Infokrisis.-  Hablar de casta es hablar de diferencias, identidades y  especificidades. Decía Schuon que la casta es al espíritu lo que la raza  a la materia y debía tener algo de razón porque en la Edad Media era  más fácil que se entendieran dos de la misma casta pertenecientes a  comunidades y religiones diversas que dos de casta diferente  pertenecientes a la misma comunidad.
De  todas formas este planteamiento se hizo ocioso después de las  expulsiones de judíos y moriscos, que no tenían más objetivo que crear  una comunidad homogénea y coherente, la diferenciación de castas siguió  existiendo pero con notables alteraciones. Entre 1492 (expulsión de los  judíos) y la de los moriscos en 1504 en Castilla y en 1526 en Aragón,  así como tras la guerra de las Alpujarras, ser judío o morisco, aun  adinerado, queda sumido en el desprestigio. La clase aristocrática  autóctona era la única que, a partir de ese momento, se arrogaba la  preeminencia social. 
Muchas  de las conversiones, especialmente de judíos, fueron forzadas por las  conveniencias sociales. Los “cristianos nuevos” fueron cientos de miles.  El judío salió del kahal (judería, call, calle), tuvo acceso a  todas las profesiones que antes le estaban vedadas. España reacciona  ante esto de manera diversa: mientras que, por una parte, aparece un  interés por la pureza racial y por los “estatutos de limpieza étnica”,  por otra, especialmente, un sector de la aristocracia que ha casado con  millonarios de conversos, comprueba que su sangre no es pura. Es el  pueblo llano y un sector de la nobleza el que sigue jactándose de ser  “cristiano viejo” y dando importancia al elemento étnico y racial,  mientras que la aristocracia dirigente descubre entre sus antepasados a  linajes judíos. 
El  catolicismo, referente de lo español en aquel momento (siglo XVI y todo  el XVII), influye en todo este proceso de manera sorprendentemente  doble: por una parte, la Inquisición multiplica sus investigaciones  sobre judaizantes, criptojudios y marranos (conversos que  seguían practicando en secreto sus ritos). Lo sorprendente es que, en  cierta medida, la represión contra estas actividades corre a cargo de  personajes de ascendencia judía (lo que evoca la frase de Louis  Ferdinand Celine: “Si en Francia se creara una asociación antisemita, el presidente, el secretario y el tesorero serían judíos”…  Otro tanto ocurrió en España). Tomás de Torquemada no fue una  excepción. Y muchos judíos más colaboraron con la Inquisición en la  represión contra sus propios hermanos de raza. 
Existe  una palabra en el español de las Américas de la época inquisitorial,  "malsinar", que viene del hebreo "lehalshín", delatar. Dentro de las  comunidades secretas sefardíes, existían "malsines", judíos que se  habían convertido y que querían mostrarse más católicos que sus  correligionarios para no quedar ellos bajo sospecha, algo que hicieron  denunciando a sus camaradas. Aparece así la proverbial “fe del  converso”, mucho más papista que la del papa y que está en el origen de  cierta intransigencia del catolicismo español: demostrar mediante la  exasperación de la propia fe que no se es, lo que a fin de cuentas se  es, judío converso. Estamos más ante un drama psicológico que ante otra  cosa y el drama de estos conversos conviene analizarlo desde un punto de  vista psiquiátrico. Incluso en pleno siglo XX hemos conocido a  integristas ultramontanos de lo más sinceros –y si se nos apura, también  de lo más enfermizos- que hacían gala de un fundamentalismo religioso  católico que no tendría nada que envidiar al de Torquemada, entre otras  cosas, porque en ambos casos, la sangre judía aparecía directa o  indirectamente. 
