lunes, 18 de octubre de 2010

LA DECADENCIA MILITAR: BASE DE LA RUINA DEL IMPERIO ROMANO

En el alba del día de la batalla de los Campos Cataláunicos, Atila, al observar la disposición del enemigo, ordenó a sus tropas que se dirigieran contra visigodos y alanos, eludiendo el enfrentamiento con los romanos. "El polvo de la batalla les agobia y sólo luchan en formación cerrada bajo una cortina de escudos protectores", dijo a sus comandantes. Atila tenía razón al despreciar la capacidad militar de los romanos de su tiempo. Los días de grandeza del Imperio habían quedado atrás. La crónica de la decadencia romana, fue, ante todo, la crónica de su decadencia militar

Estamos en el siglo V, un siglo antes Roma dispone de una capacidad militar extraordinaria que le permitía proteger con facilidad sus extensas fronteras y enfrentarse a cualquier ejército enemigo. ¿Qué había ocurrido en apenas un siglo para que el Imperio empezara a desmoronarse a la velocidad que lo hizo? La victoria de los Campos Cataláunicos tiene lugar en el 451 y la disolución oficial del Imperio Romano de Occidente se produce veinticinco años después, en el 476. Ciertamente, Aecio puede ser considerado como “el último romano”; a su muerte no hubo un solo hombre en Roma capaz de asumir la corona imperial o el mando de las legiones. Pero ¿basta la ausencia de personajes de alto temple para justificar la decadencia imperial? En absoluto, la decadencia de Roma es paralela a su decadencia militar. De no haber decaído militarmente, Roma hubiera sobrevivido tanto a Atila como a lo que vino después.

De los Campos Cataláunicos a la entrada de Odoacro en Roma

Se ignora la ubicación exacta de los Campos Cataláunicos. Buscarlo es el pasatiempo favorito de coroneles retirados franceses. Se cree que se encuentra en algún lugar de la región de Champagne, a la izquierda del río Marne, entre Châlons y Troyes. Se ignora también el número de combatientes por ambos bandos. Las cifras han oscilado entre medio millón en total (lo cual parece imposible) a cincuenta mil (lo que parece más razonable), o incluso veinticinco mil (cifra excesivamente reducida). Se ignora, finalmente, el número de bajas, aunque la apreciación más insatisfactoria, pero seguramente la más exacta sea la que dio un cronista: “cadavera vero innumera”, literalmente, “en realidad, innumerables cadáveres”. Otro cronista atribuyó tintes míticos a la batalla. Se decía que, una vez terminado el choque, los espíritus de los combatientes muertos, seguían luchando en los cielos.

Lo que si conoce con certeza es el casus belli empleado por Atila para invadir las Galias. El caudillo huno Aspiraba a obtener la mitad del Imperio Romano de Occidente como dote por haber sido prometida a la hermana del emperador Valentiniano III. Era frecuente que para obtener alianzas o pacificar regiones, los emperadores concedieran la mano de sus hermanas o hijas a jefes considerados bárbaros. En el caso de Valentiniano III, se desdijo de lo pactado y Atila entró en el Norte de las Galias y sitió Orleáns. En ese momento, Roma –y más que el Imperio, su “magíster militum”, Flavio Aecio– consiguió movilizar una coalición de alanos (los más inseguros), visigodos (los más numerosos y combativos que décadas antes debieron cruzar el Rhin presionados por los hunos), romanos (a los que costó mucho movilizar) y pequeños contingentes burgundios y francos. Los hunos, por su parte, estaban flanqueados por ostrogodos, gépidos, algunos francos y pequeños núcleos de pueblos del Este.

La noticia de la marcha del ejército de Aecio hacia Orleáns, obligó a Atila a abandonar el asedio de esta ciudad para evitar luchar constreñido contra sus murallas y lograr una ventaja táctica en campo abierto. El caudillo bárbaro situó a los ostrogodos en el flanco derecho y a los gépidos y germanos en el derecho, reservando el centro de la formación para sus propios combatientes hunos. Frente a él, tenía a los alanos que Aecio había situado en el centro, mientras los romanos lo hacían en la izquierda y los visigodos de Teodorico a la derecha. La batalla comenzó con un inesperado avance romano que logró rebasar la débil línea de Atila y permitió dominar una colina estratégica. Quizás si Atila hubiera renunciado en el ese momento a presentar batalla y se hubiera retirado forzando al enfrentamiento en otro lugar más ventajoso para él, no hubiera debido huir esa noche; pero el impulsivo caudillo prefirió arengar a sus tropas e iniciar el combate lanzando a los hunos contra los alanos, protegidos por una lluvia de flechas de la que se dice que “tiñó el cielo de negro”. El frente se hundió en ese punto hasta que los visigodos lograron taponar la brecha, espoleados por Teodorico. El rey visigodo seguía la batalla en primera fila hasta que resultó derribado y muerto. Hubo un momento de vacilación entre los visigodos, por la falta de mando, pero en la retaguardia, los ancianos eligieron como nuevo rey a Turismundo, hermano de Teodorico. Inmediatamente, Turismundo se incorporó al combate, los visigodos, redoblaron sus esfuerzos y consiguieron romper la línea ostrogoda; mientras, los hunos fueron rechazados una y otra vez por los romanos desde la colina perdiendo gran número de efectivos. En ese momento, Atila, comprendiendo que existía la posibilidad de ser rodeado y aniquilado, emprendió la huida hacia su campamento.

