Infokrisis.- Dos tradiciones navideñas reconocidas como “típicamente catalanas” gozan de protección y promoción por parte de la Generalitat nacionalista. Son suficientemente conocidas como para que perdamos mucho tiempo describiéndolas, el Caga Tió y el caganer. Nos equivocaríamos si pensáramos que son las únicas. El gran etnógrafo Joan Amades recogió en una obra exhaustiva de 104 páginas titulada Escatología Popular todas las tradiciones, rondallas, leyendas y costumbres distribuidas por todo el territorio del Principat de Catalunya relativas al complejo pedo-caca-culo que tanto arraigo tienen en estos pagos. La obra, inédita hasta ahora, ha sido publicada recientemente por el Institut d’Estudis Escatologics y vendido al módico precio de 14,00 euros (13,00 en versión telemática). Así pues, tema no falta.
Lo sorprendente es que tal acumulación de “tradicions porques i rondalles brutes” (como se subtitula la obra de Amades) sea tan extensa, rebasando incluso obras del mismo género recopiladas en su momento por Camilo José Cela en el área castellano-parlante. Nunca, por ejemplo, en un belén fuera de Catalunya se le ocurriría a nadie colocar un caganer. Respeto a esto, me sorprendió en cierta ocasión cuando ironizando sobre las delicias del nacionalismo en Catalunya Radio aludí a esta figura inexcusable de los pesebres catalanes como “gran aportación catalana a la Navidad”. Contrariamente a lo que pensaba, nadie llamó airado pidiéndome explicaciones sobre por qué lanzaba tales ironías. Basta que sea catalán para que el nacionalismo lo tome como algo grande.
Todo esto debe hacernos reflexionar sobre el ser y el sentir del nacionalismo. Y eso es lo que vamos a hacer en estos días de alegría y “disbauxa” (desenfreno) que acompañan a las fiestas navideñas. En ellas hay mucho de lo que se anuncia en la publicidad del libro de Joan Amades: “Totes les dites i modismes sobre culs, pets, conys, collons, merda i pixum, i les rondalles plenes de cagallons i merderades de la tradició catalana aplegades en aquest llibre mai vist fins ara”… (que obviamos traducir por ser demasiado evidente).
Tanto la tradición del Caga Tió como la del caganer tienen dos rasgos comunes que las hacen inconfundibles. En efecto, ambas tienen que ver con la escatología y ambas tienen una innegable componente sádico-anal. Nos explicaremos.
Caga Tió o como dar de palos para obtener algo
La tradición del Caga Tió se suele relacionar con los cultos indo-europeos al árbol. El árbol es considerado en estas tradiciones como el dador de bienes, el lugar de residencia de genios y de entidades protectoras, es el Roble del Destino de la mitología germánica, es Yggdrasil el árbol sagrado del germanismo, es el Irminsul centro del universo (omphalos) y soporte del mundo, es el árbol sobre el que Odín se sacrifica durante nueve días y nueve noches colgado de un fresno sagrado del que caen las hojas que compondrán el alfabeto rúnico; son las manzanas que tanto en la mitología nórdica como en la clásica proporcionan la inmortalidad… y el “palo de mayo” que celebra los cultos primaverales desde las antigüedades celtas hasta la edad moderna.
Hay, pues, en todo el ámbito indo-europeo (al que pertenece Catalunya, España, Europa) una consideración especial hacia el árbol que está situada mucho más allá de la ecología y que se adentra en el terreno de lo Sagrado. ¿Pertenece a esa tradición ancestral el tema del Caga Tió? Pues, la verdad, nos tememos que no.
