Es una vieja historia que empezó en
1949, cuando Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo. Presentó a la
mujer como “una construcción cultural”. Escribió: “No se nace mujer, se llega a
serlo”. En realidad, cabría decir que se nace biológicamente mujer: es
decir, existe un determinismo biológico que posibilita el que la mujer pueda
realizar funciones que el hombre no podría conseguir. Luego, el entorno de
civilización en el que se ha nacido y el momento, contribuyen a formar la
identidad femenina que, en ningún caso es una “construcción” artificial, sino
la consecuencia de un hecho biológico originario que determina cierta
funcionalidad. Se puede minimizar la importancia de este hecho, se le puede
enmascarar bajo hojarascas progres con aspiraciones cientifistas,
especulaciones de clase, consideraciones antropológicas, etc, etc, pero el
hecho de base no cambiará: se nace “mujer”, como se nace “hombre” y una
exigencia mínima de la organización social implica división de funciones y
optimización de recursos.
Las ideologías de género consideran
a Simone de Beauvoir como la “madre de todos los estudios de género”. Y tienen
razón. El problema -que no puede olvidarse- es que la ideología de género es
hija directa de personajes que no fueron en absoluto modelos, sino más bien,
que, como Simone de Beauvoir, tenían rasgos y prácticas sexuales poco
edificantes con quienes se aproximaron a ellas. No es aquí el caso de detallar
cómo Bianca Lamblin cuanta que fue “explotada sexualmente” por la madre de
todos los feminismos (algo que expuso en su libro A Disgraceful Affair:
Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre and Bianca Lamblin), o la actriz Olga
Kosakiewicz que había conocido a la Beauvoir en 1932 y declaró luego que ella y
Sartre la “habían dañado psicológicamente”, o Natalie Sorokin, cuya madre se
quejó en 1943 de que la Beauvoir había “descarriado a su hija”. En efecto, la
feminista era maestra y, a raíz del incidente, fue suspendida de por vida para
ejercer esa profesión.
La biografía de Simone de
Beauvoir evidencia el problema de todas las doctrinarias (y doctrinarios) del
mundo LGTBIQ+: en todos ellos es fácilmente perceptible una neurosis sexual que
los lleva a otorgar a la sexualidad un papel absolutamente desproporcionado en
su ecuación personal y al margen de cualquier otra consideración.
En realidad, todas las teorías que
sostienen tienden a explicar y justificar su propia obsesión sexual, sus
propios problemas personales derivados de esas neurosis obsesivas. Así pues, sus
“estudios sobre sexualidad”, están muy lejos de ser obras de rigor científico,
realizadas con criterios objetivos, sino que están elaboradas desde la propia
subjetividad, a partir de las propias frustraciones y de la necesidad, no tanto
de explicar, como de justificar los propios comportamientos (y esto vale
también paga Foucault que experimentó la necesidad de racionalizar
filosóficamente la pedofilia para justificar sus prácticas pedófilas con niños).
La reivindicación del aborto, por ejemplo, no deriva directamente de un “deseo
de libertad”, como de la negativa a ser madre -es decir, a cumplir la función
biológica determinada por el género de nacimiento- sino por la necesidad de
poder disfrutar del máximo de relaciones sexuales sin que la maternidad pueda
alterar el cuerpo o desviarlo del ejercicio del sexo hacia el cuidado de los
hijos.
DE LA “CONSTRUCCIÓN SOCIAL” A
LA
“OPTIMIZACIÓN DE LAS SOCIEDADES”
Los doctrinarios LGTBIQ+, al no
poder negar el hecho biológico fundamental, del nacimiento como hombre o como
mujer, sostienen que, a la vista de este dato, se educará al recién nacido de
una manera u otra y, por tanto, por eso hablan de “construcción cultural”.
Sostienen que, si a un nacido varón se le educa como una niña, se comportará
como tal… Error: lo que se obtendrá es un sujeto neurótico en el que sus
facultades internas y sus secreciones glandulares estén en contradicción con su
comportamiento social. Esta tensión interior estará en el origen de sus
disfunciones y de sus comportamientos anómalos. Por otra parte, el hecho de que
una parte de las funciones determinadas por el sexo, deriven de “construcciones
sociales”, en sí mismo, no es negativo: las sociedades solamente son viables
cuando existe una división de funciones. Así se optimizan los datos aportados
por la biología. No es que el hombre imponga su agresividad sobre la mujer: es
que en el hombre existen secreciones hormonales que aportan más agresividad y
que, por tanto, le permiten desarrollar mejor determinadas actividades y roles.
Por otra parte, no es que la mujer sea más “débil”, sino que tiene mejor
desarrollados los instintos que derivan de la maternidad.
Claro está que una mujer, mediante
ejercicio físico, ingesta de esteroides anabólicos, inyecciones de
testosterona, etc, puede desarrollar fuerza y agresividad similares o
superiores al varón, y hacer más grave su voz (dado que la testosterona afecta
a la anatomía de la laringe y ensancha las cuerdas vocales). Y, por supuesto,
un varón puede seguir una terapia de feminización desde la pubertad, que
atenuará sus cambios físicos (bello corporal y tono de voz). Bastará con
bloquear la acción de la testosterona. Pero aquí volvemos al régimen de
“imitaciones”. Los árboles crecen rectos, pero los jardineros pueden hacerles
adoptar formas caprichosas. Entonces dejan de ser “árboles naturales” para
pasar a ser “árboles decorativos”. Cuando el jardinero o el médico dejan de
aplicar elementos “correctores”, se vuelve a la normalidad, si bien la planta o
el sujeto deben afrontar las consecuencias de sus actos. La terapia hormonal
feminizante, por ejemplo, puede afectar a la fertilidad y a la función sexual y
general problemas de salud.
En principio, lo más razonable no parece ser cambiar de sexo a capricho, ni negar la existencia de los sexos, atribuyéndolos a “construcciones culturales”, sino más bien, reconocer que nacer hombre o nacer mujer predisponen para realizar determinadas actividades. Está claro que el devenir histórico hace que hoy no sean necesarios fortalezas casi sobrehumanas para cazar cada día alimentos con los que alimentar a la tribu, y es también evidente que la mujer no puede estar encerrada en casa desde el día de su nacimiento cuidando a proles que, hoy, en el mejor de los casos, se reducen a uno o a tres hijos, como máximo, en nuestro horizonte cultural. La “división de funciones” y la “optimización” de las cualidades que acompañan al nacimiento como hombre o como mujer, definen nuestra identidad sexual. Inclinan, aunque no determinan necesariamente. Pero esto nos lleva a otro problema.