Los campamentos hunos se caracterizaban por situar en un círculo al personal no combatiente y a los víveres y provisiones, rodeados por los carromatos; así, constituían un eficaz recinto defensivo. Mientras Atila ordenaba que le prepararan su pira funeraria, sus hombres se defendieron a distancia utilizando sus arcos y flechas. Sorprendentemente, Aecio decidió detener el ataque y ofrecer un “puente de plata” al enemigo dispuesto para huir, tal como recomienda el antiguo axioma militar. Aecio quería evitar que una derrota total de Atila aumentara el poder de los visigodos y, finalmente, decidieran tomar el control de toda la Galia e incluso marchar sobre Roma. Pero, las cosas se veían de otra manera en la capital imperial, especialmente, cuando al año siguiente, Atila, recuperado de la batalla, invadió Italia.

Los destrozos que provocó en el Norte de la Península Itálica, solamente fueron detenidos por la peste y la carestía que acecharon a su ejército. Esto, unido a la intervención del Papa León I y a los malos augurios que experimentaba Atila, lo convencieron para que se retirara. Un año después moría. El Imperio Huno se deshizo como un azucarillo, y el Imperio Romano salió airoso de la prueba. Por última vez la victoria sonreía a las águilas romanas. El hecho de que Aecio no hubiera acudido en defensa del territorio de la Península Itálica cuando se produjo el ataque de Atila, dio la sensación a Valentiniano III de que su “magíster militum” albergaba la ambición de ostentar la corona imperial. Lo cierto es que Aecio experimentaba una sensación de lejanía hacia la capital imperial y su mundo eran las Galias. El que fuera llamado “el último romano”, no era sino un romano “barbarizado”, educado junto a los visigodos y apenas identificado con la pasada grandeza de Roma que, en cualquier caso, le era incomprensible. Valentiniano III, pensó que, a partir de la retirada de Atila, Aecio pasaba a ser un posible rival, así que decidió eliminarlo. Tres años después de la Batalla de los Campos Cataláunicos, el general fue llamado a Roma y asesinado por el propio emperador. Un año después, en el 455, dos esclavos de Aecio, a su vez, mataban a Valentiniano III. Lo que se inicia a partir de ese momento, puede ser llamado en rigor “la caída del Imperio Romano”. Ambas muertes inician la crisis terminal de la ciudad de Rómulo.

Al conocerse la muerte de Valentiniano III se produjeron algunos disturbios en Roma y el senador Petronio Máximo –quizás instigador del asesinato– compró el apoyo de tropas cercanas y se aseguró el título de Emperador. Para intentar legitimar mínimamente la situación, se casó con la viuda del emperador asesinado, mientras su hijo lo hacía con la hija de éste. Olvidaba que ésta había sido prometida a los cinco años con el caudillo vándalo, Genserico que, al conocer la noticia, marchó sobre Roma. Máximo, al intentar huir, fue asesinado por la plebe, pero este acto no pudo evitar el saqueo de la ciudad durante catorce días. No se produjeron muertes, incendios, ni violaciones, pero cualquier objeto de valor fue robado por los vándalos. Ni siquiera se salvaron las tejas de bronce dorado del Templo de Júpiter Capitolino; desmontadas y cargadas en los carromatos bárbaros, sufrieron análogo destino al tesoro del Templo de Jerusalén traído a Roma por Tito y sus legionarios. Lo más grave, es que ya no había emperador, ni fuerzas militares capaces de detener el saqueo o, simplemente, de proteger la ciudad cuando los vándalos se retiraron.

