Es
necesario plantear una última cuestión: el de las fuentes doctrinales. ¿En qué
se basaban los miembros de las distintas “falanges de izquierdas” para seguir
considerándose “falangistas”? ¿Cuál era, en definitiva, su coartada doctrinal?
Hay varios elementos en los que basaban sus pretensiones. En primer lugar, es
cierto que en las Obras Completas de José Antonio hay un elevado número
de alusiones a la temática social y que el mismo nombre de la doctrina era
“nacional–sindicalismo”. Así pues, el “sindicalismo” era esencial en la
doctrina falangista. Pero hay que realizar unas cuantas precisiones sobre este
tema.
En
primer lugar, tal como ya vimos en nuestra obra José Antonio a contraluz,
la “práctica sindicalista” de la Falange histórica fue completamente heterodoxa.
De hecho, las CONS se constituyeron cuando, en la segunda edición de los Pactos
de El Escorial, los alfonsinos impusieron que un porcentaje de las cantidades
mensuales entregadas fuera derivado para la creación de unos “sindicatos”. A
finales de 1934, esa experiencia ya podía darse por concluida y su propio
impulsor, Ramiro Ledesma, reconocía que de los 20.000 trabajadores que se
inscribieron inicialmente en el sindicato, apenas quedaban 2.000. Por otra
parte, los testimonios sobre la actividad de los sindicatos falangistas que se
recogen de los textos escritos por quienes habían participado en sus
actividades, demuestra que se trató casi de iniciativas personales. Salvo en el
período de la “movilización de parados”, apenas hay constancia de actividad de
las CONS. En la Falange histórica, la mayor parte de actividad “sindicalista”
del partido se redujo a las declaraciones de José Antonio, especialmente en sus
mítines.
En
cuanto al nombre de “nacional–sindicalismo” lo único que indicaba era la voluntad
de “nacionalizar a las masas de la CNT” (consigna que había sido enunciada por
el NSDAP y, concretamente por Joseph Goebbels mientras estuvo al frente de la
organización del partido en Berlín). Ramiro Ledesma, que se había interesado
por la experiencia del nacional–socialismo y Onésimo Redondo que la había visto
de cerca, incorporaron esta consigna. Si en España, la variedad de fascismo fue
“sindicalista” y no “socialista”, se debió a que en nuestro país existía un
sindicato, la CNT, que agrupaba a amplias masas obreras y que estaba alejado de
la frialdad y la rigidez de las organizaciones marxistas. Ramiro Ledesma y José
Antonio creían que era posible incorporar ese sector a la tarea de la
“revolución nacional” y para ello adoptaron una fraseología y una definición
“sindicalista”, de la misma forma que, de haber creído que las masas “agrarias”
eran las que se iban a incorporar antes a su trabajo político, hubieran podido
llamar a su movimiento “nacional–agrarismo”. En los años treinta se atribuía a
los fascismos un carácter interclasista, lo que implicaba que era preciso
contar con la clase obrera e incorporarla. Lo había hecho Mussolini y lo hizo
también Hitler. Así pues, si lo que se pretendía era hacer otro tanto, había
que imprimir al movimiento un carácter “proletario” y, para ello, nada mejor
que recurrir al término “sindicalista” habida cuenta del peso de la CNT y de su
apoliticismo.
El
nombre tuvo la virtud de generar cierta “sintonía” entre falangistas y
anarco–sindicalistas, pero los esfuerzos por atraer a este sindicato dieran
siempre resultados muy pobres. Sin embargo, es cierto que se produjeron un par
de reuniones entre Ángel Pestaña y José Antonio (que no llegaron a ningún
acuerdo), o que Manuel Hedilla invitó a miembros de la CNT al mitin que
organizó en Renedo o, finalmente, que, una vez estallado el conflicto, se
produjeron casos frecuentes de socorro mutuo entre falangistas y
anarco–sindicalistas. En el mismo capítulo entraría la integración de miembros
de la CNT en la CNS franquista, si bien, esto pertenece ya a la historia del
franquismo y no a la de la Falange.
Con el
paso del tiempo, el anarco–sindicalismo fue perdiendo vigor y cuando llegó la
transición, después de un fugaz momento de esplendor –en Cataluña,
especialmente– se comprobó que la situación económico–social el país había
cambiado mucho y que el anarco–sindicalismo ya no estaba en las mismas
condiciones de afrontar las reivindicaciones de los trabajadores como lo había
estado durante la Segunda República. Sus estrategias sindicales (ocupación,
sabotaje, huelga general) ya no servían y la sociedad había pasado a ser
demasiado compleja para que una huelga general pudiera derribar a un régimen.
