domingo, 17 de octubre de 2010

Reflexiones sobre Madrid y el casticismo (II de III). El casticismo y lo castizo

Publicado: Domingo, 22 de Junio de 2008 19:10 
Infokrisis.- Resumamos las ideas que hemos intentado transmitir: la modernidad de Madrid hace que, a diferencia de toda la periferia, no tenga una tradición propia. De ahí que, dadas las aportaciones población peninsular a la Villa y Corte, Madrid sea un caso aparte: llega a la “españolidad” directamente, sin pasar a través de tradiciones periféricas y sea muy difícil de entender desde Madrid, porque otras regiones alardean de sus propias tradiciones que son vistas como incompatibles con la idea de España. Finalmente, Madrid termina generando su propia tradición específica: lo castizo. En esta segunda entrega vamos a dar vueltas sobre este tema.

Las tres ramas de la nobleza del XVIII

Lo castizo cuaja durante el período previo al motín de Esquilache, cuando a los vientos renovadores que proceden de la corte con la inserción en el entorno real de los “ilustrados” o “afrancesados” (las ideas de la ilustración ya otorgaban mucho antes que las tropas napoleónicas entraran en España, el título de “afrancesados” a quienes las compartían) reacciona el pueblo de Madrid –sobre todo el pueblo de Madrid- oponiendo “lo propio”. Pero lo propio es poco: como máximo el sombrero de ala ancha, la capa larga que sirve de embozo, la redecilla en el pelo, y poco más. Eso es lo que Esquilache quiere combatir porque individualiza en estos usos formas arcaicas que impiden el “progreso” y las “luces”. Aspira a introducir usos y costumbres europeas y, sobre todo, el farol de gas.

Oponerse a estas reformas era “lo castizo” ¿Por qué se elige la palabra “castizo” para definir esta tendencia que era eminentemente reaccionaria en su época? Casticismo viene de “casta” y, en general, se utiliza para definir el “carácter nacional español”.

Las reformas de los primeros borbones implicaron también un cambio en la aristocracia. Si hasta entonces los aristócratas eran descendientes de familias que habían destacado por hechos de armas en la Reconquista o en las guerras imperiales, con la llegada de Felipe V y de los borbones apareció una nueva aristocracia basada, especialmente en el amiguismo o en los servicios prestados no de carácter estrictamente militar. Esta nueva aristocracia, a diferencia de la anterior, tenía cierto sentido de lo popular y se sentía más próxima al “pueblo” que a la aristocracia de la sangre.

A lo largo del siglo XVIII esos cambios en la composición de la casta aristocrática y su “proximidad” al pueblo, fueron mutando la sociedad. Si hasta ese momento solamente existía el toreo a caballo, esto es, el toreo aristocrático –pues, no en vano, el caballero era, fundamentalmente, aristócrata- a partir de ese momento aparece el toreo a pie, esto es, popular. En esa misma discusión tercia el tercer grupo de la aristocracia, los ilustrados… contrarios a cualquier forma de toreo por entender que, a pie o a caballo, era un arte bárbaro.

Así pues, ya tenemos definidos –a través del toreo- los tres grupos de la nobleza que participan en la historia de España del XVIII: el grupo tradicionalista que no había entendido que el Estado debía modernizarse y que vivía de glorias pasadas; el grupo de cortesanos que recibieron títulos de nobleza por mero amiguismo y cuyo único programa era aproximarse al pueblo, en sus fiestas, en sus celebraciones y en su idiosincrasia; y, finalmente, el tercer grupo de los nobles ilustrados partidarios de reformas radicales, cuyos modelos eran europeos. Estos veían al pueblo como un colectivo infantil incapaz de guiarse por sí mismo, lo merecían todo… pero había que actuar sin contar con ellos según los principios ilustrados (“todo el pueblo, pero sin el pueblo”).

La revuelta contra Esquilache (exponente de este tercer grupo), instigada por el segundo, corta la posibilidad de las reformas radicales. Es nuestra opinión, si en España ese motín que en algunas ocasiones se ha sido considerado como similar al desencadenante de la Revolución Francesa, no tuvo continuidad y se quedó en una mera algarada contra un valido muy cuestionado, fue simplemente porque un movimiento del tipo francés precisa de la existencia de una burguesía media que estaba en España casi completamente ausente y de una aristocracia distante como la existente en Francia que, como hemos visto, en España tenía una presencia mucho menor.