A decir verdad, el indo-europeo sabía que no había nada más valioso que el esfuerzo y el sacrificio, sabía que ni la naturaleza ni la vida regalan nada, insistía en que todo, absolutamente todo, había que conquistarlo a través de la espada (en la sociedad trifuncional indo-europea este era el leit-motiv de la casta guerrera), a través del trabajo (realizado por la casta artesanal) o a través de la renuncia y la meditación (en la casta sacerdotal). Ese era el mundo indo-europeo. El de la lucha, el trabajo y la oración. El de la conquista y la voluntad. En esa sociedad, el único regalo que el padre hacía a su hijo era la espada, el torno o la tonsura. Aquella sociedad excluía el regalo obtenido a cambio de nada. El Caga Tió no va por ese camino. Considera a los niños como los “reyes de la casa” que todo merecen y a los que el árbol solamente puede dar regalos, en general inmerecidos o poco merecidos.
El Caga Tió como negación del universo etológico indoeuropeo
Por otra parte, la visión ecológica del mundo indoeuropeo tiene poco que ver con un tronco vaciado al que los niños en la noche de navidad golpean con saña. La educación indoeuropea enseñaba a los más pequeños a controlar su fuerza, no a desfogarse golpeando a un árbol para que “cagara” regalos. El sentido ecológico de las antiguas tradiciones implicaba un respeto a la naturaleza y a todos sus elementos, no una “golpiza” propinada a alguno de ellos para que soltara sus regalos.
Finalmente, es muy significativo que el tronco dentro del cual están ocultos los regalos (inicialmente, la tradición, de la que no se encuentran rastros anteriores al siglo XVIII, se limitaba a cubrir el tronco con una manta) se coloque sobre una especie de bastidor con una tapadera en uno de sus extremos sobre la que se caricaturiza un rostro humano. En este sentido da la sensación de que el Caga Tió no es tanto un árbol como un… ser humano al que se le golpea con saña. Y en este sentido se trata de un tema moderno que no se diferencia mucho del último videojuego brutal en el cual se aporrea un mando para conseguir matar a cuantos más “enemigos” mejor. Hay pues en la tradición del Caga Tió algo sádico y, si se nos apura, de sádico-anal, pues no en vano los regalos salen por uno de los extremos del árbol hueco, uno es la cara y el otro… el culo. Así pues, nos estará permitido aludir a un “complejo sádico-anal” al que luego volveremos a referirnos y a comentar.
El caganer: de la discreción a la negación del pudor
La otra tradición tampoco es manca. El caganer. También nació hacia el siglo XVIII y de esta se sabe que es posterior al desenlace de la guerra de sucesión. La figura del caganer, cuando yo era pequeño, ya existía; se le colocaba, por simple pudor, en un lugar oculto, acaso disimulado entre los corchos que imitaban las montañas o detrás de alguna casa e incluso debajo del puente. Hasta los años 90 se trató de una figura marginal del pesebre al que no se le hacía mucho caso y que estaba allí, simplemente, porque nos la habíamos encontrado en las cajas donde guardábamos las figuras del año anterior y había que colocarla en algún sitio. Ni nos parecía una figura elegante, ni siquiera graciosa (¿qué gracia puede tener un tipo en cuchillas defecando especialmente para los que hemos superado la fase sádico-anal cuando teníamos tres años y hemos hecho suficientemente montañismo como para saber que a determinada alturas defecar es un problema no precisamente leve?), las había mucho más imprescindibles (la sagrada familia, el ángel anunciador, los pastores, los reyes magos, el rebaño, la estrella de los magos, las casas, el puente y el pozo, etc.) el caganer era algo marginal y anecdótico de muy poco calado, motivo por lo cual se le situaba en un lugar casi oculto.
El caganer es una figura tan desagradable como obscena. Hace unos cuantos años, cuando Carod Rovira era alguien en la política catalana (y no un solemne fracasado que todavía no ha advertido que su proyecto independentista ha quebrado) los caganers con su imagen se promocionaron desde su cargo de conseller cap… Debió ser en los últimos 15 años cuando la figura del caganer se popularizó más allá de la navidad y de la superficie del pesebre pasando a ser un símbolo de la “especifidad catalana” y del “factor diferencial” de Catalunya en relación al resto de la galaxia. Mostrar así al político popular y al impopular, al individuo público agradable y desagradable, se ha convertido en una tradición catalana que tiene todo de anal y bastante de sádica. ¿A usted le gustaría ser representado mostrando aquella parte de su anatomía que generalmente el pudor exige cubrir?