Desde
los años 60 sólo había espacio para el sindicalismo reivindicativo (a pesar de
que, en España, Comisiones Obreras tuviera durante el franquismo un programa
político muy claro y fuera mucho más allá de meras reivindicaciones laborales
en tanto que hacía causa común con la “oposición democrática” y que eran
cuadros del PCE los que aportaban coherencia y estructura al sindicato entonces
en clandestinidad). A partir de 1978, el marco legislativo fue ampliamente
favorable para CCOO y para la UGT (hasta ese momento ausente), mientras la CNT,
por su parte, quedó fuera de juego (su diseño y tácticas estaban adaptadas a
una sociedad agraria, atrasada y poco industrializada, no a una sociedad con
una amplia clase media urbana, ni a ese momento de evolución del capitalismo).
A partir de ese momento, el drama para los falangistas (especialmente para los
de “izquierda” en los que la parte “sindical” priorizaba sobre la parte
“nacional”) fue que ni disponían de un aparato sindical propio (las CONS, la
CTS, la UNT y demás siglas que aparecieron en la transición como
desdoblamientos sindicales de grupos falangistas tuvieron una entidad
minúscula, siendo meras entelequias), ni había masa obrera a “nacionalizar” en
una CNT disminuida, extremadamente debilitada, y en permanente crisis interior.
En
1933–1936 parecía justificado adoptar el rótulo “nacional–sindicalista” para
atraer a los amplísimos sectores de una CNT que hacía gala de su apoliticismo.
Pero a partir de mediados de los años 60, cuando Comisiones Obreras evidenció
su vitalidad, mientras que la dirección de la CNT en Toulouse había perdido completamente
el pulso de lo que ocurría en el interior de España, puede decirse que la idea
“sindicalista” empezaba a estar fuera de lugar. La fidelidad de los falangistas
a la letra de las Obras Completas desembocó en un obrerismo irreal en la
medida en que las masas obreras nunca estuvieron en condiciones de entender,
asimilar e incorporarse al mensaje nacional–sindicalista.
Pintadas
como las aparecidas en toda España entre 1976 y 1978 en las que podía leerse “Falange
con el obrero” indicaban el nivel de distorsión de las direcciones
falangistas, especialmente de FE–JONS(A). En lo que se refiere a los Círculos
José Antonio, cuando celebraron su Congreso Nacional Sindicalista en 1976,
consiguieron llevar aún más lejos el callejón sin salida al definir en la
ponencia de estrategia al partido como la “correa de transmisión del
sindicato”. Con ello querían indicar un obrerismo “auténtico” en el sentido
de que rechazaban la concepción leninista del Partido revolucionario como una
central que disponía de distintas “corres de transmisión” en distintos
ambientes sociales lo que implicaba que el Partido “dirigía” al sindicato,
mientras que los estrategas falangistas aspiraban justo a lo contrario, a que
fuera el sindicato el que marcara la línea al partido. Obviamente, el proyecto
no pudo realizarse, simplemente, por algo tan elemental y palmario como que no
existía base obrera falangista que, organizada en sindicato, pudiera transmitir
su fuerza y su inspiración a un partido político. En cuanto a los falangistas
que pintaban ilusionados y en lo que creían era un acto de sinceridad
revolucionaria “Falange con el obrero”, se les había escapado un pequeño
detalle: “el obrero” no estaba con Falange.
Otro
“agarre” doctrinal de estas corrientes fue la consigna “ni derecha, ni
izquierda” que se repite especialmente en los textos joseantonianos. Con mucha
frecuencia, los falangistas “de izquierda” no reconocían ser tales:
simplemente, se presentaban como la quintaesencia de la ortodoxia
joseantoniana, a pesar de que, en la práctica, los más radicales entre ellos,
adoptaran todos los temas propios de la izquierda (anticapitalismo,
sindicalismo autogestionario, antimonarquismo, etc). Con ello querían
diferenciarse de la “derecha” (el franquismo, los grupos reaccionarios, el Opus
Dei). Su idea básica era que una cosa era la Falange y otra el franquismo. El
franquismo era la derecha… luego, ellos, en su antifranquismo, inevitablemente,
se situaban a la izquierda de éste (algo que, por lo demás, quedaba confirmado
por sus propuestas: hasta poco antes de las elecciones de unió de 1977,
FE–JONS(A) se declaraba a favor de la “ruptura” y en contra de la “transición
democrática” que estaba siendo pilotada por antiguos burócratas del
Movimiento franquista y por la monarquía).
