miércoles, 21 de septiembre de 2022

CRONICAS DESDE MI RETRETE: BIENVENIDOS LOS "GPS SOCIALES"

Será porque la vida me ha hecho observador o quizás, porque a mi edad, uno empieza a saber qué es lo que le gusta y qué rechaza, pero el caso es que este verano he observado una serie de “tendencias” en nuestro país que, en sí mismas, son auténticas estupideces sin ningún valor, pero que, juntas, facilitan un diagnóstico, no solo de lo mal que va el país, sino que aportar la certidumbre de que si el país “va mal” es, precisamente, porque la sociedad va peor.

El verano permite ver partes de la anatomía, seguramente más amplias que en cualquier otro período del año. Especialmente en zonas turísticas como la que vivo. El hecho de que, en los dos años de la pandemia, el turismo hubiera descendido, pero en poco tiempo hayamos recuperado los niveles de visitas turísticas del período anterior, con la masificación que conlleva, quizás ha sido el detonante para que me fijara en que cada vez son más las personas tatuadas. Y no se trata ya de un pequeño tatuaje, sino de amplias zonas de su cuerpo, completamente taladradas por las agujas. El fenómeno afecta a toda la Europa Occidental y a algunos países del Este. Pero, me da la sensación de que en España se ha convertido en una moda de masas. Yo he tatuado. Así que sé de lo que estoy hablando. He tatuado artesanalmente con agujas de coser y tinta de bolígrafo mientras estaba en la cárcel (por delito político, faltaría más). De hecho, al entrar en la cárcel se nos preguntaba si llevábamos algún tatuaje. En aquella época estar tatuado era signo de moverse por ambientes manguis. La policía tenía fichados a tatuados y a tatuajes. Eran los años 80 y el socialismo ya estaba en el poder.

Soy de los que opina que el cuerpo humano es bello y cualquier cosa que lo cubra, lo adorne, lo convierta en un anuncio publicitario de lo que le gusta o de lo que rechaza, es fundamentalmente innecesario. Especialmente en la mujer. Y esto no es machismo: cuando estoy con una mujer, me gusta toda ella, no ese dragón que se ha tatuado en la espalda y que parece mirarme. Si, ya sé que esto es propio de neuróticos, pero todos somos algo neuróticos y, al menos, la mía es una neurosis selectiva.

Pasó el tiempo, poco a poco, esto del Tatoo se fue desdramatizando. En los 90 ya había revistas sobre el tema (trabajé en una editorial que publicaban dos de este tipo y allí fue donde vi a los primeros tipos politatuados). Si menciono esto es porque no hace mucho me encontré con uno de aquellos personajes. Hacía 20 años que no nos veíamos. Los tatus que en otro tiempo estaban claros y nítidos, bien afirmados, ahora parecían manchas inconexas; casi una enfermedad de la piel. El tiempo lo mata todo y desvirtúa a los pocos años la perfección del mejor tatuaje.

Lo que este verano me ha sorprendido, además, es que he visto tatus inconexos, independientes unos de otros, salpicando cuerpos de hombres y, especialmente, de mujeres. Una cosa es el tatu “unificado”, coherente, y otro el caprichoso: aquí el rostro de Einstein, al lado un dragón, el logo de un conjunto en una mano y en otro el perfil de Sitges, sin olvidar la inefable lengua de los Rolling. En algunos (y, mucho más, en algunas), cada miembro tenía su pequeño e inconexo tatu, dando al conjunto una sensación de improvisación, capricho, y escasa meditación sobre algo que se va a llevar toda la vida.

Pero también lo que me ha sorprendido es que he visto tatuajes de los de a 1.000 euros o más el trabajo, lucidos por gentes de rentas bajas. Calculando lo que se ve y lo que no se ve, en algunos, es posible que el tatuado haya pagado entre 6.000 y 10.000 euros al tatuador por todo el conjunto y en distintas entregas. Servidor, educado en el ahorro y en la previsión del futuro, considera un gasto así, excesivo y desproporcionado, especialmente si uno no pertenece a la yakuza.

Y luego están los perros. También entiendo de la materia porque siempre que he vivido en el campo he tenido perros. Y utilizo el plural. Perros, varios y grandes. Nunca les he dejado entrar en casa. Siempre han tenido un lugar propio cerca de la casa: el suyo. Es bueno que los perros estén libres y sueltos en el campo. Entre otras cosas porque son depredadores y unos mismos tienden a procurarse alimentos complementarios a las croquetillas de saco o a los arroces partidos con sopa de ortigas. Me gustan los perros tranquilos que, llegado el caso, sacan los dientes y arrugan la nariz como única y última advertencia: “Atrás o te como”. No me gustan los perrillos mini de apartamento de 80 metros cuadrados, chillones, ladradores y poco mordedores. Pero son los que más se ven en nuestras calles. Creo que hay demasiados. O, dicho de otra forma, hay demasiada soledad en la sociedad para creer que un perro de escasos cinco kilos, nervioso, comedor y meón, es una compañía que pueda sustituir a la de un hijo o un humano.

