III. INTENTO DE CLASIFICACIÓN DE LOS SÍMBOLOS
Tomemos un episodio evangélico
suficientemente conocido: Cristo azotado tras su detención. Este episodio es
susceptible de múltiples interpretaciones. Encontraremos a una escuela
psicoanalítica que nos hablará de evidencias de un complejo sado‑masoquista en
el autor del texto evangélico, el cual habrá plasmado sus pulsiones eróticas
más recónditas, adquiridas durante su infancia, en el episodio descrito. Es lo
que podríamos llamar una interpretación profana basada en un intento de
racionalización y análisis de los procesos mentales.
Paralelamente, el fiel católico verá en
el episodio una etapa del sufrimiento de Cristo para la redención del género
humano; episodio necesario en el desarrollo de la pasión y muerte de aquel a
quien todo cristiano considera su Redentor. Estamos en plena interpretación
sagrada del mismo episodio. Afinando más, podemos decir que se trata de una
interpretación exotérica, es decir, situada en el plano de la mera
religiosidad.
Pero este episodio no constituye algo
exclusivo del cristianismo: temas parecidos se describen en otras tradiciones.
Así por ejemplo, cuando Mithra atraviesa las aguas del río en el que acaba de
nacer, y gana la otra orilla, se ve "azotado" por un viento que desgarra
sus vestiduras y castiga su cuerpo. Es evidente que se trata de la misma
experiencia dramatizada de forma diferente que en el Evangelio.
Esta experiencia puede entenderse en un
sentido interior y ser vivida de formas muy distintas. Puede ser también el
momento en que el practicante "separa" ‑el hermetismo fue llamado
"el arte de la separatoria"‑ su cuerpo físico de su flujo mental, es
decir, de la primera fase del desplazamiento de la conciencia: del cerebro
(conciencia racional) al corazón (conciencia intuitiva). En esta fase, una y
otra vez, la conciencia racional se resiste a abandonar el soporte que
representa para ella el cuerpo físico y, al mismo tienipo, siente una especie
de terror cuando lo ha conseguido, ya que acaece una sensación de vacío, como
de caída libre, que provoca la regresión de la experiencia y la vuelta al punto
de partida. Pues bien, una vez madurada esta fase, la sensación universal de
todos los que la han atravesado suele ser de desgarramiento interior: puede comprenderse
entonces por qué unos la representan como azotes, otros como el golpear del
viento contra el propio cuerpo y otros de maneras equivalentes. Se trata de
la misma experiencia vivida de formas diferentes. La ecuación personal de cada
uno influye decisivamente, así como la actividad profesional, los mitos y
símbolos de la propia cultura, los temas centrales de un exoterismo.
Este último es el caso del cristianismo con su pathos de expiación a través del cual se obtiene la
salvación. En el caso del mithraismo, sistema mistérico de tipo guerrero, la misma
experiencia se percibe como lucha del hombre contra los elementos.
Todo lo anterior nos permite ya
establecer una sucinta clasificación de los símbolos: profanos y sagrados,
y, estos últimos, en símbolos exotéricos y símbolos esotéricos. Tal es la
clasificación del conjunto. Profano: todo lo que está ligado a
la vida cotidiana y vinculado a interpretaciones racionalistas. Sagrado:
lo que esta ligado a sistemas de tipo trascendente. Exotérico:
todo lo que se rrianifiesta en el exterior. Esotérico: todo
aquello que es interiorizado. Exotérico
sería equivalente a religioso
y esotérico a metafísico;
ambos serían los dos polos de un conocimiento sagrado, esto es,
no racional y jerárquicamente estructurado: el exoterisnio requiere fe;
el esoterismo, experimentación, y ésta es una forma de conocimiento directo
y superior a la fe.
IV. ¿CÓMO
ACTÚA EL SÍMBOLO?
