El bloque de la derecha tiene una irreprimible tendencia a elogiar
la constitución del 78, mientras que el bloque de izquierdas siempre ha
manifestado su intención de interpretarla torticeramente y de reformarla para
adecuarla a los criterios de “igualdad – inclusión – diversidad” que
constituyen hoy lo esencial de su ideología. En realidad, la constitución del
78 había demostrado ampliamente en los años 80 que no era perfecta, ni en lo
relativo a separación de poderes, ni por las ambigüedades sobre la vertebración
del Estado, ni en la concepción garantista de la justicia, ni en las
atribuciones al jefe del Estado, era, simplemente, una forma de organización
“de circunstancias”, elaborada mediante un consenso entre franquistas
vergonzantes y una oposición democrática de la que solamente el PCE y la
extrema-izquierda tenían existencia real.
Fue muy influida por fuerzas que tenían su origen fuera de nuestro
país: el PSOE, en 1977, no era nada más que una creación unilateral de la
socialdemocracia alemana; y en cuanto a UCD, simplemente fue una improvisación
circunstancial “centrista” para facilitar el tránsito del franquismo a la
democracia. Cuando terminó la transición, en un período que abarca desde el
23-F hasta las elecciones del otoño de 1982 que dieron la victoria al PSOE,
aquella constitución empezó a mostrarse inadecuada para regir la vida de la
sociedad española.
En primer lugar, porque todo el poder radicaba en “camarillas”
dependientes de distintos grupos de presión nacionales o extranjeros, a las que
se llamaron “partidos”. A medida que fue avanzando la historia política de
España en democracia, esos partidos políticos fueron reforzando su posición,
hasta el punto de no concebir ni permitir ninguna forma de participación en el
poder que no pasara a través suyo. La “sociedad civil” literalmente desapareció
a mediados de los años 80 y, desde entonces, no se ha recuperado. Pronto se
hizo evidente que los partidos políticos, ya no representaban opciones
ideológicas, sino solo los intereses de sus cúpulas y de los grupos de presión
y/o consorcios económicos que los avalaban.
La participación de la ciudadanía en los partidos políticos muy
mínima y, frecuentemente, los partidos solo tienen unos pocos afiliados más de
los cargos en la administración que ocupan. Quien quiere vivir de la política o
hacer buenos negocios a su sombra, debe necesariamente afiliarse a algún
partido.
Así pues, la sociedad española, nunca ha sido una “democracia”
digna de tal nombre. En el mejor de los casos se ha tratado de una “partidocracia”.
Nada más. Era inevitable que la corrupción -evidenciada ya en el período de UCD
(con el turbio asunto del envenenamiento masivo en el verano de 1981) y desde
los primeros meses de gobierno socialista (con la expoliación de RUMASA y su
liquidación fraudulenta)- se convirtiera en el cáncer del sistema.
La impresión que tiene hoy la ciudadanía sobre “la política” es
que se trata de una actividad corrupta, a la que van a parar los peores
individuos de la sociedad y que actúa con casi completa impunidad. Los
redactores de la constitución se cuidaron muy bien de generar un sistema
judicial garantista en el que, difícilmente, podrían prosperar procesos
políticos contra corruptos. Y, de hecho, a pesar de lo extendido del cáncer en
cuarenta años, hemos visto a muy pocos políticos ingresar en prisión.
Por otra parte, el “poder legislativo” adolece de carencias y
falsea los resultados electorales quedando amplias minorías sin representación
y pequeñas minorías sobrerrepresentadas. La primera de todas las carencias es
que los diputados no están vinculados a ningún “distrito electoral”, los
ciudadanos solamente saben que hay unos nombres que “representan” a su
provincia, pero ignoran cuál es “su” diputado, al que recurrir y al que pedir
explicaciones, denunciar casos o exigir responsabilidades. Los diputados tienen
todos oficina en el edificio del parlamento… cuando deberían tenerlo en su
distrito electoral, abierto a todos los ciudadanos. Las listas siempre son
elaboradas por las cúpulas a despecho de lo que tal o cual diputado haya hecho
en la legislatura anterior: se busca, sobre todo, que “sea leal”… leal ¿a
quién? ¡Al partido, por supuesto! Que nunca realice críticas, que siempre esté
dispuesto a votar lo que le indica su grupo parlamentario, que no tenga perfil
propio, ni iniciativa personal, que se limite a ser un “yes-man”. A
principios de los 80, Alfonso Guerra, cuando todavía era vicepresidente, ya
dijo aquello de que “el que se mueve no sale en la foto”, principio que se
aplica a todos los partidos del bloque de la derecha o del bloque de la
izquierda.
La gran contradicción del sistema político español es que el
volumen de filiación de todos los partidos sumados, no llega al 1% del total de
la población, sin embargo, este 1% acapara el 100% de la representación
política. Es evidente que la constitución del 78 ha generado una brecha entre
el “país oficial” y el “país real”.
