacta estas páginas, la guerra del Vietnam va aumentan su intensidad. Denuncia la presencia y las iniciativas del “imperialismo”, guerra, bombardeos masivos sobre Hanoi y sobre la “ruta Ho Chi Min” (nunca, por cierto, dijo ni una sola palabra sobre los bombardeos con fósforo realizados por la aviación norteamericana sobre ciudades alemanas indefensas durante la Segunda Guerra Mundial, lo que, ya de por sí, resulta significativo sobre sus elecciones subjetivas), pero advierte que éste no es el único medio de dominación e, incluso señala, que la tecnología de la comunicación es un instrumento mucho más eficiente para el control de las poblaciones que el terror y los bombardeos.

En este punto realiza una incursión sobre el papel de la tecnología en la cultura de masas. Establece que, a medida que avanza la historia, los medios de comunicación de masas se apoyan cada vez más en herramientas tecnológicas. Percibe que la tecnología camina por delante de las necesidades de las masas y su aplicación excede con mucho las necesidades del bienestar. De ahí el “consumismo” y el proceso de “unidimensionalización” del individuo. No se trata de una consecuencia automática del “progreso”, una especie de efecto secundario indeseable, sino que sus promotores son perfectamente conscientes de lo que buscan: reducir al ciudadano a un estatuto de productor alienado y de consumidor integrado.

Marcuse en otra obra, El final de la Utopía, publicado en 1968 -contemporáneo, por tanto, a los incidentes generados en todo el mundo por la “nueva izquierda” (se trata de un conjunto de ensayos y entrevistas escritos entre la publicación de El hombre unidimensional y los primeros chispazos de la “contestación”)- sostenía la idea de que, por primera vez en la historia, la humanidad tiene a su alcance los elementos necesarios para hacer realidad la “Utopía” (el sistema ideal de gobierno que debe conducir a una sociedad armónica, justa y perfecta, sin conflictos internos) y solamente nos aleja de ella la injusta distribución de los medios de producción.

Este modelo económico-social tiene unas consecuencias deletéreas: por una parte, el ser humano, pendiente de las noticias, siempre manipuladas por los medios de comunicación y orientado hacia el consumismo, ignora lo que está ocurriendo en la realidad. Por otra parte, generan estabilidad social. En efecto, allí donde antes, en las sociedades tradicionales, la estabilidad se lograba mediante referencias “superiores”, especialmente a la trascendencia, en las sociedades de “capitalismo avanzado” el elemento que coagula esfuerzos y aúna voluntades es la posibilidad de consumo. Si esta posibilidad desapareciera a causa de una crisis internacional o de algún cataclismo natural, el ser humano se derrumbaría. Lo que le genera verdadero pánico es no poder acceder al consumo. Por lo mismo, rechaza también cualquier posibilidad de seguir un movimiento alternativo que pudiera poner en riesgo el proceso “producción-consumo”. Pero, lo esencial, para Marcuse es que esta situación es profundamente injusta, porque encubre el hecho fundamental de nuestras sociedades: que existen explotados y explotadores y que la tiranía del consumo constituye, en la práctica, una nueva forma de esclavitud.

De todos los enfoques realizados por la primera generación de la Escuela de Frankfurt, quizás éste sea el que, con más exactitud, refleja hoy -más de medio siglo después de haberse establecido- mejor la realidad de nuestro tiempo y el proceso sobre cómo hemos llegado al punto en el que nos encontramos.








martes, 27 de septiembre de 2022

LA ESCUELA DE FRANKFURT (XIV) - DE LA "RAZÓN INSTRUMENTAL" A LA "RAZÓN CRÍTICA" PARA LLEGAR AL RELATIVISMO

Max Weber había aludido a tres tipos de racionalidad: la estética, la moral y la científica. Horkheimer, partiendo de esta base, piensa que la transformación revolucionaria” tiene que tener a su lado, sobre todo a la “razón científica”. Solamente así existirá más apertura mental y, por ello, más avances científicos que acelerarán -al menos es lo que espera- más cambios sociales y más “progreso”. Claro está que Horkheimer pensaba esto cuando todavía tenía la convicción de haberse adherido a una “doctrina científica”, el marxismo. Como todo esto dista mucho de ser evidente -también es posible que la razón científica, en sí misma, divorciada de la razón estética y de la razón moral, genere “ciencia sin consciencia” y, más que “progreso”, de lugar a situaciones de quiebra social y de restricciones de las libertades- vamos a extendernos un poco en las definiciones necesarias para entender esta parte de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt.

