INDICE GENERAL (en fase de elaboración)

jueves, 23 de enero de 2020

LOS SÍMBOLOS Y LA TRADICIÓN (2 de 3) - CLASIFICACIÓN Y MÉTODO DE ACTUACIÓN DE LOS SÍMBOLOS


III. INTENTO DE CLASIFICACIÓN DE LOS SÍMBOLOS

Tomemos un episodio evangélico suficientemente conocido: Cristo azotado tras su detención. Este episodio es susceptible de múl­tiples interpretaciones. Encontraremos a una escuela psicoanalítica que nos hablará de evidencias de un complejo sado‑masoquista en el autor del texto evangélico, el cual habrá plasmado sus pulsiones eró­ticas más recónditas, adquiridas durante su infancia, en el episodio descrito. Es lo que podríamos llamar una interpretación profana ba­sada en un intento de racionalización y análisis de los procesos men­tales.

Paralelamente, el fiel católico verá en el episodio una etapa del sufrimiento de Cristo para la redención del género humano; episo­dio necesario en el desarrollo de la pasión y muerte de aquel a quien todo cristiano considera su Redentor. Estamos en plena interpretación sagrada del mismo episodio. Afinando más, podemos decir que se tra­ta de una interpretación exotérica, es decir, situada en el plano de la mera religiosidad.

Pero este episodio no constituye algo exclusivo del cristia­nismo: temas parecidos se describen en otras tradiciones. Así por ejemplo, cuando Mithra atraviesa las aguas del río en el que acaba de nacer, y gana la otra orilla, se ve "azotado" por un viento que desga­rra sus vestiduras y castiga su cuerpo. Es evidente que se trata de la misma experiencia dramatizada de forma diferente que en el Evangelio.

Esta experiencia puede entenderse en un sentido interior y ser vivida de formas muy distintas. Puede ser también el momento en que el practicante "separa" ‑el hermetismo fue llamado "el arte de la separatoria"‑ su cuerpo físico de su flujo mental, es decir, de la primera fase del desplazamiento de la conciencia: del cerebro (conciencia racional) al corazón (conciencia intuitiva). En esta fase, una y otra vez, la conciencia racional se resiste a abandonar el soporte que representa para ella el cuerpo físico y, al mismo tienipo, siente una especie de terror cuando lo ha conseguido, ya que acaece una sensa­ción de vacío, como de caída libre, que provoca la regresión de la experiencia y la vuelta al punto de partida. Pues bien, una vez madu­rada esta fase, la sensación universal de todos los que la han atrave­sado suele ser de desgarramiento interior: puede comprenderse en­tonces por qué unos la representan como azotes, otros como el golpe­ar del viento contra el propio cuerpo y otros de maneras equivalentes. Se trata de la misma experiencia vivida de formas diferentes. La ecuación personal de cada uno influye decisivamente, así como la actividad profesional, los mitos y símbolos de la propia cultura, los temas centrales de un exoterismo. Este último es el caso del cristianismo con su pathos de expiación a través del cual se obtiene la salvación. En el caso del mithraismo, sistema mistérico de tipo guerrero, la misma experiencia se percibe como lu­cha del hombre contra los elementos.

Todo lo anterior nos permite ya establecer una sucinta clasifi­cación de los símbolos: profanos y sagrados, y, estos últimos, en símbo­los exotéricos y símbolos esotéricos. Tal es la clasificación del con­junto. Profano: todo lo que está ligado a la vida cotidiana y vinculado a interpretaciones racionalistas. Sagrado: lo que esta ligado a sistemas de tipo trascendente. Exotérico: todo lo que se rrianifiesta en el exte­rior. Esotérico: todo aquello que es interiorizado. Exotérico sería equivalente a religioso y esotérico a metafísico; am­bos serían los dos polos de un conocimiento sagrado, esto es, no ra­cional y jerárquicamente estructurado: el exoterisnio requiere fe; el esoterismo, experimentación, y ésta es una forma de conocimiento di­recto y superior a la fe.