Para  colmo, la nobleza de sangre que no ha emparentado con conversos huye de  la posibilidad de que se sospeche que está contaminada. En esas época  hay profesiones “sospechosas” de ser practicadas por los conversos: el  negocio, el comercio… ¡e incluso el estudio! Tenemos, pues, una nobleza  que llega en algunos casos extremos a jactarse de que son analfabetos  porque el serlo es un indicio de ser “cristiano viejo”. A nadie se le  escapa que entre los siglo XVII y XVIII se produce un declive acelerado  de la nobleza del blasón lastrada por estos tópicos. Así como en Europa,  ajena a estos prejuicios –o mejor dicho, habiendo adoptado el prejuicio  opuesto y protestante de la riqueza como signo de bendición de Dios y  del trabajo como forma de expiar la “culpa”- se produjo luego un  desarrollo industrial, en buena medida ligado a la aristocracia y a una  burguesía emergente a partir de los menestrales, en España no hubo nada  de todo esto. La figura del Hidalgo que tiene blasones y nobleza, pero  ni un real de vellón, ni el hábito del trabajo, es más, que rechaza el  trabajo por principio, es una figura típicamente española y que  corresponde al período del Lazarillo y a algunas figuras de El Quijote.  De hecho, el propio Alonso Quijano es el hijodalgo que dedica su tiempo  a revivir las gestas de sus antepasados en las novelas de caballerías:  hubiera sido un buen guerrero, sin duda, honra de sus ancestros,  doscientos años antes, pero es pura irrisión en la España del Siglo de  Oro, cuando la caballería y la nobleza de la sangre han muerto,  limitándose Cervantes a extender su acta de defunción.
En  el límite de este proceso tenemos a una aristocracia de la sangre y del  blasón empobrecida y que alardea de “sangre pura” y de su condición de  “cristiano viejo”. A esto se suma, la otra componente de la nobleza que,  más pragmática, no ha tenido problema en cruzarse con los conversos y  que, a la postre, termina siendo más papista que el papa; y tenemos,  finalmente, también a un pueblo llano en el que la pureza racial se  convierte en obsesión autotitulándose “cristianos viejos”, algo  equivalente al “orgulloso de ser español” actual… y exasperando también  la práctica del catolicismo. No es raro que a lo largo del siglo XVIII  estas dos tendencias confluyan… en el casticismo. La primera componente  va perdiendo fuelle poco a poco. A cada generación que pasa, el  patrimonio está más empequeñecido. Sobreviven a costa de vender  patrimonio ya que el trabajo les sigue estando vedado por imperativo  moral. En el siglo XXI todavía he reconocido en zonas rurales a los  últimos mohicanos de esta tendencia que recorriendo los valles te  cuentan que aquella era la casa de sus bisabuelos, la montaña pertenecía  a sus tatarabuelos y el valle entero era de la propia familia ducal en  un tiempo remoto. Hoy el patrimonio queda reducido a unas pocas  hectáreas y no sobrevivirá más de 10 años a tenor de los gastos y de que  todo se acaba en esta vida. Otro de estos me comentaba que de pequeño  había dicho a su padre a la vista de unos vendedores de horchata: “Parece que ese negocio permite vivir bien” a lo que el padre le repuso: “Sí, pero ¿y la vergüenza que pasas?”.  Para el venerable padre, trabajar era, ante todo, algo bochornoso. Y si  bien es cierto –como Evola apuntó en varias de sus obras- que el  trabajo no es, desde luego la actividad más alta que pueda hacer un ser  humano, la negativa a trabajar por “dignidad” o por vergüenza torera, no  es tampoco un síntoma de buena salud mental. 
Pero  lo sorprendente fue que las otras dos componentes de la sociedad  española del XVII y XVIII terminaran por converger. La nobleza adaptada a  las circunstancias y convertida de nobleza del blasón en nobleza del  dinero tenía su espíritu de casta relajado –estaba dejando de ser  “casta” para convertirse en “clase”- y quería confluir con los villanos  (con el “pueblo”) no sólo porque sentía que la rústica simplicidad del  pueblo llano estaba más cerca de su origen que la aristocracia del  blasón de la experimentaba su desprecio a causa de sus orígenes  “contaminados” por la sangre conversa. 