Sí, ya sé que, con los precios de la ropa, de la comida y de la escuela, tener un hijo, puede ser considerado como una inversión ruinosa. Además, no hay garantías de cómo saldrá, de si estudiará o será un colgadete toda su vida. Ni siquiera de si lo podremos mantener con dignidad o no. Así que mejor un perro que, en última instancia, se puede abandonar, como al abuelo, en una gasolinera y ya vendrá alguien que lo recoja. He identificado varios casos arquetípicos: perro para matrimonio sin hijos (lo normal es que al cabo de unos meses compren otro perro de la misma raza para que su mascota no esté sola, así cada cónyuge tiene a su “hijo más querido”; en estos casos, la pareja humana compra todo tipo de gadgets para sus perros, incluidas, botas -sí, botas, lo he visto- pero también cochecitos de bebé para pasearlos y mantitas para el invierno, olvidando que la naturaleza de los perros favorece que en invierno generen más pelo y en verano lo pierdan); luego está el caso del abuelo que se ha quedado solo y al que sus hijos le han regalado un perro (normalmente de tamaño medio) para que esté con él y no sienta la soledad a la que los hijos le han abocado (lo normal es que, antes o después, el perro tire tanto del abuelo que termine por hacerlo ingresar en urgencias con la cadera rota); y no olvidemos el caso del chaval joven que quiere un perro de raza agresiva que infunda respeto (normalmente, se trata de alguien que se gana la vida con trabajos no particularmente bien pagados; el perro se come, literalmente, parte de la paga, por lo que, pasada la primera euforia, el fulano se deshace del perro y lo endosa a otro como él o a la perrera municipal). No podemos olvidar al matrimonio con hijos caprichosos que piden un perro y los papás que se lo compran valorando únicamente la cara de satisfacción de sus hijos en el momento en que se lo entreguen (esa cara pasará pronto y, por pasar, también pasarán algunas enfermedades del perro a los niños, sin olvidar que cada día, los padres, además de cuidar de sus hijos, deberán cuidar de las mascotas de sus hijos, porque ellos, jamás, pasearán al perro, y resolver los destrozos caseros en mobiliario especialmente causados por los caprichos de sus hijos). Hay otras tipologías de “tenedores de perros” a los que el gobierno está haciendo sufrir a la espera de la próxima ley de mascotas que prevé cursos de capacitación y castigos bíblicos para quien ose maltratar a sus mascotas, pero lo cierto es que lo más habitual son las que acabamos de presentar brevemente.

Y esto, por asociación de ideas, me lleva a otro terreno que está proliferando excesivamente: las uñas postizas. Yo no sé qué experimentará una mujer cuando se “hace uñas nuevas”. Si es que le gustan a ella o es que creen que gustan a otros. O si es que compiten entre ellas por el título de la más hortera de su círculo. Tampoco sé lo que se puede hacer con esas uñas: no, desde luego, acariciar, ni tampoco cocinar o batir un huevo, deben ser molestas para conducir, incompatibles con algunos oficios y seguramente por todo eso, nunca me he aproximado a una mujer con esas “uñas de fantasía” a lo Fu-Manchú. Ni aconsejo a nadie que lo haga, salvo que quiera relacionarse con alguien que denota por este mero rasgo, falta de gusto, narcisismo, y la innegable componente hortera a la que ya he aludido.

Otra cosa más. En la última película de Cronemberg, Crímenes del Futuro, que se estrenará uno de estos días, uno de los personajes cita la frase: “La cirugía es el nuevo sexo”. Por otra parte, corre por ahí una actriz infantil española que luce, a sus nueve o, a lo más, diez años, unos labios recauchutados a base de bótox. El efecto es desmoralizador e, incluso, diría, aterrador: un rostro que ha pasado por cirugía estética, sin necesidad, se convierte en una caricatura de sí mismo y mucho más si los inductores han sido sus padres para hacer de ella una máquina de ganar dinero. Unos labios artificialmente hinchados son tan falsos como un socialista honesto, unas arrugas disimuladas con regatas de bótox servidos en la peluquería, no pasan de ser bultos deformantes de la expresividad natural; no digamos unos pómulos artificialmente marcados; y luego están las operaciones de crecimiento de senos de las que siempre quedan rastros y que hay que renovar de tanto en tanto. O los aumentos “latinos” de culo. Y en el ámbito gay los “blanqueados” de ano (sí, blanqueados de ano que les fascinan).