Anexo a la iglesia de San Cugat del
Vallés, en las proximidades de Barcelona, existe un claustro de singular
belleza cuyos capiteles llaman inmediatamente la atención del visitante. Hacia
el año 1945 fue a parar a este lugar Marius Schneider, musicólogo alemán,
considerado heterodoxo por sus colegas. Poco a poco fué interesándose por estos
capiteles, en los que intuía un ritmo y armonía. Buena parte de las
figuras grabadas en piedra representaban a animales en distintas actitudes. Schneider
tuvo la idea de asociar cada animal a un sonido específico: el oso
representaría un sonido bajo; la hiena, agudo; el cuervo estaría entre uno y
otro, y así sucesivamente. La actitud de los animales representados en los
capiteles marcaría un ritmo. Como conclusión de sus trabajos, Sclineider
intentó llevar todas estas observaciones al pentagrama y de ahí salió una
música. Años después ‑cuando el erudito alemán ya había muerto‑, en el
curso de unos trabajos de remodelación en el Monasterio de San Cugat del
Vallés, fueron encontrados unos códices medievales y entre ellos la partitura
de lo que fue el himno perdido del lugar. Pues bien: se trataba de la misma
música que Schrieider había intuido en la piedra...
Esto es mas que una hermosa historia. Es
la muestra fehaciente de que nada en el arte medieval es gratuito o
superfluo, nada motivado por razones frívolamente estéticas o por una
religiosidad ingenua y devota. Música y arquitectura implican conocimientos
técnicos específicos, leyes objetivas de ritmo, armonía, resistencia de materiales,
medida, proporción, etc. y, además, la capacidad de combinarlas entre sí.
¿Con qué fin? ¿Para qué?
El mundo tradicional hablaba de la
existencia de una armonía en el cosmos percibida por el iniciado que había
conquistado un estado de conciencia diferenciado. Pitágoras habló de la "música
celestial” aludiendo a ésto; Platón habló de la "armonía de
las esferas cósmicas"; más recientemente, Robert Flud escribió en
1617 De musica mundana y Atanasius
Kircher Musurgia Universalis en 1650.
Entre el mundo clásico y el del siglo XVII, el arte gótico y la arquitectura
medieval aparecen con el mismo sentido simbolico: se intenta trasladar a las
construcciones humanas el “ritmo” y la “música” que se perciben en el Cosmos
(por eso, algún autor ha dicho que las construcciones medievales “cantan”). El
estudio de Schneider sobre el Monasterio de San Cugat y el de Charpentier sobre
la Catedral de Chartes confirman que en el medievo se percibía en el cosmos una
armonía que se quería transmitir al hombre mediante la música y la
arquitectura.
¿Qué era lo que permitía realizar tal tránsito y por que? La sensación de existencia de un orden cósmico era fundamental para la humanidad tradicional. El macrocosmos era experimentado como la expresión de fuerzas que actuaban armónicamente, exentas de contradicciones. Algunos llamaron a esta sensación "Amor". El hombre, en canibio, tenía otra dimensión intermedia entre lo infinitamente grandes y lo infinitamente pequeño, entre macro y microcósmos. En tanto que formaba parte de ese todo, reproducía en sí mismo sus características fundamentales.
El hermetista árabe Geber, cuando tradujo
un manusicrito alejandrino que llevaba el título de La Tabla Esmeraldina, alcanzó la fama al
redescubrir para Occidente la primera frase del escrito: “Lo que está arriba
es como lo que está abajo". Es decir, el microcosinos humano
reproduciría, según esta escuela, el orden macrocósmico; pero tal microcosmos
estaba amputado de una parte de sí mismo y, no percibiendo otra realidad que
la física, había caído en el caos primordial. Y de la misma forma que el Génesis
anuncia las etapas en las cuales el Caos se transformó en Orden, el hermetista
debebía trabajar sobre su propio Caos y ordenarlo.
Ecos de todo esto
subsisten incluso en la enseñanza escolástica. La "ciudad de Dios" no es
sino aquella construida a iniagen y semejanza de lo divino, o si se quiere,
como reflejo de lo divino. Así mismo, cuando en el Génesis se dice
que "Dios creó al hombre a su imagen y semejanza" lo que se
está haciendo es enunciar una ley de correspondencias y analogías. Pablo, en su
Epístola a los romanos, ofrece algo similar cuando dice (1, 20): "Lo
cognoscible de Dios es manifiesto; porque desde la creación del mundo, lo
invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las
obras". Goethe, siglos más tarde, repetiría casi textualmente la
traducción de Geber: "Lo que está dentro es como lo que está fuera”.
