domingo, 17 de octubre de 2010

A 40 años de mayo del 68 (XIII de XVI): La ideologia revolucionaria de los estudiantes

Publicado: Martes, 13 de Mayo de 2008 22:09 
Infokrisis.- En esa entrega, encaminándonos por la recta final de nuestro estudio sobre mayo del 68, prolongamos las reflexiones que ya habíamos iniciado en la entrega anterior sobre el análisis de la condición estudiantil realizada por los contestatarios. La reflexión sobre la alienación ocupó un lugar importante, a pesar de lo superficial e incluso banal que llegaba a ser ser en algunos puntos. Igualmente, en 1968 cuando el capitalismo se encontraba en plena evolución -en una evolución que le llevó finalmente de la etapa multinacional a la que acababa de llegar a la etapa de la globalización en la que se encuentra hoy- los estudiantes dedicaron algunas observaciones a este fenómenos realizadas con el prisma deformante de Marx. En la próxima entrega, la última dedicada a la ideología revolucionaria de los estudiantes, entraremos en las consideraciones sobre la organización y sobre la acción.

    
Documentales:
Marcusse: el totalitarismo de la sociedad avanzada (en italiano)
Marcusse con sus estudiantes de Berkeley (en italiano)
La democracia totalitaria del consumo (en italiano)
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7. El estudiante y la alienación
El Movimiento Estudiantil hizo de la necesidad virtud. Adquirió la conciencia de que en lugar de “liberarlos”, el título universitario contribuía a afianzar un proceso de alienación en el que el estudiante pasaba a estar sometido a la misma relación laboral –y, por tanto alienada- que cualquier otro trabajador. El estudiante, para éste análisis, es, en principio un trabajador… que al entrar en la universidad tiene un valor y al salir un valor superior, pero su relación en el mercado laboral es el mismo que el que pueda tener cualquier obrero descrito por Marx un siglo antes. El profesional salido de la universidad también ha terminado siendo víctima de la deshumanización del trabajo. La única compensación a su actividad es el dinero, en absoluto la satisfacción de identificarse con su obra. A diferencia del trabajo concebido en la pre-modernidad, el trabajo alienado que tiene el estudiante como perspectiva al acabar sus estudios, es anónimo, masificado, imposible de identificarse con él, y cuya única compensación es el dinero.
El individuo ha terminado convirtiéndose en productor alienado y en consumidor integrado. Y no importa si es un trabajador manual o un profesional salido de la universidad: en ambos casos su papel en el proceso de producción es el mismo, depende de un salario y esto le convierte en proletario. Para diseñar el submarino español más avanzado, los astilleros han contratado a 60 ingenieros, ninguno de los cuales podrá identificarse finalmente con el producto que surja de su trabajo. Al igual que un obrero manual, el ingeniero habrá participado en partes aisladas del proyecto, carecerá de una visión de conjunto y no podrá identificarse con el resultado de su trabajo. Y, finalmente, todos cobrarán un salario mayor o menor, pero, a fin de cuentas, entregado por un patrón o una corporación-patrón.
La complejidad de las sociedades modernas ha operado este fenómeno. Para un artesano pre-moderno la simplicidad de los procesos productivos favorecía el que tuviera un pleno control sobre su trabajo. A medida que la sociedad y los procesos de producción van ganando en complejidad, todas las partes que participan en él, van teniendo un control cada vez menos sobre el resultado final de su trabajo y, finalmente, se limitan a realizar lo mejor posible partes aisladas que en nada indican como será el conjunto. No solo la sociedad se ha masificado, sino que al trabajo le ha ocurrido otro tanto. Por eso, el movimiento estudiantil concluye que el trabajo de los profesionales titulados es una forma de trabajo alienado. Todos las manufacturas que se producen son, a fin de cuentas, el resultado de una organización científica del trabajo, no del esfuerzo de tal o cual artesano.