Desde Arlés, el general Avito se sublevó apoyado por los visigodos y cruzó los Alpes, proclamándose Emperador. Bizancio lo reconoció inmediatamente. Poco después, un general bárbaro a su servicio, Recimero, lo deponía. A partir de ese momento, el destino del Imperio –o de lo que quedaba de él– estuvo ligado a este jefe militar. Recimero era un típico producto de su tiempo y del caos étnico en que cayó el Imperio cuando en el 406 los suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin. Era cristiano arriano, nieto del rey visigodo Walia por parte de madre, su padre era suevo y su tío, Gundebad, fue rey de los burgundios. Sirvió a las órdenes de Aecio, y consiguió vencer a los vándalos en Sicilia y posteriormente les hizo retirarse de Córcega. Era un hombre enérgico y de carácter, pero no sentía la necesidad de ostentar la corona imperial; de hecho ¿para qué hacerlo si podía nombrar emperadores títeres? Mayoriano fue el primero de estos enanos históricos, elevados al trono de Octavio y Augusto. Aún así, obtuvo algunas victorias contra los burgundios que ocupaban Lyon y contra los visigodos que sitiaban Arlés. Durante su efímero gobierno, una vez más, la Galia Romana siguió ligada al Imperio. Pero la suerte le abandonó en su enfrentamiento con los vándalos de Genserico que, finalmente, lo derrotaron en el mar. Cuando regresó vencido a Roma, Recimero, simplemente, lo ejecutó, nombrando, acto seguido, a Libio Severo como nuevo emperador. Pero Severo tampoco logró detener las conquistas vándalas en Sicilia y el Peloponeso. Bizancio no pudo evitar reconocer el hecho consumado de que Genserico dominaba África del Nor-Oeste, las islas Baleares, Córcega y Cerdeña.


Las victorias de Genserico, evidenciaron a ojos de otros pueblos bárbaros, la debilidad del Imperio. En el 466, los visigodos de las Galias se independizaron y Roma ya no estuvo en condiciones de enviar tropas, ni ayudar a los galo-romanos. El rey visigodo Eurico extendió sus dominios hasta Arlés y más tarde a toda Aquitania, Provenza y buena parte de Hispaniae. En el 475, Roma había perdido ya la Galia y toda la Península Ibérica y apenas quedaba del viejo imperio, la Península Itálica, y las regiones de Retia y Nórica.

Cuando Recimero muere en el 472 –había derrocado a otros dos seudo-emperadores y nombrado, así mismo, a sus sucesores– vuelve a haber un vacío de poder que, ante la incapacidad para elegir nuevo emperador, obliga a Bizancio a enviar a su sobrino Nepote a hacerse cargo de los destinos de Roma. Orestes, un general que había sido secretario personal de Atila, educado, por tanto, en las costumbres bárbaras, se sublevó contra Nepote e impuso a su hijo, Rómulo Augústulo como emperador en el 475.

La agonía concluyó cuando los germanos exigieron al nuevo emperador una parte del Norte de Italia para asentarse. Orestes, quien ejercía verdaderamente el poder, no aceptó. Una asamblea de tribus germánicas, eligió a Odoacro, rey de los Hérulos, como jefe para marchar sobre Roma. En el 476, sin lucha, Roma se abrió a Odoacro sin lucha. Orestes fue ejecutado y el efímero emperador recibió una pensión vitalicia y se le envió a vivir a una villa donde el último César de Roma cultivó vides y olivos. Odoacro envió las insignias imperiales a Constantinopla. Era el reconocimiento oficial de que la agonía había terminado. El Imperio Romano de Occidente había dejado de existir. Desde hacía muchos años la pasada gloria de Roma era tan solo un recuerdo lejano.

Las causas de la decadencia militar

Así fueron los últimos veinticinco años del Imperio Romano de Occidente; ahora vale la pena preguntarse por qué esta decadencia fue tan rápida y acentuada a partir, paradójicamente, de una victoria como la de los Campos Cataláunicos. No se entiende bien porque el Imperio Romano de Oriente aguantó durante otro milenio los asaltos de sus enemigos, mientras el Imperio Romano de Occidente no pudo prolongar su existencia. Otra pregunta subyace inmediatamente: ¿cuándo se perciben los primeros rastros de esa decadencia? Y, finalmente, ¿cuáles fueron los motivos desencadenantes de este proceso?

Antes hemos subrayado que la decadencia fue, ante todo y, sobre todo, militar. Un Imperio se hunde cuando sus ejércitos no están en condiciones de asegurar su cohesión, unidad y defensa. En los años en los que el marxismo fue la única teoría histórica “aceptable”, se tenía una irreprimible tendencia a atribuir cualquier proceso de decadencia a causas económicas. Nosotros, por el contrario, afirmamos que la decadencia romana fue, inicialmente, militar y, en función de las pérdidas territoriales, se generaron consecuencias económicas, muy secundarias en relación a la crisis militar.