Además,  el “pueblo” aportaba diversión: toros, tabernas, bailes, francachelas,  alegría y fiesta. El arquetipo de esta nobleza son las duquesas de Alba  tan dadas a folgar con toreros y torerillos, a hacerse ver en paradas de  cante jondo, a buscar compañía de bailaores de flamenco y palmiseros  asilvestrados, y, naturalmente, a vestir en los saraos el traje de  gitana con más porte que el traje de noche. Lo mismo ocurrió con todos  los borbones a partir de Carlos III de los que, prácticamente como única  virtud –y en algunos sin el “prácticamente”- profesaban el culto a lo  popular. Se dice que Alfonso XIII arrancó un aplauso en la Academia  Militar cuando presionando la colilla del cigarrillo con el pulgar,  manteniéndola sobre el índice de la mano, acertó a arrojarla al  cenicero. De Alfonso XII se glosa su romanticismo más lánguido y  melancólico que el de cualquier poeta del XIX, sus amores y desgracias  sentimentales eran seguidos por el pueblo con el interés que hoy se  siguen las peripecias de la corona monegasca. De Isabel II –denominada  “reina castiza”- se glosan sus performances sexuales, la  promiscuidad con la que elegía a sus amantes en el cuerpo de  palafreneros reales, así como su gusto por los tugurios y lupanares. De  los borbones actuales, mejor ni comentarlos aun cuando, bueno es  recordar, que todo el mundo coincide en que el tal Juan Carlos I es un  “tipo enrollado” y simpaticote. 
Pues  bien, esa forma de ser de cierta aristocracia, con su proximidad al  pueblo, llevó a episodios como el motín de Esquilache y vacunó a este  país contra estallidos revolucionarios similares al francés. Aquí no  había noble a quien tumbar ni guillotinar porque su populismo desarmaba a  los agitadores. La sociedad cambiaba, la Europa del Tratado de  Westfalia empezó a distanciarse del anterior modelo europeo… y España  siguió como antes, oscilando entre Trento de un lado y la sucesión de  fiestas, celebraciones, jolgorios y saraos que imprimieron carácter a un  país que si sabe de algo es divertirse. No en vano aquí hay lo que no  hay en ningún lugar de Europa: tapeo, verbenas y fiestas mayores sin  fin, fiestas autonómicas, carnavales, ferias de abril, romerías de mayo,  semanas santas kilométricas y puentes que son acueductos.
Sin  darse cuenta, las castas fueron desapareciendo y, tras unos siglos de  tímido ascenso, las clases de fueron imponiendo. En el XIX la casta era  lo viejo y la clase social lo nuevo. Este proceso vino favorecido por  las acumulaciones de capital que se produjeron en las colonias de  América. La actividad de algunos colonos hizo que aumentara la movilidad  social: se gestaron fortunas que luego –especialmente en Catalunya- se  utilizaron para arrancar el proceso de industrialización. La clase  terminó imponiéndose porque no dependía del lugar de nacimiento, sino de  la escala ocupada en el proceso de producción. Los “ricos de sangre  humilde” que tan a menudo aparecían ya en El Quijote  (dando a entender lo mucho que sorprendían a Cervantes) se hicieron  habituales en nuestro suelo. Entre ellos, los borbones fueron eligiendo  una nueva nobleza que ya no era casta, sino clase.  
Tras  el motín de Esquileche y mucho más tras la entrada de las tropas  francesas, da la sensación de que la tragedia se evidencia en toda su  magnitud: el tiempo de las reformas necesarias que podían realizarse ya  ha pasado y no se hicieron; ahora, cuando parecía claro que Europa  avanzaba a otra velocidad y nos estábamos quedando atrás, habíamos  entrado en el tiempo de las reformas imposibles. La tragedia de la  guerra de la independencia es que tanto la España de las Cortes de Cádiz  como la de la corte de José I, estaban persuadidos de la necesidad de  imponer unas reformas a la sociedad española que nos llevaran a la  modernidad. La incapacidad para emprender esta vía condujo al “estúpido  siglo XIX” y a que apenas fuera otra cosa que una larga ristra de  discordias civiles. La época de las reformas imposibles se prolongó  hasta 1898. Después se abrió el tiempo del lamento y la reflexión. 
