miércoles, 28 de septiembre de 2022

LA ESCUELA DE FRANKFURT (XV): REFLEXIONES SOBRE LA "INDUSTRIA CULTURAL"

Una vez se establecieron en los Estados Unidos, los miembros de la Escuela de Frankfurt entraron en contacto con un fenómeno nuevo, con unas dimensiones y un impacto radicalmente diferentes al que tenía en su Alemania natal: la prensa y los medios de comunicación. Además, como ya hemos expuesto, se dio la circunstancia de que unos miembros del grupo participaron en proyectos de investigación radiofónica financiados por la Fundación Rockefeller sobre el efecto de la difusión de “fake news”; por su parte, otros colaboraron, así mismo, con organismos de la seguridad del Estado en la preparación de un clima belicista en los EEUU que facilitara la entrada en la Segunda Guerra Mundial a favor del Reino Unido. Además, asistieron a la primera oleada de difusión de la televisión y pudieron estudiar a los dos medios que anteriormente ocupaban los lugares preferenciales en la comunicación de masas: la prensa y la radio.

Todo esto les dio una perspectiva completamente nueva y actualizada sobre el poder de la “comunicación de masas” y a su estudio se dedicaron algunos de sus miembros, en especial Herbert Marcuse, pero también Theodoro W. Adorno.

Marcuse y Adorno, gracias a sus colaboraciones con instituciones públicas y privadas de los EEUU, como hemos visto, descubrirán el papel creciente de los medios de comunicación y reflexionarán sobre las consecuencias que implican. No se centrarán en su funcionamiento, sino que aplicarán el “análisis crítico” a este elemento que presentan como propio del capitalismo. Olvidan, por supuesto, que cualquier sistema político, sea de la orientación que sea, hace de la “comunicación” -esto es, de la transmisión de información de un centro a la opinión pública- el elemento central de su “política de masas”. Centrados en los EEUU de los años 50 y 60 denuncian lo que llaman “industria cultural”.

El término aparece por primera vez en El hombre unidimensional, escrito por Herbert Marcuse en 1964 y que se convirtió en un bestseller de la “nueva izquierda”. La obra se inserta dentro del ejercicio de la “Teoría Crítica” como una de sus aplicaciones. Marcuse critica en ella a las sociedades de “capitalismo avanzado” aparecidas durante la Guerra Fría. Las considera “sociedades cerradas” que tienden a integrar en su “sistema” a todas las dimensiones de la existencia y en las que las necesidades políticas de la sociedad, se convierten en necesidades individuales y privadas. Afirma -enlazando con las tesis de Horkheimer- que los negocios que promueven el “bienestar general” son el producto de la “razón instrumental”, utilizada por el sistema.

La tesis de Marcuse es que, en las sociedades “de capitalismo avanzado”, el sistema crea falsas necesidades que integran al individuo en el sistema, convirtiéndolos en consumidores integrados y productores alienados. El motor de la comunicación es la publicidad y ésta suscita el consumo. Gracias al consumo se engrasan los medios de producción y se alcanza la producción de bienes culturales de carácter masivo. A causa de la persecución de estos bienes de consumo se logra un ciudadano amputado de cualquier otra dimensión, salvo de la de consumidor. De ahí su “unidimensionalidad”.

En estos individuos, cualquier forma de pensamiento crítico queda fuera de su alcance y cualquier actitud opositora tiende a desvanecerse o desvirtuarse. El individuo pasa a ser “cosificado”, un ente no pensante, enajenado y que ha olvidado incluso quién es y se ve privada del ejercicio de la sensatez. Los “bienes culturales”, generados por la “industria cultural”, intentan, en tanto que forman parte del sistema capitalismo, buscar el beneficio por encima de todo y aportar un contenido concreto para la manipulación de la masa, mediante lo proclamado por la publicidad que los acompaña: “si compras este vehículo, podrás ser libres”, “si adquieres este objeto, experimentarás un inmenso placer”, “la posesión de tal o cual objeto, generará admiración en tu entorno”.

