Si los indepes.cat,
querían hacerlo todo mal, lo han logrado a pulso. Incluso en el color elegido
para su secesión -el amarillo pastel- ha habido un cálculo equivocado. Me
quejo de que Cataluña lleva ya mucho tiempo mostrando esa ictericia de plástico
y no hay perspectivas de que se dé marcha atrás. Me quejo de que hayan elegido
el amarillo como color emblemático. Verán los motivos.
Dalí tenía el amarillo Nápoles como el gran color, reflejo
del sol y de la brillantez de su reflejo en las aguas del Mediterráneo y, más
en concreto, en las que bañan Port Lligat. Incluso tenía una barca de pesca pintada
de ese color. Y alertaba: “Jamais le
verd!”. En sus cuadros se ve como usaba (y a veces abusaba) del amarillo
Nápoles. Es también el color que les va a los “gipsy King”, les remite a la
brillantez del oro. Más o menos, todos
los pueblos han asociado el amarillo al sol y al oro, incluso, apurando
analogías, al alma (el centro del ser humano como el sol lo es del sistema
solar y como el azufre en flor de los antiguos alquimistas llevaba al oro de
sus delirios). Los antiguos brahamanes -recuerda Frazer en La Rama Dorada- utilizaban un cuchillo
de oro para el sacrificio de caballos y era porque el oro, símbolo solar, y sus
irisaciones amarillas, se convertía en el vehículo de comunicación entre el
hombre y los dioses.
Decir amarillo en el mundo medieval era evocar la eternidad.
Siempre nos levantamos y el sol y su luz están allí. Siempre miraremos un
anillo de oro sin que su brilla merme. La Iglesia que estaba muy al tanto de
los gustos del mundo antiguo, incorporó el amarillo a su bandera: sol y oro,
por tanto, eternidad. En esto compitieron con los fieles de Mithra para los que
el oro era el color “psicopómpico” que evocaba la eternidad de los que habían
muerto fieles al matador del toro. Amarillo
DORADO, no el amarillo PÁLIDO asumido por los del “procés”…
la gencat ha cometido
uno de sus patinazos más espatarrantes al elegir este color y pensar que
seduciría a los grupos de inmigrantes recién asentados en Cataluña. A los
moros, el amarillo les repele. Dicen sus tradiciones, especialmente las shiítas,
que los ojos de los “perros del infierno” son amarillos. Y el perro, como se
sabe, es para los musulmanes un animal maldito. A los musulmanes, como a muchos
otros pueblos, les seduce el amarillo brillante, por su similitud con oro: el
amarillo pálido del “procés” les evoca sus peores pesadillas. Y otro tanto
ocurre con los chinos. No se extrañen si entra un pobre diablo con el lazo
amarillo en uno de los miles de bares chinos de BCN y le escupen en el café con
leche. Para los chinos, el amarillo es símbolo de la perfidia, la crueldad, el
disimulo y, como poco, del cinismo. Unas tajetas más atrás en la escala de Pantones
y la comunidad china asentada en Cataluña hubiera aceptado mucho mejor, el
amarillo brillante, evocador de honestidad. Lo
mismo le ocurría a Kandinsky para quien el amarillo era el “más divino de los
colores”… el amarillo brillante, no el tristón. Así pues, chinos y
moros, con sólo ver el color elegido para el “procés”, no necesitan más datos:
se han inhibido por completo del mismo y la gencat todavía se pregunta por qué
esa ausencia de compromiso que contrasta con las prebendas y las toneladas de
euros invertidos en ellos.
Y luego están las
consideraciones realizadas por los gitanos. Existe entre ellos lo que se llama “magia
amarilla”. Es la que otorga dinero y buena suerte, especialmente en los
juegos de azar. El hecho de que sea menos conocida que la “magia negra” (la que
busca contagiar la mala pata a terceros) o la “magia blanca” (la del amor, la
salud y demás chorraditas inofensivas), implica que es también la menos
efectiva y la más cuestionable. Quizás
-y digo quizás- el hecho de que la
esposa de Puigdemont, la misteriosa rumana llegada de los bosques de
Transilvania, Marcela Topor, sea aficionada a la magia amarilla que todavía se
practica en su tierra entre los gitanos, debió de tener alguna importancia en
la elección del amarillo como color emblemático del “procés”.