No es raro que, después de pasar por todas estas operaciones -y hay que recordar que los propios médicos y el sentido común son los primeros en recomendar entrar en un quirófano solamente las pocas veces que sea necesario- los transexuales que se han operado, demasiado apresuradamente y sin valorar las consecuencias a medio plazo, persistan en sus depresiones y, dato que se oculta, los niveles de suicidio entre ellos sean los mismos que entre los aspirantes a trans que no se han operado. Habrá que dar la razón a Cronenberg en lo de que la “cirugía es el nuevo sexo” y, como en el sexo, también aquí hay gente que adquiere esa adicción: la cirugía estética -las más de las veces innecesaria- se convierte en un foco de adicción. Y nadie, absolutamente nadie, parece dispuesto a decir en voz alta que la mayor parte de retoques que se ofrecen en centros de este tipo de cirugía, deforman irremediablemente cuerpo y rostro, hasta hacerlos irreconocibles y verdaderas caricaturas.

Hay más. Hemos hablado de tatus, de perros, de uñas, de cirugías, podríamos añadir, adicción a móviles, difusión de las peores músicas que se hayan compuesto en la historia (rap, hip-hop, bachata), del culto al cuerpo, al ciclismo. Hagamos un aparte sobre este último que está causando verdaderas masacres. Si usted quiere practicar “ciclismo”, de momento, ponga algo más de 3.000 euros sobre la mesa. Mil para una discreta montura y dos mil para los complementos: casco, zapatos, maillot y demás. Y luego, cuando media docena de amigos, compartan la “afición”, láncese sábados y domingos a la carrera, en grupo (porque si no es en grupo, parece como si no se pudiera practicar este deporte). A fin de cuentas, esto es España, y el grupo sirve solamente para ir aquí a comer o pedalear a destajo hacia aquel otro garito en el quinto coño que dan unas almejillas inolvidables. La energía que se consume el ciclista, la repone siempre el mismo día en algún lugar de la geografía gastronómica de este país. Uno termina con el culo roto, hemorroides de por vida, pero, eso sí, con las pantorrillas y el estómago hiperdesarrollados. La fiebre del ciclismo no es eterna, dura solamente unos meses -a veces, incluso, pocas semanas- el cansancio, las protestas de la esposa o de la novia, el aumento de peso, y la relativa eficacia del fármaco hemorroidal, generan abandonos temporales que tienden a convertirse en definitivos.

Item más. El móvil se ha convertido en uno de los complementos más útiles y, al mismo tiempo, más molestos para el ser humano. Aparte de que hoy el terminal de telefonía se utiliza más para cualquier otra cosa que para comunicarse verbalmente con otros, el problema es que un buen porcentaje de quien lo hace, carecen de la sensibilidad y el pudor necesario para su empleo. La palabra clave es “pudor”: no solamente se experimenta pudor al ocultar las desnudeces a otros, el “pudor” atañe a todo aquello que tiene que ver con nuestra intimidad. Estoy harto de oír conversaciones que no me interesan, en la que gente absurda hace públicas sus miserias. Chonis poligoneras que se quejan de que su rollo no les hace puto caso. Julandrones explicando cómo les han tomado el pelo o les han decepcionado. La abuela que telefonea a su hija desde el tren justo al salir de la estación hasta la que le ha acompañado para ver si “todo va bien”. No sabía que dentro del “contrato social”, la cláusula que prohibía la intemperancia había sido abolida o existía una dispensa para los usuarios compulsivos de móviles.

Matemáticamente puede establecerse una razón en este tema: cuanto más intrascendente, frívola y estúpida es una conversación, mas quien la protagoniza se cree obligado a alzar la voz para que todos comprobemos su nivel de aculturización y degradación simiesca. RENFE, consciente de los problemas que se han ido generando con todas estas interrupciones que suponen para la normalidad de un viaje, ha reservado un pequeño vagón en la cabecera de los trenes de largo recorrido en la que quien paga el complemento se compromete a no hablar en voz alta, no responder al móvil sino es saliendo del compartimento y no oír música a través del altavoz del móvil. Y ese vagón siempre está lleno. Es el vagón de la tranquilidad.