Ahora
bien, hay que tener en cuenta dos elementos que no fueron considerados por
quienes adoptaron esta postura. En primer lugar, el “ni derechas, ni
izquierdas” no era una posición ideológica, sino una consigna que encerraba la
oposición del grupo fundador al parlamentarismo y a la partidocracia. La
diferencia entre “doctrina” y “táctica” es la misma que la que existe entre lo
inamovible y lo móvil. Una doctrina no puede cambiarse sin riesgo de alterar
todo el conjunto; en cambio, cada momento político pide que se aplique una
táctica diferente. Pero había algo todavía más evidente: una cosa era que
Falange proclamara entre 1933 y1936 como consigna ideal “ni derechas, ni
izquierdas” y otra, muy diferente, aplicar esta consigna en la práctica. En
realidad, la consigna pasó a ser un reclamo para indicar que España tenía que
huir de los enfrentamientos partidistas. Dicho lo cual, cualquiera que conoce
el recorrido de la Falange histórica sabe perfectamente que su andadura puede
resumirse así: “ni derecha, ni izquierda, pero mucho más cerca de la derecha
que de la izquierda”. Y no creemos que esto pueda ser cuestionado: fue con
la derecha alfonsina con la que se firmaron los Pactos de El Escorial, fue con
Garaicoechea con quien José Antonio siguió en contacto, incluso durante su
estancia en prisión, fue a Italia a donde acudió antes de fundar Falange y a
donde volvió para solicitar ayuda económica para el partido cuando se
interrumpieron las entregas de fondos monárquicos, fue con católicos y
carlistas con los que el SEU derrotó ampliamente a la FUE, fue con fuerzas de
la derecha radical con las que conspiró Falange, fue a Falange a donde fueron a
parar 12.000 jóvenes derechistas de la JAP en la primavera de 1936, fue de la
izquierda de la que partieron las balas que asesinaron a un número
desmesuradamente alto de falangistas y fue contra la izquierda que apuntaron
las represalias y vindictas, fue en la derecha en donde nació Falange y
sus primeros afiliados fueron monárquicos alfonsinos, albiñanistas y
admiradores del fascismo…
En las
relaciones políticas de la Falange histórica siempre hubo un palpable
desequilibrio entre las relaciones que mantuvo con la “derecha radical”
(múltiples) y las que mantuvo con otras fuerzas políticas de izquierda
(escasísimas, salvo a tiros). Nada de todo esto puede olvidarse a la hora de
establecer la importancia que tuvo la consigna “ni derecha, ni izquierda”.
Fue muy relativa. Cuando la guerra quedó atrás, era evidente que los vencedores
pertenecían “a la derecha” y que la mayoría de políticas del nuevo Estado se
situaban a ese lado.
A partir de entonces, para muchos falangistas,
la consigna en cuestión tenía el sentido de rechazo al franquismo y al
marxismo. Y por eso se rescató. Siguió sin surtir efecto. A mediados de los
años 60, muchos falangistas ya habían advertido la imposibilidad de separar la
imagen de Falange del Estado franquista: el hecho que éste utilizara sus
símbolos, sus referencias históricas, o que las Obras Completas de José
Antonio fueran reeditadas cada año por la Sección Femenina, o que en las
entradas a los términos municipales o en las casas de protección oficial,
apareciera siempre el emblema del yugo y de las flechas o que la imagen de José
Antonio, las notas de El Cara al Sol y el yugo y las flechas se
emitieran a la hora de finalizar la programación de TVE, todo ello, unido,
sellaba por anticipado el destino de quienes querían negar que Falange y
franquismo fueran dos cosas diferentes. Las explicaciones dadas sobre el
Decreto de Unificación, sobre el programa nacional–sindicalista, sobre la
reforma agraria, etcétera, eran demasiado complejas e interesaban poco o nada a
una población preocupada por pagar las letras del piso de propiedad o la compra
del 600, o simplemente por sobrevivir en el día a día.
Para
que una consigna como ésta pudiera surtir efecto, hubiera sido necesario que el
régimen de partidos hubiera entrado en vía muerta y que la población estuviera
harta de falsas soluciones de derecha y de izquierda. Pero esta circunstancia
ni se dio durante el franquismo ni durante la transición y solamente despuntó
cuando la andadura democrática estaba muy avanzada. Por entonces ya no existían “falangistas de
izquierda”.
El
último elemento doctrinal que podía justificar algunas de las posiciones de
este sector falangista era la ambigüedad de José Antonio ante la cuestión
monárquica. A decir verdad, y como hemos tratado exhaustivamente, la posición
del fundador de Falange no fue nunca antimonárquica. El mayor ataque que
prodigó a la monarquía de Alfonso XIII fue decir que había “fenecido
gloriosamente”, lo que no dejaba de ser el reconocimiento de un hecho
incontrovertible (el “fenecimiento”) y un elogio (la “gloria” atribuida).
