Estas notas de Evola fueron incluidas en
el volumen "Símbolos de la Tradición Occidental" publicado por Arché,
Milano 1981. Lo traduje poco después, quizás hacia 1983, tras regresar a España
y cuando todavía me encontraba en clandestinidad. Evola, en esta ocasión,
agrupa y traduce algunas de las máximas del filósofo neoplatónico Plotino, que
expresan con una extraña personalidad, las convicciones más profundas del mundo
clásico y, por extensión, de la humanidad indo–europea. Estas máximas sirven
también para entender la ruptura que supuso la irrupción del cristianismo y sus
conceptos diametralmente opuestos a esta filosofía.
Virilidad espiritual – máximas
clásicas
Julius Evola
En las notas que siguen, vamos a
traducir y comentar brevemente un grupo de máximas que pueden ser calificadas
de “romanas", porque reflejan el espíritu y el ethos característico
del estilo romano y clásico, no sólo en su aspecto político sino también
espiritual. Estas máximas han sido extraidas de las obras de Plotino. No
tenemos intención de filosofar ni de considerar las distintas etiquetas
aplicadas hoy por los “especialistas” en el néo–platonismo, escuela a la que
Plotino perteneció.
Las máximas que van a seguir son, en sí mismas,
suficientemente elocuentes. Permiten entender el sentimiento de virilidad
espiritual que se ha desvanecido casi completamente en el hombre moderno, entre
supersticiones “positivas” o “devotas” pero que, sin embargo, permanece como la
medida de toda dignidad interior y el secreto de este ideal al cual el
sentido antiguo y social hacía corresponder el concepto clásico del “Héroe”.
Los dioses al encuentro de los
hombres
“Corresponde a los dioses venir a mí
y no ir yo hacia ellos”. En esta respuesta dada por Plotino a Amelius (quien lo invitaba a volver
adorar a los dioses favorables mediante el culto), está contenido todo el
espíritu de una tradición y subrayada la distancia que separa ambos mundos: el
de aquellos que “creen” y el de aquellos que “son”. Esta frase no se refiere al
hombre vulgar, sino al que Plotino llama “spoudaios”, es decir al hombre
espiritualmente integrado.
Otro gran espíritu romano, Celso,
partiendo a la guerra contra las nuevas creencias que estaban a punto de invadir
el Imperio, dijo: “Nuestro dios es el dios de los patricios, el que se invoca
en pie, frente a nuestro fuego sagrado y que las legiones victoriosas llevan al
frente, y no el dios al que se reza postrado en tierra, con total abandono del
propio ser”.
Si analizamos el sentido del culto
romano de los orígenes, antes de que apareciera la influencia de las religiones
griegas y orientales, es decir, hasta poco después de la época de Catón, no
encontraríamos nada de lo que se entiende habitualmente por “religión”.
En el antiguo mundo romano, los
dioses eran considerados como fuerzas e incluso el hombre mismo era considerado
como una fuerza. Entre unos y otros, no había otro intermediario que el rito,
comprendido como una técnica precisa y objetiva, que se consideraba apta para
captar, impedir o producir tal o cual efecto generado por las fuerzas
espirituales, y esto sin que se mezclaran sentimientos o actitudes devotas,
sino gracias a una relación de mero determinismo.
La máxima de Plotino referida antes
nos da la clave de una “vía” que corresponde a lo que, en la antigüedad, se
llamaba “iniciación solar”.
En esta vía, se trata de crear en
nosotros mismos una cualidad que podríamos llamar “operativa”, capaz de actuar
sobre los poderes supra–sensibles (los dioses); es decir, como una fuerza
mediante la cual los dioses son atraídos irresistiblemente.
Esta fuerza y esta cualidad se
pueden resumir en una sola palabra: “Ser”; y en un solo precepto: “ser uno
mismo”. Consiste en una indestructibilidad interior, serena, clara, “olímpica”,
incluso “ascética”, en absoluta insolente y “titánica”, según el moderno cliché
de Supermán.
Una máxima caracterizaba la
aspiración clásica a lo sobrenatural: ”Para "conocer" a los
dioses, es preciso ser iguales a ellos”.