Para la derecha la “defensa de la constitución” se presenta como
algo necesario para salvaguardar la “democracia”, mientras que, para la
izquierda, la reforma de la constitución es necesaria para “profundizar” en la
democracia. En realidad, cuando la izquierda habla de “profundización” lo que
tiende es a reformar en dirección a lo “políticamente correcto”, a los
“estudios de género” y al “wokismo”. Esa es la reforma que teme la derecha y
por eso se escuda en la “validez” de la constitución. Pero ésta, prematuramente
avejentada desde mediados de los 80, sí precisa una reforma en profundidad… aunque
no en la dirección a la que aspira el bloque de izquierdas.
El problema es que, tal como se planteó la constitución en el
momento en el que se redactó, solamente podía modificarse a partir de una
mayoría parlamentaria del 75%, lo que implica que solamente un “nuevo consenso”
entre el bloque de la derecha y el bloque de la izquierda, lo posibilitaría.
Este consenso es absolutamente impensable en las actuales circunstancias.
Por otra parte, el problema es que la situación del país en 2023
es completamente diferente a la que existía en 1976-78: de los grupos
mediáticos que promovieron la constitución en 1978 (Cadena 16, Cadena Z y Grupo
Prisa) o han desaparecido, o se encuentran en pleno desguace, o están muy
debilitados en relación al flujo de información habitualmente utilizado hoy, y
en cuanto a las fuerzas políticas nacionales e internaciones que contribuyeron
a propulsar la constitución son completamente diferentes a los que están
presentes en la actualidad: hemos pasado por el final de la guerra fría, por el
unilateralismo norteamericano, por la globalización, por la irrupción de las
nuevas tecnologías y por la Tercera y la Cuarta Revolución Industrial. El
dramático resultado final es que se está tratando de guiar un país en el siglo
XXI, con ideas que surgieron en el siglo XVIII y con un modelo político derivado
de la excepcionalidad de la transición.
Tras 45 años de haber sido aprobada, la constitución se ha
demostrado de eficiencia política muy limitada (y para ello no hace falta nada
más que ver la crisis política, institucional, económica y social en la que nos
encontramos en este momento, mucho más aguda que en cualquier otro país europeo
e, incluso, que en cualquier otro momento de nuestra historia, salvo quizás
durante la Segunda República) y de imposible reforma (a la vista de la ruptura
que se ha operado entre los dos bloques de derechas y de izquierda, la
imposibilidad de reconstruir una opción de centro y la deslealtad de los
“nacionalistas” que, tras 45 años, de haber simulado “moderación” se han
revelado como independentistas, al llegar al techo de sus reivindicaciones).
¿Cómo salir de este permanentemente empantanamiento? Con una
constitución irreformable y con una situación política-social-economía-nacional
que exige reformarla… ¿Hasta cuándo las costuras del país y de la sociedad van
a soportar el desfase entre las posibilidades reales del sistema constitucional
español y las necesidades reales del país?
¿De dónde, cómo y hacía qué dirección construir un nuevo consenso?
Así mismo, desde que Platón escribió La República, está
claro y reconocido que “ningún político actúa contra sus propios intereses”. Lo
que ya se sabía en el siglo VII a.C, parece haberse olvidado hoy, se soslaya o
se da como inevitable: el que la “clase política” piense solamente en sus intereses
muy por encima de los de la Nación, del Estado o de la Comunidad. Y, por
supuesto, la clase política partidocrática no está dispuesta a emprender
reforma constitucional alguna que pueda quitarle ni uno solo de sus beneficios.
Antes bien, a medida que la sociedad se va atomizando, que se va
desmovilizando, que va aceptando precariedad, miedos, alzas en los costes de la
vida, presión fiscal, esa clase política mejora constantemente sus privilegios.
Solo cabe reiterar la palabra del clásico: “Quousque tandem
abutere, Catilina, patientia Nostra?”. Porque está claro que o la Nación
introduce un tipo de representación corporativa que dé peso a la sociedad
civil, reste poder a los partidos políticos y, sobre todo sus cúpulas
dirigentes, o éstas seguirán esquilmando y empobreciendo a la nación, haciendo
imposible su persistencia en el tiempo, de la misma forma que han pulverizado
su identidad, su economía, su futuro…
El verdadero Estado de la Nación (0): Abandonar la Unión Europea, una urgencia nacional
El verdadero Estado de la Nación (1): España [in]Defensa
El verdadero Estado de la Nación (2): Un sistema político elogiable en su insignificancia
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El verdadero Estado de la Nación (4): Una nación sin identidad y que ha renunciado a la suya propia
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El verdadero Estado de la Nación (6): La catástrofe lingüística de un pueblo
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El verdadero Estado de la Nación (8): El problema irresoluble de la deuda
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