miércoles, 27 de septiembre de 2023

EL VERDADERO ESTADO DE LA NACIÓN (2): UN SISTEMA POLÍTICO ELOGIABLE EN SU INSIGNIFICANCIA

El bloque de la derecha tiene una irreprimible tendencia a elogiar la constitución del 78, mientras que el bloque de izquierdas siempre ha manifestado su intención de interpretarla torticeramente y de reformarla para adecuarla a los criterios de “igualdad – inclusión – diversidad” que constituyen hoy lo esencial de su ideología. En realidad, la constitución del 78 había demostrado ampliamente en los años 80 que no era perfecta, ni en lo relativo a separación de poderes, ni por las ambigüedades sobre la vertebración del Estado, ni en la concepción garantista de la justicia, ni en las atribuciones al jefe del Estado, era, simplemente, una forma de organización “de circunstancias”, elaborada mediante un consenso entre franquistas vergonzantes y una oposición democrática de la que solamente el PCE y la extrema-izquierda tenían existencia real.

Fue muy influida por fuerzas que tenían su origen fuera de nuestro país: el PSOE, en 1977, no era nada más que una creación unilateral de la socialdemocracia alemana; y en cuanto a UCD, simplemente fue una improvisación circunstancial “centrista” para facilitar el tránsito del franquismo a la democracia. Cuando terminó la transición, en un período que abarca desde el 23-F hasta las elecciones del otoño de 1982 que dieron la victoria al PSOE, aquella constitución empezó a mostrarse inadecuada para regir la vida de la sociedad española.

En primer lugar, porque todo el poder radicaba en “camarillas” dependientes de distintos grupos de presión nacionales o extranjeros, a las que se llamaron “partidos”. A medida que fue avanzando la historia política de España en democracia, esos partidos políticos fueron reforzando su posición, hasta el punto de no concebir ni permitir ninguna forma de participación en el poder que no pasara a través suyo. La “sociedad civil” literalmente desapareció a mediados de los años 80 y, desde entonces, no se ha recuperado. Pronto se hizo evidente que los partidos políticos, ya no representaban opciones ideológicas, sino solo los intereses de sus cúpulas y de los grupos de presión y/o consorcios económicos que los avalaban.

La participación de la ciudadanía en los partidos políticos muy mínima y, frecuentemente, los partidos solo tienen unos pocos afiliados más de los cargos en la administración que ocupan. Quien quiere vivir de la política o hacer buenos negocios a su sombra, debe necesariamente afiliarse a algún partido.

Así pues, la sociedad española, nunca ha sido una “democracia” digna de tal nombre. En el mejor de los casos se ha tratado de una “partidocracia”. Nada más. Era inevitable que la corrupción -evidenciada ya en el período de UCD (con el turbio asunto del envenenamiento masivo en el verano de 1981) y desde los primeros meses de gobierno socialista (con la expoliación de RUMASA y su liquidación fraudulenta)- se convirtiera en el cáncer del sistema.

La impresión que tiene hoy la ciudadanía sobre “la política” es que se trata de una actividad corrupta, a la que van a parar los peores individuos de la sociedad y que actúa con casi completa impunidad. Los redactores de la constitución se cuidaron muy bien de generar un sistema judicial garantista en el que, difícilmente, podrían prosperar procesos políticos contra corruptos. Y, de hecho, a pesar de lo extendido del cáncer en cuarenta años, hemos visto a muy pocos políticos ingresar en prisión.

Por otra parte, el “poder legislativo” adolece de carencias y falsea los resultados electorales quedando amplias minorías sin representación y pequeñas minorías sobrerrepresentadas. La primera de todas las carencias es que los diputados no están vinculados a ningún “distrito electoral”, los ciudadanos solamente saben que hay unos nombres que “representan” a su provincia, pero ignoran cuál es “su” diputado, al que recurrir y al que pedir explicaciones, denunciar casos o exigir responsabilidades. Los diputados tienen todos oficina en el edificio del parlamento… cuando deberían tenerlo en su distrito electoral, abierto a todos los ciudadanos. Las listas siempre son elaboradas por las cúpulas a despecho de lo que tal o cual diputado haya hecho en la legislatura anterior: se busca, sobre todo, que “sea leal”… leal ¿a quién? ¡Al partido, por supuesto! Que nunca realice críticas, que siempre esté dispuesto a votar lo que le indica su grupo parlamentario, que no tenga perfil propio, ni iniciativa personal, que se limite a ser un “yes-man”. A principios de los 80, Alfonso Guerra, cuando todavía era vicepresidente, ya dijo aquello de que “el que se mueve no sale en la foto”, principio que se aplica a todos los partidos del bloque de la derecha o del bloque de la izquierda.

La gran contradicción del sistema político español es que el volumen de filiación de todos los partidos sumados, no llega al 1% del total de la población, sin embargo, este 1% acapara el 100% de la representación política. Es evidente que la constitución del 78 ha generado una brecha entre el “país oficial” y el “país real”.

