Se dice que la mejor
expresión del amor es que alguien te prepare una buena comida. Que se lo digan
al fundador de la cadena McPerro o al rey del pollo podrido. Eso sería
antes, cuando a nadie le extrañaba que un cocido comme il faut tardara ocho horas en hacerse. Hoy, la cocina, como cualquier otra actividad, se ha convertido en
espectáculo. De eso, claro está que me quejo porque hace ya tiempo que
servidor empieza a estar harto de esa inflación de programas gastronómicos que
oscilan entre el cutrerío paleto de lo peor de los EEUU (Crónicas carnívoras) hasta el concurso seguido por la legión de
pederastas de este país, el Masterchef
junior, pasando por dos docenas de series gastronómicas de mejor o peor gusto,
perdidas en los diferentes streammings
por cable. Me quejo de que estimular la
glotonería parece el sino de nuestro actual momento de civilización.
Es triste, porque la gastronomía es una gran cosa. Igual que
el vino. Pero ¿realmente alguien puede pensar que ser un pedante en cuestión de
vinos ayuda a vivir? Todos sabemos lo que hay que decir cuando le dan a uno a
probar un vino de los de tetrabrick y quiere quedar bien: “Se aprecia un sabor ligeramente afrutado; debió estar cerca de las bolsas
de naranjas en el super cuyos sabores ha asimilado este caldo rico en taninos; con una textura suave y aterciopelada que recuerda el
agua del Llobregat. De ideal maridaje con una chisburger McPerro”… Y, sin embargo, el vino es la
sangre de la Tierra. Me he sentido en el paraíso perdido en una bodega, entre
toneles de roble, en tinieblas y con los efluvios de las fermentaciones
alcohólicas. Pero una cosa es eso y otra la pedantería de probar docena y media
de vinos, paseárselos por la boca y, en el colmo, de la incongruencia
¡escupirlos! ¿El problema? Que se ha
convertido al vino en un espectáculo de masas.
Lo mismo le ocurre a la gastronomía. Hay mucha leyenda
urbana. El que te cobren 175 euros por un “menú degustación” en el restaurante
de no-se-cuantas-estrellas de mi pueblo (tiene delegación en Tokio y la de aquí
cierra en octubre), es abusivo, especialmente, porque la mayoría de empleados
son becarios de la Escuela de Hostelería de aquí mismo. Hay personas que se
gastan al mes 175 euros en comida… y no comen mal. Solamente una civilización
que exalta lo cursi, el pequeño placer que produce el zamparse una tapita de “nouvelle
cuisine” que se te pierde en las caries para la que han contratado a un
decorador y en la que el coste mayor es la bombona de nitrógeno que se ha
utilizado, se convierte en algo digno de admiración.
Comer es una
necesidad biológica. Comer bien una necesidad cultural. Comer el último grito,
una estupidez moderna. Me quejo de que hoy estamos instalados en lo último
y que en nuestras discusiones cotidianas tiene un lugar preponderan el
proclamar las estrellas que visitamos el fin de semana. He comido mejor en
tascas portuarias que en algunos restaurantes de campanillas. Claro está que todo
consiste en quedarse satisfecho… pero pensar que un “menú degustación” que te
deja con hambre y que solamente puedes compensar con una tapa de bravas, te
deja satisfecho, es engañarse.
Pero, sin duda, lo que no
deja de sorprenderme es esos programas gastronómicos servidos por las
televisiones generalistas, esos concursos a lo masterchef, en donde
famosillos, desconocidos, familias o niños, intentan destacar sobre los otros y
obtener las mejores calificaciones de un jurado tripartido en el que uno
destaca por su seriedad de funeral, el otro por sus ojos de psicópata y la otra
por su convencionalismo sosaina. Ni puedo entender que exista gente así, ni
otros que se presenten a concursos culinarios y no sepan ni ligar una mahonesa
o darle forma a una tortilla.
Como en otros muchos terrenos, en España nos hemos pasado de
frenada con los concursos gastronómicos y los programas del mismo género. ¿Lo
peor? Es que se ha olvidado la doble función de la comida:
1) la de mantener el
cuerpo en forma y, por tanto, se ha olvidado la sabiduría de lo que
conviene o no comer y la intuición para rechazar productos ofrecidos en los
supers mucho más letales que el gas mostaza.
2) la de ser un acto
social (“compañero”, etimológicamente,
es el que come pan contigo) que promueve la unidad, la coherencia y la
integración social y en la que, incluso, el amor se pone de manifiesto en el
cuidado que el cocinero pone a la hora de elaborar el menú para el invitado.
Y, en lugar de esto, la
gastronomía se ha convertido en una cobertura más al nihilismo (es decir, que
sirve para ocultar el vacío sobre lo que puede ofrecernos esta sociedad) y,
sobre todo, en espectáculo de masas. Lo dicho, tengo los güevos poché de
aguantar todas estas estupideces que, en un principio eran originalidades
diseñadas para el público y ahora son el plato necesario e imprescindible en
todas las cadenas y en todas las salsasri
.