Del zapaterismo se recordarán muchas cosas y ninguna buena. En esa época irrumpieron ridiculeces “de
género” (“todos y todas”, “miembros y miembros”) pero ninguna fue tan elaborada
como el neologismo que un buen día soltó Zapatero sin poder evitar una sonrisa,
(como diciendo, “¿a que esto no os lo esperabais?”): el palabro era “empoderamiento”
y seguramente un “intelectual” como ZP lo habría leído en El Correo de la UNESCO, panfleto que realmente puede considerarse
como el transmisor de todos los virus ideológicos salidos de los laboratorios
del progresismo mas extremo. Hoy la palabra se ha integrado en el vocabulario de
todos los postulantes de las ideologías de género. Me quejo de que la neolingua progresista hace de este neologismo la
piedra angular de su construcción ideológica. Así que, atento a él, porque,
quien lo utiliza, no cabe la menor duda: he ahí a un progre.
Desde luego, “empoderarse”
es mejor que “discriminación positiva” que, en sí mismo, contiene una
contradicción. Si la discriminación es un término que viene acompañado de connotaciones
negativas, “positivizarlo” lo hace vulnerable. Así pues, para sustituir este
concepto, tan confuso como atacable, el progresismo creó este otro que, además,
sugiere fuerza, decisión, voluntad: “empoderamiento”. Así, a lo que en el fondo
es lo mismo que “discriminación positiva” se le otorgó otra connotación: daba la sensación de que aprobar leyes de “discriminación
positiva” suponía reconocer la debilidad de algunos “colectivos”. Y así era, en
efecto: recordar a las “ministras de cuota” (la Viviana Aido, la Leire Pajín y
demás), no podían evitar sentir que estaban ahí, no por sus capacidades reales,
sino para cubrir una cuota. Así era, de hecho. En Francia, hay “universitarios
de cuota”, habitualmente procedentes de países africanos, que se han dado
cuenta de lo humillante que resulta que todos tus compañeros sepan que no estás
ahí por su puntuación y tus notas… sino porque perteneces a una “cuota”, como
si fueras un minusválido mental. Así que se
sustituyó esta idea que sugería “debilidad” por esta otra que evocaba “fuerza”,
“vigor”: se sugería que los mismos “colectivos” que ocupaban un lugar
subalterno en la sociedad, ellos mismos eran capaces de “igualarse” al resto.
Por que aquí de lo que se trata es de realizar el ideal de la IGUALDAD, cueste lo que cueste.
Entenderán ahora que Julius Evola y Thomas Molnar, entre otros, sugieran que el
origen de todos los males que afectan a la modernidad procede de las ideas de
1789 y del “trilema” “libertad – igualdad – fraternidad”.
Ciertamente, para los revolucionarios de 1789 consideraban todos estos términos
de una manera muy diferente a cómo se ven ahora. Para ellos eran simples
eslóganes contra las pautas del “ancien régimen”:
“orden – autoridad – jerarquía”. ¿Libertad? Hacer lo que cada uno quiera, mientras
no fastidies al vecino. ¿Igualdad? El Rey y la aristocracia no son superiores a
nadie. ¿Fraternidad? Para fraternidad la que se da en las logias masónicas (frecuentemente
transformada en complicidad). El dogma liberal-democrático era suficientemente
ambiguo como para que cada cual lo interpretara a su manera y hubiera siempre
algún “osado” (osado de hacer el oso) que viajara al final de la noche, esto
es, a las consecuencias extremas de la “igualdad”.
Porque no se trataba
solamente de disfrutas de idénticos derechos, sino, además de que fuéramos
iguales exactamente en todo, negásemos diferencias de edad, capacidad y sexo, incluso
vocación y tendencias naturales, para alcanzar una igualdad, total y absoluta:
como la de los granos de arena en las arenas del desierto que han alcanzado ese
criterio y ninguno destaca por encima de otro. El problema es que, en metafísica se dice que cuando dos cosas
son exactamente iguales, sin ningún matiz que los distinga, no son dos cosas,
sino una misma cosa. Por lo tanto, la “igualdad” será el camino más directo
hacia lo masificado, lo indiferenciado, esto es, la transformación de las
sociedades en hormigueros o colmenas.
En los años 60, un tal Paolo Freire, brasileño, elaboró una filosofía de la educación que supuso la liquidación del concepto mismo de educación como transferencia de conocimientos de un enseñante a un enseñado, es decir, desde donde había conocimientos al que tenía necesidad de tenerlos, base de la educación y de la enseñanza desde los presocráticos, situó en plano de igualdad a enseñantes y enseñados. De Freire parte todo el caos educativo de nuestros días, incluido el “aprender jugando”. Se ve el fuste del personaje. Pues bien, no contento con eso, fue también el origen de la “filosofía del empoderamiento”. Freiré identificó lo que llamaba “grupos vulnerables”: mujeres, niños, negros, incluso psiquiatrizados, marginados sociales, etc. Todos ellos, según él, ocupaban un lugar inferior al estándar de “poder”: hombres de clase media blanca. Por tanto, estos “colectivos” debían llegar al nivel del estándar y la función de los poderes públicos era animar a esos colectivos a que, reivindicación tras reivindicación, se las arreglaran para escalar más y más peldaños, hasta ocupar un nivel exactamente igual al de los varones de clase media blanca… Esa presión reivindicativa, desde abajo, debería ser completada por una “revolución desde arriba” que solamente podían operar sectores de la izquierda progresista (esa que en el mismo Brasil de Freire ha sido barrida y hecha fosfatina por Jair Bolsonaro hace un par de días) mediante… “discriminación positiva”.