Para la derecha la “defensa de la constitución” se presenta como algo necesario para salvaguardar la “democracia”, mientras que, para la izquierda, la reforma de la constitución es necesaria para “profundizar” en la democracia. En realidad, cuando la izquierda habla de “profundización” lo que tiende es a reformar en dirección a lo “políticamente correcto”, a los “estudios de género” y al “wokismo”. Esa es la reforma que teme la derecha y por eso se escuda en la “validez” de la constitución. Pero ésta, prematuramente avejentada desde mediados de los 80, sí precisa una reforma en profundidad… aunque no en la dirección a la que aspira el bloque de izquierdas.

El problema es que, tal como se planteó la constitución en el momento en el que se redactó, solamente podía modificarse a partir de una mayoría parlamentaria del 75%, lo que implica que solamente un “nuevo consenso” entre el bloque de la derecha y el bloque de la izquierda, lo posibilitaría. Este consenso es absolutamente impensable en las actuales circunstancias.

Por otra parte, el problema es que la situación del país en 2023 es completamente diferente a la que existía en 1976-78: de los grupos mediáticos que promovieron la constitución en 1978 (Cadena 16, Cadena Z y Grupo Prisa) o han desaparecido, o se encuentran en pleno desguace, o están muy debilitados en relación al flujo de información habitualmente utilizado hoy, y en cuanto a las fuerzas políticas nacionales e internaciones que contribuyeron a propulsar la constitución son completamente diferentes a los que están presentes en la actualidad: hemos pasado por el final de la guerra fría, por el unilateralismo norteamericano, por la globalización, por la irrupción de las nuevas tecnologías y por la Tercera y la Cuarta Revolución Industrial. El dramático resultado final es que se está tratando de guiar un país en el siglo XXI, con ideas que surgieron en el siglo XVIII y con un modelo político derivado de la excepcionalidad de la transición.

Tras 45 años de haber sido aprobada, la constitución se ha demostrado de eficiencia política muy limitada (y para ello no hace falta nada más que ver la crisis política, institucional, económica y social en la que nos encontramos en este momento, mucho más aguda que en cualquier otro país europeo e, incluso, que en cualquier otro momento de nuestra historia, salvo quizás durante la Segunda República) y de imposible reforma (a la vista de la ruptura que se ha operado entre los dos bloques de derechas y de izquierda, la imposibilidad de reconstruir una opción de centro y la deslealtad de los “nacionalistas” que, tras 45 años, de haber simulado “moderación” se han revelado como independentistas, al llegar al techo de sus reivindicaciones).

¿Cómo salir de este permanentemente empantanamiento? Con una constitución irreformable y con una situación política-social-economía-nacional que exige reformarla… ¿Hasta cuándo las costuras del país y de la sociedad van a soportar el desfase entre las posibilidades reales del sistema constitucional español y las necesidades reales del país?  ¿De dónde, cómo y hacía qué dirección construir un nuevo consenso?

Así mismo, desde que Platón escribió La República, está claro y reconocido que “ningún político actúa contra sus propios intereses”. Lo que ya se sabía en el siglo VII a.C, parece haberse olvidado hoy, se soslaya o se da como inevitable: el que la “clase política” piense solamente en sus intereses muy por encima de los de la Nación, del Estado o de la Comunidad. Y, por supuesto, la clase política partidocrática no está dispuesta a emprender reforma constitucional alguna que pueda quitarle ni uno solo de sus beneficios. Antes bien, a medida que la sociedad se va atomizando, que se va desmovilizando, que va aceptando precariedad, miedos, alzas en los costes de la vida, presión fiscal, esa clase política mejora constantemente sus privilegios.

Solo cabe reiterar la palabra del clásico: “Quousque tandem abutere, Catilina, patientia Nostra?”. Porque está claro que o la Nación introduce un tipo de representación corporativa que dé peso a la sociedad civil, reste poder a los partidos políticos y, sobre todo sus cúpulas dirigentes, o éstas seguirán esquilmando y empobreciendo a la nación, haciendo imposible su persistencia en el tiempo, de la misma forma que han pulverizado su identidad, su economía, su futuro…


El verdadero Estado de la Nación (0): Abandonar la Unión Europea, una urgencia nacional

El verdadero Estado de la Nación (1): España [in]Defensa

El verdadero Estado de la Nación (2): Un sistema político elogiable en su insignificancia

El verdadero Estado de la Nación (3): Ni matrimonio, ni natalidad: animalismo

El verdadero Estado de la Nación (4): Una nación sin identidad y que ha renunciado a la suya propia

El verdadero Estado de la Nación (5): Sin modelo económico desde hace 15 años

El verdadero Estado de la Nación (6): La catástrofe lingüística de un pueblo

El verdadero Estado de la Nación (7): La inseguridad se ha convertido en el pan nuestro de cada día

El verdadero Estado de la Nación (8): El problema irresoluble de la deuda

El verdadero Estado de la Nación (9): El trabajo, un bien que se extingue

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El verdadero Estado de la Nación (11): Instituciones internacionales olvidables y responsables

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