Se entiende por “razón”, la capacidad de pensar, elaborar conceptos, unirlos unos con otros, hasta llegar a conclusiones “razonables”. Horkheimer la define así en el prefacio de la segunda edición alemana: “El hecho de percibir -y de aceptar dentro de sí- ideas eternas que sirvieran al hombre como metas, era llamado, desde hacía mucho tiempo, razón. Hot, sin embargo, se considera que la tarea, e incluso la verdadera esencia de la razón, consiste en hallar medios para lograr los objetivos propuestos en cada caso”. Todo ello, a través del discurrir mental. La “razón instrumental”, por tanto, será la posibilidad que tiene el ser humano de utilizar la razón para adaptarse al mundo en el que vive y satisfacer sus necesidades. Es, por tanto, una forma de pensamiento que está vinculado a la “acción” y que toma en consideración objetos e ideas que utilizará como medios para alcanzar los fines que se propone. La “razón instrumental”, por tanto, puede ser asimilada a una forma de pragmatismo. Lo que importa, sobre todo, el llegar a lo que se pretende, el fin, sin importar los medios que se utilicen para ello. Horkheimer sostendrá que “Los objetivos que, una vez alcanzados, no se convierten ellos mismos en medios son considerados como supersticiones”. Y es en ese terreno en el que sitúa a la religión, a pesar de que cita la idea de Hobbes de que los principios morales emanados de la religión son “socialmente útiles, destinados a fomentar una vida en lo posible libre de tensiones, un trato pacífico entre iguales y el respeto del orden existente”.

Otra definición de “razón instrumental” estaría próxima a la idea de “utilidad”. El valor de cada cosa, para nosotros, está relacionado con aquello para lo que sirve. Una música puede servir para relajarse después de una jornada agotadora, una tijera será el instrumento adecuado para cortar un papel. Alguien que pensara en relajarse mediante una tijera o que esperase cortar papel con una música, podríamos decir que es un ser “irracional” o alienado, en la medida en que no logra encontrar la utilidad que corresponde a cada objeto.

Sostiene Horkheimer que, la razón, en tanto que “razonable” niega, a sí misma, su carácter absoluto. Para él, “razonable” es equivalente a “relativo”. Por eso se produce la paradoja de que “los avances en el ámbito de los medios técnicos se ven acompañados de un proceso de deshumanización. El progreso amenaza con destruir el objetivo que estaba llamado a realizar: la idea del hombre”.

En 1947, apareció Crítica de la Razón Instrumental, que reúne una serie de escritos publicados por el autor a lo largo de la década de los 40. En su primera edición apareció con el título de El eclipse de la razón que fue perjudicial para su recepción, parecía sugerir que se criticaba a la razón. En realidad, no lo es, pero Horkheimer optó por un título más “comercial” desde el punto de vista de los profesionales de la filosofía. Horkheimer no ataca a la razón y no se sitúa del lado de lo irracional, sino todo lo contrario, lo que pretende formular es una autocrítica a la razón, desterrar la razón de cualquier forma de autoritarismo que, nos dice, termina pervirtiéndola. Viajando al origen kantiano del término razón, lo que pretende es criticar la razón mutilada y reducida a la razón instrumental.