Ser un Numen
“Es preciso parerse a los dioses, y
no solamente a los hombres de bien. El fin a alcanzar no es estar exento de
pecado, sino ser un numen”.
Estas máximas, pueden parecer algo
inquietantes para algunos, pero son, sin embargo, verdaderas sobre un plano
superior. Para la antigüedad clásica (como para los antiguos arios orientales)
el más alto ideal era un ideal divino y no un ideal de “moralidad” burguesa.
Tómese buena nota de esto: la Grecia
dórica, al igual que la Roma de los primeros tiempos, aparecen como ejemplos
imperecederos de fuerza ética. Lo que significa que lo que resulta cierto en un
nivel superior, “supra–moral”, no puede sin embargo ser alcanzado por el
derecho común: se precisa necesariamente aplicar la fuerza de una ética en el
lugar y el momento justo.
Plotino llamaba a la “virtud” de los hombres “imagen
de una imagen”. Esto implica que no hay que confundir “iniciación” y “realización”.
Tomemos un ejemplo: una cosa es el proceso mediante el cual con una “tintura”
se puede dar a algo, supongamos un metal, la apariencia exterior de otro y otra
cosa es la transformación efectiva de un metal en otro, a consecuencia de la
cual, por vía espontánea y fatal, éste metal aparece dotado de nuevas
propiedades.
El ideal “divino”“ de la antigüedad
estaba ligado a la noción de iniciación, y esta última era precisamente
concebida como un tránsito radical de un estado de existencia a otro.
Para el hombre antiguo, un dios no
era un modelo moral; era otro ser.
El hombre bueno no cesa de ser un “hombre”
por el hecho de que sea “bueno”; de la misma forma que el mono sigue siendo
mono incluso aun cuando consiga reproducir artificial o espontáneamente tal o
cual gesto de la criatura humana. Siempre y por todas partes, allí donde el
hombre, se ha elevado a tal orden de cosas esta verdad ha sido reconocida.
Así, en algunas tradiciones
espirituales de la edad media se enseñaba que: “Nuestra obra es la
conversión y el cambio de un ser en otro ser, de una cosa en otra, de la
debilidad en fuerza, de la corporeidad en espiritualidad”.
En relación con los “misterios”, se
subrayaba en Eleusis, y no sin cierta ostentación paradójica, que un Agesilas o
un Epaminondas, dos ejemplos de hombres ilustres sobre el plano humano, en
tanto que no habían sufrido la transformación atribuida a los ritos mistéricos,
se encontraban en la situación misma de cualquier otro mortal frente al estado post
mortem, mientras que un destino diferente esperaba a quien hubiera limpiado
las faltas humanas mediante la purificación mistérica.
Según la tradición, la fuerza
transmitida por el rito de la consagración de un sacerdote reviste un carácter
permanente, incluso cuando hubiera caído en la indignidad moral; de esto puede
deducirse que, aún hoy, subsiste un eco de las revelaciones antiguas relativas
a un plano de espiritualidad absoluta.
Sin embargo, es preciso ser prudentes en este terreno.
Si bien no hay que ilusionarse sobre el carácter de lo que Nietzsche llamaba “pequeña
moral”, conviene, a pesar de todo, recordar una antigua máxima hindú: “Que
el sabio no confunda con su propia sabiduría el espíritu de los ignorantes”.
“Los malvados también pueden sacar
el agua de los ríos. Aquel que da ignora lo que da, sencillamente da”. (Plotino).
“¿Cuál es la posición del hombre
frente al Todo? ¿Es una parte? No: es un todo, que se pertenece a sí mismo.
Convirtiéndose en Uno, él (el hombre) se posee a sí mismo y a la grandeza total
y a la belleza. No fluye fuera de sí mismo y no se evade indefinidamente. Está
enteramente agrupado en su unidad” (Plotino).
La concepción clásica del mundo
distinguía dos regiones: la inferior de las cosas que “pasan” y la superior de
las cosas que “son”. Las cosas que “fluyen” o que “pasan”, que son impotentes
para alcanzar la realización y la posesión perfecta de su naturaleza. Las otras
son; han trascendido esta vida mezclada con la agitación vana y con la muerte;
y que, interiormente, es una evasión y un deseo continuo.
