Allí donde en los campos hay plantas, en las ciudades se
encuentra el asfalto. Es un signo de civilización, así que para qué nos vamos a
quejar de eso. Además, si se tratara de quejarse de las ciudades, habría que
recordar que la tradición enseña que la primera ciudad la fundó Caín. No; uno acepta vivir en una ciudad y debe
aceptar todo lo que conlleva (ruidos, malos olores, molestias, riesgos). De lo que me quejo es de que el urbanita
tienda a recordar el que fuera su hábitat originario con pequeños gestos: un
tiesto, por ejemplo. Si tenemos tendencia a colocar tiestos –aunque no seamos
conscientes de ello- es para seguir manteniendo algún tipo de contacto con el
mundo del que procedemos: la naturaleza. Y de lo que me quejo es de que nos
conformemos con tan poco.
Un tiesto no deja de ser algo más –no mucho más- de un par
de litros de tierra, dentro de un recipiente de barro o de plástico, en el que
hemos colocado algún vegetal. En ocasiones es colorista y en otras lo hemos
elegido por su forma, incluso por algunas características propias. Puede ser
que dispongamos de poca luz o que hayamos instalado una planta de interior junto
a la televisión. Hubo un tiempo en el que era habitual colocar cactus junto a
los monitores catódicos de los ordenadores (alguien dijo que absorbían no sé
qué radiaciones que hoy ya están ausentes en los plasmas). Los cáctus han
durado más que los tubos catódicos que justificaron su colocación. Cualquier excusa
es buena para colocar una planta en no importa dónde.
El problema viene
porque la gente en ciudad suele ser desconsiderada, incívica y desordenada. Lo
primero va en detrimento de la convivencia. Es habitual ir por la calle y notar
como que alguien te está meando encima. Es el vecino habitual que le
importa un higo quien pasa por debajo de su balcón y está rociando sus plantas.
Lo hace cada día y cada día le importa muy poco quién pasa por su ventana.
Luego están los
desordenados por naturaleza. Han comprado una planta y la dejan ahí, en el
balcón, para que espabile. La riegan cuando se acuerdan y pasa lo que pasa: que
habitualmente, al cabo de unos días ha perdido su color y su vigor originarios.
Sus hojas ya no son de un verde vivo por el haz, sino que han pasado a ser
marrones y se van secando. Si miráis en muchos balcones, veréis plantas
muertas. Otras, en cambio, muestran ese desorden por su crecimiento exagerado y
en todas direcciones. Hay balcones que parecen selvas enmarañadas. Inútil
recordar que la diferencia entre el bosque y el jardín es el nivel de orden:
caótico y desenfrenado en el bosque, ordenado y domado en el jardín. Sutil diferenciación
que no tiene reflejo en muchos balcones.
Y luego, claro está,
los inefables colgaos muestran su condición en los balcones. La planta de
marihuana es al balcón del colgado como el hijo pequeño al que se le cuida con
particular mimo. Ese cultivo, hay que reconocerlo, está en desuso. Tuvo su
momento culminante hace diez años cuando bajo la presión sobre la “industria
del cannabis” coincidiendo con la crisis económico de 2007: el “sistema”
sugirió a los jóvenes que podían hacer de su afición, un medio de vida. Y así
se pasó de la maceta de maría en el balcón al cultivo in-door. El colgao,
desordenado por naturaleza, es incapaz de atender durante mucho tiempo las
necesidades de su planta, así que siempre, antes o después, vuelve al camello
de toda la vida.
Algunos de estos quejíos no tienen tanto que ver con las
formas como con el fondo de la cuestión. No
me quejo, por ejemplo, de que haya tiestos en los balcones, ni que sus dueños
sean incívicos o desordenados, ni siquiera me voy a quejar de que algunos de
esos tiestos parecen prendidos con alfileres y milagro que en días de ventolera
no salgan volando, me quejo de lo que significan esos tiestos: apenas un
intento de recordar la naturaleza.
Nos conformamos con
poco. Un piso de 30 metros
cuadrados, nos dicen, es un “hogar”. Nos conformamos con una mascota en lugar
de un hijo y con un hijo único en lugar de una familia numerosa. Comemos
tomates plastificados para recordar lo que un día era un tomate y “preparados
de carne” que resultan ser simples sucedáneos. Nos conformamos con “políticos”
en lugar de Estadistas, con plumíferos en vez de periodistas y con tiestos en
los balcones en lugar de Naturaleza. De eso me quejo: no albergamos tiestos
en los balcones por su belleza sino como una muestra de lo que es la
Naturaleza. Muestra incompleta. Muestra minúscula (la única que nos permite el
vivir sobre el asfalto, entre hierro, vidrio y cemento). Es casi un grito agónico de lo que fuimos y ya no somos, ni volveremos
a ser.