El gusto por lo exótico de la Carmen de Merimée al Spain is different de Fraga

Después de las guerras napoleónicas, esa burguesía apenas emerge y por eso la periferia española sigue conservando un costumbrismo y unas tradiciones que llamarán la atención de los visitantes del exterior: desde Washington Irving hasta próspero Merimée pasando por Frederic Chopin y George Sand. Lo que deslumbra a todos estos viajeros es que reconocen en España un arcaísmo que ya se ha perdido en sus respectivos países o que quizás no ha existido jamás.

En esas mismas fechas –reinado de Isabel II- se produce un fenómeno que recientemente hemos tratado en el número 9 de la revista IdentidaD en el artículo de Enrique Ravello, Andalucía, ni mora ni gitana. La nobleza populista encabezada por Isabel II puso de moda acudir a los colmaos de flamenco y vestir batas de cola y lunares que no tenían nada que ver con la vestimenta tradicional andaluza (de origen castellano, pues castellanos fueron los contingentes que la repoblaron tras la Reconquista) y que eran propios de los ambientes desclasados. No es por casualidad que ese vestido de lunares se llamara “traje de gitana”, pues no en vano era solamente utilizado por gitanas. Las marquesonas y condesas, la nobleza populista buscaba el contacto con “el pueblo” y con “lo popular” que identificaban como lo más exótico y excitante… y, en realidad, lo era, pero no formaba parte ni de la cultura andaluza, ni de la española, sino que se trataba de interpolaciones foráneas y muy marginales respecto al eje central de la cultura española.

Lo dramático fue que el desastre continuado de nuestro siglo XIX se cerró con la pérdida de los restos del Imperio y de ahí emergió una frustración nacional y un resentimiento hacia una Europa que al ver imposible de alcanzar entonábamos el “no están maduras” del cuento infantil. En ese período entre la crisis finisecular y la guerra civil hay toda una tendencia que hace de la necesidad virtud: es el “que inventen ellos”, el “españolizar Europa”, el “África empieza en los Pirineos”, el desprecio por todo lo europeo y la tendencia a resaltar las diferencias y roces con cualquier nación europea, la ideología de la Hispanidad que sirvió como justificación para dar la espalda a esa Europa a la que siempre estuvimos ligados y de la que las culturas peninsulares forman parte. Todo esto forma parte de lo que podemos llamar “ideología del rechazo” terminó plasmándose en doctrina oficial cuando el Ministerio de Información y turismo, con Fraga al frente, a mediados de los años 60 lanzó la campaña “España es diferente” como reclamo para el turismo. Y España es tan diferente de Francia como puede serlo Dinamarca, de la misma forma que Grecia es tan diferente de España como distante es de Inglaterra. Puestos a encontrar diferencias, Europa es un mosaico… con tantas interferencias históricas, étnicas, culturales y antropológicas que más que de diferencias podemos hablar de un continuum.

Las fuentes de lo castizo

El casticismo había surgido de ese gusto por lo arcaico y por la diferencia que ya se percibe en los sainetes de Ramón de la Cruz o en las obras de Mesonero Romanos, cronista oficial de la Villa y Corte durante muchos años.

Una de las primeras sintonías del magazine presentado por Tico Medina y Yale que a las 14:00 horas precedía al telediario a finales de los años 50, era la suite España de Chabrier. El músico auvernés, había pasado varios meses viajando por España en 1883 y plasmó sus impresiones en esa partitura. Ya en esta obra se percibe un aroma a zarzuela que luego eclosionará en el “género chico” y muy especialmente en La Verbena de la Paloma, no por casualidad ambientado en Madrid. La Carmen de Bizet (y la de Merimée) terminaron por rizar el rizo y hacer que de “lo castizo” lo más significativo de “lo español” y presentado como su quintaesencia hasta el punto de que Unamuno pudo decir que «Se usa lo más a menudo el calificativo de castizo para designar a la lengua y al estilo. Decir en España que un escritor es castizo es dar a entender que se le cree más español que a otros» (En torno al casticismo).