Esta perspectiva no gusta a los contestatarios. Habían creído que la universidad les daría acceso a una condición diferente y, bruscamente perciben que no van a terminar siendo nada más que proletarios: empleados que dependen de un salario… como cualquier otro obrero. Y, además, como a éstos, su condición inevitable en la producción, es la alienación, dejar, a fin de cuentas, de ser ellos mismos, para ser solamente un engranaje más en el mecanismo productivo. El título universitario no les garantiza pertenecer a ninguna élite, ni, por tanto, les asegura detentar el poder. Ha aparecido una nueva forma de “clase obrera”. Son proletarios porque su función en el proceso productivo es de pura subordinación a una entidad cada vez más difusa: los “capitalistas”, los “consejos de administración”, el “Estado”, las corporaciones multinacionales, de los que reciben un salario. En esto reside la miseria del medio estudiantil tal como la concebían algunos estudiantes cuando se precipitaron las jornadas de mayo.
A partir de aquí, todo se vuelve pura locura. Olvidando el hecho esencial de que la complejidad de la producción moderna impide una identificación personal con los objetos producidos, olvidando que las diferencias salariales son en ocasiones abismales entre trabajadores y cuadros intermedios profesionales, olvidando que el análisis marxista es una de las formas de plantear el problema pero ni siquiera la que corresponde mejor a la realidad del tiempo nuevo (de hecho, podría definirse a los “capitalistas” y a la “alta burguesía” como proletarizados o, con más precisión, como masificados, en la medida en que tienden a los mismos hábitos de consumo que cualquier otra clase social o que se nutren de los mismos productos culturales comunes a todas las clases y que han sido impregnados por las mismas necesidades modernas), el movimiento estudiantil, a partir de la constatación de su proceso de proletarización, sigue una deriva lógica propia a toda forma de marxismo.
Los estudiantes japoneses de aquella época lo expresaron con una lógica tan estricta como estéril: “Debemos de dejar de ser movimiento estudiantil para convertirnos en movimiento proletario” y en la llamada Carta de la Sorbona redactada durante los sucesos se decía “no queremos ser otra cosa que jóvenes trabajadores”.
Pero detrás de estas palabras subsiste todavía una mentalidad de élite. Los estudiantes revolucionarios consideran que están mejor formados que los trabajadores y conocen mejor los “procesos productivos” que quienes están inmersos en ellos desde siempre, así pues la misión de los estudiantes es “ilustrar” a los trabajadores… Era evidente que este planteamiento ni puede convencer a los trabajadores ni es beneficioso para los estudiantes ansiosos de proletarizarse que terminan por inercia considerándose la élite “que sabe” frente a la masa ignorante de su condición. Era inevitable que cuando los maoístas acudían a la factoría Renault de Flins a “servir al pueblo” fueran recibidos con hostilidad por los trabajadores y por esto mismo cuando los bobalicones activistas de extrema-izquierda llevaban a líderes sindicales a los anfiteatros de las facultades terminaran generalmente decepcionados por las intervenciones de aquellos a los que habían mitificado solo horas antes. En el fondo, los estudiantes solían vivir de papá y mamá, tenían pocas preocupaciones materiales y su condición, por mucho que los análisis económico-sociales realizados a la luz de los clásicos del marxismo, les llevaran a “proletarizarse”, la realidad social y cultural de la condición obrera era completamente diferente.
Cuando la FER, la JCR o la UJC-ML intentaron justificar este “ir al pueblo”, manejaron con preferencia textos leninistas. ¿Qué hacer? Vivió un inesperado revival cincuenta años después de haber sido escrito. Lenin en esta obra ya aludía a que resultaba imposible que los proletarios adquirieran conciencia política por sí mismos y que ésta debía ser injertada desde fuera de la clase obrera, por parte de la vanguardia revolucionaria. Lenin sostenía que los trabajadores no irían jamás solos más allá del sindicalismo.
