Se ha dado en llamar “despertares espirituales” a las
distintas oleadas de renovación en materia de religiosidad (o
seudo-religiosidad) producidas en los EEUU durante los últimos 250 años. A
pesar de tratarse de un fenómeno local, estos “despertares” han tenido
repercusión en el resto del mundo, en particular, el último, el llamado “Tercer
Gran Despertar Espiritual”.
Este “despertar”, el actual, se inició a mediados de los
años sesenta del siglo XX nacieron y alcanzaron una creciente influencia en
EEUU, lo que se ha llamado genéricamente “nuevos movimientos religiosos”.
Casi todos ellos, hunden sus raíces en movimientos anteriormente existentes,
pero, la novedad es que irrumpen con una fuerza inusitada que antes no tenían.
Siempre, desde finales del siglo XIX, habían existido movimientos religiosos,
más o menos, exóticos, pero solamente a partir de los años sesenta del siglo
XX alcanzan un carácter masivo, se sitúan más cerca de las esferas de
poder y lograron implantarse a nivel planetario. Siempre, así mismo, han
existido movimientos evangélicos cristianos, pero hasta las dos últimas décadas
del siglo XX, no influyen decisivamente en la política y en la vida social
americana.
Algo está pasando en América que no somos capaces de
percibir en su totalidad; algo que nos salpicará a todos; mejor dicho, que nos
está salpicando ya. Estamos perdidos en pleno bosque y la vegetación nos
impide tener perspectiva del paisaje global, pero lo cierto es que se está
produciendo una renovación religiosa que, partiendo de EEUU, tiende a crear un
“nuevo orden religioso mundial”. Es, seguramente, un efecto de la
globalización, pero es, también, algo más que eso. Vale la pena recordar la
importancia de estos tres “grandes despertares espirituales”.
Gottlieb Mittelberger, un observador alemán que recaló en
las colonias de nueva Inglaterra, expresó con claridad la situación en 1754;
recordó que en Filadelfia existían 12 iglesias, pero también 14 destilerías de
ron… En esa época bullía lo que se ha dado en llamar «Primer Gran Despertar»
que, que finalmente, cristalizó de la mano de George Whitefield, un predicador
carismático, llamado el «Gran Itinerante». No le costaba reunir a 10.000 fieles
reclutados entre los baptistas y la periferia más extrema del puritanismo, lo
que nos indica que, a mediados del siglo XVIII, las excentricidades religiosas
ya recogían el fervor de un sector mayoritario de la sociedad americana.
Whitefield realizó en 30 años, siete giras continentales y su actividad hizo
crecer la influencia del puritanismo más extremo y excéntrico. Otros siguieron
su obra dentro del marco del Primer Gran Despertar.
Se trató, ciertamente, de un «despertar espiritual», pero
que tuvo orientaciones muy diferentes. De un lado, es innegable que tuvo una
componente «iluminista». Tampoco en este terreno nada ha cambiado en la
modernidad con respecto a la tradición religiosa de los EEUU. El
«iluminismo» cree en la posibilidad de una brusca comprensión de la verdad,
mediante un diálogo directo con Dios. En este diálogo el síntoma más
significativo es la caída de un velo y la percepción intuitiva de una nueva
realidad. Uno de sus predicadores, Samuel Jhonson, lo había expresado
magistralmente cuando definió lo que sintió al leer una obra de Francis Bacon: «me
había sentido como aquel que emerge de las sombras y se encuentra de pronto con
la luz de un día soleado». Este tipo de experiencias eran consideradas como
«liberadoras» y, no hay absolutamente nada que separe esta visión de la que
mantienen los «cristianos renacidos» en los EEUU desde los últimos años del
siglo XX.
El resultado de este Primer Gran Despertar, previo a la
lucha por la independencia de las colonias y que allanó el camino hacia este
proceso, fue la constitución de una nueva forma religiosa basada en cinco
puntos:
1) énfasis en la predicación,2) ausencia casi completa de clero,
3) liturgia reducida a la mínima expresión,
4) aumento del valor de la experiencia individual y
5) moralismo como eje central aplicado a la vida cotidiana y a la enseñanza.