La “manía” sádico anal y las pulsiones edípicas
A nadie le extrañará, a la vista de todo ello, que el caganer y el Caga Tió nos lleven de manera directa al freudismo y a su teoría sobre el complejo sádico-anal. El propio Freud decía que “Al principio del placer le sobreviene el principio de la realidad”, es decir que si estas dos “tradiciones” generan un cierto placer en el nacionalismo catalán (es difícil, sino imposible, que quien no sea nacionalista practique alguna de estas dos tradiciones) es que hay algo en él que tiene que ver con la realidad de la sociedad catalana. Unas tradiciones de este tipo no podrían haber sobrevivido, ni siquiera desarrollado de no ser porque, de alguna manera, enlazan con la personalidad nacionalista.
Freud entiende que la sexualidad se desarrolla a través de distintas fases y características a través de la infancia. Si nos estancamos en alguna de estas fases tenemos todas las posibilidades de generar obsesiones y frustraciones. Pues bien, eso es lo que le ha pasado al nacionalismo catalán.
En la primera fase –la que Freud llama “fase oral”– el bebé satisface su necesidad de alimentación a través de la boca y en contacto con el pecho materno o con su émulo, el biberón. No es raro pues que, a partir de ahí, aparezca una fascinación por el pecho femenino y una búsqueda de satisfacción que no desaparecerá nunca. La “fase oral” lleva directamente a la satisfacción del placer, pero más allá de ella existe una fase subsiguiente, la “fase sádico-anal”. El niño, después de mamar… defeca, es inevitable, como es inevitable que la madre le limpie. Con el tiempo, el niño tenderá a “erogenizar” la zona anal y buscará satisfacción autoerótica expulsando y reteniendo heces. Sabe que al hacerlo atraerá la atención de la madre de la que recuerda la textura de sus pechos y el saciado de su hambre.
En esa fase el niño entiende que es alguien –algo que ignoraba en la etapa anterior– tiene conciencia de sí mismo, de lo que le gusta y lo que le desagrada. Le gusta el mundo de la madre en el que puede recrearse y que parece creado solamente para hacerle feliz y odia todo lo que es exterior a la madre, el mundo exterior que tiene tendencia a romper ese mundo de felicidad casi intrauterina en el que se obstina en vivir. A partir de ese momento, empieza a experimentar la búsqueda de la felicidad y huir de todo aquello que no lo es: esfuerzo, trabajo, sacrificio. También aparece un intento de dominar el mundo exterior y aparecen los “pares opuestos” (sadismo-masoquismo, exhibición-contemplación, placer-muerte). Empieza a ver como se introducen en su vida nociones que él no querría jamás conocer: se le exige limpieza, orden, someterse a reglas, y empezará a sufrir lo que los freudianos llaman “represiones”, la primera de las cuales tiene que ver con sus necesidades biológicas resueltas sobre el WC. Esto le hace sentir odio hacia la autoridad. Empieza a aparecer, vinculado con el WC y como reacción a ello, un sadismo que está presente cuando destripa juguetes o cuando amputa las alas a insectos (en casos extremos propios a los psicópatas), aparecen las sensaciones de asco, vergüenza y los llamados “diques psíquicos”. A partir de ahí sublimará o reprimirá pulsiones.