Cuando los estudiantes repasaron estos textos clásicos vieron la luz: donde decía “vanguardia revolucionaria” que para Lenin significaba el “Partido Comunista”, los estudiantes entendieron “movimiento estudiantil”. Pero Lenin concebía la “vanguardia” como una estructura férrea, rígida, disciplinada y sometida a una estructura prácticamente militar, mientras que los modelos de organización estudiantil eran más propios del anarquismo. Lo asambleario era para el movimiento estudiantil lo que el centralismo democrático era para el leninismo. Era evidente que la cosa no podía funcionar y que, el elitismo afloraría de nuevo. No era menos evidente, al mismo tiempo, que a la clase obrera le haría muy poca gracia que estudiantes pretenciosos les indicaran lo que tenían que hacer. Sin olvidar que mientras los estudiantes intentaban “proletarizarse” a través de un populismo frecuentemente grotesco… los trabajadores intentaban “aburguesarse” y alcanzar el estándar de vida de la clase media.
Unos y otros quedaron decepcionados con el contacto: los maoístas resistieron poco su “ida hacia el pueblo”. Los obreros bostezaban con las clases de marxismo, en las asambleas sus intervenciones eran “poco revolucionarias”. Los estudiantes consideraban vulgares sus gustos, pequeño-burgueses e incluso degenerados. Los obreros tenían a los estudiantes por intelectuales marisabidillos que lo desconocían todo de la vida, que se las daban de revolucionarios porque tenían una vida regalada y podían permitirse el lujo de “agitar” sabiendo que papá y mamá siempre les cubrirían las espaldas.
El movimiento estudiantil embarrancó a poco de iniciar la ruta que conducía al pequeño callejón sin salida del marxismo, en la medida en que el marxismo había constituido un error y una perversión de la cultura occidental al reducir todas las relaciones sociales y todas las jerarquías a un análisis meramente economicista. El movimiento estudiantil olvidada las enseñanzas de la psicología: alguien es lo que se siente, no lo que dice que es. El estudiante se “sentía” proletarizado, pero no era un proletario, y en la mayoría de los casos, tras conocerlos en las asambleas o en las manifestaciones, incluso idealizando a los obreros, se negaba a ser como ellos.
Hoy cuando se cumplen 40 años de las jornadas de mayo del 68, algunos hemos recordado siglas que estuvieron presentes en la España de la época: el Frente de Liberación Popular de Julio Cerón que en Catalunya se llamó Front Obrer Catalá… y que, en cierta medida, fue uno de los productos más típicos de aquella época, mantuvo presente este tipo de planteamientos ideológicos y compartió todo este análisis sobre la proletarización… para convertirse 30 años después en semillero de ministros y directores generales del gobierno socialista y centristas del gobierno de la Generalitat.
8. El capitalismo avanzado en la ideología estudiantil
Alain Touraine fue uno de los mentores del movimiento estudiantil y ya en 1967 argumentaba sobre la importancia creciente del consumo como hecho definitorio de la modernidad. Las tesis situacionistas iban en la misma dirección: el “sistema” nos ha convertido a todos en productores y consumidores y ha instalado la fiebre consumista por delante del énfasis productivo. Otros, como Jürgen Habermas ya aludían a factores psicológicos. Lo que le importaba realmente a la población no es ser o no ser alienada… sino poder alcanzar o no estatus aceptables de consumo que el sistema siempre colocaba delante de ellos como la zanahoria se colocaba ante las narices del asno. Lo que crea descontento es precisamente la insatisfacción generada cuando no se alcanzaban los niveles de consumo a los que se aspiraba. Esto generaba una frustración que se instalaba en el interior del sistema y que éste solamente conseguía superar mediante la introducción de nuevos objetos de consumo presentados como imprescindibles. Ciertamente, esta carrera dura todavía hoy y parece difícil que se detenga algún día.
El consumo es lo que ha roto la “sociedad de clases” en la medida en que todas las clases, incluidas la alta burguesía y el subproletariado, aspiran a unos mismos estándares consumistas. La diferencia estriba en que unos pueden realizarlos con facilidad y los otros no. Contra más elevado es la capacidad adquisitiva las frustraciones son diferentes. Para un gran capitalista no tener el yate más grande de España puede constituir una vergüenza, para el subproletario tener un teléfono móvil sin cámara de vídeo o sin MP3, puede ser la frustración equivalente. La imposibilidad de acceder a todas las ofertas de consumo es lo que genera una misma sensación: la frustración y, por tanto, el descontento.