El logro fundamental fue que el Primer Gran Despertar dio
una identidad común a todos los núcleos de población dispersos por la Costa
Este. Hasta entonces, cada comunidad parecía aislada de las demás y tenía
inevitablemente a una secta religiosa como corriente mayoritaria. Cada colonia
era un mundo aparte y estaba vinculado con el exterior sólo a través de
Londres. Con la aparición del Primer Gran Despertar, se forma una conciencia
colectiva, se establece un denominador común, autónomo y autosuficiente,
alejado de la metrópoli. Es significativo que, en realidad, Whitefield,
predicador itinerante recorriera todas las colonias de forma incansable. Cuando
murió, fue el primer norteamericano recordado tanto en Georgia como New
Hampshire. Whitefield fue la primera figura pública «norteamericana». Gracias
al Primer Gran Despertar y a sus predicadores las colonias comprendieron lo que
tenían en común.
Como hemos visto, el Primer Gran Despertar espiritual
norteamericano daría lugar al movimiento que cristalizó en la independencia
nacional. A partir de ese momento, se inicia un período de rápido
desarrollo económico, afluencia masiva de inmigrantes europeos que huían de las
guerras napoleónicas y de los destrozos de la Revolución Francesa, y un
espectacular crecimiento demográfico que hacía necesaria la producción de
bienes en cadena.
El Segundo Gran Despertar Espiritual Norteamericano
Mientras todo este proceso socio-económico se activaba, los
valores de Norteamérica, especialmente religiosos, seguían vivos. Pero a
partir de 1790, cuando la lucha por la independencia empezaba a quedar atrás,
apareció una nueva forma de religiosidad que ha dado en llamarse «Segundo Gran
Despertar». Todavía harían falta 200 años más para que se generase el
«Tercero», que prosigue todavía en nuestros días.
Ya ese Segundo Despertar tuvo como instigadores a
predicadores itinerantes que organizaban grandes asambleas públicas generando
histeria colectiva y crisis liberadoras para muchos asistentes. El movimiento
irradió a partir del Estado de Kentucky. Los predicadores excitaban hasta el
frenesí a los asistentes situándolos en una especie de trance profundo e
innegable. En el punto culminante, algunos de los presentes caían al suelo con
un grito penetrante, se convulsionaban, movían la cabeza de un lado a otro
vertiginosamente y luego parecían como muertos. Algunos caían en una risa
espontánea e irrefrenable, pero, en absoluto, contagiosa; en otros se producían
extraños fenómenos paranormales, el sujeto, tras danzar, parecía estar ausente
con una sonrisa beatífica en el rostro. Los había que «huían por miedo» según
un testigo, y otros cantaban «con el cuerpo», sin que el sonido surgiera de sus
labios. Puede parecer algo extraño, e incluso alguien sospechará que las
descripciones están falseadas, pero, en realidad, nada de lo dicho es diferente
de lo que ocurre, aquí y ahora, en las asambleas de los «cristianos renacidos»,
ni en sus principios, ni en su fenomenología.
Este movimiento, que alcanzó a prácticamente toda la
sociedad norteamericana, generó las grandes organizaciones religiosas
específicamente norteamericanas en los años siguientes: cuáqueros, mormones, e
incluso al movimiento dietista del doctor Kellogg, ya en la segunda mitad del
siglo. El Segundo Gran Despertar duró casi 75 años y condujo directamente a
la Guerra de Secesión.
En buena medida, el desencadenante emotivo de la guerra fue
la novela de Harriet Beecher Stowe La Cabaña del Tío Tom. El libro presentaba
una situación de inhumanidad con la que eran tratados los esclavos y no se
correspondía absolutamente en nada a la realidad. De hecho, la Beecher jamás
había viajado al Sur y todo lo relativo a los suplicios y crueldades a los que
eran sometidos los negros, salió de su imaginación. Se trataba de una
fanática presbiteriana que creía que el espíritu del Segundo Gran Despertar
era imprescindible para la formación de la conciencia nacional americana.