Mircea Eliade, en su Tratado de Historia de las Religiones, reconocería: "Si el todo se puede apreciar
contenido en un fragmento es porque cada fragmento repite al Todo". Y
Guénon, finalmente, resumiendo toda la tradición metafísica que le precedió,
establecería que "el fundamento del símbolo es la correspondencia que
une entre sí todos los órdenes de realidad, ligándolos unos a otros",
concluyendo que "el universo entero es un símbolo".
El símbolo transmite
y canaliza esta ley de analogía entre el hombre y el cosmos. Al ocupar un mundo
intermedio entre uno y el otro, es reflejo del cosmos y traducción cognoscible
de algunos aspectos de éste, pero en tanto que representación sensible, puede
ser entendida por los sentidos físicos del hombre y, en estado de meditación
profunda, "sugiere" o le hace intuir aspectos de ese mismo cosmos.
En realidad, los sistemas de
meditación del mundo tradicional, como hemos dicho, no tienen otra finalidad
más que transferir la conciencia del cerebro al corazón, es decir, de una forma
de pensar dualista a una forma de entender y conocer más inmediata, intultiva
y directa. Se trata de unas técnicas progresivas de aprendizaje y
desarrollo de facultades que habitualmente permanecen sofocadas por nuestro sistema
de pensar dualista, técnicas que por lo demás, en su mayor parte, no requieren
ninguna cualificación especial y hoy están al alcance de cualquiera gracias a
la proliferación de textos que divulgan sistemas de irieditación Zen,
determinados tipos de yoga, incluso residuos de sistemas ligados al
catolicismo, tanto occidental (Meister Eckhart y la mística renana) como a la
iglesia ortodoxa oriental (filocalia). El sistema es siempre el mismo:
total abandono del Yo (superación del principio de individuación), adquisición
de una conciencia inmediata del aquí y del ahora, introspección (pregunta
repetida de ¿quién soy yo9 ¿cuál es mi verdadera naturaleza?), meditación
sobre algunos símbolos (cruz, mandalas, letras, etc.), salida a la superficie
de los estratos más profundos de la personalidad e identificación con ellos,
etc. Este proceso termina en aquello que quienes lo han pasado, a través
de todas las épocas y lugares, han definido con nombres característicos y similares:
el Despertar, la Iluminación, el Fuego Interior, la experiencia
de la Luz, etc.
En cualquier caso, la persona decidida a
estudiar seriamente estas vías no debe hacer de ello un objeto de erudición. El
mundo tradicional, jerárquicamente concebido, prescribía que todo practicante
de cualquier disciplina debía tener un instructor y recibir de él una enseñanza
viva y personalizada, en absoluto libresca y masificada. Una enseñanza en la
cual el secreto formaba parte sustancial de la misma. ¿Por qué este culto al
secreto? El practicante debía descubrir por sí mismo lo que se encontraba al
final de cada etapa, y esto no sólo por la dificultad que entraña definir
coloquialmente estados diÍcrenciados de conciencia, sino porque explicar al
neófito la naturaleza de cada experiencia supondría crear en él un deseo de
alcanzarla, y tal deseo ‑en tanto que deseo, mera pulsión cerebral‑ hubiera
bloqueado la experiencia misma.
Esto es fácil de entender si se tiene en
cuenta que toda práctica tradicional implica sacrificio del Yo, pero el
instructor no puede evitar hablar a ese mismo Yo que ha decidido vivir otra
realidad jerárquicamente superior. Si el instructor facilita excesivos datos
sobre cada etapa, el Yo los asimila e intenta experimentarlos por sí mismo,
pero tales estados no pueden vivirse a través del Yo, sino de su renuncia.
De ahí que hayamos dicho que el deseo de la experiencia bloquea la misma
experiencia. En cambio, si el instructor facilita solo la técnica, el
practicante se limitará a utilizarla, sin esperar nada en concreto, es decir,
sin que el Yo se pueda interferir (al menos por la vía del deseo concreto).