Es evidente que este análisis tiene muy poco de marxista y mucho más que ver con la psicología que con la economía. Las implicaciones son obvias: el viejo equilibrio de clases se ha roto. No existe ya una burguesía con sus ideales, propios y específicos, y un proletariado que aspira a crear un idílico mundo feliz en el que los bienes sean distribuidos equitativamente según las necesidades. Pero, la función de los marxistas no es otra que la de encajar la realidad con su esquema ideológico a martillazos. Es lo que hizo Gorz enunciando las tres contradicciones que percibía en el capitalismo avanzado:
- contradicción entre el coste de la fuerza de trabajo y la tendencia a que la sociedad asuma este coste. Para Gorz la formación de los trabajadores es cada día más cara y más costosa, en la medida en que los procesos de producción son más complejos. Para Gorz, la universidad es uno de los centros de “formación profesional”, nada más. Sin embargo, la sociedad no está dispuesta a aumentar estos “costes de formación” y, por tanto, la enseñanza va siempre retrasada en relación a las necesidades de la sociedad.
- contradicción entre la naturaleza y el nivel de formación exigido por el desarrollo de las fuerzas productivas y el nivel de formación exigido por la patronal para el mantenimiento de las relaciones jerárquicas en la empresa. Mientras que a una producción cada vez más compleja corresponde un nivel técnico cada vez mayor, el “patrón” corre el riesgo de verse superado por técnicos que cada vez “saben más” y controlan mejor los procesos productivos.
- contradicción entre la autonomía creciente del trabajo productivo y su estatuto subordinado en el seno de la empresa y de la sociedad capitalista. Para Gorz, la tecnificación debería de dar más autonomía a los trabajadores, sin embargo, éstos están cada vez más dependientes y subordinados a sus empresas hasta el punto de que la producción solamente es posible con el respaldo de éstas.
Las tres contradicciones enunciadas por Groz y tal como las presenta Alejandro Nieto, demuestra que en aquel momento el capitalismo empezaba una larga mutación (de artesanal a industrial, de industrial a multinacional y de multinacional a globalizado) de la que en 1968 se distaba mucho de alcanzar sus últimas consecuencias. Los marxistas opinaban que la evolución del capitalismo, finalmente, acarrearía su autodestrucción, sin embargo, hoy goza de una aparente buena salud. Y han pasado 40 años. No es raro, pues, que la teorización anticapitalista de aquella época fuera algo tosca y que no se estuviera en condiciones de apreciar los caminos más probables de la evolución del capitalismo. Y mucho menos si se partía de premisas marxistas clásicas.
Entonces empezaba a ser evidente que el hecho de la “propiedad” que para el marxismo había sido fundamental, empezaba a tener cada vez menos importancia. Ya no importaba de quien eran los medios de producción, sino cómo se organizaban. Las primeras multinacionales demostraron que la economía y el poder estaban en manos de quien mejor los organiza. Nieto explica con razón: “si en los los grandes oligopolios capitalistas desapareciera súbitamente la propiedad, el proceso productivo no se vería trastornado, y, en cambio, si se paralizase la organización, la producción se interrumpiría. Dicho con otras palabras: en el período en el que Marx enunció sus principio, el poder derivaba de la propiedad privada, quien más propiedad privada tenía, más poder detentaba… ahora no ocurre así. Hoy existe una diferencia entre el uso y el disfrute de la propiedad. El miembro del consejo de administración de una corporación multinacional ¿es dueño de esa corporación? ¿O, más bien disfruta de las ventajas de su posición?