Entre  la retirada francesa y la derrota que 1898, España hace de la necesidad  virtud. Es entonces cuando Andalucía se convierte en paradigma de “lo  español”, no tanto por los rasgos de lo esencial de su población, sino  por el exotismo, el morbo y la curiosidad que suponían para los  extranjeros y para la aristocracia económica, el cante jondo, el  flamenco, el traje de gitana y el lupanar con aroma de fritanga. Es en  ese momento en que nuestros antepasados empiezan a alardear de los  tópicos nacionalistas más desgraciados: “somos descendientes  de los árabes y el islam es nuestra religión” (Blas Infante), “no somos europeos”  (como reacción antifrancesa y olvido de que la victoria sobre los  franceses se debió militarmente mucho más a la acción de la tropas de  Wellington que a las guerrillas), “nuestras raíces son exóticas”  (indicando por “exotismo” al folklore de etnia gitana que es tan  español como el chop-chuey o el kebab). Y, finalmente, Fraga, padre de  la constitución, gran timonel del PP, ayatolah del desarrollismo en los  60 y adelantado de la democracia en tiempos de la oprobiosa, cristalizó  todo esto en el “Spanish is different”, para poco después,  nombrado embajador en Londres, cambiar el sombrero cordobés y la  chaquetilla corta por el bombín, la gabardina de exhibicionista y el  paraguas propios de los brokers de la city en aquella época.
Dado  que la casta se consideraba anterior a la clase, castizo y casticismo  se convirtieron en sinónimos de búsqueda de los orígenes y retorno a las  fuentes, pero el problema es que esos orígenes y esas fuentes ya no se  estaban analizando con los ojos de la aristocracia del blasón –la única  que podía alardear de haber forjado a las Españas con las armas en la  mano durante la Reconquista- sino a la aristocracia del pelotazo y al  pueblo del jolgorio y la pandereta, con lo que la búsqueda quedó  lastrada desde el principio y no es raro que algunos intelectuales del  98 y del 27, insistieran en la facilidad con que “lo castizo” degenera  en forma de “casticismo”. 
Cuando  Machado mira la áspera meseta de Castilla le es imposible reconocer en  ella el casticismo de lo exótico y, sin embargo, en buena medida  Castilla era uno de los puntales de la Reconquista y de lo español.  Machado alude a la llanura como el lugar “por donde pasó herrante la sombra de Caín” e imagina el cabalgar del Cid por aquellas tierras: “El ciego sol, la sed y la fatiga. / Por la terrible estepa castellana, / el destierro, con doce de los suyos 
-polvo, sudor y hierro- , el Cid cabalga”. Para Machado, a fin de cuentas, lo importante es cabalgar en busca de un destino, antes que el destino te arrastre. El “cabalgar” de Machado es el “vivere non est necese, navigare necese est” de la vieja Roma patricia.
-polvo, sudor y hierro- , el Cid cabalga”. Para Machado, a fin de cuentas, lo importante es cabalgar en busca de un destino, antes que el destino te arrastre. El “cabalgar” de Machado es el “vivere non est necese, navigare necese est” de la vieja Roma patricia.
La  generación del 98 y la del 27 alumbraron una España mística basada en  mitos históricos que el franquismo en sus distintas formulaciones  (nacional-sindicalismo de 1937 a 1943, nacional-catolicismo de 1943 a  1956 y desarrollismo tecnocrático en los veinte años siguientes) aupó  terminaron en el “Spanish is different” fraguista y en la  Constitución que abrió el camino al Estado de las Autononías (por  cierto, Constitución con su pizca de fraguismo). 
España  cayó víctima de una “especialización”, mal derivado del paradigma  newtoniano. El mecaninismo es aquella doctrina según el cual un  organismo está compuesto por distintos aparatos cada uno de los cuales  funciona, por sí mismo, independientemente del resto. Adoptar esta  concepción mecanicista de España traída por la constitución del 78,  llevó a concebir España como sumatorio de 17 autonomías. Pero ni las  partes eran el todo, ni todo eran las partes. Cuando se llega a la  Constitución del 78 las futuros autonomías ya tienen muy adulterada su  naturaleza: así se llega a que en las autonomías extremeña y andaluza el  verde del Islam y el blanco de los Omeyas luzcan en las banderas  autonómicas, a que el 11 de septiembre sea considerado en Cataluña como  una fecha de reivindicación nacionalista e independentista y así  sucesivamente. Los nacionalistas han pervertido cualquier idea regional  porque la han exasperado, han convertido factores marginales de las  identidades regionales en “rasgos diferenciales” solamente para asumir  una especificidad creciente y exigida por quien desea verse dotado de un  techo autonómico más alto. 