¿Qué es el Bien?
Plotino dice: ”¿Qué es el bien
para el hombre? (para el hombre completo, para el spoudaios). El
es, en sí mismo, su propio bien. La vida que posee es perfecta. Posee el bien,
por tanto, no busca nada más. Rechazar todo lo que es otro en relación a su
propio ser, es purificarse.
En relación simple contigo mismo,
sin obstáculo en una unidad pura, sin nada que esté mezclado interiormente con
esta pureza, siendo solamente una pura luz, tu te has convertido en visión.
Estando aquí, te has elevado. No tienes necesidad de un guía. Fija tu mirada y
verás”.
Con una concisión singular se
encuentran aquí expresados los rasgos de una ascesis viril y lo que, en un
sentido supramoral, metafísico, debe ser calificado como “bien”: la ausencia de
todo lo que penetrando en uno mismo pueda llevar fuera de sí.
Plotino precisa el alcance
espiritual de tal concepto diciendo que el hombre superior puede sin embargo
“buscar otras cosas en tanto que son indispensables, no para sí mismo, sino
para quien esté próximo a él: al cuerpo de quien le está relacionado, a la vida
del cuerpo que no es su vida. Sabiendo que da lo que precisa el cuerpo pero sin
que esto domine la vida”.
El mal, según el espíritu clásico,
es el sentido de necesidad experimentado por el espíritu, el de toda vida que
no es capaz de gobernarse a sí mismo y se deja inclinar hacia un lado o hacia
otro, dominado por el deseo, intentando completarse mediante la incorporación
de esto o de aquello.
En tanto subsista tal “necesidad”,
mientras subsista esta insuficiencia interna y radical, siempre según el
espíritu clásico, no puede existir el “Bien”. El Bien no podría quedar
circunscrito por un sustantivo y es, solamente, una experiencia que puede
determinar el espíritu deshaciéndose, naturalmente, de la idea; de toda especie
de “otro” y reconciliándose virilmente consigo mismo.
Aparece entonces un estado de certidumbre
y plenitud. Ya que el individuo deja de formularse preguntas y convierte en
inútil toda especulación y toda agitación, mientras que una mutación del
espíritu íntimo no puede producir nada, empieza la participación en este
espíritu de espiritualidad absolutamente dominadora, contribuye de mera
figurada, naturalmente, a los “olímpicos”. Plotino dice precisamente que tal
ser posee la “perpetuidad” y que está totalmente en posesión de su propia vida:
siendo solamente y de manera subpersonal “Yo”, nada a partir de ahora, podría
ser añadido o retirado, ni en el presente, ni en el porvenir. Veamos ahora los
desarrollos que Plotino da a este concepto:
“El estado de ser consiste en estar
presente. Ser, significa acto y estar en acción. El Placer es el acto de la
vida e, incluso en este universo, las almas pueden conocer la felicidad. Si no
ocurre así, las almas son responsables, pero no el universo; en ese caso han
cecido en esta lucha cuya recompensa corona la virtud”.
Plotino precisa también el significado del “ser”: ser
significa estar “en acción”. Además, habla de una “naturaleza intelectual
sin letargo” como referencia a aquel que “es” por excelencia. Aquí los
términos de “despierto” y “siempre despierto” opuesto al estado de letargo al
que es asimilado el nombre vulgar, pertenecen a un amplio simbolismo
tradicional.
Se sabe que el término Buda significa
“el Despierto”. La concepción del dios Mithra concebido como “guerrero sin
sueño” que combate contra los enemigos de la religión aria es propia de los
indoeuropeos de Irán. En las tradiciones clásicas, el “Héroe” convertido en
inmortal tras haber bebido “el agua del Olvido”, bebe “el agua del
Recuerdo” y “del Despertar”. “Ser” equivale, pues, a estar “despierto”. La
experiencia de todo el ser, concentrado en la claridad intelectual, en la
simplicidad de un acto, da la experiencia de “lo que es”.