Los hitos del Madrid castizo
Así pues el casticismo encontró algunos  elementos tópicos en el organillo, caja de música procedente de Inglaterra que aparece en zarzuelas y en la vida callejera de los barrios más castizos, acompañado inevitablemente por el barquillero y el vendedor de horchata de cebada. Incluso hasta la posguerra, estos elementos eran inseparables del Retiro o el Rastro. Ese Madrid tenía en los chulos, chulapas y chisperos a sus elementos más populistas; la palabra “chulo” deriva de “cheol” o “scheol” que en lengua sefardí indica a los más jóvenes de la comunidad que por serlo son también conflictivos. Los chisperos por su parte eran, originariamente, los herreros, por su profesión “vendedores de chispa” y, por extensión, todo lo relativo al ambiente pícaro. Inevitablemente, el chispero iba en pos de la maja; éstas, por su parte, no terminan su vida en los cuadros de Goya o antes alentando la revuelta contra Esquilache, sino que prolongan su existencia a lo largo del XIX, no tan desnudas como la pintada por Goya sino más bien cubiertas con mantones de Manila tal como las pinta Bretón.
Todos estos personajes eran especialmente relevantes en los aledaños de la Puerta del Sol, en torno al reloj que desde el XVII da las campanas de fin de año y donde se sitúan algunos de los símbolos del Madrid más castizo: la señal del kilómetro cero en donde empiezan y terminan todos los caminos. La estatua de la Mariblanca y de Carlos III, el símbolo del oso y del madroño y el recuerdo a los héroes del 2 de mayo.
Sería imposible sintetizar en tan poco espacio todos los mitos madrileños ntre los cuales los héroes tienen su parte. Al Madrid castizo siempre le ha gustado honrar a sus héroes. Hoy, muy pocos madrileños saben quien fue Eloy Gonzalo, pero nadie ignora donde está la imagen “de Cascorro”. En pleno Lavapies, hoy sucursal de Naciones Unidas y festival continuado del multiculturalismo, por donde parte la ribera de Curtidores y arranca el Rastro, aparece la estatua triunfal de este soldado, madrileño de origen y héroe de la guerra de Cuba que roció las cabañas desde las que les hostigaban con petróleo obligando a los insurrectos a abandonar sus refugios. Eso le valió dominar hasta hoy la escena madrileña como recuerdo de las glorias imperiales que fueron y ya no serán.
Es habitual que el turista –como fue mi caso las primeras veces que visité Madrid rápidamente- tienda a visitar primero la Plaza Mayor y sus alrededores. Nosotros, en aquellos primeros viajes asociábamos lo castizo al Arco de Cuchilleros y a la Cava de San Miguel y, por supuesto, a sus mesones. Cerca de allí, el Mercado de san Miguel era otro de los puntos inseparables del Madrid más castizo que hundía sus raíces en los años más turbulentos del siglo XIX, años de bullangas y disturbios civiles (1835).
