La doctrina del «Destino
Manifiesto»,
como soporte místico de la dominación imperial
como soporte místico de la dominación imperial
Cuando estalla la guerra de independencia de
los EEUU, Francia y España apoyan a los colonos. La ayuda española existió,
pero no es tan conocida como la de Lafayette o Beaumarchais. En aquel momento,
España controlaba Cuba y Luisiana (un espacio muy superior al actual Estado de
ese nombre que abarcaba desde el Golfo de Méjico hasta el Canadá, entre el
Mississippi y las Montañas Rocosas. España facilitó a la rebelión de las
colonias armas, medicamentos y víveres. El General Gálvez estuvo en contacto
con las tropas de Washington. A decir verdad, España alimentó a la hiena que
finalmente la devoró. Ya en 1818 se produce la invasión de Florida, perteneciente
a España, desde donde los indios seminolas, realizaban incursiones en el
territorio de EEUU. El presidente Andrew Jackson aludió entonces a «esos
odiosos caballeros españoles». España, que en aquel momento afrontaba
la rebelión de las colonias sudamericanas, no pudo hacer nada para evitar la
pérdida de Florida que, finalmente, fue vendida por cinco millones de dólares.
En ese momento, esta expansión territorial respondía a un impulso mesiánico
todavía no plasmado en declaraciones expresas. Aún habría que esperar casi
treinta años para que las dos principales orientaciones de la política exterior
norteamericana (todavía hoy en vigor) fueran enunciadas expresamente en la «Doctrina
del Destino Manifiesto» y la «Doctrina Monroe».
En 1840, John Louis O’Sullivan publicó
un grupo de artículos cuyo tema central era «El Destino Manifiesto». Se
justificaba la expansión americana en todos los continentes basándose en la
doctrina racista de la superioridad racial anglosajona. Esta expansión se
produjo en distintas oleadas tras el triunfo de la rebelión de las 13 primeras colonias.
Inicialmente, la expansión se orientó hacia el Oeste, entre Río Grande y
Canadá. Fueron las «guerras indias» que abarcaron casi todo el siglo XIX
norteamericano con distintos sobresaltos y con el paréntesis de la guerra civil
en el que se formaron unidades indias, hecho significativo, que combatieron
contra los nordistas. El procedimiento expansivo consistía en asentar colonos y
luego provocar incidentes que terminaban con el exterminio o la expulsión de
los indígenas.
Mayor importancia tuvo la guerra contra Méjico,
con la caída de El Alamo permitida por el ejército norteamericano para
justificar la intervención posterior contra el vecino país al grito de «Álamo Revenge» (vengar el Álamo) que
supuso la pérdida de 1/3 de su territorio. A partir de ese momento, EEUU
fue un país transoceánico que abarcaba desde el Atlántico al Pacífico y
desde el Río Grande a la frontera canadiense.
La segunda oleada expansiva partió de las tesis
racistas de John Fiske, Strong, Burgess y Mahan, en las que se sostenía el
supremacismo anglosajón. La «raza anglosajona» y su lengua eran consideradas
superiores a las de sus vecinos y a cualquier otra. Estos escritos,
descaradamente racistas y que harían palidecer a los xenófobos del siglo XXI,
prepararon la intervención en Centro América y la aparición de la Doctrina
Monroe que, finalmente, fue el centro de esta segunda oleada expansiva. La
Doctrina Monroe establecía que ninguna parte del territorio de "América",
ni del Norte, ni del Centro, ni del Sur, podía ser colonizada por europeos. O,
dicho de otra manera: «América para los americanos… del Norte».
