lunes, 2 de julio de 2018

365 QUEJAS (63) – LA REINA LETICIA


Soy monárquico. Qué le vamos a hacer. Reconocerlo puede parecer incluso excéntrico ahora cuando ni siquiera las monarquías son conscientes de lo que representan y cuando parece no haber reyes capaces de ser considerados y de ejercer como tales. Hoy, lo más provocador que puede hacerse es reconocerse monárquico. Sólo los conformistas y los políticamente correctos se tienen por “republicanos”. Pero, si vamos a eso, creo en la superioridad de la monarquía sobre la república. Era lo que le decía un ujier a un presidente del gobierno que quería tirar tabiques del palacio: “No puede ser. Usted se irá, pero el edificio se queda”. Por eso soy monárquico (aunque no haya monarquía a la que defender): porque me quedo con la estabilidad y con continuidad, con la tradición y con el linaje, antes que con la “participación popular”, “la modernidad” o “las elecciones”. En realidad, ni siquiera pretendo que se me entienda porque llega un momento en el que el lenguaje de la “tradición” está tan alejado del de la “modernidad” que resulta imposible hacerse entender. Y pierde el tiempo quien lo intente. Pero no es de esto de lo que me quejo, sino de algo mucho más evidente: no me gusta Leticia Ortiz como reina de España. Y me quejo de que lo sea.

En primer lugar, creo que los Reyes no se deben casar por amor. Eso de “casarse por amor” apareció con el romanticismo del siglo XIX, antes la gente se casaba por el linaje, para unir patrimonios, o para tener hijos sanos. Y un hijo sano garantiza la prolongación del linaje y éste dura mucho más que una arrebato amoroso (la pasión es producto de nuestro sistema hormonal y, como tal, dura no más de cuatro años). Pero, la “modernización” de las monarquías –institución incompatible con todo lo que es moderno y que no puede medirse ni valorarse por parámetros actuales, en tanto que al ser eterna está sometida a la tradición- ha entrañado el introducir a “plebeyos” en las familias reales. El error no solamente ha sido ese, sino que ni siquiera se ha cuidado de que esos plebeyos estén a la altura.

La cosa empezó con Diana de Gales, una neurótica incapaz de asumir su papel dignamente. Entre aquella boda  principios de los 80 y la de su hijo a ritmo de gospell con una mulata descolorida hace unas semanas, media la “popularización” de la monarquía y su inevitable decadencia. A España la cosa llegó con los tres hijos de Juan Carlos de Borbón y de Sofía de Grecia: y ahí tenemos a un cuñado del Rey en la cárcel de mujeres y a él mismo casado con una divorciada que le creará más problemas que otra cosa.

Soy de los que opina que la familia real griega tiene un estilo muy superior al de la rama española de los Borbón-Dos Sicilias. Por tanto, era de esperar que surgieran fricciones entre madre y nuera. Pero no me voy a quejar de eso que se ha convertido en material de la prensa del colorín, ni siquiera de que Leticia Ortiz cambie de aspecto cada vez que sale al extranjero: regrese después de haberse pegado unos latigazos de bótox, aquí y allí, modificado alguna parte de su anatomía, a pesar de que siga pareciendo anoréxica y su estancia haya causado todo tipo de rumores sobre desavenencias y conflictos diplomáticos (el último con Melania Trump). Tampoco me voy a quejar del pasado laboral de la reina, ni de sus amistades republicanas, está ahí porque alguien decidió que la monarquía debía “ser popular” y lo mejor era casar al Rey con una plebeya, divorciada y que ni siquiera sea monárquica.

Los reyes deben ser educados para ser reyes, no para ser personajes populares. El oficio de Rey exige mucho, de ahí que sea normal que las prerrogativas sean también muchas. Se debe renunciar a mucho, empezando por la vida privada. O te entregas al país o te entregas a tu amante. No hay término medio. No puede haber fallos en el oficio de Rey, ni siquiera en la gestualidad corporal. Quien no ha sido educado para ser rey desde la cuna, no podrá serlo nunca por mucha voluntad que ponga. Me quejo de que este principio lo han olvidado las monarquías.

La monarquía debería ser símbolo de unidad y continuidad. Hubo un tiempo en el que los monarcas eran el espejo de cómo debía comportarse y ser la sociedad. Hoy siguen siéndolo: deben ver el fútbol, tener a algún cuñao insufrible, tener disputas matrimoniales, ponerse bótox en la peluquería y braquets, incluso ser republicanos… De eso me quejo: de que incluso los reyes han olvidado su función.