IV. ¿CÓMO ACTÚA EL SÍMBOLO?

Anexo a la iglesia de San Cugat del Vallés, en las proximida­des de Barcelona, existe un claustro de singular belleza cuyos capite­les llaman inmediatamente la atención del visitante. Hacia el año 1945 fue a parar a este lugar Marius Schneider, musicólogo alemán, considerado heterodoxo por sus colegas. Poco a poco fué interesándo­se por estos capiteles, en los que intuía un ritmo y armonía. Buena parte de las figuras grabadas en piedra representaban a animales en distintas actitudes. Schneider tuvo la idea de asociar cada animal a un sonido específico: el oso representaría un sonido bajo; la hiena, agu­do; el cuervo estaría entre uno y otro, y así sucesivamente. La actitud de los animales representados en los capiteles marcaría un ritmo. Como conclusión de sus trabajos, Sclineider intentó llevar todas estas observaciones al pentagrama y de ahí salió una música. Años después ‑cuando el erudito alemán ya había muerto‑, en el curso de unos tra­bajos de remodelación en el Monasterio de San Cugat del Vallés, fueron encontrados unos códices medievales y entre ellos la partitura de lo que fue el himno perdido del lugar. Pues bien: se trataba de la mis­ma música que Schrieider había intuido en la piedra...

Esto es mas que una hermosa historia. Es la muestra fehaciente de que nada en el arte medieval es gratuito o superfluo, nada moti­vado por razones frívolamente estéticas o por una religiosidad inge­nua y devota. Música y arquitectura implican conocimientos técnicos específicos, leyes objetivas de ritmo, armonía, resistencia de materia­les, medida, proporción, etc. y, además, la capacidad de combinarlas entre sí. ¿Con qué fin? ¿Para qué?

El mundo tradicional hablaba de la existencia de una armonía en el cosmos percibida por el iniciado que había conquistado un esta­do de conciencia diferenciado. Pitágoras habló de la "música celes­tial” aludiendo a ésto; Platón habló de la "armonía de las esfe­ras cósmicas"; más recientemente, Robert Flud escribió en 1617 De musica mundana y Atanasius Kircher Musurgia Universalis en 1650. Entre el mundo clásico y el del siglo XVII, el arte gótico y la arquitectura medieval aparecen con el mismo sentido simbolico: se intenta trasladar a las construcciones humanas el “ritmo” y la “música” que se perciben en el Cosmos (por eso, algún autor ha dicho que las construcciones medievales “cantan”). El estudio de Schneider sobre el Monasterio de San Cugat y el de Charpentier sobre la Catedral de Chartes confirman que en el medievo se percibía en el cosmos una armonía que se quería transmitir al hombre mediante la música y la arquitectura.


¿Qué era lo que permitía realizar tal tránsito y por que? La sensación de existencia de un orden cósmico era fundamental para la humanidad tradicional. El macrocosmos era experimentado como la expre­sión de fuerzas que actuaban armónicamente, exentas de contradiccio­nes. Algunos llamaron a esta sensación "Amor". El hombre, en cani­bio, tenía otra dimensión intermedia entre lo infinitamente grandes y lo infinitamente pequeño, entre macro y microcósmos. En tanto que formaba parte de ese todo, reproducía en sí mismo sus características fundamentales.

El hermetista árabe Geber, cuando tradujo un manusicrito ale­jandrino que llevaba el título de La Tabla Esmeraldina, alcanzó la fa­ma al redescubrir para Occidente la primera frase del escrito: “Lo que está arriba es como lo que está abajo". Es decir, el microcosinos hu­mano reproduciría, según esta escuela, el orden macrocósmico; pero tal microcosmos estaba amputado de una parte de sí mismo y, no per­cibiendo otra realidad que la física, había caído en el caos primordial. Y de la misma forma que el Génesis anuncia las etapas en las cuales el Caos se transformó en Orden, el hermetista debebía trabajar sobre su pro­pio Caos y ordenarlo.

