No somos iguales, porque la
igualdad entre los organismos biológicos no existe. En filosofía se dice que,
si un ser es exactamente igual a otro en todas sus partes, en todos sus
derechos, en sus obligaciones, en sus capacidades, y en cualquier aspecto, no
se trata de dos seres, sino del mismo ser. La igualdad solamente existe en el
mundo de lo inorgánico: solamente un grano de arena es completamente igual a
otro, en su estructura física, en sus funciones, en su tamaño. Carece, por
tanto, de identidad. Pues bien, la tercera oleada, la de las “ideologías de
género”, aspira a borrar cualquier forma de identidad propia de los sexos.
Es la tendencia progresista a aplicar el “universalismo” a cualquier rama de
actividad humana y a abolir cualquier régimen de identidad diferenciadora entre
culturas (porque las diferenciales culturales existen), entre razas (porque las
diferencias étnicas existen y es falso que las “razas humanas” no existan, lo
que existe es la “especie humana”, dividida en distintas “razas”), las
comunidades humanas organizadas en naciones
(¿hace falta recordar que las naciones forman su identidad a través de
la historia y que procesos históricos diferentes, unidos a culturas, religiones
y etnias diferentes dan lugar a naciones diferentes?), y entre las religiones
(porque las diferencias religiosas existen y no puede compararse una “religión
tradicional” propia de una comunidad histórica, con una “superstición
importada” o con eso que ahora se ha dado en llamar “nuevas religiones” para
dignificar lo que siempre han sido sectas excéntricas)…
El “progresismo” moderno quiere
destruir todo este sistema de identidad en nombre del “mundialismo
internacionalista”, de una “nueva religión mundial”, de un mundo sin razas
surgido del mestizaje universal, de una “cultura de fusión” y, claro está,
rebajar las identidades sexuales que, en el fondo, son las que garantizan la
viabilidad y el mantenimiento de las comunidades humanas.
Como coartada, las ideologías de
género utilizan una serie de seudoargumentos intelectuales, verdadera vaselina
mental para que los mamporreros progresistas introduzcan su mercancía
averiada. Ya conocemos la primera de
todas ellas, la idea de la “igualdad”. La segunda, está íntimamente ligada a
ella: nos predican que aquello que “no es igual” (o el reconocimiento mismo de
la desigualdad), es, por definición “injusto” en tanto que resta dignidad a la
persona. Es aquí donde radica la gran contradicción no superada por las
distintas ideologías de género. Porque, para definir el patrón de “igualdad” y,
por tanto, el de “dignidad”, estos “intelectuales e intelectuales” asumen que
la mujer debe ser igual al hombre, hacer todo lo que él hace. Es una posición
heredada del segundo feminismo, sólo que, extremizada.
Este planteamiento lleva a la
sorprendente conclusión de que, para obtener su “dignidad” y su plena
“igualdad”, la mujer debe tender a parecerse al hombre. En otras palabras,
debe masculinizarse. A esto le podríamos llamar “virofilia”, “machofilia” y
cualquier otro adjetivo tan ridículo como estos para definir algo que, además
de ridículo, es pernicioso, tanto para la mujer como para el hombre.
Rechazada, pues, la existencia de
una identidad femenina, por parte de estas “ideologías de género”, queda
asimilarla con la del varón. Es la primera gran traición a la mujer enunciada
por estos “ideólogas de género”: mujeres que no supieron ser mujeres y que
terminaron dictando que ser mujer debería consistir en imitar al hombre.
Pero esta traición a la condición
femenina solamente era posible sostenerla a condición de definir un nuevo
modelo masculino. Ese modelo no se tomó del mundo clásico o de la fisonomía que
acompañó al varón en los momentos álgidos de la historia de Europa. El modelo
de varón al que debía necesariamente tender la humanidad, no sería el varón
heterosexual, sino, antes bien, el varón feminizado, es decir, aquel que, en
distintas medidas, tendía a asumir psicología y comportamientos femeninos. Era
inevitable que, a la masculinización de la mujer, terminara correspondiendo la
feminización del varón.
“HOMBRE” Y “MUJER” NO ES LO MISMO
QUE
“PARECERSE A UN HOMBRE” O “PARECERSE A UNA MUJER”
Esta tendencia “moderada” de las
ideologías de género es la que, en la práctica, se está imponiendo en la
sociedad a través de los mecanismos educativos, de la ingeniería social y del
lenguaje políticamente correcto. Pero existe otra ideología de género
todavía más radical: aquella que empieza por sostener que el sexo no existe y
que los roles sexuales son “construcciones sociales”, sin ningún tipo de base
biológica o genética y, aunque esa base existiera, habría que negarla. No
es raro, pues, que los representantes de esta corriente terminen haciendo causa
común con las distopías trans-humanistas, dominadas por el mundo de los robots,
de los cyborgs, y de la ingeniería genética. Porque, una de las esperanzas
de esta ideología de género es que puede elegirse género a voluntad y, lo que
es todavía más importante, cuando alguien esté cansado de su género, pueda
cambiarlo a su antojo.
Está claro que los cambios de sexo
son eufemismos lingüísticos: el sexo no cambia, lo que cambia es el aspecto
físico y, como máximo, mediante la ingesta continua y ad infinitum de fármacos,
alterar el equilibrio hormonal. El transexualismo no es algo nuevo. No
tiene nada que ver con el hermafroditismo (malformación que aparece en algunos
individuos provistos de caracteres órganos de ambos sexos). El transexualismo
es un simple problema psicológico de identidad en el que el individuo que lo
padece quiere identificarse con el sexo opuesto a aquel que la naturaleza le ha
dado. Estos problemas, ciertamente, existen y estamos seguros de que resultan
extremadamente lacerantes para quienes los padecen. Siempre hay alguien que se
cree Napoleón… pero no es Napoleón por mucho que se ponga el uniforme y los
distintivos de general coloque esconda la mano derecha entre los botones del
chaleco y sitúe su mano izquierda a la espalda. Un nacido varón, gracias a
la cirugía, a los fármacos y a recursos estéticos, puede “parecer” lo que no
es, pero no “será”. Y, poco importa las veces que haya entrado en un quirófano
y que se haya sometido a las operaciones más radicales de cambio de sexo.
A la hora de valorar la radicalidad
de esas operaciones y el resultado final, ¿no habrá que preguntarse, si, de
nuevo, la opción más simple es la mejor? ¿no será que como sugiere el principio
de la “navaja de Ockham” la terapia psicológica era la vía más sencilla para
resolver un problema de identidad sexual? ¿no queda confirmado, una y mil
veces, este planteamiento a la vista de los transexuales recién operados que
terminan suicidándose, sufriendo las consecuencias de operaciones ingratas unas
y salvajes otras que no siempre salen bien ni dan el resultado apetecido, o
simplemente, rectificando sus preferencias sexuales y queriendo cambiar nuevamente
de sexo? En general, las distintas tendencias de las ideologías de género,
parten de la base de que hay que respetar (y pagar) el criterio del nacido
hombre que quiere ser mujer, o viceversa. Y no hacerlo (y no pagar el vía
crucis quirúrgico-médico supone una muestra de -ahora viene la retahíla de
exorcismos- “machismo, intolerancia, oscurantismo, etc, etc.”.