Del complejo de Edipo a la personalidad nacionalista
A esto se une otro problema. En primer lugar, el niño ha experimentado la sensación de privación y alejamiento de la madre que ya no lo alimenta con el calor y la leche que mana de sus senos. El niño atribuye este abandono a la presencia del padre que requiere de la compañía de la madre y le resta atención. A partir de ahí aparece el complejo de Edipo: el niño empieza a odiar la figura del padre porque le hurta el calor y el cariño de la madre. No es importante, porque en la mayoría de los sujetos esto tiende a desaparecer o a sublimarse. En el Occidente cristiano una comprensión del tema evangélico ha contribuido a aumentar estas pulsaciones edípicas en la imagen del Dios Padre que envía a su Hijo a morir en la cruz. Una mala comprensión del cristianismo (por no haber contado con clérigos que fueran capaces de explicar la naturaleza y el sentido del tema), al igual que la presencia de imágenes del crucificado (torturado sádicamente antes de morir y expuesto en su desnudez en la cruz, no se olvide) puede aumentar el temor del hijo hacia el padre y extremizar las pulsiones sado-masoquistas.
Hasta aquí la interpretaciones freudiana, dada por buena para quienes creen en Freud. Vayamos ahora a explicar qué tiene que ver todo esto con el nacionalismo catalán. La psicoestética es una secta específicamente catalana fundado por un tal Carlos M. Espinalt (la “M”, por cierto, corresponde al apellido “Muñoz”, considerado como “poco catalán” para el fundador de una escuela de pensamiento unigénitamente catalana). Pues bien, la psicoestética viene a afirmar que las “naciones” son como las personas: tienen su personalidad, sus complejos, sus frustraciones, su ser auténtico y sus deformaciones. La secta periclitó con la muerte de su fundador pero aun hoy sigue teniendo cierta penetración en el mundo de la moda catalana y especialmente de la peluquería. Esta secta está vinculada al nacionalismo y al independentismo catalán.
Para el nacionalismo –para todo nacionalismo– existe una forma de ser de esa nación y no otra, cualquier otra que no corresponda a ese esquema es considerado como ajeno, exterior o simplemente injertado artificialmente y, por tanto, erradicable. De ahí que todos los nacionalismos sean intolerantes ante todo lo que procede del exterior y de ahí que la única vacuna contra ese virus es concebir que las naciones –las que lo son- no nacen de la nada, sino de un proceso histórico que ha separado a troncos que en otro tiempo fueron comunes como el mundo indoeuropeo al que hemos aludido desde el principio de este artículo, una de cuyas partes es el Estado y la Nación española.
Lo sádico-anal en la navidad del nacionalismo catalán
Catalunya no es una nación. Y no puede serlo por una razón extremadamente simple: desde la irrupción de las naciones en la historia (en realidad, desde mucho antes) en el siglo XVIII, Catalunya nunca ha sido independiente, ni siquiera ha aspirado mayoritariamente a la independencia, especialmente en el siglo XIX, el siglo más español de Catalunya, que empieza con el timbaler del Bruch y con el esfuerzo catalán en la guerra contra “el francés” (que le había dado un estatuto especial) y termina con los soldaditos catalanes muertos en defensa de la españolidad de Cuba. Antes, lo que existían eran “nacionalidades”, un concepto que solamente tiene una resonancia fonética similar al de “nación” pero nada más. Una “nacionalidad” es un fragmento de algo mayor que tiene suficientes rasgos propios como para merecer una cierta categoría diferenciada en el resto del conjunto. Precisamente la trampa del nacionalismo catalán fue el introducir en la Constitución de 1978 el término “nacionalidades” y treinta años después concluir que “nacionalidades” y “naciones” son lo mismo.
Incluso en el período en el que los condados catalanes eran prácticamente autónomos, en realidad, ellos mismos y todas las unidades feudales que tenían luces suficientes, mantenían la idea de que formaban parte de unas unidades mayores: el antiguo reino visigodo que estaban tratando de reconstruir expulsando al moro y la catolicidad cuya dimensión era europea. La Catalunya independiente es, pues, una ficción que jamás ha existido, ni en la antigüedad, ni en la modernidad y que solamente ha sido un invento y una aspiración de la burguesía catalana del siglo XIX (pues no en vano todo nacionalismo aparece cuando se forma una franja burguesa en la sociedad lo suficientemente fuerte como para reivindicar derechos propios). Así pues, el nacionalismo, aquí y en las Galápagos, es una ideología burguesa mucho más que una doctrina “popular”.