La milicia es una forma de vida dura. Y en el antiguo Imperio Romano, más dura todavía. En el período republicano y hasta la decadencia imperial, todos los jóvenes romanos, sin distinción de clase, debían servir en las Legiones. Dependía del nivel de ingresos de su familia, que formaran parte de unas u otras categorías militares. Contra mayores eran sus ingresos, se suponía que tenían más que defender y, por tanto, sus responsabilidades eran mayores. Así mismo, se tenía en cuenta la edad. El tiempo de servicio militar duraba veinticinco años y empezaba muy pronto. En los primeros años de servicio, los legionarios no estaban todavía curtidos y en los últimos, sus fuerzas empezaban a flaquear, pero, la experiencia que faltaba al principio, sobraba al final. Así pues, el lugar ocupado en las batallas dependía de la edad y de la experiencia. Pero, en cualquier caso, se trataba de una vida particularmente dura, gracias a la cual Roma pudo alcanzar su gloria, extender su Imperio y prolongar su vida durante un ciclo de mil años.

Da la sensación de que esa dureza solamente puede ser soportada por pueblos particularmente enérgicos. Dureza y civilización parecen encajar mal. Roma, sin embargo, fue una excepción. Los antiguos romanos fueron excepcionalmente cultos y piadosos y, por supuesto, pragmáticos. Durante unos siglos, los refinamientos de la sociedad romana, coexistieron con la cultura, la religiosidad y el pragmatismo. Sin duda, de esos elementos, y de una formidable capacidad para producir grandes conductores militares y afinados estrategas, derivó la grandeza y la persistencia de la romanidad. Pero hubo un momento en el que distintas causas precipitaron la decadencia militar. En primer lugar, apareció lo que podemos llamar “selección a la inversa”.

A lo largo de siglos de combates y guerras sin fin, Roma se había ido desangrando. En los combates, los jefes militares de ayer y de hoy, envían a las posiciones más difíciles y a las misiones más arriesgadas a los más valientes y a los mejores. Solo así se garantiza la victoria. Pero las pérdidas son inevitables y, a medio plazo, mueren “los mejores”. Los que inevitablemente sobreviven a la dureza de los combates, son los que han desarrollado con el paso del tiempo un sexto sentido para evitar los lugares de riesgo, quienes se las han ingeniado para estar siempre en retaguardia, en segunda línea, o para eludir responsabilidades y riesgos, siempre terminan por sobrevivir. A lo largo de generaciones y generaciones, esta selección natural terminó por repercutir negativamente en la “calidad” de la “raza de Roma”. Durante los tiempos de Estilicón, esta crisis se evidencia con toda su brutalidad. La “selección a la inversa” termina creando una haciendo que los mejores elementos sucumban y dejen el paso a los menos dispuestos al sacrificio. La coartada de estos es la “civilización”. Habría que hablar, más bien, de “refinamiento” y de “sofisticación”. Cuando aparecen, una civilización está muerta, aunque durante un tiempo, todavía, siga en pie por inercia. El carpetazo definitivo sucede cuando aparece otro pueblo “joven”, que encarna la dureza y la fuerza de los orígenes.

Hans Delbrück escribió: “Los bárbaros tenían a su disposición el poder guerrero de los instintos animales desenfrenados, del vigor básico. La civilización refina al ser humano. Lo hace más sensible y el hacerlo decrece su valor militar, no solo su fuerza corporal, sino incluso su valor físico”. Esta explicación es perfectamente válida, a condición de que se le superponga, la teoría que hemos enunciado antes sobre la “selección al revés”. De hecho, los bárbaros” en cierto sentido tenían los mismos refinamientos que los romanos de tiempos de la República. Los guerreros visigodos, por ejemplo, llevaban entre su equipo de campaña un estuche para el aseo personal en el que figuraban incluso pinzas para arrancarse los pelos de la nariz y las orejas. En cuanto a Roma, un embajador ateniense afirmó que pensaba que el Senado Romano era una “horda de bárbaros”, pero se encontró ante una “asamblea de Reyes”. El refinamiento y la irrupción de la molicie que inevitablemente le acompaña, es una condición suficiente para la que irrumpan procesos de decadencia, pero no necesaria. Un pueblo fuerte y valiente no es necesariamente un pueblo “primitivo”. La condición necesaria para la decadencia aparece cuando un pueblo ya no está en condiciones de “producir soldados”, es decir, cuando no existen suficientes individualidades de temple capaces de asumir la defensa de sus comunidades. Eso ocurrió en Roma a partir de mediados del siglo IV y se evidenció en la reforma del ejército abordada por Estilicón y, más tarde, en el desprecio con que Atila consideró al adversario romano en el alba de los Campos Cataláunicos.