Walter Benjamin, que ya había entrevisto algo de todo esto, lo consideraba inevitable: era el precio a pagar por la “democratización” de la cultura. Si había que ofrecer productos culturales para todos, era necesario que se produjeran en serie y fueran estandarizados. Pero, al mismo tiempo, expresaba sus dudas, sobre si lo producido en el terreno artístico, tendría ese “aura” que rodeaba a la “obra maestra”. Sostenía que la producción en cadena hace que el arte pierda su intensidad, su misterio. Por eso, los productos artísticos emanados de la modernidad, están orientados, en grandísima medida, hacia las trivialidades.

Así pues, los conceptos centrales que rodean las especulaciones frankfurtianas sobre la “industria cultural” son dos. De un lado, el concepto de “manipulación” al que tiende (esto es, su voluntad de controlar la voluntad de los individuos mediante medios técnicos), y de otro la “alienación” (que hemos definido como el proceso mediante el cual el sujeto deja de pensar por sí mismo y, por tanto, de ser uno mismo, y pasa a pensar en los términos queridos por la oferta de consumo). Existen, por tanto, dos polos, el “emisor” que corresponde siempre al “manipulador” y al “receptor” que es siempre el consumidor alienado y el productor integrado.

Lo esencial es que la “industria cultural” supone una degradación en relación a lo que tradicionalmente se entendía como “cultura”. Dado que todo lo que nace y se desarrolla dentro del capitalismo está sometido a su lógica del beneficio, la “industria cultural” termina convirtiendo la cultura en una mercancía más. Esta mercancía se comercializa mediante los medios de comunicación de masas hasta constituir una especie de anestésico social: un verdadero “opio del pueblo”.

Esta concepción hace que la “industria cultural” no esté dirigida por artistas sino por empresarios. No conduce a una “evolución” de la cultura hacia formas superiores y más depuradas, sino a una degradación. Y esto vale también, no solo para la “cultura pop” que conocieron los miembros de la Escuela de Frankfurt, sino también para la cultura en la era digital. Un ejemplo lo confirma: Spotify paga al autor y cantante de una canción, a razón de 0’004 céntimos de dólar por cada audición de una pieza, con tal de que se escuche más de 30 segundos. Si se escucha 10 o 15 segundos, el autor no recibe nada. Esto ha influido extraordinariamente en el desarrollo actual de la música pop: antes, era frecuente que una canción tuviera una duración de entre 3 y 10 minutos. Una pieza estándar de hace 20 o 30 años, estaba compuesta por un verso, un estribillo, nuevo verso, un “puente” (o culminación), el coro, la repetición del estribillo, etc. Sin embargo, ahora, ningún compositor ni cantante, pueden permitirse ni esta duración, ni la posibilidad de que el oyente se canse al oír el primer verso. Es necesario, por una parte, realizar piezas de poco más de un minuto y de que, nada más iniciada, se pueda oír el estribillo: se trata de captar la atención del oyente desde los primeros segundos; si el estribillo es pegadizo -y de eso se trata- la pieza se escuchará hasta el final y el autor recibirá sus 0’004 centavos de dólar, que sería lo mismo que si la pieza se prolongase durante 10 minutos…

Para Marcuse, esta degradación de la “cultura pop” genera conformismo entre los usuarios, los sitúa al margen de la realidad, incapaces de ejercer el pensamiento crítico y reduce la circulación del conocimiento a los espacios de ocio. El “frankfurtiano” sentencia que la industria cultural es un instrumento de distracción que nos tiraniza y que, para colmo, es aceptado acríticamente por el público. Cumple así la función que el “sistema de capitalismo avanzado” ha atribuido a la “cultura pop”, mantener sus estructuras de poder inalterables y ajenas a la posibilidad de una crítica en profundidad. Actúa como una droga que atrofia los sentidos, nos indica qué debemos creer, cómo debemos de asumir esa creencia y qué debemos aceptar como normalidad. La presión mediática es tal que genera una narcosis social que perpetúa la alienación de las masas y aleja la posibilidad de que, antes o después, tomen conciencia de su situación. De todos los elementos para el ejercicio del “control social” de los que hablase Lukács, los medios de comunicación son (en los años 60 y mucho más en la actualidad), los más esenciales para mantener la dominación social y la concentración.