El problema es que para elaborar esa ideología burguesa hay que generar mitos y buscar anclajes en la historia. Y la historia de Catalunya en este sentido es más plana que la espalda de un violín. A partir de la batalla de Muret en donde una inoportuna cogorza jugó contra Pere II de Aragón (no soy yo quien lo cuenta sino su hijo, el gran Jaume I, en su famosa crónica, quien añade que el día anterior a la batalla, papá se había beneficiado de algún que otro putón y que una hora antes de la batalla ni siquiera se podía tener en pie), no solamente la Corona de Aragón perdió toda influencia en el Norte, sino que se acabaron las victorias de las que podía alardear el nacionalismo catalán.
A decir verdad solamente quedaría la aventura de los almogávares (dirigidos por un alemán, Roger Blum y en cuyas filas había gascones, castellanos, vascuences, etc.), magnificada por la Crónica de Ramón Montaner, pero que crónicas más objetivas consideran como un alarde de salvajismo e inconveniencias políticas propias de aventureros desmadrados. A partir de ahí, lo que podría ser considerado como específicamente “catalán” deja de triunfar. Toda la historia de Catalunya se convierte en la historia de fracasos, derrotas, catástrofes, invasiones, tristeza, escarnios y así hasta nuestros días en los que la ardua batalla por la catalanización de Catalunya se está cerrando con un doloroso fracaso: el catalán es más “conocido” que nunca, pero se habla menos que nunca, existe cultura catalana porque existe un régimen de subvenciones que, por sí mismo, impulsa a crear medios de comunicación catalanes, huérfanos de lectores y que desaparecerían de un día para otro si desaparecieran sus subsidios. Tienen razón quienes se preocupan de la cultura y de la lengua catalana por que sí está en riesgo de desaparición. La peor forma de promover una cultura es subvencionándola de la misma forma que si a un niño se le intenta enseñar jugando, lo que aprenderá es a jugar. Enseñar cultura subvencionada sirve solamente para enseñar a todos el valor de las subvenciones pero no una cultura con iniciativa y fuerza.
La “nacionalitat catalana” está, pues, en la infancia. Como el niño que patalea, sus frustraciones, sus desengaños, sus derrotas, son presentadas por el nacionalismo como productos “de España”. Ese “padre” es padre en tanto que no ha existido independencia ni nación catalana durante el período celta, durante el imperio romano –esto era Hispania y la Tarraconense era una provincia de esa unidad imperial–, ni durante el período visigodo –la revuelta del conde Paulus en la etapa final tuvo un carácter feudal en absoluto “nacional”, es más, tras la invasión mora, en Catalunya y la Septimania se trasladaron los restos del reino visigodo– ni durante la formación de lo que Adro Xavier llamó “pre-Catalunya” –que no aspiraba más que a recomponer la unidad del antiguo reino visigodo desde el foco de resistencia pirenaica tal como otros lo hacían desde el foco astur–, etc, etc, es un padre ficticio que nunca ha reconocido la existencia de su hijo y al que, por tanto, se odia porque se cree que tiende a ningunear a la “personalidad nacional” de Catalunya.
Como todo hijo edípico, el nacionalismo catalán quiere ser tratado de igual a igual con respecto a la figura del padre, España. Odia y teme al “padre”. Era frecuente en el siglo XIX que los lingüistas nacionalistas consideraran al catalán como una lengua “galo-romance”. Era como una forma de alejarla de “lo español”. Hoy se sabe, sin género de dudas que se trata de una lengua “hispano-romance” algo que el nacionalismo sigue considerando como una amenaza y que lleva a extraños comportamientos lingüísticos; un solo ejemplo bastará: en castellano se dice “águila”, en latín “aquila”, como en italiano, en francés “aigle”, pero en catalán es “aliga” por una extraña “dislexia nacional”. En general: si hay dos palabras para expresar la misma idea en catalán, se recomendará el uso de la más alejada del castellano… Antes muertos que sencillo.