Un siglo antes de la deposición de Rómulo Augústulo, los visigodos habían atravesado el Danubio con permiso del César en tanto que “foederatus” (aliados) de Roma. El Imperio era fuerte y tenía las mismas dimensiones que en tiempos del Divino Augusto. Las legiones romanas seguían siendo capaces de luchar en los lugares más alejados de la capital. En Persia, por ejemplo.

Tras la derrota de Adrianápolis ante los visigodos, el Imperio siguió manteniendo su solidez y debieron pasar otros treinta años hasta el saqueo de Alarico. Aún en la derrota de Adrianópolis, el ejército romano mantuvo las posiciones aun a pesar de que la derrota ya era segura. La disciplina y el espíritu de sacrificio todavía estaban presentes en las Legiones. No era una nueva situación. Desde las Guerras Púnicas, Roma estaba habituada a conocer la derrota en enfrentamientos tácticos, pero obteniendo, sin embargo, victorias estratégicas. Aníbal se retiró de la Península Itálica sin sufrir una sola derrota. Los nombres de Tesino, Trebia, Trasimeno, Canas, evocaron a los patricios romanos momentos de crisis, pero, al mismo tiempo, los nombres de Escipión o Quinto Fabio Máximo, remitían a grandes conductores militares, geniales estrategas, capaces de superar derrotas tácticas. El factor humano seguía siendo el básico, pero, además, hasta mediados del siglo IV, Roma fue capaz de producir recursos humanos y materiales para superar todas las crisis. La solidez del Imperio fue altamente tributaria de estas ventajas.

Sin embargo, tras el 410, Roma ya no estuvo en condiciones de producir nuevos soldados y, lo que casi era peor, de entrenarlos conforme a tácticas militares adaptadas a los nuevos enemigos que empezaban a acechar al Imperio desde las fronteras de Germania. Pronto se perdieron Britania y África. No fue el potencial militar de pictos, bereberes, numidas o vándalos, lo que obligó a la retirada, sino el no poder enviar nuevas tropas a estas provincias imperiales. En los treinta años siguientes, las fronteras siguieron estrechándose, poco a poco. Esto suponía perder, no solo territorios, sino también y sobre todo recursos humanos, materias primas y moneda acuñada. A medida que el Imperio se replegaba sobre sí mismo, su defensa resultaba progresivamente más difícil al faltar cada vez más medios y recursos.

Mientras Estilicón se enfrentaba a Alarico y a sus visigodos, sublevado contra el poder imperial, el 31 de diciembre del 406, suevos, vándalos y alanos, cruzaban las fronteras del Rhin y penetraban en dirección al Oeste. En ese momento, el Imperio Romano de Oriente y el de Occidente estaban igualados en potencia y recursos. Estilicón no reaccionó, ocupado en intervenir en las polémicas generadas por Alarico. Al año siguiente se evacuó Britania. En el 410 Alarico saqueaba Roma. El emperador Honorio, refugiado en Ravena, entre saraos y francachelas, parecía ajeno a estos acontecimientos. En el 410 se produce la pérdida de Britania y la entrada de los bárbaros en Hispaniae, tras haberse asentado en las Galias. Se suele responsabilizar al emperador Honorio de estas derrotas. Estilicón, por su parte, como Aecio después, dejó escapar en varias ocasiones a Alarico y, consciente de que los nuevos reclutas empezaban a echarse en falta en las legiones, optó por incorporar a los bárbaros federados al ejército. Él, por su parte, también era de origen bárbaro. Roma parecía no disponer ya de jefes con el fuste suficiente para aquellos tiempos. A partir de entonces, el ejército romano dependió cada vez más de la incorporación de bárbaros.

En los últimos veinte años del Imperio, prácticamente la totalidad de soldados romanos tenían un origen bárbaro. Nadie defiende una patria ajena con la fuerza y el vigor de sus oriundos; ahora bien, se pueden obtener excelentes soldados –la existencia de la Legión Extranjera francesa o española, así lo demuestran– mediante un adiestramiento intensivo y una disciplina férrea. Y eso fue precisamente lo que faltó en aquel momento crucial.

