Con el inicio del otoño de 1929 se
inició también la recesión económica internacional. Dos factores desencadenados por esta crisis
influyeron decisivamente en el inicio de la última etapa de la República de
Weimar. De un lado, el retroceso del comercio mundial, con el
consiguiente descenso de las exportaciones, las quiebras de empresas y el
aumento del paro. De otro, el corte brusco de los créditos llegados el
extranjero que habían servido, especialmente para que los ayuntamientos
pudieran llevar a cabo obras públicas locales, se contaron en seco, aumentando
el paro. Para colmo, los precios de los productos agrícolas experimentaron
un descenso en todo el mundo. Gobernaba en ese momento Alemania la
socialdemocracia a cuyo frente estaba el canciller Hermann Müller el cual
adoptó las primeras medidas de ahorro y contención del gasto público.
La discusión principal a finales de
1929 y durante la primera mitad de 1930 en Alemania, fue qué grupos social
debía soportar los efectos de la crisis. EL SPD se encontraba dividido al respecto: el
ala conservadora decía que “todo el país”, el ala izquierda señalaba a los
capitalistas y a la alta burguesía.
Bruscamente el pueblo alemán entendió con esta discusión de fondo que todos sufrirían las consecuencias. Esto fue lo esencial y el factor diferencial de la crisis del 29 tal como se planteó en Alemania en relación a otros países. La discusión que se produjo en el interior del gobierno socialdemócrata no era una discusión entre partidos, sino en el seno mismo del gobierno a partir de la cual se produjo un fenómeno psicológico que renovó el miedo que había sacudido Alemania después de la guerra, que se había renovado con la paz de Versalles, que había vuelto con la ocupación el Ruhr y había estado siempre presente especialmente en los primeros años de la República entre el golpe de Kapp, las operaciones de los freikorps y las frecuentes insurrecciones bolcheviques. La crisis en Alemania fue muy real (como en el resto de Europa), pero tuvo sobre todo una dimensión psicológica que alcanzó a todo el país y a todos los grupos sociales que lo componían.
No era para menos: en el mes de septiembre
de 1930 se llegó a los tres millones de parados. Realmente poco, porque un
año y medio después se había sumado millón y medio más. Y en septiembre de
1932 habían llegado a cinco millones. Cuando Hitler llega al poder son ya
seis millones de parados.
Esto implicaba que una familia de cada dos se vio
afectada por la crisis. Más de quince millones de personas recibieron algún
tipo de ayuda pública para poder sobrevivir y paliar apenas el hambre. Los suicidios
se convirtieron en una forma habitual de morir especialmente entre banqueros y
empresarios, pero también entre las clases medias, incluidos empleados y jubilados.
Hubo familias enteras que optaron por esa vía. La natalidad se frenó en seco
y la población de las grandes ciudades empezó a descender. Una sensación
de caos, de fin de ciclo y de locura se apoderó de toda la sociedad
alemana. Como suele ocurrir en estos casos y como Spengler había previsto, el
retroceso de la religiosidad tradicional que se había producido en los años
veinte, no fue reemplazado por una ola de racionalismo, sino por la irrupción
de todo tipo de cultos estrafalarios y, especialmente, por la proliferación
de videntes, magos, espiritistas y quirománticos que adivinaban el
futuro a buen precio.
Nadie entendía cómo era posible que
se hubiera llegado en poco tiempo a esos extremos de desintegración social e
inseguridad. Solamente Hitler entendió lo que estaba ocurriendo y fue capaz
de dar una respuesta simple a un problema complejo: de ahí su éxito a partir de
ese momento.
Ahora era cuando, verdaderamente,
tenía un caballo de batalla que no era como el Plan Dawes o el Plan Young,
difíciles de explicar a unas masas que creían que se estaban recuperando de la
crisis de la postguerra y que permitían solamente argumentos que podían
satisfacer a los nacionalistas: ahora estaba ante una crisis de toda la nación.
La campaña contra el Plan Young le había permitido ser conocido en todos los
rincones de Alemania, pero solamente había logrado interesar a un 13,4% del
electorado, al sector sensibilizado por lo que suponía el pago de las
indemnizaciones de guerra; ahora los argumentos eran casi los mismos o
parecidos, pero aplicado a un tema que todos, absolutamente todos, los
alemanes percibían como el problema central de sus vidas y ante los que el
resto de partidos no estuvieron en condiciones de reconstruir un discurso
coherente en ningún momento.
Hitler dijo a los alemanes que sus
miedos y sufrimientos estaban causados por la guerra perdida, por la paz de
Versalles, por el afán de lucro y el espíritu de usura de la banca y del gran
capital, por los empréstitos llegados del extranjero y por la existencia de una
clase política degenerada e incapaz de sentir ni patriotismo, ni saber lo que
era la “comunidad del pueblo”. Fue la campaña en la que Hitler más atacó a la
banca y al capitalismo, junto a sus habituales invectivas contra el
bolchevismo.
El discurso era atractivo en la
medida en que conjugaba tradición y revolución. El objetivo era Weimar, la
República y quienes la habían gestionado hasta entonces. Se lo podía permitir:
a fin de cuentas, el NSDAP, a diferencia del resto de partidos que hasta ese
momento habían participado en algún momento en alguna de las coaliciones de
gobierno, era virginal en este sentido. Nadie podía reprocharle nada. Nadie
podía responsabilizarlo de ninguna medida. Al resto, en cambio, sí: a unos
de transigencia, a otros de aventurerismo, a todos de gobernar al margen de la
“comunidad del pueblo”.