Abandonarse, desvanecerse, tal es el
secreto del no–ser. La fatiga mediante la cual la unidad interna se relaja y se
dispersa, la íntima energía que, para dominar cada parte, de forma que
brota una multiplicidad de tendencias, de instintos, de movimientos
irracionales, es decir, la degradación del espíritu que se humilla en formas
cada vez más oscuras, hasta llegar a esta forma–límite de la decadencia que es
la oscuridad de la materia. Es un error, afirma Plotino, decir que la materia
es, cuando en realidad, la esencia de la materia es no–ser. Al poder dividirse hasta
el infinito, indica precisamente esta “caída” fuera de la Unidad que le da
nacimiento.
Su inercia es pesada, resistente, confusa, la misma
propia de aquel que, desvaneciéndose, no puede tomar una dirección y cae como
un “cuerpo muerto”.
Tal es, en términos de interioridad, el secreto de la
material de la realidad física.
Que la “verdad” del conocimiento físico sea diferente,
en realidad, importa poco. La existencia corporal aparece como el no–ser de la
espiritual.
En este estado supremo en la unidad de un “acto”, el
“ser” para a identificarse con el “bien”.
De forma que “ materia ” y
“ mal ” se identifican a su vez. Y no hay otro mal más que la
materia. Para comprender esta idea fundamental del pensamiento clásico, es
preciso naturalmente deshacerse del hábito de todas las concepciones ordinarias
del hombre normal, convertido en “sociable”. El “mal” según los hombres no
tiene ningún lugar en la realidad, ni por lo mismo, en una perspectiva
metafísica que es una perspectiva según la realidad aplicada a un mundo
superior.
Metafísicamente, no existe “bien” o “mal”;
existe lo que es verdad y lo que no lo es. Y el grado de “realidad” (etendida en
el sentido espiritual que hemos definido a propósito del significado del “ser”)
da la medida del grado de la “virtud”. Se sabe que Virtus en la época
clásica e incluso hasta el Renacimiento, no significaba nada más que fuerza, incluso
energía. Para la mirada fría y viril del hombre clásico solamente un estado de “privación”
del ser supone un “mal”; la fatiga, el abandono y el letargo de la fuerza
interior, esta dirección que en el límite, hace tomar como hemos visto, la “materia”.
Ni el “mal” ni la “materia” son pues
principios en sí mismos. No son más que derivados a los cuales se llega por “degradación”
y “disolución”. Plotino se expresa en estos términos: “A causa del
desvanecimiento del Bien, aparece y vive la oscuridad. Y para el alma, el mal
es este desvanecimiento generador de oscuridad. Tal es el primer mal. La
oscuridad es algo que le precede y la naturaleza del mal no actúa en la materia
sino antes de la materia (en el cese de la tensión espiritual que ha dado nacimiento
a la materia)”. Y Plotino añade: “El Placer es el acto de la Vida”.
Esta opinión había sido ya expresada por otro gran espíritu clásico,
Aristóteles, quien había enseñado que toda actividad era feliz cuando era
perfecta.
Tales, al menos, son la felicidad y
el placer en su forma pura y libre de una plenitud como coronación de una vida
que se realiza y que, realizándose “es” y realiza el “bien” y no la felicidad y
el placer pasivos y mezclados, desordenados, escapándose a sí mismos, cediendo
a una temeridad turbulenta de satisfacción de los deseos y de los instintos. De
nuevo, estamos conducidos aquí a un punto de vista “real” sin relación con las
concesiones “humanas” y los enternecimientos sentimentales.
De esta misma felicidad, el grado de
ser es el secreto y la medida. En consecuencia, Plotino afirma que en este
universo también las almas pueden conocer la felicidad, recordando por ello un
aspecto importante del pensamiento clásico.
Allí donde la virtud era entendida
como actualización espiritual dominadora, implica potencia, no se puede
concebir que el “bien” pueda no estar acompañado de la “felicidad”, como
tampoco la gloria es separable de la victoria. Cualquiera que resultara vencido
por un lazo exterior o un lazo interior, según el orden real de las cosas que
mencionamos antes, no sería considerado como “bueno”.
Y que alguien pudiera ser “feliz”
sería contrario a la naturaleza y, en todo caso, el efecto de un puro azar. Es
él mismo y no el mundo quien debería ser la causa de su derrota.