Lo que se proponía en
la práctica era que los “detentadores de la hegemonía social”, “pagaran” esa
posición privilegiada que habían ostentado durante siglos, y la pagaran en
todos los sentidos: haciéndose acreedores de “culpabilidad moral”, pagando
mediante sus impuestos la “discriminación positiva”, cediendo por la fuerza de
la ley a los grupos reivindicativos y aceptando su maldad consuetudinaria
haciéndose perdonar, bajando la cabeza y sintiendo incluso vergüenza de lo que
habían sido hasta ese momento o de aquello que la naturaleza les había otorgado
(el género y la diferenciación sexual). A partir de ahí sabéis lo que ha
ocurrido.
¿El error de esta
teoría? Sería difícil encontrar en la historia de la sociología o de las
ideas, una doctrina tan absolutamente distorsionada. No es por casualidad que
nace en Brasil, país de la multiculturalidad y no en el gigante económico
actual, sino en el Brasil de los años 60 que quería imitar las “políticas de
integración racial” llevadas a cabo en EEUU por JFK. El error consiste en considerar que en una zona del Tercer Mundo
de los 60 se dan las mismas circunstancias que el Primer Mundo en el siglo XXI.
Ciertamente, la mujer negra, como la árabe, como la andina, necesitaban ser
reconocidas en su dignidad… pero en Europa -y hace falta leer a J.J. Bachofen y
su famoso libro sobre el matriarcado, o simplemente observar la estatuaria
griega para comprobar que, en Occidente,
a la mujer ya se le reconocía una dignidad y una altura, hasta el punto de
haber sido elevadas al nivel de diosas (como madre: Detener, o como amante: Afrodita).
Desde el momento en que las sociedades se convirtieron en complejas, sobrevino
la “especialización” y las distintas tareas que derivaban de las distintas
capacidades atribuidas a cada género por la naturaleza. Y eso duró hasta la
sociedad burguesa y al concepto de familia burgués que se mantuvo hasta los
años 60. No es el momento de hacer la crítica aquí a esta modelo, especialmente
en su última formulación, pero sí recordar que la situación de la mujer en
Europa era muy diferente de la que tenía la mujer en otras latitudes. Basta leer los relatos del Grial (siglo
XI-XIII) para advertir que la mujer estaba ya “empoderada”… en nuestro ámbito,
claro está.
Parece claro que, los y las ideólogas del “empoderamiento”
no están hechas para dialogar, ni siquiera para descender al terreno de la real
y explicar por qué en determinadas especialidades universitarias -por poner un
simple ejemplo de fácil comprobación- la mujer apenas está representada y, sin
embargo, en otras, es mayoritaria… en unos momentos en los que ni hay
discriminación laboral, ni discriminación en el acceso a cualquier carrera. En
su lugar, dan como hecho consumado la
necesidad de “empoderarse”… esto es de exigir “discriminación positiva”, y
hacerlo, a veces, con la histeria propia de caricaturas (miren a las FEMEN y
luego me cuentan). A veces la Libertad no lleva necesariamente a la igualdad... y entonces ¿qué hacemos?
Lo más sorprendente del caso es que en los lugares en donde
haría falta establecer una verdadera igualdad, en determinadas áreas
geográficas -andinas, africanas y árabes- es donde la filosofía del “empadronamiento”
es inexistente y a nadie se le ocurre levantar su bandera. Esta sífilis ideológica solamente la estamos sufriendo en Europa y
solamente avanza sin oposición perceptible -mire usted por dónde- en nuestro
país, de la mano, eso sí, de una izquierda que, tras haber perdido sus valores
tradicionales, ha aceptado los que la UNESCO le ofrece a tontorrones troquelados
por el zapaterismo, o bien a indigentes intelectuales allí donde la izquierda
se difumina en el lado oscuro de la paranoia, la locura y la estupidez.
El día que estos triunfen, ya saben, la consigna es “quien no se empodera no mama”. Así que
póngase en faena y a ver si entre todos podemos “empoderarnos” en tanto que
varones, heterosexuales, de clase media y de raza blanca (con perdón)… Y es que “empoderamiento” y “corrección
política” son (no diré culo y mierda por aquello del mal gusto) efecto y causa, respectivamente, de la
filosofía de la estupidez.