Las grandes dinastías capitalistas perciben las rentas de su capital, pero difícilmente dominan toda la estructura del poder. Las dinastías son dueñas de la titularidad de sus acciones, pero no pueden operar a su capricho sin tener en cuenta una montaña de condiciones e interrelaciones con otras dinastías, con los superdirectotes y los consejos de administración de las propias empresas en las que tienen capital, con las administraciones o con las economías de terceros países. De ahí que algunos hayamos advertido ya desde finales de los años 60 que el capitalismo es un sistema que camina cada vez más solo y que, con demasiada frecuencia tiene vida propia al margen de los intereses de los propios capitalistas que parecen –Evola ya los definió así en los años 30- más bien engranajes del mecanismo inhumano de la economía mucho más que sus rectores. En los años 60 se inició el proceso de “despersonalización del capital” que desde entonces se ha ido afianzando y extendiendo cada vez más. El eje del sistema ya no son “los capitalistas”, sino “el capital”. El vacío ha sido cubierto por la organización. En aquellos años, decir “organización” implicaba decir “tecnocracia”. La tecnocracia es aquella nueva clase social que detentaba los secretos de la “organización”.
Y éste era el problema para algunos como Marcuse que lo difinieron con el título de una de sus obras: El final de la Utopía. Para Marcusse, en la actualidad existe una concentración de recursos y de avances científicos suficientes como para asegurar el bienestar y la seguridad a toda la raza humana. Para Marcusse, por primera vez en la historia, la Utopía dejaba de ser un mito para estar al alcance de la mano. Si, en cambio, vivíamos situaciones de injusticia social y de privaciones para muchos millones de habitantes del globo, se debía a la mala organización de la sociedad y de los recursos. Así pues “la organización es el motor y, el mismo tiempo, el freno de la sociedad moderna”.
Ahora bien, los “organizadores” salen de la universidad y, a pesar de la altura ocupada por sus responsabilidades, no ocupan más que un papel subordinado en el mecanismo. Si bien es cierto que la única modificación que tuvo lugar en los años 50 en la universidad fue para adaptarla al máximo y dentro de sus posibilidades, se tendió hacia una universidad “tecnocrática” que formara a profesionales de la organización silenciosos y acríticos en todo aquello que no afectara a sus funciones directas, había terminado entrando en contradicción con la sociedad burguesa y con la mentalidad del estudiante que empezaba a reflexionar sobre su condición.
El profesional que es dueño y responsable de los aspectos técnicos y de la organización de la producción, antes o después termina experimentando la necesidad de participar también en el dominio de los aspectos económicos y en los niveles de decisión. Tiene formación para ello. Sin embargo, algo le impide ir más allá de decidir como será una tuerca, con qué material se fabricará y que lugar ocupará en el mecanismo. Pero ir más allá le está vedado. No es él quien va a decidir, sino otro nivel superior del que dependen los aspectos económicos y administrativos, los cuales, a su vez, al conocer completamente su esfera de trabajo, también experimentan la necesidad de querer ir más allá. Pero tampoco puede introducirse en esa esfera que no es la suya. Por encima está el superdirector que ejerce una especie de bonapartismo en nombre de los “capitalistas”. Y él tampoco es completamente libre de decidir, depende de éstos. Y estos, contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, tienen su libertad limitada por los muchos factores que antes hemos reseñado.
Si el sistema sigue funcionando a pesar de todas las contradicciones y conflictos que se generan entre todos estos niveles, es por que existen mecanismos de compensación. Estas compensaciones son fundamentalmente económicas. El salario –y las fantasías paralelas generadas por el consumo- contribuyen a dar estabilidad y coherencia a toda esta estructura.
Lo importante es que cada nivel no utilice su tiempo libre para pensar sobre su condición… sino para consumir. Lo mejor de la ideología del movimiento estudiantil es su crítica al consumismo que entonces se empezaba a hacer omnipresente. En el momento en que los estudiantes entraron en contacto con los proletarios se horrorizaron de lo que el “sistema” había hecho con ellos: seres cansados que regresaban al hogar tras ocho horas de trabajo agotador y no tenían más interés que no crearse problemas, se sentaban ante el televisor y veían cualquier cosa que les pusieran en pantalla, sin el más mínimo espíritu crítico. El fin de semana se rompía la rutina con un almuerzo dominguero y poco más. El trabajo alienado se compensaba y neutralizaba con el ocio dirigido. Era lo que Vaneigem y Debord habían denunciado como “sociedad del espectáculo”.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.eshttp://infokrisis.blogia.com