Me refiero a psicólogos y psiquiatras. Por esos mundos de
Dios he conocido a muchos de ellos (no como paciente, hay que decirlo, para
evitar insinuaciones y bromas, pero sí como periodista, amigo o conocido) y siempre me ha sorprendido que gentes que
suelen tener problemas psicológicos –y en algunos casos muy graves- traten de
ayudar a otros a resolver los suyos. Es como cuando un médico te recuerda
que el fumar es perjudicial para la salud y acto seguido lo ves en la puerta
del consultorio fumándose un pito. O cuando el tipo que te tenía que reparar la
tostadora te sugiere que hagas como él y compres otra. Me estoy quejando de que la ayuda psicológica en la sociedad moderna,
está en manos de un personal que, en muchísimas ocasiones, no da la sensación
de estar muy fino. Una vez más, me quejo de que sean ciegos los que guíen a
ciegos.
Se conocen los problemas y las obsesiones de Freud (que si
era adicto a la cocaína, que si estaba enamorado de su cuñada, que si lo
reducía todo al sexo y lo quería interpretar todo en función de los recuerdos y
experiencias de la infancia, que si era celoso de su autoridad, intolerante y
excluyente) o el hecho de que, como mínimo, uno de sus discípulos disidentes,
Wilhelm Reich, acabara encerrado con muestras más evidentes de desequilibrios
psíquicos y tras vender “cañones destructores de nubes” o “armarios orgónicos”.
Ahora que se ha estrenado la película sobre Lou Andreas Salomé, otra discípula
de Freud y la primera mujer miembro del Círculo de Viena, parece evidente que
la chica, aparte de lo brillante de su personalidad (encandiló a Nietzsche,
Rilke y al mismo Freud, así que algún encanto tendría) mostraba una psique que
no terminabande funcionar bien, por mucho que uniera el psicoanálisis de Freud
a la filosofía de Nietzsche y que estudiara la sexualidad femenina con
conocimiento de causa. Pero no hace falta ir tan lejos…
Hará unos años entrevisté a un psicólogo notable que pasaba
por ser el introductor de la psicología traspersonal y dirigía una asociación
que agrupaba a profesionales de esta escuela. El tipo era, simplemente, un
pelmazo. Dios no le había adornado con el noble arte de la amenidad, sus
explicaciones eran farragosas, aburridas, densas y opacas (como farragoso,
denso y opaco, por cierto, es la psiquiatría de Carl Gustav Jung). No atendía
ni a mi lenguaje corporal, que indicaba hastío, ni siquiera a mi lenguaje
verbal que le decía una y otra vez que la entrevista había terminado y que con
el material que tenía ya había suficiente. Me resultaba imposible pensar que
alguien cuya profesión debería de servir para ayudar y conocer a alguien era
incapaz, no solamente de reconocer en mis reacciones la sensación de distancia
y alejamiento, sino de no conocerse a sí mismo. Unos meses después entrevisté a
otro “terapeuta” que se jactaba de haber fusionado la antigua frenología
(considerada como superchería desde finales del siglo XIX), con la fisiognomía
y con la psicología. Exactamente igual que el anterior: incapaz de contener su
riada de explicaciones acientíficas, era, además, agresivo y compulsivo: quería
que se publicara esto o aquello, salir favorecido, vamos, y que la entrevista
incluyera más material del que el espacio reservado para ella podía albergar.
En programas de radio, conocí y entrevisté a más terapeutas y psicólogos
transpersonales, muchos de ellos daban clases para formar a otros. La alumna de
uno de ellos me confesó su sorpresa cuando creía estar entre gente razonable y
el terapeuta ordenó el ejercicio de sacar la agresividad golpeando una
colchoneta. Mi amiga, de repente, se vio rodeada de una decena de energúmenos
de salvajismo evidente que agredieron hasta despanzurrar por completo la
colchoneta. Y parecían normales. Nunca más volvió a verlos como gente normal…
Historias de estas, tengo todas las que quieran. Son
discutibles y subjetivas, ya lo sé, pero no por ello menos significativas e
incluso empíricas. Pero, de la misma forma que cuando uno conoce a los jueces
en fiestas y celebraciones, cuando no llevan la toga, y se sorprende que la
justicia esté en manos de algunos de ellos que son simplemente impresentables, se sorprende también de que “terapeutas”
que pretendan curar las dolencias psicológicas de unos no sean ni siquiera
capaces de curarse a sí mismos.
No me extraña que al final terminen recetando cualquier
fármaco. Por lo que recuerdo de mi infancia, algunos curas en el confesionario
eran verdaderos “directores espirituales” y no me extraña que en España hasta
la guerra civil, los mejores libros de
“autoayuda” fueran escritos por jesuitas… esto es, por gentes a los que se les
había enseñado desde el seminario a conocerse y controlarse a sí mismos. Para
eso servían los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, ciertamente.
Me quejo de que, también en este terreno, hoy haya demasiados ciegos que traten
de guiar (hacia el precipucio) a legiones de ciegos.