El Madrid castizo, sobre todo estaba asociado a la música y a lo musical. Ya hemos visto que uno de sus elementos inseparables era el organillo y otro de sus símbolos será la zarzuela, emblemática del llamado “género chico” que no aspiraba a rivalizar con la ópera, pero que era la “respuesta nacional” al género de Wagner y Donizzeti, Puccini y Bizet. Seguramente, de entre todas las Zarzuelas, La Verbena de la Paloma es la que pinta mejor el Madrid castizo, su tipología, su jerga y su alegría. Cuando se oyen las notas de la obra de Tomás Bretón, es inevitable retrotraerse a aquel Madrid ya desaparecido subsusimido entre edificios burocráticos, inmigrantes procedentes de todo el mundo y turistas acalorados. De ese Madrid queda sólo la obra de Bretón y algunas calles con el sabor perdido.
Así mismo del Madrid de los couplets apenas quedan los teatros en los que hicieron furor. En la calle de Alcalá abundaban las salas de fiestas que servían couplets como las máquinas expendedoras sirven tabaco. De todo esto queda solo la atrabiliaria Sarita Montiel detrás de algún puro, recordada por sus miserias del corazón más que por sus gorgoritos de El Último Couplet. Pero el Madrid castizo tenía todavía más productos que ofrecer a sus buenas gentes inconscientes de que la modernidad los estaba dejando atrás. Si había un “género chico”, especie de ópera minimal, también hubo un “género ínfimo”, la revista picarona y  mordaz, con su humor de sal gruesa, sus vedetes monumentales alzadas sobre tacones imposibles dominando una escena en la que sus oponentes eran hombres esmirriados en estado permanente de cherchez la femme. Del género, el maestro Guerrero obsequió a los madrileños especialmente con decenas de piezas que cimentaron el éxito de Celia Gámez.
El colofón del Madrid castizo eran las verbenas populares. Había tantas como barrios. Los escenarios tenían que ver con lo religioso pero eran expresiones de lo mundano: eran las fiestas de San Isidro patrón de Madrid, con su romería en la pradera y en la ermita que le dedicaron los madrileños, la verbena de San Antonio cuando empieza a apretar el calor el 13 de junio; la fiesta de San Cayetano cuando el calor ha ganado en intensidad transformándose en “el calor” o la verbena de San Lorenzo en Lavapies cuando ya no vale la pena hablar de “el calor”, sino multiplicándolo por “n”, aludir a “las calores” el 15 de agosto.
Visitante: si buscas algo de todo esto en el Madrid del siglo XXI, abandona toda esperanza de encontrarlo. Ese Madrid ha desaparecido y sólo lo verás en museos o bien en representaciones teatrales o en libros de antropologia. Ni barquillero, ni cantante de couplets, ni organillero, todos han sido sustituidos por individuos de razas ignotas al son de bongos en las calles y música de rap; ni un chulapo, pero sí miles de miembros de bandas latinas; las majas y chulapas tocadas con el mantón de Manila, cambiadas por patibularias prostitutas de a 20 euros, “francés” incluido. Las calles del Madrid de los Austrias y de Lavapies, de Vallecas y de Carabanchel, están donde siempre, pero el paisaje ha cambiado. El Madrid tradicional ha desaparecido y de nada sirve que Esperanza Aguirre o el alcalde Gallardón intenten asentar su poltrona sobre una base “tradicional”. Ni él ni ella son el chulapo y la chulapa de La Verbena de la Paloma, ni siquiera el héroe y la heroína del Madrid del 2 de mayo. Son, como máximo, los héroes quintaesenciados de la especulación y la multiculturalidad, es decir, de la ausencia de riqueza y de la negación de la cultura.