Ya  que parecía imposible deducir un casticismo estatal, éste se  “especializó” en 17 comunidades cada una de la cual aportaba su propia  especificidad al Estado de los Autonomías. El remedio fue peor que la  enfermedad y explica el porqué ahora más que nunca lo madrileño y lo  español se identifiquen como no ocurre en lugar alguno de España, ni en  Castilla ni en León, ni en tierras de Aragón… Lo madrileño se considera  como lo español quintaesenciado y así se encuentra en Madrid más que en  ninguna otra parte a tipo que dan y quitan patentes de españolidad. La  falta de una tradición específicamente madrileña y el fracaso de los  debates de postguerra entre los que veían a “España como problema” (Laín) o los que veían justo lo contrario “España sin problema”  (Calvo Serer), así como el alejamiento de la progresía más acrisolada  de los espacios de poder autonómicos, llevó nuevamente a considerar a lo  madrileño como sinónimo de lo español. Pero no era así. 
Habían  ocurrido dos fenómenos nuevos: la integración en la UE (y lo que es más  importante, la demostración práctica de que solamente una dimensión  continental basta para que una nación afronte los retos del siglo XXI) y  el arraigo actual de la división autonómica de España (con la  aprobación de los 17 Estatutos de Autonomìa). Y en esos momentos –a  partir de 1978- cuando era más necesario actualizar el nacionalismo  español, resulta que éste no actualizó sus principios (que por lo demás,  estaban inmóviles desde 1898).
Una  nación existe cuando tiene una misión y un destino (tal es la  concepción orteguiana de nación). Mientras eso se definió con paradigmas  no había problemas: “Por el Imperio hacia Dios”, “la defensa de la fe”, “la hispanidad y la catolicidad”,  unían destino nacional a defensa y promoción de la fe. Pero eso valió  hasta que el Vaticano II chapó cancelas. A partir de ese momento, el  Vaticano quería “Estados amigos”, no “defensores de la fe”, quería  democracias cristianas y no vociferantes ultramontanos, quería  concordatos y no dirigentes políticos bajo palio o naciones consagradas  al Sagrado Corazón. Bruscamente, el nacionalismo español dejó de estar  asentado en una doctrina sólida y pasó a pender sobre el vacío. No es de  extrañar que el nacionalismo español goce de achaques constantes cuando  la selección de fútbol es derrotada y de euforias breves cuando obtiene  un 1 a 0 a su favor; fuera del fútbol valdría la pena preguntarse si  España existe como idea: no ha estado en condiciones de responder a las  dos preguntas claves, a saber, ¿cuál es hoy el destino de España? Y  ¿cuál es hoy la misión de España?
Las  respuestas de los últimos nacionalistas españoles en estos dos terrenos  son tristes y anacrónicas. Están todavía ancladas en el “Por el Imperio hacia Dios”,  para un pueblo que ha dejado de tener Dios y para una religión que  sigue estando presente en la sociedad española, pero de manera mucho más  disminuida y, por lo demás, en el mismo Vaticano soplan otros vientos. 
El  silencio ante estas dos preguntas es lo que ha permitido la emergencia  de conceptos anómalos como el “patriotismo constitucional” o el  “patriotismo del Gobierno de España” en donde la idea de patria se  tiende a identificar con su contrato de organización (constitución) que  siempre es puntual y temporal, o con un gobierno que se mece como una  caña al viento.
Nota.-  somos perfectamente conscientes de que estas notas inconexas y  apresuradas carecen de coherencia y de valor probatorio, no  representando nada más que intuiciones personales y percepciones  directas. Pero es que esto es un blog, no es un tesis doctoral. Así que  esperamos que nos sepáis disculpar.
© Ernesto Milà – Infokrisis - infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com