En el volumen se reúnen escritos realizados al margen del Instituto de Investigación Social y de sus trabajos sobre la reforma educativa. Menciona que fue un trabajo vinculado a la elaboración de la teoría crítica y al estudio realizado con “mi amigo Adorno”, Dialéctica del Iluminismo (del que dice que está “agotada desde hace mucho tiempo”, cuando en realidad había tratado de retrasar lo más posible la reedición de la obra que circulaba en múltiples ediciones pirata). El texto se basa en apuntes tomados durante charlas y cursos realizados en la primavera de 1944 en la Universidad de Columbia. A pesar de que, en Dialéctica de la Ilustración parecía claro que Horkheimer y su “amigo Adorno”, circulaban por carriles paralelos, pero con tendencia a separarse, aquí se obstina en tender puentes hacia él: “Sería difícil determinar cuáles de los pensamientos se debieron a él y cuáles a mi”, concluyendo: “Nuestra filosofía es una sola”.

El libro, confiesa el autor, es fruto de una decepción: “Con el fin del nacionalsocialismo -así creía yo entonces- amanecería en los países progresistas un nuevo día, ya sea mediante reformas o por una revolución, y comentaría la verdadera historia de la humanidad. Junto con los fundadores del “socialismo científico” habría creído que necesariamente, se extenderían por le mundo los logros culturales de la época burguesa, el libre despliegue de las fuerzas, la productividad intelectual, sin llevar ya el estigma de la violencia y la explotación”…

El error de Horkheimer en esa época, consistía en creer -o haber fingido creer- que la Segunda Guerra Mundial y la violencia que le acompañó fue solamente el producto del nacionalsocialismo, cuando él y los “frankfurtianos”, gracias a sus contactos con los servicios de inteligencia de los EEUU, las fundaciones y los lobbis para los que trabajaron, se situaban en el vértice belicista en los EEUU y fueron los que más instigaron el desencadenamiento de la guerra en Europa. Concedamos que la situación de exilio (en realidad de autoexilio) y la condición étnica del grupo “frankfurtiano” inclinó, de manera natural, por puros intereses instrumentales, a colaborar en el esfuerzo bélico de los EEUU. Pero, al acabar el conflicto, ese “mundo feliz” en el que creía (o decía creer Horkheimer) no se realizó: inmediatamente se encadenó el conflicto entre el Este y el Oeste, entre los EEUU y la URSS, en lo que se llamó la Guerra Fría.

Horkheimer, inicialmente marxista, luego teórico del pensamiento crítico, toma partido, en 1967 -año en el que escribe el prólogo a la segunda edición alemana de la obra- implícitamente por los EEUU: es un hombre desengañado, pero agradecido. Escribe en aquel momento de violencia: “Sin embargo, lo que he experimentado desde aquellos tiempos no dejó de afectar a mi pensamiento. Sin duda alguna, los Estados que se llaman comunistas y se sirven de las mismas categorías marxistas a las que tanto debe mi esfuerzo teórico, no se encuentran hoy día más próximos al advenimiento de aquel nuevo día que los países en los cuales por el momento se ha extinguido todavía la libertad del individuo”.

En los años 30, Horkheimer pensaba que la técnica era una fuerza subjetiva, entre tantas, con las que había que contar en la medida en que la ciencia cada vez se hacía más presente en la vida de la humanidad. Por lo tanto, resultaba necesario integrar en la teoría crítica y predecir los progresos científicos. Lo que le preocupaba era que, en el ámbito científico, no se diera también la falta de racionalidad que había detectado en los subproductos de la Ilustración que identificó. Parece que quedó conmocionado por la explosión de las bombas de Hiroshima y Nagasaki y por algunos programas de armamento alemán que aparecieron en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Se reafirmó en la neutralidad de la ciencia y en su concepción como producto de la razón, pero también adquirió la convicción de que la aplicación de los principios científicos podía estar guiada por la irracionalidad. Así pues, en la ciencia, producto más depurado de la razón instrumental, la irracionalidad se filtraba, al igual que en la Ilustración.

