Yo no sé, verdaderamente, en qué tienen la cabeza
determinadas personas (habitualmente mujeres, pero también machitos hechos y
derechos) para entrar voluntariamente en un quirófano sin que su vida les vaya en
ello y someterse a las operaciones más absurdas que hayan ideado mentes
similares a las del doctor Frankenstein. Todo esto viene a cuento de que, ayer, en uno de esos banales cambios de
canales sin esperanzas de encontrar algo de interés en las televisiones
generalistas, me veo una tertulia femenina en la que aparece una chati extraña de
la que cuentan que se trata de la versión 2.0. de Melanie Griffith y con la que cualquier parecido con su
propia versión 1.0. era pura coincidencia. La cosa sería banal si no fuera
porque da que pensar sobre las masacres estéticas
que se hacen, no solamente las divas o ex divas de Hollywood, sino también las
chonis poligoneras de nuestros lares. Cada cual es libre de masacrarse como
quiera, pero, digo yo, ¿cómo es que
nadie les advierte que todas las que han pasado por la sala de cirugía o se han
arreado latigazos de bótox, han empeorado físicamente? De eso es, precisamente,
de lo que me quejo: de que la industria de la cirugía estética no sea
considerada “crimen contra la humanidad”.
Desde muy pequeño, en los años 50, he oído hablar de la
cirugía estética. Incluso un antiguo conocido se ha dedicado a ello y, desde
luego, con más fortuna que los que estudiaron con él y hoy remedian
enfermedades o realizan operaciones a vida o muerte sobre pacientes terminales.
En los años 50 y 60 era muy evidente a
quién operaban de lo que se solía hacer en la época: corregir narices femeninas
demasiado aguileñas. El resultado era siempre el mismo: una nariz que se
notaba retocada, pero que, en cualquier caso, era más discreta que la original,
aunque llamaba la atención porque parecía hecha a troquel. Todas las narices de
esa época –y había varias entre las actrices de televisión de aquellos años-
salían iguales.
Luego empezó a ponerse de moda cierto tipo de espectáculo en
el que la vedette no era tal, sino un tipo nacido varón pero que, por alguna
malformación genética o mental, tendía a imitar los comportamientos femeninos.
Hubo varios conocidos. Los amores entre Amanda Lear y Salvador Dalí, que la
tenía como cristalización del mito del andrógino que le obsesionaba, hicieron
que tras el travestimos, el transexualismo se convirtiera en algo, raro, pero,
en cualquier caso, posible. En Brasil, país con pocas guerras y mucho culto al
cuerpo, los cirujanos estéticos en lugar de remedios los destrozos ocasionados
por la metralla, se preocuparon mucha más de remediar, en la medida de lo
posible, los destrozos generados por la edad. De allí partió lo que en la
actualidad se ha convertido en la casquería estética. Cuando las técnicas llegaron a EEUU y empezaron a ser compartidas por
los divos de Hollywood, aquello se convirtió en un negocio universal.
De poco importaba que rostros agradables y bonitos se
convirtieran en tristes irrisiones de lo que fueron un día. Sus portadores
vivían de su imagen y querían conservarla joven. Pero engañar el tiempo resulta vano. Puedes intentarlo, pero el tiempo,
finalmente, termina dando el verdadero rostro a lo humano. A partir de los 50
años, cada cual tiene el rostro que merece. Modificarlo es una muestra de titanismo: es decir, la posibilidad
de ser derrotado –y de qué manera- por los dioses del tiempo. Y estos son
inexorables. Cronos, su titular, se comió a sus hijos y fue el dios con el que
comenzó la Edad Oscura. No se puede
engañar al tiempo, como no se puede engañar al hambre chupándose un dedo.
El resultado son
rostros deformes, labios amorcillados, pómulos cornúpetas, tetas de imitación, siempre
inexpresividad facial, caras de pasmo. Dicen que el diablo es el “mico de Dios”, el
imitador. Habitualmente, lo que se obtiene con los tránsitos voluntarios por
los quirófanos de estética, incluso por la simple silla de peluquería en donde
te arrean el pelotazo de bótox, es convertirse
en una imitación de sí mismo, en una irrisión patética, triste.
No importa quién, no importa el nivel del destrozo estético,
siempre que alguien se amorcilla los labios o se hace un retoque, deja de ser
él para convertirse en una mala imitación de sí mismo. Nos dejamos de fijar en él como persona, para no poder evitar centrar
toda nuestra atención en ese labio anómalo o en el ese pecho que de tan
artificial parece modelado por un orfebre poco dotado. Y en todas partes cuecen
habas: en la Buchinger de la Costa del Sol van con tiento, en Hollywood andan
desbocados y en los antros frecuentados por nuestra chonis poligoneras, los
destrozos son de juzgado de guardia. Pregunta final: ¿Qué tienen el común los rostros que lucen hoy Isabel Preysler, la
pobre Mellanie Griffith o la carpetovetónica Belén Esteban? Respuesta, sus
versiones 2.0. son una caricatura de la versión original.
Es posible que el paso del tiempo vuelva tarumba a algunos.
Pero, mil diablos, ¿es que sus hijos,
sus amantes, sus amigos más íntimos, sus confidentes o un escrito anónimo no
les dicen que han cometido un gran error entrando voluntariamente y sin
necesitarlo en un quirófano? Me quejo de que la falta de sinceridad es uno de
los males del siglo.