Reducir la “virtud” a una simple
disposición moral, a un fantasma interior corresponde a un alma timorata. Es
bueno, entonces, rechazar el concepto de “mi reino no es de este mundo” y
rechazar aceptar las ideas de que una fuerza de lo alto pueda dar la felicidad
en el más allá, como recompensa a los “virtuosos” que desprovistos de poder en
esta vida prefieren sufrir y soportar con humildad y resignación la injusticia.
El Espíritu viril del hombre clásico ha despreciado tales planteamientos
evasionistas y los ha despreciado por fidelidad a una concepción metafísica.
Si el mal, su materialización y su
expresión mediante impulsos y límites impuestos por las fuerzas inferiores y
cosas exteriores arraigan en un estado de degradación del “bien”, es
inconcebible, y lógicamente contradictorio, que subsista como principio de
desgracia y servidumbre en aquel que habría destruido estas raíces en las que
había arraigado el bien en el sentido clásico.
Si el “bien” es, el “mal”, el
sufrimiento, la pasión, la esclavitud no puede ser porque el bien es también
poder.
Si subsisten, esto significará
entonces que la “virtud” es aún imperfecta y el “ser” aún incompleto y alteradas
la unidad y la capacidad de actuar.
Dice Plotino: “Hay quienes no
tienen armas. Pero aquel que tiene armas, combate. No hay dios que combata por
los que no están en armas. La ley quiere que, en la guerra, la victoria
pertenezca a los valerosos; no a los que ruegan. Es justo que los cobardes sean
dominados por los malvados”, nuevas expresiones características de la
virilidad espiritual, guerrera, romana, nuevo contraste con las actitudes de
renuncia y de evasión de cierta forma de religiosidad de un tipo que no es romano,
ni ario, sino asiático–semita. Nuevo desprecio hacia los que se extienden en
propuestas contra la injusticia de las cosas de la tierra y que, en lugar de
reconocer su propia cobardía, o de resignarse a su propia impotencia, o
afrontar un fin heroico, se entregan al Todo o esperan que los dioses se
preocuparán de ellos a fuerza de escuchar plegarias y lamentos.
“No hay dios que combata por
aquellos que no están en armas” (Plotino).
Tal es el principio fundamental del
estilo guerrero que, además de tener el valor de ejemplo, se refiere, por su
justificación superior, a los conceptos ya desarrollados a propósito de la
identificación –desde el punto de vista metafísico– entre “realidad”, “espiritualidad”
y “virtud”.
La dejadez y la negligencia no
pueden ser buenos; ser “bueno” implica tener un alma de héroe. Y la perfección
del héroe es el triunfo.
Pedir la victoria a la divinidad
equivaldría a pedirle la “virtud” pues la victoria es el cuerpo en el cual se
realiza el estado perfecto y, podríamos decir, sobrenatural y sobrehumano de la
virtud.
Tal como ya hemos dicho a propósito
de la doctrina mística del triunfo, el cual evidencia de la forma más sensible
que tales ideas no han nacido en absoluto de un ateísmo larvado, sino más bien
de la idea de una síntesis superior entre fuerza y espíritu, humanidad y
divinidad, presente en los momentos de Transfiguración heroica.
“Polibio dice que los romanos, usan
la fuerza en toda circunstancia, seguros de que lo que han decidido tiene
necesariamente que suceder y que nada de lo que han decidido es imposible de
realizar; en muchas ocasiones son llevados a la victoria por efecto de tal
hábito”.
Los soldados de Fabio partiendo para
la guerra no juraron vender o morir. Juraron vencer y regresar vencedores. Y como
vencedores regresaron.
El Espíritu romano y el Espíritu de
estos conceptos de Plotino coinciden e, incluso en nuestros días nos transmiten
un mensaje viviente.
Ahora vamos a ver, de forma breve,
como la actitud definida antes de afirmación y de organización interior
virilmente asumida se integra y se clarifica con elementos de consolidación y
de liberación ascética.