En esta obra es en la que aparece retratado el concepto que la Escuela de Frankfurt se forja de “felicidad”. La “felicidad” (en principio, la tendencia freudiana al placer compensatoria del “thanatos”) venía dada por el dominio del ser humano sobre la naturaleza. Sin este dominio no puede haber bienestar. Para crear un mueble es necesario derribar un árbol, pera cultivar frutos es necesario roturar los campos. Todo es, por tanto, dominio sobre la naturaleza y de eso depende de la felicidad: siguiendo este razonamiento, la felicidad absoluta vendrá dada por el dominio completo sobre la naturaleza (tesis que, en el fondo, ha sido recuperada por el transhumanismo). Sin bienestar, no hay felicidad posible. El hombre primitivo, cazador-recolector, en su cueva, difícilmente podría ser feliz. La historia de la humanidad, para Horckheimer es una lucha por desbrozar el camino que lleva a la felicidad y ésta, solamente puede ser, material: a diferencia de Adorno, quien, en tanto que musicólogo, comprendía que una sinfonía podía evadir al ser humano de sus problemas (recuérdese la orquesta del Titanic), el autor de Crítica de la Razón instrumental, no concibe otra felicidad más que éstq. Es lo que podríamos llamar una “concepción materialista de la felicidad”.

Dominar a la naturaleza -y este es el drama- implica también dominar a los hombres que forman parte de esa naturaleza. Incluso el científico que trabaja en algún proyecto que implique tal dominio, sufre él mismo los resultados: “la historia de los esfuerzos del hombre por sojuzgar a la naturaleza es también la historia del sojuzgamiento del hombre por el hombre”.

En las páginas de esta obra, está presente el espíritu del antiguo marxista, consciente que el marxismo es incapaz de explicar, incluso, aquello que había puesto más énfasis en elucidar: la historia, por ejemplo. Horkheimer se da cuenta de que no podemos controlar la historia, ni las condiciones en las que se desarrolla. Por eso, la historia humana es, al igual que la naturaleza, un “objeto externo”. La historia no puede comprenderse porque, al igual que en las demás ciencias sociales, no puede haber en ellas mismas explicación, en la medida en que forman parte de la naturaleza, algo que la “filosofía de la vida” alemana ya había planteado intermitentemente desde Hegel. La imprevisibilidad e incontrolabilidad de la historia es el rasgo de esta nueva etapa de la Escuela de Frankfurt.

Lo único que puede realizar el ser humano ante la historia es ejercer una función “crítica” que le permitirá entrever por dónde se ha filtrado la irracionalidad y, por tanto, cómo conjurarla. La aplicación de la “racionalidad reflexiva y crítica”, implica disponer de un arma creativa que permitirá que el hombre se rencuentre con la naturaleza y que el termine integrándolo en el todo de esa naturaleza. Así se construirá otro orden y otras realidades.

La preocupación de Horkheimer es cómo el progreso científico puede liberar al hombre de pesos y responsabilidades y convertirlo en un “ser feliz”. Cada página del libro rezuma la contradicción entre el antiguo marxista que cree en el materialismo y en la concepción materialista de la felicidad y, al mismo tiempo, el hombre que ha sufrido decepciones y visto horrores y al que no le quedan mucho margen para el optimismo: de ahí su apelación a la observación crítica.

Así como Dialéctica de la Ilustración es un grito airado y muy poco filosófico, la Crítica de la Razón Instrumental es una obra mucho más mesurada. Obsérvese este párrafo: “En otro tiempo el arte, la literatura y la filosofía aspiraban a expresar el significado de las cosas y de la vida, a ser la voz de cuanto está muerto, a prestar a la naturaleza un órgano para expresar sus padecimientos o, como cabría decir, para llamar a la realidad por su verdadero nombre. Hoy se ha privado del lenguaje a la naturaleza. Una vez se creyó que toda manifestación, toda palabra, todo grito, todo gesto tenía un significado interior; hoy se trata de un mero proceso. La historia del niño que, mirando al cielo, preguntó: - Papá, ¿de qué es un anuncio la luna?; es una alegoría de aquello en que ha venido a convertirse la relación entre hombre y naturaleza en la era de la razón formalizada. Por una parte, la naturaleza se ve desprovista de todo valor intrínseco o sentido. Por otra, el hombre ha sido privado de todos los fines salvo el de autoconservación. Intenta transformar todo lo que tiene a su alcance en un medio para ese fin (…) El antiguo cazador con trampas no veía en las praderas y en las montañas sino la perspectiva de una buena caza; el hombre de negocios moderno ve en el paisaje una oportunidad favorable para la instalación de anuncios de cigarrillos. Una noticia que apareció hace algunos años en los periódicos simboliza muy bien el destino de los animales en nuestro mundo. Informaba de que en África los aterrizajes de los aviones eran dificultados por las manadas de elefantes y de otros animales. Así pues, los animales son considerados solamente como obstáculos para el tráfico”.

