Me quejo de que
existe una diferencia abismal entre el hoplita que llevó a Atenas la noticia
del resultado del enfrentamiento en la llanura de Maratón y el gilipoyas que se
estampa contra el terrazo que rodea a una piscina después de lanzarse desde un
tercer piso en su hotel de la costa. Me quejo de que este cretino no ha
calculado riesgos y no puede compararse con el escalador que ha estudiado la
ruta de ascenso a un 8.000, es consciente de los riesgos, lleva en su mochila
el equipo que podría garantizarle la supervivencia y está en condiciones
físicas de asumir la aventura. Me quejo de que no es lo mismo un turista
cretino que quiere vivir una descarga adrenalínica sumergiéndose en el Caribe
dentro de una jaula anti-tiburones y luego viene un tiburón y la abre como una
lata de sardinas, incomparable con un paracaidista que se lanza desde 8.000
metros de altura y él mismo ha revisado el plegado del paracaídas y la correcta
colocación del arnés… Me quejo en
definitiva, de que hay un grupo de gente que no parecen apreciar la vida o que
son tan colgados para no darse siquiera cuenta de que la pueden perder por el
canto de un duro.
No vivimos buenos
tiempos para la inteligencia. Todas las civilizaciones han cantado a la
embriaguez y a la droga, ciertamente, pero ambas se administraban solamente en
fechas señaladas y las consumían gentes de dureza interior suficiente como para
no quedar pillados. Nuestra sociedad está obligada a ser restrictiva ante la
droga y el alcohol, simplemente porque los ciudadanos modernos parecen hechos
de blandiblup y quedan enganchados a cualquier paraíso artificial con la
facilidad con que una mosca acude a su vida con el pastel. Los legionarios
siempre han fumado canuto y se han puesto a base de coñac, antes de entrar en
combate. Los antiguos guerreros germánicos, los Berserker, eran presas de un
furor destructor antes de entrar en combate, mordían sus escudos y se lanzaban
con furia ciega sobre el enemigo sin protección, en un estado casi psicótico.
Parece que se regalaban amanita muscaria y remataban con cerveza e infusión de
beleño negro. Pero luego, terminada la dura jornada laboral, recuperaban la
normalidad, superaban la resaca con latigazos de hidromiel y cogían el arado o
acariciaban a su mujer y se mostraban perfectos padres de familia con sus
hijos.
Hoy, un colgado, lo
es las veinticuatro horas del día y no esperen más de él. Es más, si le da por
practicar algún deporte lo hará de manera deslavazada y obtusa: claro está
que, antes o después, se estampará contra el canto de la piscina o se perderá
en el mar remando cuando no toca (solamente en los seis primeros meses de 2017
se ahogaron quinientas personas en playas españolas: cifra anormal en todos los
sentidos, especialmente por la proliferación de banderas rojas o amarillas, de
socorristas y de carteles indicativos del estado de la mar. No es que haya más
ahogados porque hay más bañistas. El crecimiento debería estar absorbido por el
aumento de medidas de seguridad. Es que hay más ahogados porque el número de
colgados y de irresponsables va creciendo.
La gente que practica
deportes de riesgo, busca experiencias únicas, adrenalínicas. El problema es
que buena parte no están preparados para ello y que algunos de los “deportes”
son excesivamente irresponsables: el puenting,
por ejemplo, deriva de una antigua tradición aborigen de Nueva Guinea.
Cualquier médico indicará que un tirón
brusco y sentirse como un yo-yo, no es el mejor tratamiento para el cerebro (como
pueden atestiguar los aborígenes, por cierto). Además, ahí, el comportamiento
del cuerpo es completamente pasivo, a diferencia de la escalada en la que hay
que estar en cada momento consciente de lo que se hace.
Me quejo, en
definitiva, que eso que se llama “deportes extremos” no aportan nada, ni al
cuerpo, ni al espíritu, tan sólo una satisfacción hormonal momentánea que no es
comparable con el riesgo que se asume. La humanidad del siglo XXI ha llegado a
ser tan absolutamente panoli que ni siquiera es consciente de los riesgos que
implican determinadas prácticas. Las hace porque están de moda y porque “molan”.
Quizás el parque de gilipoyas se restrinja si conseguimos entre todos
popularizar el “rocking” (lanzarse por un acantilado aleteando los brazos y sin
más protección), el “cuelging” (ejercer de politoxicómanos reiteradamente los
meses que contengan una “e” ), realizar el “salto BASE” (deporte de la foto que
ilustra este artículo) con un jersey de lana tejido por la abuela, etc, etc,
etc.
Me quejo de que hay
gente que es tan absolutamente corta de miras que ni siquiera se da cuenta de
que el único bien preciado que posee es la vida y está dispuesto a sacrificarlo,
simplemente para practicar un “deporte guay”.