Utilizará un neologismo para calificar todo esto: “neodominanación”, el proceso a través del cual se asegura al ciudadano que cuanto más aumente su capacidad de consumo, más feliz será y que solamente mediante el consumo puede acceder a la felicidad. Se trata de reducir al ser humano a la categoría de animal de granja, situado en el interior de un establo, incapaz de ver más allá de sus muros. El modelo ideológico impuesto por el “capitalismo avanzado” es fiel a su ley interna: cantidad antes que calidad, lo único que interesa al ciudadano alienado es todo aquello que puede cuantificarse. La calidad de los productos (culturales o manufacturados) que consume le resulta completamente ajeno o bien es un aspecto secundario.

Cuando Marcuse redacta estas páginas, la guerra del Vietnam va aumentan su intensidad. Denuncia la presencia y las iniciativas del “imperialismo”, guerra, bombardeos masivos sobre Hanoi y sobre la “ruta Ho Chi Min” (nunca, por cierto, dijo ni una sola palabra sobre los bombardeos con fósforo realizados por la aviación norteamericana sobre ciudades alemanas indefensas durante la Segunda Guerra Mundial, lo que, ya de por sí, resulta significativo sobre sus elecciones subjetivas), pero advierte que éste no es el único medio de dominación e, incluso señala, que la tecnología de la comunicación es un instrumento mucho más eficiente para el control de las poblaciones que el terror y los bombardeos.

En este punto realiza una incursión sobre el papel de la tecnología en la cultura de masas. Establece que, a medida que avanza la historia, los medios de comunicación de masas se apoyan cada vez más en herramientas tecnológicas. Percibe que la tecnología camina por delante de las necesidades de las masas y su aplicación excede con mucho las necesidades del bienestar. De ahí el “consumismo” y el proceso de “unidimensionalización” del individuo. No se trata de una consecuencia automática del “progreso”, una especie de efecto secundario indeseable, sino que sus promotores son perfectamente conscientes de lo que buscan: reducir al ciudadano a un estatuto de productor alienado y de consumidor integrado.

Marcuse en otra obra, El final de la Utopía, publicado en 1968 -contemporáneo, por tanto, a los incidentes generados en todo el mundo por la “nueva izquierda” (se trata de un conjunto de ensayos y entrevistas escritos entre la publicación de El hombre unidimensional y los primeros chispazos de la “contestación”)- sostenía la idea de que, por primera vez en la historia, la humanidad tiene a su alcance los elementos necesarios para hacer realidad la “Utopía” (el sistema ideal de gobierno que debe conducir a una sociedad armónica, justa y perfecta, sin conflictos internos) y solamente nos aleja de ella la injusta distribución de los medios de producción.

Este modelo económico-social tiene unas consecuencias deletéreas: por una parte, el ser humano, pendiente de las noticias, siempre manipuladas por los medios de comunicación y orientado hacia el consumismo, ignora lo que está ocurriendo en la realidad. Por otra parte, generan estabilidad social. En efecto, allí donde antes, en las sociedades tradicionales, la estabilidad se lograba mediante referencias “superiores”, especialmente a la trascendencia, en las sociedades de “capitalismo avanzado” el elemento que coagula esfuerzos y aúna voluntades es la posibilidad de consumo. Si esta posibilidad desapareciera a causa de una crisis internacional o de algún cataclismo natural, el ser humano se derrumbaría. Lo que le genera verdadero pánico es no poder acceder al consumo. Por lo mismo, rechaza también cualquier posibilidad de seguir un movimiento alternativo que pudiera poner en riesgo el proceso “producción-consumo”. Pero, lo esencial, para Marcuse es que esta situación es profundamente injusta, porque encubre el hecho fundamental de nuestras sociedades: que existen explotados y explotadores y que la tiranía del consumo constituye, en la práctica, una nueva forma de esclavitud.

De todos los enfoques realizados por la primera generación de la Escuela de Frankfurt, quizás éste sea el que, con más exactitud, refleja hoy -más de medio siglo después de haberse establecido- mejor la realidad de nuestro tiempo y el proceso sobre cómo hemos llegado al punto en el que nos encontramos.