¿Qué ha pasado en Brasil? Muy sencillo: que en aquel país gobierna un hipercapitalismo
financiero, burocrático y globalizado que había entregado, en 2003, la gestión
de los asuntos cotidianos al muy sumiso Partido del Trabajo (especie de PSOE a
ritmo de samba). Este partido destinaba millones y millones para “ayuda a los pobres, desarrollo del tercer
mundo, eliminación de la pobreza, igualdades de género, mantenimiento del
patrimonio de la Amazonia…”, cantidades que, por algún motivo, siempre
terminaban en las cuentas cifradas de la clase política en Suiza o en cualquier
otro paraíso fiscal. Y el pueblo brasileño se ha hartado de comer frijoles con
arroz, presentado como un “menú goumet”, como si bastara para dignificarlo el
condimento de la multiculturalidad, las ideologías de género y demás productos cultivados de la granja UNESCO. Contra esto es contra lo que han votado los brasileños en
estas elecciones. No me quejo, claro está, de que Bolsonaro haya llegado al
poder. Me podría quejar de lo que haya tardado el pueblo brasileño en darse
cuenta de que alguien podía estar en la guerrilla a finales de los 60, pasar
por víctima de la dictadura, y despertar en los noventa como cleptómano de
izquierda parlamentaria (ser revolucionario en el pasado, no descarta ser
chorizo en el presente). Pero no me quejo de esto, sino de cómo se ha tomado la
izquierda española esta victoria.
Nuestra izquierda empieza a tener sensación de soledad. El
hecho de que lo que se creía era el Podemos
a la italiana, el Movimiento Cinque
Stelle, haya terminado pactando con la Lega un gobierno que, en estos
momentos, va por un camino muy aceptable, ha terminado de descomponer a la
izquierda española que todavía no se había repuesto de la victoria de Trump o del
hecho de que la “extrema-derecha” gobierne ya en parte de la Mitteleuropa y, en cualquier caso, esté
presente de manera creciente, siempre por encima del 15% en todos los países de
la zona. O que en los Países Nórdicos se produzca una situación análoga. Por no
hablar del susto que los colocó al borde del colapso nervioso al conocer el resultado
electoral de Marine Le Pen.
La izquierda prefiere seguir clamando por los derechos de
los “refugiados”, por las hambrunas africanas o por las ideologías de género,
su última distracción. Es verdad que una
parte de la izquierda europea empieza a desandar lo andado y a preguntarse si
no habrá sido muy optimista sobre la capacidad de integración de los inmigrantes
o con haber permitido (y llamado) a millones de inmigrantes, cuando otros
empiezan a preguntarse seriamente el por qué la clase obrera europea,
simplemente, les ha vuelto las espaldas. Pero aquí, en España, la izquierda
sigue como si nada, incluso sin darse cuenta de que Podemos no es un partido,
sino un mosaico con tantas tendencias, familias, “colectivos” y subpartidos como dirigentes tiene,
ingobernable, y que el PSOE, abandonado el marxismo, caída la socialdemocracia,
es una confederación de grupos regionales de intereses, guiado por feministas y feministos, que agradecen al dios de las estadísticas
(Tezanos) sus artes culinarias para darle en los sondeos de voto lo que su gestión no le da. Claro está, que también tienen algo que ver en la permanencia del PSOE el hecho de que Ciudadanos, fuera de su actitud
decidida en Cataluña, oscile como una veleta al viento o que el “efecto Casado”
en el PP haya sido más flojo que el pestillo de un WC gay. Aquí gobierna hoy la izquierda, no por sus propios méritos, sino por
los errores de la derecha y por el despiste del centro.