Durante este período el expansionismo tuvo como
hitos principales los sucesivos intentos de invasión de Cuba a partir de
mediados del XIX y la construcción del Canal de Panamá con el dominio efectivo
sobre territorio panameño. En 1841, en pleno Segundo Despertar, ya se
produjeron dos locos intentos de invadir Cuba por parte de 150 aventureros de
EEUU que partieron desde Miami. Poco después, el presidente Quincey Adams exponía que «Cuba caerá en manos de EEUU
como fruta madura». Y en 1858, cuando se aproximaba la guerra civil, el
«Manifiesto de Ostende», firmado por tres diplomáticos norteamericanos
destinados en Europa, reiteraba el derecho de apoderarse de Cuba si España
no accedía a vender la isla. Luego vino la guerra civil, el proceso de
reconstrucción, un momento en el que España todavía poseía una flota eficiente
y disuasiva y el nacimiento de un fuerte sentimiento nacionalista en Cuba que
impedía que la venta pudiera realizarse sin que conllevara la interrupción del
proceso independentista de la isla. Así pues, los norteamericanos optaron
por avivar la rebelión cubana. La flota española mostró su eficacia a la hora
de detener un alto número de buques norteamericanos que enviaban armas y
municiones a los rebeldes. En cada episodio, EEUU denunciaba que suponía un
atentado al «libre comercio». Luego, EEUU intentó imponer un tratado comercial
humillante para España con la intención confesada de defender los derechos de
los inversores norteamericanos en la isla.
A partir de 1887, EEUU decide que lo esencial
de su expansión debe realizarse por vía marítima y, desde entonces, el poder
naval de este país empieza a superar al de España. En 1896, el presidente
Cleveland dice ante el congreso que los EEUU deben intervenir en la isla,
empleando argumentos tan absolutamente falsos y mendaces como los utilizados
cien años después por George W. Bush y sus altos funcionarios para justificar
las intervenciones en Irak y Afganistán. Cuando entrega las llaves de la
Casa Blanca a su sucesor, McKinley, le dice textualmente: «Siento
profundamente, Sr. Presidente, dejarle la herencia de una guerra con España,
que llegará antes de que transcurran dos años». En efecto, llega 1898 y con
él la explosión del Maine, tan extraña como cien años después ha resultado el
atentado contra las Torres Gemelas.
Asegurado el control sobre el territorio
norteamericano (nueva frontera hacia el Oeste y guerra contra México),
asegurado el control sobre el «patio trasero» (el Caribe y Centro América), los
EEUU miran hacia Europa donde se encuentra, en las primeras décadas del siglo
XX, el centro del capitalismo mundial. EEUU no pararán hasta vencer las reticencias
aislacionistas de su propia población e inmiscuirse en la «guerra europea» que,
con ellos, pasa a ser mundial. Seguirán la intervención en la II Guerra
Mundial, la victoria, la reconstrucción de Europa a cambio de eliminar
aranceles y tener a los países vencidos por meros protectorados durante
décadas.
Finalmente, la caída del comunismo suponía
consagrar a la «hiperpotencia» norteamericana como un «garante de la paz y la
estabilidad mundial». O tal era la pretensión que debía realizarse mediante la
globalización económica. Pues bien, en todo este impulso expansivo la doctrina
del «Destino Manifiesto» ha sido siempre el eje central de la política
norteamericana en función de la cual se justificaban las operaciones
intervencionistas.
Esta tendencia hacia el «expansionismo» fue
observado por Alexis de Tocqueville cuando escribió: «Mientras no tenga
delante más que países desiertos o poco habitados, mientras no halle en su
camino poblaciones numerosas a través de las cuales le sea imposible abrirse paso,
se la verá extenderse sin cesar. No se detendrá en los límites trazados por los
tratados, sino que desbordará por todas partes esos diques imaginarios.
Tocqueville escribía estas líneas, influenciado por el «espíritu de la
frontera» que extendía la colonización hacia el Oeste. Tocqueville no percibió
que la importancia futura de los EEUU derivaría de que, por primera vez en la
historia, aparecía una nación capaz de unir el desarrollo del capitalismo con
la construcción nacional. Esa combinación hizo que la frontera no se detuviera
cuando los colonos llegaron al Atlántico, sino que prosiguiera en los cuatro
círculos de expansión que hemos definido.