Nunca, en ningún escrito, aparece una crítica joseantoniana a los fundamentos
de la monarquía, sino solo al último Borbón, Alfonso XIII. En realidad, como
hemos demostrado, José Antonio lo que sostenía era la inviabilidad de movilizar
a la juventud con el reclamo de la defensa y restauración de la monarquía. Algo
de lo que se convenció en el verano de 1930 cuando era vicesecretario de la
Unión Monárquica Nacional y realizó un ciclo de conferencias, junto a otros
pesos pesados de la causa alfonsina. Pero esta actitud contrasta con los
reiterados contactos que antes y después de la fundación de Falange y hasta su
muerte, mantuvo con destacados alfonsinos.
Sin
embargo, la “izquierda falangista” dio por hecho que José Antonio no era
monárquico… y, si no lo era, eso implicaba que era “republicano”. Fuera de
algún escrito publicado en los primeros tiempos de la República, lo cierto es
que José Antonio nunca se definió ni como monárquico ni como republicano. Fue
esa ambigüedad la que, doctrinalmente, permitió a esta tendencia falangista
declararse “republicana” (nexo de unión con los falangistas “disidentes” del Movimiento
franquista, especialmente a partir de los años cincuenta). Pero examinada de
cerca la posición de José Antonio sobre la materia, pierde toda su
justificación.
Quedaba
un último recurso doctrinal para justificar cada paso dado por estos grupos “de
izquierda”, especialmente por los más radicales. Habitualmente, cuando se
considera un pensamiento político, una doctrina, se extraen de ella los rasgos
más característicos y las líneas dominantes. En el caso de Falange, era fácil
hacerlo porque, a pesar de que los estudios científicos sobre la historia del
movimiento no empezaron a proliferar hasta los años de la transición y antes, o
existían estudios hagiográficos (los
libros de Bravo, Ximénez de Sandoval, Jato, García–Venero, Zayas, etc) o
estudios globales y sintéticos pero limitados (el libro de Payne, el de Mainer,
el de Puga y poco más), existían reproducciones facsímil de las revistas del
partido, obras completas de todos los dirigentes históricos y
testimonios vivos de antiguos militantes. Y éste era el problema: si se
recurría a todo este material se percibía claramente algo que no aceptaban ni
los falangistas “disidentes” del Movimiento, ni los falangistas “de izquierda”:
que la Falange histórica fue, simplemente, la traducción española del fenómeno
mundial de los fascismos. Para evitar este planteamiento, las reacciones fueron
diversas: los “ortodoxos” optaron por no aludir más que al “pensamiento de José
Antonio”.
Las
incrustaciones derechistas que, especialmente, estaban presentes en Onésimo
Redondo, o las excesivamente “fascistas” de Ramiro Ledesma, les hicieron
descartar cualquier participación de otros, aparte de José Antonio, en la
construcción del pensamiento falangista. Así pues, para los “ortodoxos” todo
empezaba y terminaba con José Antonio y en José Antonio. La historia del
partido no se consideraba más que en función de una serie de fechas: la
“fundación”, la “unificación”, el “día del estudiante caído”, el “fusilamiento
del fundador”, pero sin profundizar nunca en los contenidos históricos, ni en
la contextualización de Falange dentro de la historia de la República. En
cuanto a la izquierda radical falangista, consciente de que algunos textos del
propio José Antonio llevaban directamente al fascismo, optaron por recurrir a
la “casuística”, es decir, no a la contemplación global de una doctrina, sino
solamente a construir un remedo de ella mediante frases entresacadas y
descontextualizadas de todos los que habían participado en la Falange
histórica. Algunas, ni siquiera eran auténticas (como la tan repetida “prefiero
la bala izquierdista al abrazo derechista”, falsamente atribuida a
Ledesma). Con eso, lo que se lograba era hacer una doctrina “a medida” que
ignorara su carácter originario, su encuadre histórico, su mismo origen y, por
tanto, fuera imposible percibir similitudes con otras doctrinas coetáneas y
situar al movimiento en relación a otras fuerzas políticas de su tiempo.
Decir,
por ejemplo, que José Antonio era “antifascista” por haber escrito que “el
corporativismo es un buñuelo de viento” (cuando hasta un período tardío el
propio José Antonio en persona negoció con Mussolini una ayuda para Falange) o
decir que la “Falange no es fascista” porque su fundador no asistió al congreso
de Montreux (cuando sí asistió al segundo y cuando las actas del primero dan
por recibido un mensaje de adhesión del “responsable de prensa” de Falange (en
aquel momento Giménez Caballero), supone descontextualizar unas frases y
privarlas de cualquier significado, además de una supina ignorancia histórica.
Ninguna de estas coartadas ideológicas, parece excesivamente válida, ni razonable. No es raro que para la mayoría de “falangistas de izquierda”, cualquiera que fuera su recorrido, al final del camino estaba la nada.
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