El entrenamiento de las tropas se había reducido al mínimo y era, a todas luces, insuficiente para asegurar el correcto desarrollo de las tácticas de combate. Para colmo, el “orden cerrado” propio de las Legiones Romanas exigía un entrenamiento muy superior a cualquier otra forma de combate. Este tipo de formación, heredada de la falange hoplítica griega, exigía la habilidad para avanzar sin separar los escudos, ni ofrecer fisuras en la línea frontal. Se trataba, no solamente de pasar del “orden grueso” (formación dotada de profundidad) al “orden delgado” (despliegue en formación más abierta y con menos profundidad de combatientes), sino de maniobrar taponando brechas cuando el adversario lograba penetrar en las primeras líneas. Avanzar sin romper la formación, abriéndola o cerrándola, evolucionar en pleno combate respondiendo a las órdenes, era imposible sin un entrenamiento que solamente existió hasta mediados del siglo IV. Esta deficiencia era la que el genio militar de Atila advirtió desde sus primeros choques con los romanos y lo que se indujo a ningunearlos en el alba de la batalla de los Campos Cataláunicos.

Pero había otro problema todavía mayor. Los romanos estaban tan bien dotados para el combate como los germanos o los hunos, o antes, como los cartagineses o los galos. Si lograron imponerse sobre unos y otros, fue gracias a su maquinaria militar y a su armamento superior. Pero no advirtieron que los nuevos pueblos que se aproximaban a las fronteras del Imperio y amenazaban su perímetro, utilizaban nuevas tácticas militares ante las que jamás se habían enfrentado. La utilización masiva de la caballería y, por tanto, de una mayor movilidad en el campo de batalla, el uso de espadas más largas, los ataques en cuña, eran elementos nuevos a los que el ejército romano tardó en adaptarse y en comprender. No es de extrañar que fuera de derrota en derrota y sus fronteras se estrecharan cada vez más. Tarde, demasiado tarde, comprendieron que para contener a los bárbaros se precisaban fuerzas igualmente móviles, capaces de actuar en orden abierto y que era necesario alargar los “gladios” a las necesidades del ataque de caballería.

El hecho decisivo era que Roma no pudo adaptarse eficazmente ni analizar las tácticas empleadas por los nuevos enemigos. En lugar de forjar una nueva doctrina militar, se limitó a reclutar sistemáticamente a bárbaros para que desempeñaran las mismas tareas que hasta ese momento correspondían a los ciudadanos romanos en período de servicio militar. Roma puso especial énfasis en nombrar generales a aquellos romanos que podían ser “aceptables” por sus soldados bárbaros. Se trataba, en general de generales que o eran bárbaros (como Estilicón), o habían sido educados entre los bárbaros (como Aecio) o a los que habían servido (como Máximo), y que, emocional y culturalmente, estaban ya más próximos a ellos que al viejo espíritu de la Roma Patricia. La decadencia militar era inevitable. Y esa decadencia arrastró a la decadencia política.

Los “limes”, muestra del cambio de la concepción militar romana

El cambio en la estrategia militar romana pudo percibirse a partir del siglo III, cuando se construyeron los “limes” o murallas fronterizas en las fronteras más expuestas a las invasiones bárbaras. Hasta entonces, las legiones romanas habían sido una fuerza ofensiva, empeñada año tras año en ampliar las fronteras del Imperio. A partir de entonces, con la pax romana, la misión de las legiones varió sustancialmente. Se trataba, a partir de entonces, de asegurar las fronteras, contener al adversario y reprimir eventuales sublevaciones internas. El grueso de las legiones fue distribuido en los distintos limes. A partir de entonces da la sensación de que la tensión guerrera disminuyó en Roma. El entrenamiento se relajó, cada vez surgían más excusas para que los ciudadanos con recursos pudieran eludir la prestación del servicio militar, sin ver mermados sus derechos políticos; la pax romana, literalmente, supuso, ciertamente, lo mejor del Imperio, pero allí también empezó el “apoltronamiento” de sus guerreros. Esta relajación estaba magistralmente simbolizada en la estrategia de los “limes”.

La palabra “limes” designaba en latín a cualquier camino de frontera vigilado por el ejército y, por extensión, pasó a nombrar las defensas y murallas situadas en esas zonas. Se trataba verdaderamente de murallas salpicadas de torres de madera o de piedra, donde residían los defensores. Así era la muralla de Britania. Por el contrario, en la frontera de Germania, se trataba de una cadena de fuertes y torres de vigilancia bastante próximos entre sí. Los muros de Adriano, Antonino, Septimio Severo en Britania, el limes del Rhin en Germania (que seguía la orilla izquierda del río hasta los Alpes), el limes del Danubio (que protegía Dacia y Panonia) y el limes africano (que separaba el África Romana de la controlada por las tribus bereberes y numidas), eran las resultantes de una política de defensa que había perdido su impulso y aspiraba solamente a contener al enemigo.