En 1777, John Jay aseguraba que el
norteamericano era el primer pueblo favorecido por Dios al tener ocasión de
elegir su forma de gobierno. Sólo tres años después, Samuel Cooper aludía a la «misión
providencial de EEUU de transformar gran parte del globo en asiento del
conocimiento y la libertad».
El senador Albert Beveridge, en 1900, en un
discurso explicaba: «Dios preparó al pueblo de los EEUU para ser dueños y
organizadores del mundo (…) Dios ha elegido al pueblo norteamericano como
nación elegida para iniciar la regeneración del mundo». El economista Johan
Galting era de la misma opinión cuando escribía: «tenemos la obligación
mesiánica de asumir aspectos divinos de omnipotencia, bondad y misericordia
infinitas»… Finalmente, el
presidente Woodrow Wilson en 1902 expresó el mismo estado de espíritu con estas
palabras: «En nuestro pueblo ha estado siempre presente una poderosa presión
desplazándose continuamente en busca de nuevas fronteras y territorios, en la
búsqueda de mayor poder, de total libertad de un mundo virgen. Es un destino divino
que ha configurado nuestra política»…
Hemos seguido declaraciones mesiánicas desde la
fundación de los EEUU, de ahí que la última frase seleccionada fuera
pronunciada el 8 de mayo de 1999 por el Fiscal General y Secretario de
Justicia, John Ashcroft, hombre de nuestro tiempo, que alude a las ideas de
siempre con estas palabras: «Única entre las naciones, los EEUU han
reconocido la fuente de nuestro carácter como cosa divina y eterna, no cívica o
temporal. Como nuestra fuente es eterna, somos diferentes. No tenemos otro rey
que Jesús…». Ashcroft es un producto típico surgido de los medios
evangélicos «renacidos» y del Tercer Gran Despertar. Es lo que los jefes de
fila neo–conservadores llamarían un «gentil», pletórico de inocencia patriótica
y fe religiosa.
Esta ideología ha estado siempre viva en la
derecha estadounidense y ha sido evocada por los Bush, padre e hijo, al hacer
referencia en muchas ocasiones a «nuestra superioridad moral» para
justificar las intervenciones político–militares en cualquier parte del mundo.
De tal estado de espíritu deriva la doctrina
del «Destino Manifiesto» formulada por el periodista John O’Sulivan
justificando la anexión de Tejas, que llevó a la firma del Tratado de
Guadalupe–Hidalgo. La idea es que los americanos tenían el derecho e incluso la
obligación de expandir su dominio sobre el continente, ya que se consideraba
que era la «voluntad de Dios». La formulación de O’SuLivan venía en el momento
adecuado: se trataba, por una parte, de justificar las «guerras indias» y el
exterminio del pueblo indígena. De otra parte, tenía mucho que ver con el
proceso de los países sudamericanos y centroamericanos por su independencia. La
Doctrina Monroe se había anticipado en 1823, dos años después de que España
reconociera la independencia de México. El concepto de Destino Manifiesto es la
siguiente vuelta de tuerca de la misma política. En apenas cuatro años, a
partir de 1840, los EEUU duplicaron su territorio nacional. Este empuje fue
considerado como parte de un proceso inexorable querido por «la Providencia» e
impulsó a O’Sulivan a formular su teoría según la cual esta expansión
territorial era el «destino manifiesto» que culminaba en la «dominación de todo
el continente». Luego la «doctrina Monroe» consagraría esta tendencia.
No todos los norteamericanos, ni siquiera todas
las fuerzas políticas, aun aceptando la idea del «destino manifiesto»,
coincidían con esta tendencia expansionista; algunos pedían que se definiera el
territorio que debía adquirirse y cuando lo decían estaban pensando en compras
territoriales. Pensaban que los territorios limítrofes, contiguos a los EEUU,
terminarían uniéndose a ellos voluntariamente: «caerían como fruta madura»,
decían. Pero la tendencia general de quienes enunciaron la abusiva teoría del
«destino manifiesto» era a pensar en una expansión rápida, aunque fuera a costa
de emprender guerras de conquista.