Lo castizo y lo casticista como problemas

La palabra castizo había aparecido mucho antes del siglo XVIII en la lengua castellana. Se tenía por castizo al hijo de mestizo y español. Era un concepto nacido de la España colonial que había recuperado un concepto anterior. El “castizo” era el sinónimo por el que se mencionaba al castellano antiguo del que derivaría el sefardí. De estos antecedentes nadie se acuerda y el casticismo está asociado al costumbrismo literario madrileño que aparece en el siglo XIX de la mano de los sainetes de Ramón de la Cruz o de las obras de Mesonero Romanos.

Tras la derrota de 1898 las dos generaciones literarias que siguieron (la del 14 y la del 27) insistieron en la reflexión sobre lo castizo y el casticismo. Unamuno, Azorín y Ortega y Gasset se preocuparon sobre todo del asunto. Todos ellos lanzaban elogios hacia lo castizo y denostaban el casticismo. Ortega en su elogio a Azorín decía que el casticismo es una de las infinitas maneras entre que un poeta puede elegir para no serlo”. Denostaba la permanente búsqueda del purismo y de la identidad y sostenía que Grecia fue solamente grande y expansiva mientras estuvo abierta a lo extranjero, lo cual resulta, como mínimo peligroso si no se define qué es lo extranjero. En realidad, Ortega estaba aludiendo al “aldeanismo” y “provincianismo” en el que empezaba y terminaba el casticismo literario. Y ya que estamos en esto, esto fue una de las interpolaciones en nuestra cultura que realizaron extranjeros con una visión parcial, exótica y turística del país en sus viajes a lo largo del siglo XIX. Como si el llegar a Bolivia uno visitara la “calle de los brujos” del mercado indígena de La Paz y concluyera que todo lo boliviano es pura brujería. La Carmen de Merimée y la de Bizet, dan que pensar sobre sí ambos habían reducido lo español a lo gitano. Y en algunas obras de Heminway da la sensación de que el autor pasó demasiado tiempo en los colmaos de flamenco (menos mal que tuvo su ración de adrenalina ante algún toro en Pamplona).
En cuanto a lo castizo, Ortega –como Unamuno o Azorín- le profesaban un culto no enmascarado. Decía Ortegea: “Lo castizo, precisamente porque significa lo espontáneo, la profunda e inapreciable sustancia de una raza, no puede convertirse en una norma. Las normas son siempre abstracciones, rígidas fórmulas provicionales que no pueden aspirar a incluir las ilimitadas posibilidades del ser. ¡Por amor a la España de hoy y de mañana no se nos quiera reducir a la España de un siglo o de dos siglos que pasaron! La psicología de una raza ha de entenderse como una fluencia dinámica, siempre variable, jamás conclusa. (...) Creer que depende de nuestra voluntad ser o no castizos, es conceder demasiado poco al determinismo de la raza. Queramos o no, somos españoles, y huelga, por tanto, que encima de esto se nos impere que debemos serlo”.
Sí, porque en el fondo, manejando el Diccionario de la Real Academia se encuentran algunas explicaciones que legitiman el uso de determinados palabros. Estaba yo hablando el otro día de lo gilipollas que resultaban los 12.000.000 de españoles que votaron al PSOE y no lo estaba haciendo por gusto a la malsonancia sino porque el “gilipollas” es aquel que se hace daño a sí mismo sin tener conciencia de hacérselo. Así mismo, el castizo es aquel “de buen origen y casta”, “lo genuino de cualquier país, región o localidad”, se aplica a “lo puro, y sin mezcla de voces ni giros extraños”.
Ese mismo diccionario, unas columnas después señala da la razón de por qué los grandes del pensamiento español del siglo XX condenaron al casticismo, pues no en vano, no supone un permanecer en lo auténtico, sino la mera “afición a lo castizo en las costumbres, usos y modales”. Una cosa es “el ser” y otra la “afición a ser” que, a fin de cuentas, por sí misma, no puede ser más que exterior al ser que se pretende. Unamuno, grande entre los grandes, pero también pensador de vaivén que rectificó y rectificó siempre con una sinceridad intelectual que le honra escribía cuando aún no tenía la barba cana en 1894 en su obra En torno al casticismo: « Decir en España que un escritor es castizo es dar a entender que se le cree más español que a otros». Había dado en el clavo. Porque éste a fin de cuentas es el problema de cierto casticismo madrileño que en su percepción de “lo nacional” termina siendo más papista que el Papa y, como hemos dicho antes [véase primera entrega de estos apuntes] el desarraigo de buena parte de sus habitantes llegados de todos los rincones de España y que han dejado atrás sus tradiciones y hábitos, unido a la ausencia de una tradición específicamente madrileña, hace que este vacío y aquella distancia se suplan con el recurso a lo español. De ahí que el “español de Madrid” tienda a sentirse más “español” que el de la periferia y que desde Madrid se tienda a desconfiar de las expresiones culturales, antropológicas o  lingüísticas regionales aunque estas den por sentado que son españolas y no planteen de manera continua lo que son y a lo que pertenecen, como si una estrella tuviera necesariamente que llevar colgado el cartel de la constelación de la que forma parte. Desde la periferia no se considera tan necesario recordar constantemente lo que es obvio, pero en Madrid, en cambio, sí.
Y esta contradicción está en la base del problema de España y de lo español: porque el casticismo se convierte en específicamente madrileño y, como decía Unamuno, tiene tendencia a creer que es más español que otros. Y eso es lo malo que la reflexión sobre el casticismo nació en Madrid como búsqueda de la “autenticidad” de lo español… pero lo español no estaba sólo en Madrid sino también en la periferia y, sobre todo, podríamos decir, en una periferia más auténtica y con más raíces españolas que el propio Madrid.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com