Pensaba que la sociedad de su tiempo vivía una fuerte corriente materialista
que sólo podía ser contrarrestada mediante la práctica religiosa intensiva y
enérgica. Religión, política y cultura debían caminar al mismo paso y ser hijas
de la misma matriz, sostenía la Beecher. La única forma, para ella, de alcanzar
esa meta era realizando un esfuerzo mesiánico que tensara las cuerdas de la
sociedad americana y le diera un nuevo impulso. Ese esfuerzo era la
conquista del Oeste (había dicho «está claro que el destino religioso y
político de la nación habrá de decidirse en el Oeste»). Para ella, solamente el
«evangelismo» podía unir a los hombres y mujeres de la frontera en un mismo
ideal. Lo que entendía por «evangelismo» era exactamente el mismo concepto
que hoy tenemos de «fundamentalismo cristiano». Y si era preciso movilizar
conciencias contra el Sur en nombre de la lucha contra la esclavitud, no iba a
reparar en los costes y en el dolor que generaría esa iniciativa: simplemente,
para ella, la guerra civil era necesaria por el bien de Norteamérica.
En aquel momento, las dos confesiones más arraigadas eran
los metodistas, confesión más extendida en 1844, seguidos por los baptistas en
el sur. Pero, a partir de entonces aparecieron los movimientos escatológicos
y milenaristas que hoy, nuevamente, han recuperado la iniciativa con los
«cristianos renacidos».
En 1818, William Millar, un baptista del sur, estudió
detenidamente los textos bíblicos y concluyó que el mundo terminaría en 1844.
Reclutó a miles de seguidores. Llegada la fecha, nada ocurrió. Para la mayoría de
sus fieles se produjo la «gran decepción», pero no así para un grupo de
ellos instalados en Battle Creek que pasaron a llamarse Adventistas del Séptimo
Día. Desde allí irradiaron a todo el mundo, hasta nuestros días, y se
convirtieron en el centro de un imperio vegetariano desde que el doctor John H.
Kellogg se hizo cargo del lugar.
Kellog basaba su teoría nutricionista en el desayuno con
cereales. Parece banal, pero insertaba su estudio en las raíces culturales
norteamericanas. La popularización de los cereales estaba, para Kellog, cargada
de virtudes morales. Su mentora, Ellen Harmon, había tenido de adolescente un
éxtasis místico en la que «vio» la santidad de los alimentos del desayuno.
Gracias a los copos de maíz, los Padres Peregrinos del Mayflower habían salvado
la vida; nada como el maíz era más norteamericano. De hecho, lo cultivaban los
indios, pero, inicialmente, era inexistente en Europa. El maíz era un regalo
de Dios y no podía ser un azar el que se lo hubieran encontrado los colonos.
A partir de este principio visionario, el doctor Kellog utilizó todo su saber y
sus artes de business management, para justificar y promocionar el consumo de
copos de maíz. Si los movimientos religiosos del Segundo Gran Despertar,
volvieron a emerger en los años 80, en forma de «cristianos renacidos», el
movimiento de Kellogg se reencarnó en los distintos sectores de la New Age.
De aquel Segundo Gran Despertar surgieron, igualmente,
los mormones. Fue mucho lo que aportaron a la conciencia nacional
americana. De hecho, Joseph Smith, su fundador, proporcionó a América
«raíces históricas profundas». Lo de menos era que se trataba de pura
invención, lo importante es que, Norteamérica, a partir de Smith era, como
mínimo tan «antigua» como la Vieja Europa.
Lo que nos cuenta Smith es que, en 1827 «un ángel», Moroni,
le había revelado el emplazamiento de unas planchas de metal en las que estaba
escrito la historia de una de las tribus perdidas de Israel. Gracias a unas
piedras, Urim y Thurim, y a la colaboración de otro ángel, logró
traducir el texto que, editado con el nombre de Libro de Mormon,
describe la historia de un pueblo precolombino procedente de la torre de Babel,
que cruzó el Atlántico -¡en barcazas!- y logró sobrevivir en el nuevo mundo.
Así que «América» procedía, no de la oleada de navegantes y descubridores
del siglo XV-XVI… sino del período incierto, pero, en cualquier caso, remoto,
de la Torre de Babel. En el 384 de nuestra era, Moroni, hijo de Mormon,
enterró las tablas que luego Joseph Smith «descubriría» y que, por cierto,
nadie más que él logró ver. Esta locura colectiva logró asentarse y modelar el
Estado de Utah hasta nuestros días, sin duda, hoy uno de los Estados más
prósperos de los EEUU; allí la influencia mormona sigue siendo absoluta.