Ecos de todo esto subsisten incluso en la enseñanza escolásti­ca. La "ciudad de Dios" no es sino aquella construida a iniagen y se­mejanza de lo divino, o si se quiere, como reflejo de lo divino. Así mismo, cuando en el Génesis se dice que "Dios creó al hombre a su imagen y semejanza" lo que se está haciendo es enunciar una ley de correspondencias y analogías. Pablo, en su Epístola a los romanos, ofrece algo similar cuando dice (1, 20): "Lo cognoscible de Dios es manifiesto; porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras". Goethe, siglos más tarde, repetiría casi textualmente la traducción de Geber: "Lo que está dentro es como lo que está fuera”. Mircea Eliade, en su Tratado de Historia de las Religiones, reconocería: "Si el todo se puede apreciar contenido en un fragmento es porque cada fragmen­to repite al Todo". Y Guénon, finalmente, resumiendo toda la tradi­ción metafísica que le precedió, establecería que "el fundamento del símbolo es la correspondencia que une entre sí todos los órdenes de realidad, ligándolos unos a otros", concluyendo que "el universo ente­ro es un símbolo".

El símbolo transmite y canaliza esta ley de analogía entre el hombre y el cosmos. Al ocupar un mundo intermedio entre uno y el otro, es reflejo del cosmos y traducción cognoscible de algunos as­pectos de éste, pero en tanto que representación sensible, puede ser entendida por los sentidos físicos del hombre y, en estado de medita­ción profunda, "sugiere" o le hace intuir aspectos de ese mismo cos­mos.

En realidad, los sistemas de meditación del mundo tradicio­nal, como hemos dicho, no tienen otra finalidad más que transferir la conciencia del cerebro al corazón, es decir, de una forma de pen­sar dualista a una forma de entender y conocer más inmediata, in­tultiva y directa. Se trata de unas técnicas progresivas de aprendiza­je y desarrollo de facultades que habitualmente permanecen sofoca­das por nuestro sistema de pensar dualista, técnicas que por lo de­más, en su mayor parte, no requieren ninguna cualificación especial y hoy están al alcance de cualquiera gracias a la proliferación de textos que divulgan sistemas de irieditación Zen, determinados ti­pos de yoga, incluso residuos de sistemas ligados al catolicismo, tanto occidental (Meister Eckhart y la mística renana) como a la iglesia ortodoxa oriental (filocalia). El sistema es siempre el mis­mo: total abandono del Yo (superación del principio de individua­ción), adquisición de una conciencia inmediata del aquí y del ahora, introspección (pregunta repetida de ¿quién soy yo9 ¿cuál es mi ver­dadera naturaleza?), meditación sobre algunos símbolos (cruz, mandalas, letras, etc.), salida a la superficie de los estratos más pro­fundos de la personalidad e identificación con ellos, etc. Este pro­ceso termina en aquello que quienes lo han pasado, a través de todas las épocas y lugares, han definido con nombres característicos y simi­lares: el Despertar, la Iluminación, el Fuego Interior, la experiencia de la Luz, etc.

En cualquier caso, la persona decidida a estudiar seriamente estas vías no debe hacer de ello un objeto de erudición. El mundo tradicional, jerárquicamente concebido, prescribía que todo practicante de cualquier disciplina debía tener un instructor y recibir de él una en­señanza viva y personalizada, en absoluto libresca y masificada. Una enseñanza en la cual el secreto formaba parte sustancial de la misma. ¿Por qué este culto al secreto? El practicante debía descubrir por sí mismo lo que se encontraba al final de cada etapa, y esto no sólo por la dificultad que entraña definir coloquialmente estados diÍcrenciados de conciencia, sino porque explicar al neófito la naturaleza de cada experiencia supondría crear en él un deseo de alcanzarla, y tal deseo ‑en tanto que deseo, mera pulsión cerebral‑ hubiera bloqueado la ex­periencia misma.

Esto es fácil de entender si se tiene en cuenta que to­da práctica tradicional implica sacrificio del Yo, pero el instructor no puede evitar hablar a ese mismo Yo que ha decidido vivir otra reali­dad jerárquicamente superior. Si el instructor facilita excesivos datos sobre cada etapa, el Yo los asimila e intenta experimentarlos por sí mismo, pero tales estados no pueden vivirse a través del Yo, sino de su renuncia. De ahí que hayamos dicho que el deseo de la experiencia bloquea la misma experiencia. En cambio, si el instructor facilita solo la técnica, el practicante se limitará a utilizarla, sin esperar nada en concreto, es decir, sin que el Yo se pueda interferir (al menos por la vía del deseo concreto).