En esa época, uno de los elementos que Horkheimer retenía del viejo marxismo y del pensamiento decimonónico, era la idea de que el progreso era irreversible y que no se le podía dar marcha atrás: “Somos, en una palabra, para bien y para mal, los herederos de la ilustración y del progreso técnico. Oponerse a ellos mediante la regresión a estados primitivos no mitiga la crisis permanente que han traído consigo”. La “solución Horkheimer” pasa por reconciliar la razón instrumental con la razón objetiva, lo que facilitará el reencuentro entre razón y naturaleza y la única vía es el “pensamiento crítico”.

No están más claras las vías que propone para tal “reencuentro”. La fórmula más convincente sería el restablecimiento de valores absolutos y el abandono de cualquier relativismo, una solución que Horkheimer no puede aceptar, ni siquiera contempla. Ofrece en la segunda parte de la obra, una fórmula: “liberar de sus cadenas al pensamiento independiente”, pero, tal pensamiento, privado de referencias absolutas, no es uno, sino múltiple, incluso puede llegar a ser contradictorio, y derivar hacia el nihilismo o hacia horizontes todavía más problemáticos (el “postbiologismo” transhumanista). En estas circunstancias, si bien el análisis de Horkheimer parece bastante “razonable”, sus conclusiones lo son algo menos: volviendo al trabajo realizado junto a Adorno, en Dialéctica de la Ilustración, parece poco sensato el reconocer que “el sueño de la razón produce monstruos”, algo que puede admitirse, para luego afirmar que “para bien o para mal, somos herederos de la ilustración y del progreso técnica. Oponerse a ellos mediante la regresión a estados primitivos no mitiga la crisis permanentemente que han traído consigo”. Si un camino conduce al abismo, lo más sensato es desandar lo andado y buscar otro camino. Así pues, lo “racional”, aceptando la crítica de Horckheimer sería situarnos en el pensamiento pre-ilustrado y, a partir de ahí, contemplar la posibilidad de emprender otras rutas, porque la de la Ilustración, una y otra vez, llevará a la barbarie. El autor de esta obra no puede hacerlo: para él, la gran aportación de la Ilustración es romper con las “mitologías”, negar las “supersticiones”, dar la espalda al “pensamiento mágico” y considerar que el ser humano es materia, solo materia y nada más que materia, a la que hay que “satisfacer”. Una concepción así, no solamente no enmienda el camino emprendido por la Ilustración sino que profundiza en su maleza. Lo que nos está proponiendo es que, aun a sabiendas de que esa ruta conducirá al abismo, la recorramos “críticamente”… Para ese viaje, más que alforjas hubiéramos necesitado un paracaídas…

Esta es, sin duda, una de las obras más interesantes desde el punto de vista de la Escuela de Frankfurt, en la que se encuentran justificaciones y bases de movimientos como el ecologismo o de tendencias compulsivas de la modernidad como el “progresismo”. Hay lugar también para fundamental cualquier forma de hedonismo y, por supuesto, también es posible anclar cualquier tendencia del complejo LGTBIQ+. A fin de cuentas, lo que le interesaba era la “felicidad”, es decir, negar valores superiores, eliminar absolutos, y dejarlo todo al albur del “libre examen” de cada cual, ahora llamado “análisis crítico”.