Es curioso pero, realizando esta valoración me doy cuenta de
que, por una parte, no pienso lo mismo que pensaba hace cincuenta años… Y no me
extraña: el mundo ha cambiado tanto desde que tomé conciencia política allá en
febrero de 1968 que no podía ser de otra manera. En aquella época existía una lucha
por la hegemonía mundial entre dos superpotencias, el capitalismo había llegado
a su etapa multinacional, todavía se vivía el crecimiento económico de la
economía capitalista que se extendió desde 1943 a 1973 (los “treinta años
gloriosos”) y en España estábamos en plena euforia desarrollista y
tecnocrática, la “nueva izquierda”, los valores de la contracultura, la
contestación, el marxismo, eran los motores culturales de aquel tiempo, la
crisis de la Iglesia todavía no se había traducido en un hundimiento
generalizado de la institución, lo más exótico en cuestiones ideológicas era el
“situacionismo”, y cualquiera que se acercara a un grupo falangista veía a
decenas de personas militando y cientos de simpatizantes, divididos, pero
“presentes”. Lo más dramático de aquellos años del tardofranquismo era que, a
pesar de que se iban editando algunos libros interesantes, en España no
disponíamos de las mismas herramientas que en otros países europeos. Solamente
aprendiendo idiomas podía superarse esta barrera.
No hace falta que describa la situación 50 años después: la
pobreza ideológica de la izquierda, centrada en ideologías de género y habiendo
asumido los planteamientos buenistas de la UNESCO (el verdadero laboratorio
ideológico del progresismo) ha hecho que sus análisis sobre la globalización
sean ciegos, mezquinos y torpes (no hay nada más que mirar en dirección al PSOE
y a la galaxia Podemos para advertirlo), mientras que los de la derecha liberal
prefieren pasar por alto las tropelías del sistema económico mundial, optando
por seguir elogiando al liberalismo setecentista. ¿La Iglesia? Se ausentó sin
dejar señas. ¿Los partidos? Huérfanos de doctrinas, saturados de tristes
ambiciosos sin escrúpulos y sin cerebro, incapaces de mirar más allá del día a
día o, en el mejor de los casos, sin importantes nada que excesa los cuatro
años que dura una legislatura. ¿Clase política? Inexistente en tanto que se ha
perdido la idea del Estado. ¿Cultura? Reducida al “pop” y concentrada en sus
aspectos más miserables y zafios, cultura sin lustre, cultura sin ambiciones,
cultura para los que se conforman con poco.
Si entre 1945 y 1968 cambiaron muchas cosas y la generación
que precedía a la mía no podía seguir pensando en los mismos términos, con la
nuestra, que ha vivido desde 1968 un proceso frenético de aceleración de la
historia, era absurdo considerar que medio siglo después las mismas respuestas
de aquellos años en nuestra primera juventud sirvieron para después de la
transición y, luego, posteriormente, para el período de la globalización.
Cambiar los puntos de vista era casi obligado para quien quería estar atento y
entender lo que ocurría en el mundo.
Pero luego estaban los “valores” y aquí ya era otra cosa. No
creo haber variado en absoluto desde 1968 mi percepción de los valores a
defender y a transmitir. El sábado pasado asistí a una conferencia dada por un
querido amigo, veterano de mi generación y al que conozco desde aquellos años,
en el curso de la cual se refirió, con cierto pesimismo, a la pobreza de
valores de la modernidad y a la necesidad de aferrarse a ellos para “mantener
las posiciones” y no diluirnos en el magma de la banalidad cotidiana.
Lamentablemente, hoy, defender valores no es “hacer política”. Incluso tratar
de transmitirlos puede ser una pérdida de tiempo, porque no está claro que haya
gente dispuesta a asumirlos. Por otra parte, los valores que podemos transmitir
no se enseñan, están en el fondo de la naturaleza humana: o tal o cual persona
los tiene, o no los tiene. Y si no los tiene, no hay forma de tratar de
convencerle: es como si habláramos idiomas diferentes, más aún, como si
perteneciéramos a “razas” diferentes. Por eso, desde hace mucho tiempo, no me
interesa difundir doctrinas, ni menos aún ser misionero de ninguna ideología: una
cosa es difundir doctrinas y otra muy diferente “hacer política”. La puerta que
permitía lo primero hace tiempo que está cerrada. En cuanto a lo segundo, en la
mayoría de países, ciertamente, puede “hacerse algo” (no sólo resistir sino
pasar a la ofensiva). En España, hasta ahora, los que hemos intentado hacer
algo en esa dirección, por las razones que sea, hemos fracasado. Espero y deseo
que otros tengan más suerte.
Quedaría solo hacer una valoración de conjunto y extraer
algunas conclusiones.