“Por lo que respecta al miedo, queda
totalmente suprimido. El Alma no tiene nada que temer. Quien está sujeto al miedor
no ha alcanzado aún la perfección de la “Virtus”; es un mediocre. En el hombre
superior (el spoudaios)
las impresiones no se presentan como en los otros (los mediocres). No alcanzan
hasta el interior (del alma).
Que el sufrimiento sea grande
importa poco. La luz que está en este hombre perdurará como la luz de un faro
que emerge entre los torbellinos del viento y de la tempestad.
Dueño de sí mismo en estas
circunstancias (el hombre superior) decidirá lo que conviene hacer.
En él, actúa su espíritu (el
"Nous" griego)” (Plotino).
Plotino admite que el hombre
superior puede, en ocasiones, tener movimientos involuntarios e irreflexivos de
miedo. Pero son, podríamos decir, movimientos que le resultan ajenos y que no
pueden producirse más que porque el espíritu está alejado en ese momento. Basta
que “vuelva en sí” para hacerlos desaparecer.
La destrucción del “miedo” es un
principio de ascesis a seguir no solo sobre el plano human,o sino igualmente
sobre el del mundo superior.
El llamado temor de Dios era
verdaderamente una “virtud” completamente desconocida en nuestra más alta
humanidad tradicional de Oriente y de Occidente.
Frente a las fuerzas inferiores o a
las fuerzas “divinas”, el hombre ascéticamente integrado e imperturbable es
inaccesible a movimientos irracionales del alma: la desesperación o el terror.
No fue más que en el alma de las
mujeres de la plebe imperial que las nuevas creencias pudieron tener acceso
apoyándose sobre visiones de terror apocalíptico y de salvación gratuita. El
sufrimiento, para quien se aproxima a la completa realización de sí mismo podrá
como máximo provocar la separación de una parte del espíritu que, en su
humanidad, está ligado al sufrimiento, pero no la caída del principio superior.
Este último, dice Plotino, “decidirá lo que conviene hacer”.
En caso necesario, podría llegar hasta quitarse la
vida. Pero no se pierda de vista que, según la concepción a la que se refiere
Plotino, todo ser preexistente, en este sentido, ha escogido, él mismo, nacer
en este mundo donde cada hombre, aunque no lo recuerde, es como un actor que
juega un papel oscuro, ahora resplandeciente y siempre el papel que ha
elegido.
“¿Por qué despreciar el mundo en el
cual vosotros os encontráis por vuestra voluntad? Si no os conviene, siempre
podéis abandonarlo”. Tal es la
austera respuesta de Plotino a algunas escuelas gnósticas cristianas que querían
ver en el mundo un valle de lágrimas y un lugar de miseria. Tal como ya hemos
comentado al referirnos a una máxima precedente, el espíritu –el “Noûs”–
del hombre puede definirse como principio del “ser”: es una luz del intelecto,
puro y dominador, la forma suprema de la unidad en el hombre, frente a la cual
el “Alma” –la “psyque” griega– aparece como algo exterior y material.
La vida cotidiana raramente
compromete este principio profundo. Como máximo se desliza sobre él sin
rozarlo. Pero, en este caso, en cada acción, más que ser verdaderamente
nosotros mismo, ¿es un “demonio” quien actuaría?
“Demonio” no debe ser comprendido
aquí en el sentido cristiano de entidad maléfica sino en la acepción clásica,
de un ser irracional, infra–personal, una fuerza psíquica
oscura.
Plotino dice justamente que todo lo
que nos sucede sin ser el resultado de nuestra exacta deliberación une a
nuestro elemento “divino” un elemento “demoníaco”.
Veamos ahora como Plotino define la
condición opuesta propia al estado interior de un hombre integrado.
“En este punto, el porqué del ser no
existe como un porqué sino como un ser. Mejor, ambas cosas no son más que una” (es decir que no existe
justificación exterior y de tipo intelectual de para acción; la acción está
inmediatamente ligada a un “significado” suyo). “Que cada uno sea él mismo.