La «Doctrina Monroe» y la teoría del «Destino
Manifiesto», surgidas ambas en pleno Segundo Despertar, contribuyeron, a la
consolidación de la conciencia nacional y la coherencia interna de los EEUU.
Mientras la primera excluía a Europa de cualquier veleidad de estar presente en
Centro y Suramérica, la segunda contribuía a justificar el recurso a la guerra.
En la práctica, ambos principios siguen en vigor en nuestros días y constituyen
lo esencial de la política exterior norteamericana.
O ‘Sullivan, dio la definición de lo que
entendía por «Destino Manifiesto»: «Es nuestro destino manifiesto
esparcirnos por el continente que nos deparó la Providencia para que en
libertad crezcan y se multipliquen anualmente millones y millones de
norteamericanos». En esa época, la balanza entre los Estados que estaban a
favor de la esclavitud y los que estaban a favor del trabajo asalariado, se
mantenía en equilibrio, pero la incorporación de cualquier nuevo Estado podría
romperlo a favor de una u otra opción.
Las dificultades de la invasión de Nicaragua
convencieron a muchos norteamericanos de que era necesario descartar la idea de
una república transcontinental. Percibieron que, si se dilataban excesivamente
las fronteras y se integraban en ella contingentes con otra lengua y otra raza,
se debilitaría la cohesión de los EEUU.
Pero a mediados del siglo XIX, las nuevas tecnologías de la época aplicadas al
transporte (los barcos de vapor) y a las comunicaciones (el telégrafo) parecían
espectaculares. Ambos avances fueron aplicados para mejorar la comunicación
entre los distintos Estados de la Unión. En ese contexto cobró fuerza y peso la
corriente «expansionista e intervencionista» que desde entonces siempre ha
estado viva en los EEUU.
Ciertamente, los EEUU tenían tierras
desocupadas y no era preciso conquistar otras lejanas para dar asiento a nuevos
colonos. Aunque los inmigrantes afluían sin cesar desde Irlanda, Alemania e
Italia, los contingentes llegados no eran suficientes. En ese contexto apareció
la corriente «expansionista» que tomaba como referencia algunas frases del
segundo presidente de los EEUU, Thomas Jefferson, y proponía la adquisición o
conquista sin fin de nuevos territorios para cumplir su «destino». Esto,
proseguían, serviría para que las generaciones futuras pudieran disponer de
abundantes recursos económicos. Entre estos sectores se encontraban algunos
teóricos del esclavismo de los Estados del Sur. Nuevos Estados, con nuevos
esclavos, aumentarían el poder político de los Estados del Sur, pues, no en
vano, tales Estados sólo podían situarse al Sur, es decir, más próximos al área
de influencia de lo que luego sería la Confederación. Sólo así, los EEUU
podrían competir con el comercio británico, especialmente por el control de los
mercados asiáticos, algo que estaba en mente de los expansionistas desde que
fue arrancado a México el territorio de California y se podía contar con el
puerto de San Francisco como base para la expansión por el Pacífico hacia Asia.
La crisis económica de 1837 en la que un exceso
de producción agrícola hundió los precios, dio nuevos argumentos a los
expansionistas para que se buscaran nuevos mercados en el exterior y, para
ello, había que disponer de bases en todo el mundo. Por esas fechas, Inglaterra
era la pesadilla de la nueva nación, especialmente en los Estados del Sur. En
1843, el Sur denunció que Inglaterra estaba promoviendo la abolición de la
esclavitud en EEUU; acto seguido proclamaron la necesidad de incorporar a la
República de Texas para asegurar los intereses de los terratenientes
algodoneros del Sur. Fue así, como, poco a poco, la doctrina del Destino Manifiesto
se fue convirtiendo en cada vez más agresiva y haciendo del «brazo militar» y
del recurso a la guerra, los elementos tácticos más habituales para su
realización.