Reconozco que si la obra de Evola me indicó “vías
interiores” y el método para hacer realidad las dos máximas que figuraban a la
entrada del templo de Delfos (“Ser uno mismo” y “Nada de más”), Thiriart me
situó en el problema de la superación de la fórmula Estado-Nación y la
“Nouvelle Droite” supuso una herramienta de permanente reflexión sobre la
evolución y los rasgos siempre cambiantes de la modernidad. ¿José Antonio? Me
aportó los ideales de juventud, sencillos, simples, definitivos, imborrables,
el eco de otro tiempo. Utilizando el título de una obra de Evola, El arco y la maza, con la “Nouvelle
Droite” aprendí a golpear objetivos “cercanos” (para ello sirve la maza); Evola
me dio herramientas para analizar grandes procesos históricos, míticos (en el Revuelta contra el mundo moderno) pero
sobre todo para el “trabajo interior” (es el arco que sirve para alcanzar
objetivos lejanos). José Antonio, la reflexión sobre la Nación, sobre “lo
espontáneo” y “lo difícil”, la sencillez, la brevedad y la claridad en las
exposiciones. Thiriart me enseñó, además, que el mundo estaba en mutación
permanente y que lo que había servido un cuarto de siglo antes, ya no servía a
finales de los 60…
No soy, ni he pretendido nunca ser "ideólogo", ni mucho menos doctrinario. Me falta
capacidad, método y vocación. Así que he tenido que recurrir a otros para
lograr una formación doctrinal sólida, en absoluto dogmática, y capaz de servir
como soporte a cualquier situación, no sólo de la política, sino de la vida. Si
he dedicado estos artículos a una reflexión sobre las influencias doctrinales
que he experimentado se debe a que quería transmitir a los más jóvenes una
serie de ideas y necesidades; las enumero a modo de conclusión:
- huir del dogmatismo
y de la rigidez ideológica. Lo peor que puede haber es intentar encajar la
realidad a martillazos con las interpretaciones ideológicas.
- no desdeñar la
formación cultural y doctrinal. Votar a tal o cual sigla, militar en esta o
en la otra es relativamente importante, pero comprender e interpretar el mundo
es condición sine qua non para poder
tener una referencia “superior” al día a día político.
- no aferrarse
sentimentalmente a nada: lo que sirvió ayer, posiblemente no sirve hoy. Lo
que inspiro momentos brillantes y formas históricas concretas, posiblemente
habrá que dejarlos atrás en nuevas etapas de la historia e incluso de nuestras
propias vidas.
- rechazar las
ideologías cerradas: en momentos de cambios fluidos y continuos en el
mundo, lo peor que puede hacerse es asumir un paquete de ideas para interpretar
la realidad y prever su desarrollo, pensando que nos servirá ad infinitum.
- no confundir –como
frecuentemente se ha hecho en España- “doctrina” con “programa”. La
doctrina son los valores generales y los principios que guían una lucha
política y la vida interior. El “programa” es una herramienta táctica. La
doctrina, siendo abierta, debe ser lo más completa posible. El programa puede
cambiar en función de muchos parámetros sin que su alteración pueda ser
considerada como una tradición o una renuncia.
- aplicar el
principio budista de “si una cuerda se
tensa mucho, se rompe; si no se tensa, no vibra”… lo que llevado a estos
términos indica: ni dogmatismo ni rigidez doctrinal, por una parte, ni
oportunismo ni ausencia de principios por otro.
- estar
permanentemente despierto y tratar de entender los procesos que se están
produciendo en el seno de la modernidad, los cambios y las rutas de evolución:
eso es lo que nos indicará qué fórmulas debemos aplicar.
- distinguir entre
“formación doctrinal” y “formación política”: la primera hace referencia
especialmente a la formación interior y al carácter, también a lo que
proponemos como principios de organización de la sociedad. Obviamente una parte
es la concepción de la sociedad y el Estado, pero luego, la segunda, la “formación
política”, es el conjunto de técnicas que nos permiten llevar los ideales a la
práctica. Y para ello es preciso: habituarse a analizar los sucesos políticos
cotidianos, tener un cuadro completo de la situación del país, del continente y
del mundo, y luego marcarse objetivos realistas: ¿la “conquista del Estado”?
Difícilmente puede conquistarse el Estado si no se tiene un instrumento –el
movimiento político-. Luego lo primero es concebir el movimiento y su programa
político, adaptado a los sectores sociales que se pretende incorporar a la
lucha; luego entender que la lucha política es un proceso gradual, como subir
una escalera: se trata de subir peldaño a peldaño, es decir, se trata de
fraccionar esa ruta en fases y encontrar en cada fase una estrategia (método
general para conquistarlo) y unas tácticas (las fases de aplicación de la
estrategia). Y peldaño arriba. Es preciso observar la situación política global
y comprobar si nos favorece o nos perjudica. Es necesario en cada momento
plantearse quiénes son nuestros “afines” o posibles aliados y quienes nuestros “enemigos principales” y
concentrar esfuerzos en converger con los primeros y en atacar a los segundos.
No se puede luchar en varios frentes al mismo tiempo: hay que elegir entre un “enemigo
principal” y los “enemigos secundarios” y concentrarse en abatir al primero. En
cada peldaño de la escala, la perspectiva va cambiando: cambian las propias
posibilidades y probablemente cambien los enemigos y los afines. Puede cambiar
también el programa… puede cambiar todo, se puede ser flexible en todo,
especialmente en la técnica política… en todo, menos en los valores. Y estos,
como ya he dicho, son, sobre todo, algo que se vive interiormente.
Las líneas de todos estos artículos componen mi trayectoria
personal y explican las fuentes de las que he bebido desde que tenía 16 años.
Siempre que alguien escribe, lo hace, en primer lugar, para sí mismo, con
objeto de reflexionar sobre algo y luego por si pudiera ser de alguna utilidad
para otros. Y esto es lo que he pretendido publicando estos folios en mi blog.