Que nuestros pensamientos y nuestras acciones sean los nuestros. Que las
acciones de cada uno le pertenezcan, siendo buenas o malas. Cuando el alma es
guiada por el intelecto puro e impasible, y tiene plena disposición de sí misma,
entonces, dirige su impulso allí donde quiere. Sólo entonces nuestro acto es
verdaderamente nuestro, y de nadie más, procediendo del interior del alma como
de una [fuente de] pureza y de un principio puro dominador y soberano y
no como efecto de la ignorancia y del deseo, pues, entonces, sería la pasividad
y no la acción la que actuaría en nosotros” (Plotino).
De estas máximas surge pues claramente
el principio de una autorresponsabilidad trascendente. El hombre superior asume
todo lo que es, lo “quiere”, lo justifica en referencia al principio según el
cual su naturaleza es sobrenatural y soberana.
Y si se puede desear una
“liberación” más alta, no hay otro medio de alcanzarla que elevarse más allá
del mundo de la corporeidad.
“Las sensaciones (animales) son como
visiones de un alma adormecida. En el alma, todo lo que procede del estado
corporal está adormecido. Salir de la corporeidad; tal es el verdadero
despertar. Cambiar de existencia pasando de un cuerpo a otro equivale a pasar
de un sueño a otro, de un lecho a otro. Despertarse verdaderamente, es
abandonar el mundo de los cuerpos” (Plotino).
De la misma manera que hemos
explicado antes, la materialidad es una especie de estado de delicuescencia [evanescencia,
falta de vigor, NdT] del espíritu.
Según la visión clásica, toda
realidad sensible no es más que la pálida imitación, y por así decir, la
exteriorización de un mundo de potencias vivas.
Salir del cuerpo y abandonar el
mundo de los cuerpos no debe ser entendido en un sentido material sino
solamente espacial: no es exactamente un alma que “sale” de un cuerpo muerto,
sino, por el contrario, la reintegración
total de lo que ya hemos definido como “Naturaleza intelectual sin sueño”. Tal
es la verdadera realización iniciática y metafísica, ligada al más alto ideal
de la humanidad clásica.
Con una rara agudeza, Plotino asimila el hecho de
cambiar de cuerpo al hecho de pasar de una cama a otro. La consistencia de la
doctrina de la ”reencarnación” no podría ser mejor estigmatizada. En el “ciclo
de los nacimientos”, es decir en la sucesión, la mutación y la muerte de las
formas de existencia condicionada, cada una de estas formas es, en el fondo, desde
un punto de vista absoluto, equivalente al otro.
La realización metafísica,
coronación de una existencia humana virilmente conducida y fortificada por la
ascesis, es, podríamos decir, una "ruptura" en las series de estados
condicionados: una [repentina] apertura en otra dirección: trascendencia
“perpendicular”.
A esto no se llega siguiendo el
orden de las cosas que “devienen”, sino, por el contrario, a través de un
camino de “introversión”, es decir de interiorización, de extrema concentración
de todo poder y de toda luz, de los que procede la integración metafísica del
“yo”, es decir, la efectiva inmortalidad de la personalidad.
Por ello Plotino dice: “Y ahora, debes mirar en ti
mismo, hacerte uno con lo que tienes para contemplar: lo que tú tienes
para contemplar eres tú mismo. Eso es tuyo. Como aquel poseído por el dios Febo
(otro nombre de Apolo, dios de la luz) o por una musa, que vería brillar en sí
mismo la claridad divina si hubiera tenido tiempo de contemplar en sí mismo
esta divina luz”
En el estado de suprema
autoconciencia, se disipa la apariencia misma de extrañeidad que las fuerzas
divinas en su grandeza pueden revestir para la vida psíquica ordinaria. Estas
fuerzas aparecen como poderes de esta misma alma glorificada.
Así terminamos nuestra evocación de
la espiritualidad viril de uno de nuestros más grandes Maestros de Vida. Nos
sentiremos ampliamente recompensados por este trabajo si hemos conseguido
despertar en nuestros lectores la idea de que no hemos tratado de filosofía
abstracta o de un tipo particular de moral o menos aún de visiones de un mundo
en la actualidad desaparecido o “superado”, sino más bien de algo vivo, cuyo
valor no es de ayer o de mañana, sino de siempre y, se encuentra en todas
partes en las que el hombre logra despertar esta dignidad superior sin la cual
la existencia es algo oscuro y desprovisto de valor.