En 1823, el presidente James Monroe lanza la
doctrina que llevaría su nombre en el curso de un mensaje al Congreso. El
derrumbe del Imperio Español, la emancipación de las colonias en Sudamérica,
había despertado las ambiciones inglesas. A continuación, EEUU intervino
militarmente en 1824 en Puerto Rico, en 1845 y 1847 en México, en 1857 en
Nicaragua, en 1860 en la provincia de Panamá y nuevamente en Nicaragua. La
situación era tan alarmante que, en 1847, Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y
Perú se reunieron en Lima alarmados por este intervencionismo. Al año
siguiente, estalló la guerra contra México. Pero no fue sino hasta la
conclusión de la guerra de secesión norteamericana que los EEUU tomaron
conciencia de su inmensa poder.
En 1880, cuando la «conquista del Oeste» ya
había concluido, el presidente Ulises Grant no ocultó su proyecto de controlar
la totalidad del continente: fue la política del big stick (palo
grande) que llevó a las intervenciones militares directas, a la anexión de
nuevos territorios o a la formación de «protectorados». El 15 de febrero de
1898 el acorazado estadounidense US Maine explotó en La Habana, pretexto que el
presidente William McKinley utilizó para declarar la guerra a España. La
culminación de lo que Theodore Roosevelt llamó «espléndida pequeña guerra»,
fue la conquista de Puerto Rico. En el Tratado de París del 10 de diciembre de
1898, España renunció también a Cuba y a las Filipinas.
Cínicamente, en 1901, incorporó a su
constitución la enmienda Platt, aprobada por el Senado estadounidense en
1901, en virtud de la cual Cuba debía aceptar el derecho de intervención de
EEUU para «preservar la independencia cubana y mantener un gobierno que
protegiera la vida, la propiedad y las libertades individuales». «Con el fin
de cumplir con las condiciones requeridas por Estados Unidos para mantener la
independencia de Cuba y proteger a su pueblo, así como para su propia defensa
el gobierno de Cuba venderá o alquilará a Estados Unidos el territorio
necesario para el establecimiento de depósitos de carbón o de estaciones
navales en algunos puntos determinados». Algo más de un siglo
después, la base de Guantánamo sigue siendo testimonio ignominioso de esta
política. Cuba pasó de depender de España a depender de EEUU que intervino
militarmente en la isla en 1906, 1912 y 1917, siendo hasta 1934 protectorado.
«En el hemisferio occidental, la adhesión de
Estados Unidos a la doctrina Monroe puede obligarlo, en casos flagrantes donde
se encuentre frente a determinada mala conducta o a determinada incapacidad, a
ejercer, aunque se resistiera a hacerlo, un poder internacional de policía», tal era el corolario de la doctrina Monroe,
enunciado en 1903 por Theodore Roosevelt. Con los mismos argumentos –el respeto
a las «obligaciones internacionales» y «la justicia para con los extranjeros»
(que enmascaraba intereses económicos e inversiones de EEUU), «aportar el
progreso y la democracia a los pueblos atrasados», etc– los marines
desembarcaron en México, Guatemala, Nicaragua, Colombia, Ecuador. En 1912,
en un lapsus o quizás como muestra de la ebriedad que provoca el poder, el
presidente Taft declaró: «Todo el hemisferio nos pertenecerá, como de hecho,
ya nos pertenece moralmente, en virtud de la superioridad de nuestra raza»,
lo que traducido quería decir que la defensa de la soberanía nacional de
territorios que entran dentro del campo de aplicación de la Doctrina Monroe o
que, por algún motivo, obstaculizan la realización del Destino Manifiesto, se
convierten en una rebelión contra la potencia elegida por Dios.