Cuando Augusto dio por finalizada la expansión del Imperio con la Pax Augusta, las legiones, hasta entonces empeñadas en guerras de conquista, fueron acuarteladas en las inmediaciones de los limes. Roma contaba con 150.000 hombres, distribuidos en 30 Legiones, más las fuerzas auxiliares que suponían 100.000 hombres más, un número bajo de efectivos que contrapesaba su inferioridad numérica con una superioridad táctica, en entrenamiento y disciplina. Los germanos eran la única amenaza real de ese período tal como demostró el desastre de Varo y de sus tres legiones en el Bosque de Teotoburgo. Sin embargo, Marco Aurelio conjuró durante décadas los riesgos derivados de esa frontera. Fue con su sucesor, Cómodo, cuando el ejército empezó a involucrarse en las luchas políticas y el poder imperial sufrió el primer colapso. A la muerte de Valeriano, el apoyo del ejército era disputado por todos los aspirantes al trono. Las recompensas que los emperadores daban a los militares que les habían apoyado, hizo que los ojos de los generales se desviaran de la defensa de las fronteras del Imperio e intentaran por todos los medios obtener beneficios de la clase política. Pero Roma tenía aun mucha vida por delante.

La energía de Diocleciano devolvió la fortaleza militar a Roma y aseguró el mantenimiento de la seguridad en las fronteras creando lo que hoy llamaríamos una “fuerza de intervención rápida” capaz de acudir donde fuera necesario. La eficacia de esta unidad de choque aumentaba gracias a la infraestructura de comunicaciones que comunicaba a los puntos más distantes del Imperio. Diocleciano creó un tipo de ejército defensivo pero capaz de pasar a la ofensiva en cualquier momento. Sin embargo, sus sucesores volvieron a priorizar la estrategia defensiva y al cabo de dos generaciones, las legiones empezaban a desdeñar el entrenamiento y los ejercicios en formación cerrada; apenas sabían hacer otra cosa que defender murallas. El “ejército móvil” era la única fuerza que todavía conservó su ímpetu y su entrenamiento ofensivo. Es significativo que Esparta jamás tuviera murallas. Los propios espartanos decían que ellos eran las verdaderas murallas de la ciudad. Los romanos, en cierta medida, asumieron esta concepción durante el período republicano y en los primeros cien años de Imperio, pero, a partir de entonces, es significativo que se dieran las órdenes de crear los muros fronterizos y, al mismo tiempo, de fortificar las ciudades. Eran las señales de que estaba cambiando la mentalidad. Trajano, Escipión, César, Mario, siempre asediaron ciudades, pero nunca –Salvo César en el extraordinario sitio de Alesia- jamás se parapetaron tras muros de protección.

El cambio de estrategia no desanimó a los enemigos de Roma. Cambiaron sus nombres, cambiaron los frentes, pero siempre, a lo largo de toda su historia, Roma vivió en un permanente estado de guerra, soportando presiones en todas sus fronteras. Cuando no eran los partos eran los germanos, cuando no los britanos o los persas. Julio César comprendió pronto que las estrategias defensivas no bastaban para garantizar la integridad del Imperio, era preciso ir hasta el corazón del enemigo, aniquilarlo lo más lejos posible del propio territorio imperial. César entendió que un cerco persistente, termina por rendir una ciudad, que un muro defensivo puede ser cercado y rebasado y, tarde o temprano, termina por caer. Cuando fue asesinado preparaba la guerra contra los partos. Cuando las legiones romanas perdieron su ímpetu ofensivo, el imperio empezó a decaer. 

El concepto defensivo se afirma con Augusto y encuentra en Adriano su máxima expresión. Ambos no conocían la vida militar, no habían experimentado ni la tensión de los combates, ni el olor del enemigo, olvidaban que los pueblos que rodeaban al Imperio no estaban dispuestos a aceptar una paz que les vedaba el acceso a las riquezas de Roma. Pero además de la ambición estos pueblos estaban sometidos a los movimientos geopolíticos de las poblaciones asiáticas y a su tendencia a desplazarse de Este a Oeste, presionando a los pueblos situados en su camino. Esto hizo que una serie de pueblos bárbaros amenazaran las fronteras imperiales del Rhin y del Danubio e hicieran estallar la sensación de falsa seguridad que se había generado desde la “pax augusta”. 