Por eso, los manuales de simbolismo y las enciclopedias de
símbolos (y tengo a gala disponer de la mejor, la escrita por Jean Chevalier y
Alain Gheerbrandt, editorial Herder, Barcelona 1991) hablan del amarillo como de un “color ambivalente”.
Todo depende del tono. Cuando las SS buscaron un color para los judíos, no dudaron
que el amarillo era el más adecuado y los adornaron con una estrella hexagonal…
amarillo pálido. Lo que hacían era lo mismo que los actores de teatro: evitar
el amarillo. Porque en el teatro, es el
color de la mala suerte. No se sabe por qué, no se sabe desde cuándo,
probablemente desde tiempo inmemorial, desde antes de las tragedias griegas, el
amarillo sobre las tablas del escenario es señal de que algo gravísimo puede
ocurrir. Ningún actor quiere arriesgarse a desmentirlo.
El “procés” ha sido una colección de errores en cascada. El menor de los cuales, desde luego, no ha sido la selección de amarillo pálido, como vehículo gráfico del procés. Pero sí que esta elección resulta significativa porque marca una línea de tendencia: el error de interpretación que ha acompañado a la iniciativa desde sus orígenes. Supongo que lo habrán elegido porque es una de los dos colores presentes en la bandera cuatribarrada y, siendo el otro el rojo, podía dar lugar a confusiones. La selección se hizo de manera apresura e impulsiva.
El color amarillo, desde el punto de vista simbólico el
amarillo es el color más ambivalente de la carta de tonos. En la misma ambivalencia del amarillo, se reconoce que su uso ha
servido solamente para partir a Cataluña en dos. Siempre se atribuyen dos
significados a este color. Las
cualidades positivas que le acompañan (inteligencia, juventud, belleza, sensualidad,
optimismo, alegría, amistad, madurez) no son precisamente las que han adornado el
procés (algunos rostros de sus protagonistas indicen que ha faltado,
precisamente, todo esto).
Luego están las otras cualidades, las negativas que acompañan
a este color y que parecen el paradigma definitorio de lo que ha sido el “procés”: narcisimo (mirarse en el ombligo y lo peor de todo, terminas
enamorándote de él), egoísmo (“lo mío, por encima de todo, sólo lo mío y nada
más que lo mío para mí y sólo para mí, para quien yo quiera y lo reparto yo…”),
envidia (“Colón era catalán”, “Quevedo
robó las obras al rector de Vallfogona”…), suciedad (mirar los colgajos y decidme si Cataluña es “mes bonica”
que antes o que ahora: sucia, triste, descolorida), traición (ahora mismo, los distintos “cenáculos” -sin acento-
indepes están a la greña multiplicando navajazos unos a otros), hipocresía (“¿por qué llamarlo “procés” si debería llamarse “secesión”?”), celos (“la calle es mía y que no se manifiesten masas de ningún otro color, no
sea que ya no pueda hablar en nombre de toda Cataluña”). Y para colmo, enfermedad: y yo entiendo que a los
indepes, lo prolongado del “procés”, la
inviabilidad del mismo y su carácter disparatado, las ilusiones depositadas y
las fantasías albergadas, hayan terminado en destrozarles el hígado como el de
cualquier alcohólico irredento y su aspecto haya pasado a ser… amarillento.
Este es el “procés” y este es su color. ¿Y luego me preguntáis
por qué me tienen sin cuidado los colgajos que afean media Cataluña? Están ahí para recordar un “procés” que
nunca debió comenzar y ante el que sus impulsores no meditaron bien ni sus
posibilidades, ni sus consecuencias, ni sus apoyos, ni siquiera el color que
debería teñirlo. Hay veces en las que los símbolos se convierten en verdaderas
definiciones del sentir de quienes los exhiben; ésta es una de ellas.