Si el “padre” de Catalunya es el concepto histórico de “Hispania”, la “madre” de Catalunya es la cultura europea o, mejor incluso, indo-europea a la que pertenecen absolutamente todos sus rasgos que, más que diferenciales, son rasgos de identidad con otras regiones, nacionalidades y reinos de Europa. Odiar al padre”, España, porque se acuesta con la “madre”, la cultura indoeuropea, es un rasgo característico de cualquier nacionalismo que aspira a eliminar la pieza intermedia que le separa de la “madre”, la Nación-Estado formada en el decurso de los siglos y cuya estructura actual puede ser criticable –en España el Estado de las Autonomías no es precisamente ninguna ganga– pero es, como la historia, irreversible: “España” es, para el nacionalismo, el “padre castrador”, sin el cual la vida sería más “libre”, más “feliz”, más “plena”, en un concepto similar al que se genera en el recién nacido en la fase sádico-anal.
En los juegos florales de 1901, el conde de Güell, el pagano que financió la creación e implantación del nacionalismo catalán, en el discurso inaugural explicó la extraña teoría de que la lengua catalana no tenía nada que ver con el latín, sino que era anterior a él y solamente le reconocía familiaridad con el dialecto hablado en los Alpes Rhéticos… Y la crema de la cultura catalana de la época, sus grandes nombres y sus intelectuales ya por entonces subvencionados con cargo al patrimonio del conde de Güell, aplaudieron a rabiar.
Así pues en el nacionalismo catalán aparecen tres tendencias: la frustración continua por las derrotas ininterrumpidas que se inician en Muret, el odio hacia el “padre” español y la reconstrucción de un pasado tan idealizado como ficticio que justifique cualquier aspiración pero que, a fin de cuentas, se sabe falso y creado únicamente ad usum delphini. Catalunya no es una nación, ni nunca lo ha sido, y ese es el problema de fondo. El nacionalismo catalán ha conseguido generar una especie de homúnculo, un ser vivo, pequeñito y redondito a partir de la falsificación histórica, la pirámide de fracasos heroicos, la frustración continuada y los mitos improvisados por Joan Maragall y Mosen Cinto Verdaguer. Y el niño no termina de gozar de buena salud ni siquiera después de que durante 30 años el nacionalismo haya gobernado ininterrumpidamente en el Palau de Plaça Sant Jaume. El bebé goza todavía de una salud frágil y quebradiza (a la que se une el que el grupo étnico específicamente catalán tenga la tasa de natalidad más baja del mundo), no logra superar las primeras etapas de vida y, en especial, no logra superar ni su complejo sádico-anal (el nene quiere hacer lo que le da la gana, crear embajadas en el extranjero, tener el déficit de gasto que le dé la gana, hacer con el agua del Ebro cualquier caso que se le ocurra, imitar al “padre”, resistirse a formar parte de un conjunto social organizado con obligaciones y atribuciones propias, y cualquier forma de “disciplinarse” lo considera hostil como el bebé a la que la mamá le enseña a ir al WC, una forma de agresión contra él y así sucesivamente). Detrás de todo nacionalista lo que hay es un niño que no ha superado la fase sádico-anal.
Hay mucho de irracional en el nacionalismo catalán (como en todo nacionalismo) y esta irracionalidad acompañada por el odio al “padre” y el resentimiento contra cualquier cosa que intente disciplinar las componendas del Palacio de la Generalitat (que, no son más que las componendas de la alta burguesía catalana creadora, instigadora, impulsora y máxima beneficiaria del nacionalismo), son causas suficientes como para que el complejo sádico-anal que se manifiesta en las 104 páginas del libro de Joan Amades sobre “Escatología Catalana” sea una realidad que explica el éxito de la tradición ochocentista del cagané y del Caga Tió están más arraigados en Catalunya que en lugar alguno del planeta.
© Ernest Milà – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen