POR QUE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA ES (Y SEGUIRÁ SIENDO) DE MALA CALIDAD
Empecemos vulnerando la
corrección política diciendo que la eugenesia debería de ser una de las razones
de la existencia del Estado. Llevar una política eugenésica consiste en velar
para que la salud y la calidad de vida de la población no se deteriore, sino
todo lo contrario: que mejore hasta el límite de las posibilidades de lo humano.
En lugar de esto, la eugenesia es considerada como algo satánico y, en
cualquier caso, rechazable. Se olvida, con frecuencia que la inmensa mayoría de
cánceres que afectan extrañamente a edades intermedias se deben a que nadie,
absolutamente nadie, se preocupa sobre la calidad de la alimentación. Es mucho
más fácil condenar la eugenesia que investigar si lo que se etiqueta y se vende
como producto alimenticio no es más que un veneno que, por aquello de las
casualidades, puede ser tu peor boleto para la rifa de cualquier tumor maligno.
Hoy sabemos que de cada 4 personas vivas, 3 morirán de cáncer e intuimos que la
alimentación, sobre todo, influye en esta siniestra estadística, junto a
emisiones de ondas y a polución atmosférica. Y nadie, hace nada… precisamente
porque la “salud de la raza” (es decir, la salud de los individuos que la
componen) es algo que, lejos de interesar a los gobiernos, estos, simplemente,
la condenan.
¿A qué viene todo esto? No es,
desde luego, un grito iracundo sobre algo que sabemos que no tiene remedio en
las actuales circunstancias. Viene a cuento de que nunca como ahora existen
posibilidades para una vida humana feliz y venturosa, y nunca como ahora, esta
ha estado tan lejos de nuestro alcance. En política, por ejemplo, está claro
que llevamos ya 40 años de libertades políticas y democracia más o menos
formal. A lo que habría que sumar los 40 años del franquismo, si se reconociera
que fueron años de recuperación del atraso económico, en los que todo
–incluidas las libertades públicas- se sacrificaron en aras de alcanzar este
fin. Así pues, desde 1939, llevamos casi 80 años de paz: algo inimaginable en
nuestra historia. Ahora bien, hay que elegir entre si nos conformamos con esto
o comparamos dónde podríamos estar con dónde estamos efectivamente. De esta
desproporción deriva una desazón fundamental.
Tenemos democracia, como tenemos
comida, pero de la misma forma que ésta genera todo tipo de enfermedades y
tumores nunca vistos hasta ahora, nuestra democracia es de baja calidad. Y, en
ambos casos, no existen medios para rectificar esta realidad, ni voluntad
política en las cúpulas de los partidos, ni siquiera en la voluntad del
electorado.
La sociedad española, desde el
momento en que terminó la Reconquista, como si el esfuerzo realizado hubiera
sido superior al que estaba en condiciones de acometer y la llegada de los
Austrias le exigiera un esfuerzo imperial que la población ni siquiera podía
imaginar y mucho menos asumir, se refugió en la apatía y el desinterés por la
cosa pública que fue avanzando y calando más hondo, a medida que avanzaba
nuestra historia. Hoy, esa apatía es total y se agrava con 30 años de
hundimiento del sistema educativo y de pérdida de capacidad crítica: incluso
quienes son extremadamente críticos con el poder (Podemos, sin ir más lejos),
lo son desde posiciones absolutamente ignorantes, ingenuas en unos casos,
superficiales en otros y zafias en gran medida. Los mecanismos culturales han
dejado de preparar ciudadanos para asumir responsabilidad. La cultura se ha
convertido en ocio y el ocio en una simple cobertura al nihilismo. Pero eso no
es lo peor.
Cuando un pueblo tiene, en sí
mismo valores, conciencia de su existencia y de su identidad, puede superar
cualquier crisis periódica que afronte porque, al final, siempre anidará en el
interior de determinadas élites, un estilo de vida y unos valores, a partir de
los cuales será posible movilizar las sanas reacciones populares. Pero el
problema es que el pueblo Español y el nacionalismo español se han reconocido,
no en valores propios, sino en los valores de la Iglesia Católica y ésta,
reconozcámoslo, es hoy una entidad en fase de liquidación.
En otro tiempo era posible
sostener que el catolicismo había hecho a España. Hoy ya no: en los años 60
tuvo lugar el Concilio Vaticano II; luego vino el “desencanto”, el tránsito de
amplios sectores de la Iglesia del “catolicismo espiritual” al “cristianismo
social”, más tarde se sucedieron los escándalos en el interior de la
institución vaticana y, finalmente, un buen día, como si todo hubiera cambiado,
la tensión de la fe descendió, los dogmas se convirtieron en cada vez
patrimonio de menos gente, perdieron vigor y, finalmente, hoy apenas son
compartidos por minorías testimoniales. ¿Qué ha ocurrido? Simplemente, que todo
lo humano –y la Iglesia es algo humano, casi “demasiado humano”– está sometido
a ciclos de nacimiento, crecimiento, madurez, vejez y muerte, y el ciclo de la
Iglesia –no hay nada más que asomarse y comprobarlo– ha terminado. Ya es
imposible seguir defendiendo una “España católica”, por la sencilla razón de
que España ya no es católica: lo es una minoría por mucho que la apatía evita
que buena parte de la población se dé oficialmente de baja como católico. Hace
falta acercarse a una iglesia el domingo por la mañana para comprobarlo.
Desaparecida la vinculación de
los españoles al catolicismo que fue uno de los cimientos de nuestra
nacionalidad, desaparecen también imperativos morales: a diferencia de otros
países europeos en donde han estado presentes elementos laicos de adhesión al
Estado y a la Nación, en España, el nacionalismo se ha justificado hasta hace
poco sólo con elementos religiosos. Y hoy con el recurso a algo que apenas ha
penetrado en el subconsciente de los españoles: la constitución. España es “una”
sólo porque lo dice la constitución. La autoridad de Dios difícilmente puede
ser discutida, pero cuando desaparece, “todo está permitido”. Y, en cuanto a la
constitución, no puede decirse que, ni en su origen (el consenso), ni en su
desarrollo (que ha conducido por el caos autonómico, entre otras lacras), ni en
sus posibilidades de reforma (inéditas), sea ninguna ganga. Es, digámoslo ya,
la matriz de una democracia de baja calidad. Y, añadamos, que es irreformable.
Nada que beneficia a una clase
política va a ser reformado por esa clase política, sino es para contentar a
esa misma clase política. Nadie renuncia a sus intereses ni privilegios
voluntariamente. Por eso, nuestra norma fundamental permanece inamovible desde
hace 40 años. La Constitución llegó de la mano de la “banda de los cuatro”
(PSOE, UCD, CDC y PCE). El PCE ha desaparecido y sus restos se han convertido
en minúsculos satélites de Podemos, CDC ya no existe e incluso su avatar –el PDcat–
está sometido a tensiones internas que permiten pensar que será residual en las
próximas legislaturas, UCD se difuminó y ese espacio ha quedado ocupado por el
PP; y, en cuanto al PSOE, simplemente, está en vías de implosionar. Todo esto
debería inducir al optimismo: los inmovilistas de los últimos 40 años,
debilitados por sus errores, por su mala gestión y por sus corruptelas, están
en recesión. Pero, en realidad, no es así.
En primer lugar, el PP resiste e
incluso, si hoy se convocaran elecciones generales es más que probable, que
mejoraría sus posiciones. Podemos, por su parte, lleva camino de sustituir al
PSOE, pero, no solamente evidencia una mala calidad en su dirección (en algunos
casos hasta extremos difícilmente digeribles), sino que además es un agregado
explosivo de fracciones inestables. Ciudadanos, empeñado en ocupar el espacio
centrista, vuelve a ser lo que siempre ha sido el centrismo: el receptáculo de
todos los oportunismos. No hay, ni se le espera –vale la pena reconocerlo para
evitar decepciones futras– ningún partido euroescéptico al estilo de los que se
han configurado en Europa como segunda o tercera fuerza. Y, en lo que se
refiere a “fuerzas vivas”, están completamente ausentes de la escena. La fiebre
de los “indignados” en 2009-2010 es algo que hoy queda lejos y que fue, a poco
de nacer, ganado por la extrema-izquierda. La duda es durante cuánto tiempo el
PP permanecerá íntegro y unido interiormente.
Ninguna de estas fuerzas
políticas está en condiciones ni interesado en alterar la constitución, ni es
capaz de aportar valores al conjunto nacional, ni siquiera de hacer otra cosa
que lo que han hecho los partidos mayoritarios en los últimos 40 años:
alimentar a sus élites corruptas. La telebasura, la falta de capacidad crítica
y el aroma a porro hacen el resto, unido a la apatía consuetudinaria de nuestro
pueblo. Lo peor que podría hacerse es ignorar estos hechos esenciales que
llevan a una terrible conclusión: España carece de futuro y está encarrilada en
una vía muerta porque no dispone de élites de reemplazo, de un sistema cultural
capaz de producirlas y de una élite intelectual en condiciones de elaborar un
proyecto nacional para la España del siglo XXI.
Mi decepción por la política y
por el futuro de mi nación, cada día encuentran más y más argumentos para
confirmarse. Me gustaría, simplemente, que alguien me diera el más simple
argumento para el optimismo. Hoy me considero apolítico, si por ello se
entiende permanecer distanciado de la política, pero no desinteresado por ella.
El problema es que la política española es tan absolutamente aburrida y
miserable que, cada día resulta más difícil, seguir preocupándose por los
vaivenes del día a día, incluso desde posiciones de alejamiento y distancia. ¿A
quién le puede interesar hay la política? Sólo al que vive de ella (como
político o como periodista). Si hay un milagro en esta democracia de mala
calidad es que la gente siga acudiendo a las votaciones. ¿Ni siquiera hace
falta un dios para que haya milagros en estos tiempos crepusculares.