LAS DESCORAZONADORAS CONCLUSIONES

Podía seguir, pero con estos ejemplos creo que está claro que las cosas no van bien y que estamos inmersos en una sociedad irresponsable, decadente, irrespirable y, lo que es peor, que este proceso es irreversible. Lo inherente a todas estas muestras de decadencia es claro: falta de pudor, falta de educación, falta de cultura, falta de exigencia de calidad, modas, tendencias marcadas por “influencers” de rebajas por fin de temporada, modas importadas de la inmigración tercermundista -sí y tercermundista, y añado una nota de desprecio, por si no ha quedado claro, hacia todo lo que llega de por ahí, habitualmente lo peor de lo peor- que encuentran terreno abonado en una sociedad perdida y abandonada a sí mismo, seguidores activos de lo que no son más que muestras de estupidez.

Recuerdo aquellos tiempos en los que en los balcones de Cataluña aparecían banderas independentistas a modo de declaraciones de fe. Quienes ponían esos trapos parecían muy orgullosos de mostrar su fe política. Había quienes los odiaban y no pensaban más que en arrancar aquellos trapos y lazos amarillos. Yo siempre estuve en contra: para mí, eran nuevos signos de la topografía urbana que ayudaban a orientarse. En efecto, si ahí han colgado un trapo con el triángulo azulado, es que allí vive alguien que tiene poca cultura política, nula cultura histórica y que es un fanático indepe del que hay que alejarse. Gracias por indicármelo. Era el GPS de la estupidez.

Análogamente, todos los signos externos que he enumerado, crean cribaS: jamás me relacionaré con alguien que sea adicto a algo, cuando veo a alguien que tiene en su pisito a uno o dos perros, sé muy bien que esa persona tiene carencias y problemas de todo tipo; cuando veo un rostro deformado por el bótox o unas tetas más artificiales que el carisma de Feijó, no me pidan que me acerque; alguien que habla a gritos por el móvil o te obliga a que compartas sus pésimos gustos musicales con él, no es alguien cuya compañía me gustaría más allá de los 5 minutos que dura un trayecto entre dos paradas de metro. Veo unas manos y si sus uñas se han convertido en zarpas adornadas con todo tipo de gilipolleces, la persona en cuestión ha quedado reconocida, clasificada y descartada, pasa a tener para mí tanto interés como el pienso de las hamburgueserías McPerro. Un ciclista, bajado de la bicicleta, de aspecto ridículo, con esos zapatos que le impiden andar y el culo prieto por un maillot ajustado con almohadillas adosadas en el lugar correspondiente a los lóbulos del culo, es un pobre diablo al, que le han tomado el pelo, a pesar de lo cual, si se trata de un amigo, habrá que consolar y llevar por el buen camino. Directo al bar sin pasar por el suplicio de la bici.

Vivimos un momento afortunado en la historia: podemos reconocer la estupidez con facilidad. Los humanoides tienen a bien mostrarnos signos externos para reconocer su talante y su valía. Hoy, cada cual se muestra tal como es. Eso tiene una ventaja: el sujeto se cree libre para mostrarse en su plenitud. Pero, también, un inconveniente para él: inmediatamente sabemos a quien no nos acercaremos jamás. Antes hacía falta entablar conversaciones largas y no concluyentes con alguien para reconocer su naturaleza profunda, su verdadera personalidad. Ahora es todo mucho más simple: un tatu ayuda a conocer lo que piensa alguien. Con algunos estaremos de acuerdo y a otros habrá que esquivarlos. Algunos ritmos musicales evidencian el grado de negrificación de una persona. Y, lo siento, pero soy “hombre blanco heterosexual” y no tengo el menor inconveniente en confesar, en esta época de relativismo y entusiasmo por el “hombre blandengue”, que la cultura europea es diferente y superior. Hagan un “mestizaje cultural” entre Beethoven y el tam-tam y lograrán algo que está por debajo de Beethoven e incluso del tam-tam.

¿A cuanto de qué viene todo esto? A que se ha perdido la pauta indicativa de “normalidad” y “anormalidad”. De lo admisible y de lo inadmisible. De la personalidad y del look. De la originalidad y de la excentricidad. De lo razonable y de lo estúpido. De lo conveniente y de lo sugerido por “influencers” que lo son a falta de poder ser otra cosa. Y para recuperar esa pauta de normalidad es preciso plantearnos todo lo que rechazamos y todo lo que amamos.

Hemos hablado de frivolidades. Luego, claro está, hay que establecer DISCRIMINACIONES entre conceptos, ideas y valores que son, a fin de cuentas, los que interesan. Pero, si hemos empezado por ahí es porque quien muestra los signos externos que hemos enumerado, es que -habitualmente- ya está situado en “el otro lado” y difícilmente encontraremos un punto de encuentro con alguien que nos muestra unas uñas de Fu-Manchú, unos pectorales como pitones o evidencia sus pocas exigencias musicales o habla a gritos por el móvil. Y así sucesivamente.