En el curso de este Segundo Gran Despertar norteamericano, aparecieron conceptos e ideas que venían de Europa en las valijas de los inmigrantes, pero que solamente en EEUU llegaron a convertirse en verdaderos movimientos de masas.
Del místico sueco Emmanuel Swedemborg y de los 38 densos
volúmenes de sus escritos, emanaron las sectas más exóticas. Así mismo, fueron
extremadamente bien acogidos el mesmerismo y la homeopatía que encontraron en
el territorio americano su tierra de promisión. El hijo directo del
messmerismo, el espiritismo, fue un producto típicamente americano que irradió
a partir 1847 generando fenómenos de histeria colectiva en los que los
protagonistas, mediums, afirmaban ponerse en contacto con «entidades
desencarnadas» (almas de los muertos). Robert Owen, hijo del famoso socialista
utópico inglés, pronunció una conferencia sobre este tema en la Casa Blanca,
ante el escepticismo de Lincoln y la adhesión entusiasta de su mujer. Ésta,
tras el asesinato del presidente, recurrió a médiums y técnicas espiritistas
para comunicarse con él. En 1870, los espiritistas tenían 11 millones de
adeptos en EEUU.
El pragmatismo norteamericano y la tendencia al
misticismo de pacotilla, dio como resultado una nueva formulación religiosa
basada en la aplicación práctica y utilitaria de los principios religiosos. Lo
que aportó el Segundo Gran Despertar, fue la conciencia de que «no hay
problema, por grave que sea, que no tenga solución». Cualquier enfermedad, por
terrible y destructora que sea, puede curarse mediante la fe. Es la
«auto-ayuda» (¿les suena el término?) llevada a sus últimas
consecuencias. Esta corriente tuvo en Mary Baker Eddy a su principal
exponente. Aquejada de dolores terribles que ninguna medicina oficial lograba
paliar, fue, finalmente, curada por un tal Quimby, que practicaba el
mesmerismo, una forma de curación mediante una mezcla de imposición de manos e
hipnosis. A partir de ahí, intuyó el origen mental de cualquier dolencia y creó
su propio sistema de curación espiritual basado en el principio de que toda
realidad está en la mente y cualquier otra cosa es pura ilusión, tal como, por
lo demás, afirmaba Swedemborg.
Pero este Segundo Gran Despertar y sus procedimientos de
«autoayuda» debían de tener todavía otro profeta, junto a Mary Baker, el doctor
Kellog, Joseph Smith y los adventistas, etc., se trataba de Ralph Waldo
Emerson cuyos libros y tratados sobre el carácter han inspirado a generaciones
de buscadores de textos de «auto-ayuda». Emerson era un utopista que
promovió una comunidad que terminó en bancarrota. De él quedan sus libros
reutilizados en sucesivos tratados editados desde entonces (mediados del siglo
XIX, hasta nuestros días). Y aún hubo más.
Los emigrantes alemanes, ciertamente influidos por los
socialistas utópicos, crearon comunidades florecientes como la Harmony
de Pensilvania. Eran pietistas y proponían la confesión auricular, pero eran
hábiles trabajadores y hubieran logrado perpetuar sus comunidades de no ser por
que rechazaban el matrimonio y la procreación. Evidentemente, tenían “fecha de
caducidad” y, en apenas una generación, se extinguieron. Otra de estas
comunidades, la de Oneida, realizó experimentos avanzados y «sicalípticos». Practicaban
el amor libre, el «matrimonio complejo» (decidido comunitariamente) y,
finalmente, educaban a sus hijos como en los kibbutz actuales.
Todo este enjambre de sectas y confesiones exóticas
cristalizó en el gran hallazgo de América: el impulso dado al sistema educativo.