Hubo que esperar a la llegada de Emperadores de la talla de Juliano para que Roma decidiera recuperar las viejas estrategias militares y atacar fuera del perímetro del Imperio. Pero Juliano fue derrotado y muerto el 22 de junio del 363 por Sapor I en Maranga, cerca del Tigres. A pesar de lo que supuso esta derrota y la muerte en combate del Emperador, lo esencial del ejército romano consiguió replegarse sin pérdidas territoriales. Pero esta derrota repercutió muy negativamente en la mentalidad ofensiva romana. El golpe definitivo fue asestado con la derrota de Adrianápolis, donde el Emperador Valente fue derrotado por los visigodos. Y ahí sí que las pérdidas humanas fueron insuperables. Sobre un ejército de 60.000 combatientes, Valente perdió 40.000 y él mismo sucumbió en combate. Era el 9 de agosto del 378, aniversario del triunfo de César en Farsalia. Estas dos derrotas en apenas tres lustros, con las pérdidas de dos emperadores fueron demoledoras e hicieron saltar por los aires el mito de la invulnerabilidad de los “limes”. A partir de entonces se abren las fronteras a los “foederatus” y se les incorpora en el ejército. No parecía una mala idea: se incorporaba a combatientes enérgicos y ya experimentados, lo que, por lo demás, resultaba más barato que formar nuevos soldados. Había empezado la “barbarización” del ejército. 

Este proceso implicó el abandono de las propias tradiciones militares, un cambio en las tácticas de combate y en el armamento empleado. La disciplina también se resintió. La falta de disciplina de los combatientes bárbaros se contagió pronto a las legiones romanas. La caballería ganó importancia en detrimento de la infantería. Hasta entonces el romano estaba habituado a combatir a pie; la infantería era la “reina de los combates” y la columna vertebral del ejército. César había demostrado una y otra vez que el “orden cerrado” de la infantería era invulnerable a los ataques de la caballería, a condición, naturalmente, de que la infantería estuviera suficientemente entrenada. El caballo y el jinete eran rápidos pero vulnerables y eran fácilmente detenidos por una fila de lanzas y escudos. Los estrategas romanos empezaron por reforzar las protecciones del caballo y del caballero en lo que prefigura la imagen de la caballería pesada medieval. Esto forzó la modificación radical del “gladius hispaniensis” por la “spatha” copiada de la caballería germánica. Da la sensación de que la “raza de Roma” se había debilitado: los legionarios se quejaban del peso de la armadura, el casco y el escudo, así pues, se sustituyeron por otros más ligeros. El tradicional “pilum” fue sustituido por la lanza de carga, el escudo rectangular se sustituyó por otro ovalado y plano, pero sobre todo, más ligero. Los tiempos en los que diariamente los legionarios cargaban con un pesado equipo de treinta kilos y andaban con él y con sus armas de ordenanza, treinta kilómetros, habían quedado atrás.

¿Qué estaba ocurriendo? Es indudable que en aquel momento se estaban viviendo las consecuencias de la crisis económica que sucedió a la retirada de África y a la pérdida de Britania. No había dinero suficiente para equipar a las tropas necesarias para asegurar el mantenimiento del Imperio. Durante la República, los propios legionarios pagaban a sus expensas su equipo y su armamento, pero eso ya no era posible cuando el Imperio alcanzó las dimensiones que tuvo en tiempos de César o Constantino. En el año en que éste último dividió el Imperio, Roma disponía de 450.000 combatientes, 35 fábricas de material militar distribuidos por todo el Imperio. Los alimentos eran aportados por campos de cultivo y pastos, próximos a los campamentos y gestionados por exlegionarios o por sus hijos. El mecanismo militar parecía rodar sin grandes dificultades. Hasta que Teodosio puso al frente del ejército al alano Estilicón y éste inició el proceso de “barbarización” del Ejército. Las consecuencias fueron dos: se relajó la disciplina (los pueblos bárbaros confiaban más en su bravura individual y en su resistencia física que en el orden de combate o en la capacidad de evolucionar sobre el campo de batalla) y se varió la táctica.

El muro de Adriano se extendía a lo largo de 117 kilómetros desde el golfo de Solway hasta el estuario del Tyne. Estaba compuesto por una muralla de piedra de entre 3,6 y 4,8 metros de altura y de 2’5 a 3 metros de ancho, además de 14 fuertes y 80 fortines, con un foso de protección de diez metros de ancho. Los pictos lograron cruzar esta muralla el 367. Quince años después sería definitivamente abandonada. Era el inicio de la retirada de Britania. Pocas décadas después, irrumpían en la escena los personajes históricos que en la Edad Media se convertirían en los protagonistas del Ciclo del Grial.

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com