A partir de la primera concesión obtenida en
Costa Rica en 1878, la United Fruit
Company construyó un imperio bananero en la costa atlántica de América
Central dotado con millones de hectáreas. La goodwill (buena
voluntad) de EEUU (el Tío Sam,
diseñado con sombrero de copa, chaleco de estrellas y pantalón confeccionado
con las barras de la bandera de EEUU) no puede ponerse en duda, en tanto que
pueblo aliado de Dios que interviene diplomática y militarmente, con autoridad
propia, sin ningún control, en los asuntos internos de estas repúblicas,
manifestando la voluntad divina que los guía, de la que la Doctrina Monroe y la
teoría del Destino Manifiesto son su enunciado político.
En Honduras, Estados Unidos interviene en
cuatro ocasiones (1903, 1905, 1919 y 1924) para «restablecer el orden»
(entendiendo por tal, la defensa de los intereses de la United Fruit y de las compañías forestales y mineras de EEUU). En
1915, le toca a Haití; una fuerza al mando del almirante William B. Caperton,
desembarca en Puerto Príncipe e impone una administración norteamericana. Lo
mismo había ocurrido ocho antes en la vecina República Dominicana. Esta
política del big stick, tiránica e intervencionista, se prolongará con
el mismo cinismo hasta 1934 cuando Franklin D. Roosevelt la reemplazará por la
del good neighbourhood (buena vecindad) en lo constituía solamente un
cambio semántico.
En los cuatro años siguientes, la Conferencia
para el Mantenimiento de la Paz (1936) y la VIII Conferencia de los Estados
Americanos (1938) reconocerán la soberanía de cada país del hemisferio Sur:
Asegurado el dominio económico ¿para qué comprometerse a más? El pensamiento de
la clase dirigente norteamericana, aspiraba en ese momento a una proyección, no
sólo hemisférica, sino mundial.
Como hemos dicho, la rivalidad con Inglaterra
para controlar los mercados asiáticos y el desenlace final de la guerra civil,
hizo que los EEUU buscaran bases en el camino hacia el lejano Oriente. En 1893
reclamaron las Islas Hawai. El almirante Belknap lo justificó con estas
palabras: «Parecería que la naturaleza creó ese grupo de islas para que
fuese ocupado como puesto avanzado, por así decirlo, de la Gran República».
Y el congresista Henry expresó en la misma línea: «Las queremos porque
se hallan más cerca de nuestro territorio que de cualquier otra nación».
Reclamaron el archipiélago de Hawai y lo obtuvieron. Una vez allí, miraron a
Filipinas. El ex secretario Denby explicó: «Estamos extendiendo las manos
para tomar lo que la naturaleza nos ha destinado». El problema era que
Filipinas no tenía ninguna relación de contigüidad con el territorio de los
EEUU. No era problema, el senador Beveridge añadió: «¡Nuestra Armada las
hará contiguas!». Y de Filipinas a la masa continental China. El propio
Beveridge añadió: «las islas Filipinas son nuestra puerta de acceso a China».
Antes, el comodoro Perry había forzado la puerta de Japón.
En 1902, Woodrow Wilson intentaba justificar
este impulso expansionista aludiendo de nuevo a la doctrina del Destino
Manifiesto: «Esta poderosa presión ejercida por un pueblo que se desplaza constantemente
hacia nuevas fronteras, en busca de nuevos territorios, de mayor poder, de la
total libertad de un mundo virgen, ha gobernado nuestro curso y como un Destino
ha plasmado nuestra política». La realidad era mucho más prosaica: los
EEUU, tras haber enlazado los dos océanos mediante ferrocarril y a través de la
construcción del Canal de Panamá, después de haber agotado las posibilidades de
expansión en el territorio americano, buscaron plasmar su mesianismo en el
exterior. Las grandes crisis de la historia del siglo XX no son otra cosa más
que el producto de los desajustes internacionales provocados por el
expansionismo norteamericano. Fue así como el tiempo pasó.