Educación es, ayer y hoy, progreso. A mediados del siglo XIX, ya existía un
denso tejido educativo, público y privado, en los EEUU. El Estado se había
hecho cargo de sostener económicamente la educación de millones de niños y
adolescentes. Las escuelas públicas no estaban controladas por ninguna secta
religiosa, pero extendían valores religiosos: para ellos, religión y educación
eran terrenos inseparables. Pragmáticos, como siempre, intentaron que, más que
una forma de culto, la educación difundiera una forma de comportamiento y
actitud social, que luego, los padres, en el hogar, podían o no fortalecer.
Decir que aquello era una balsa de aceite religiosa es
completamente inexacto. Las tensiones dramáticas en materia espiritual
existieron desde los comienzos de la nación americana. No hace falta aludir
a la «caza de brujas» que tuvo lugar en Salem en el siglo XVIII y que evidenció
hasta dónde podía llegar la histeria colectiva y lo mínimos que podían ser los
desencadenantes. En esa misma época, Thomas Merton quien intentó llevar a EEUU
la costumbre pagana de la fiesta del «Palo de Mayo» se hizo acreedor de la
persecución por motivos religiosos.
A partir del primer cuarto del siglo XIX, empezaron a
llegar de forma masiva inmigrantes irlandeses, esto es, católicos, que
encajaron mal con este panorama religioso. En los veinticinco años que
siguieron, establecieron diócesis por todo el territorio de los EEUU y a partir
de 1834 tuvieron que afrontar campañas anticlericales procedentes de distintos
sectores evangélicos y masónicos. Aparecieron panfletos difamatorios,
especialmente contra los conventos. No faltaban, al igual que en la literatura
anticatólica europea, elementos pornográficos que colocaban un punto de picante
en el relato. Tuvieron inmenso éxito. En 1834, un convento de monjas ursulinas
fue incendiado en Boston. No hubo tribunal capaz de condenar a los instigadores
y, hasta los propios jueces, estaban convencidos de que se asesinaba a niños
ilegítimos en los inexistentes calabozos subterráneos del convento.
También apareció el temor a una «conspiración católica»
destinada a conquistar el valle del Mississippi, dirigida por el Papa y el
emperador austriaco. Escritores notables (Lyman Beecher o Samuel Morse)
afirmaron que los emperadores europeos enviaban a América a sus súbditos para
que se apoderaran del país. Era cierto que los inmigrantes católicos aceptaban
salarios bajos y rompían el mercado de trabajo, pero era incuestionable que la
riada migratoria no estaba inducida por ningún «centro oculto» de poder
europeo. De todas formas, esta tendencia al «conspiracionismo» ha estado, a
partir de entonces, implícita en un reducto de la población norteamericana que
siempre ha integrado cualquier acontecimiento en su particular visión del mundo,
por irracional que fuera. Aún hoy, en la América profunda, se cree que la
ONU es una conspiración comunista destinada a esclavizar a América y quienes
justifican este criterio no tienen dificultades en encontrar una amplia
panoplia de argumentos paranoides…
Progresivamente, a lo largo del segundo tercio del siglo
XIX, pudo comprobarse que el esclavismo y el espíritu religioso eran altamente
incompatibles y terminaron desembocando en la guerra civil. No en vano Paul
Jhonson dice en su Historia de los EEUU: «el Segundo Gran Despertar, con su
aguda intensificación de la pasión religiosa, significará la sentencia de
muerte de la esclavitud, del mismo modo que el Primer Despertar había firmado
la sentencia de muerte del colonialismo británico».
Una vez terminada la guerra civil, América irradiará
poderosamente, primero en Centroamérica (guerra contra México e intervención en
distintos países centroamericanos, directamente o mediante “filibusteros”),
después en el Caribe y el Pacífico (guerra contra España), para luego
proyectarse sobre Europa (con las dos guerras mundiales), sobre el sudeste
asiático (frustrada intervención en la Península Indochina) y más tarde sobre
Oriente Medio y Asia Central (directamente o a través de la alianza privilegiada
que EEUU mantiene con el Estado de Israel). Es indudable que esta expansión
tiene una motivación fundamentalmente geopolítica y económica, pero el gran
hallazgo de Norteamérica ha sido justificarla, no en función de las ambiciones
territoriales o la intención manifiesta de depredación económica, sino por
argumentos éticos y morales. En la etapa actual correspondió a los “cristianos
renacidos” aportar las argumentaciones intervencionistas a la opinión pública.