La interpretación que ha dado El País, buque insignia de la izquierda kulta, ha sido que Bolsonaro ha recibido el voto de los privilegiados, de los partidarios de la dictadura y de la extrema-derecha… que, al parecer, sumados, dan el 55,1% sobre el 44,9% del “nazareno”, Fernando Haddad, que le ha tocado cargar con la cruz del recuerdo de Lula y la Dilma Roussef. Para El País y para la izquierda, el Partido del Trabajo ha sido víctima de una persecución judicial injusta, armado desde la CIA que, además, en su infinita maldad y omnipotencia, desencadenó al lumpen contra un partido que, como su nombre indica es “de trabajadores”… Y se quedan tan anchos y les satisface saber que no han caído víctimas de sus estafas sino de una “conspiración”. Quien conoce Brasil sabe que allí no hay tanto “privilegiado”, ni tanto “conspirador” como para llegar al 55,1%, pero también sabe que hace mucho tiempo que el país no andaba muy bien. Brasil no es un país cualquiera.
Desde el punto de vista geopolítico, Brasil tiene cuatro
características que le otorgan la condición de “potencia regional”: extensión,
recursos naturales, tecnología, población. Su alianza histórica con Chile le
otorga salida a los Océanos (condición requerida en geopolítica para ser gran
potencia). Así que lo que allí ocurre es importante, no sólo para los
brasileños sino para todo el continente americano y, por supuesto, para España.
El problema de Brasil es la
“multiculturalidad”… que se traduce en las calles porque la samba está
omnipresente y porque las conversaciones sobre sexo son las más habituales,
tanto como los torneos de fútbol o de vóley-playa… y no caricaturizo. Un país
con tanto potencial no puede agotarse en hábitos tan poco lustrosos.
Pero tener
el poder soluciona solamente la primera parte del problema: ahora toca
gestionarlo. Reconozco que me alegra que Trump haya vencido sobre Hillary,
lamento que Macron se impusiera sobre Marine Le Pen, me satisface que la AfD
avance y que la CDU-CSU y el SPD, empiecen su descenso a los infiernos;
considero a Viktor Orban un gigante político en comparación con las tallas
infantil de los demás políticos de la izquierda húngara. Me alegré de la
victoria de Salvini y de la pulverización del Partido Demócrata de Remzi, y, no
digamos del resultado de los Demócratas Suecos de Jimie Akesson, consolidado
como tercer partido del país. Y así sucesivamente. Prefiero, ya que estamos,
que sea Vox el que “suba” a que las dos fotocopias de Sánchez, Casado y Ribera,
quienes lo hagan.
Sí, ya sé que todas
estas opciones tienen puntos oscuros y que no está claro, ni lo que pueden
hacer, ni lo que están dispuestos a hacer, ni siquiera a qué velocidad van a
hacerlo. A fin de cuentas, en democracia, se parte de la base de que
cualquiera que tenga tu voto puede hacer con él lo que le dé la gana (y no lo
ha prometido). Sé, por ejemplo, que el cultivo del que se están sembrando más
hectáreas en estos momentos en EEUU, es el del cannabis “medicinal”. O que
Marine Le Pen cometió tantos errores en campaña que es lícito preguntarse si
hubiera sido una buena gobernanta. En cuanto a la AfD, su programa a
identificado con claridad extrema los problemas, pero hoy es un amasijo de
vectores de los que no está muy claro cuál será el resultado final. Salvini
gobierna, pero en coalición con el M5S… así que, en cualquier momento, podría
dejar de gobernar. ¿Y Vox? Es todavía “potencia”, en absoluto “acto”.
Lo importante es que
todas estas opciones suponen obstáculos, unos mayores, otros menores, a la globalización (en verdadero, único y gran enemigo); ninguna de ellos ha dado de sí todo lo que podía por el breve tiempo que ha
transcurrido desde que emergieran como “alternativas”. Les queda a todos por
demostrar su “potencial”. Pero ahí están y no son, desde luego, “marcas
blancas” de nadie, sino expresiones de la protesta popular, el rechazo a la
corrección política, el pensamiento único y al nuevo orden mundial, esto es, a
la globalización. Y ya se sabe lo que dice el dicho: “Roma no se hizo en un día, ni Zamora se ganó en una hora”.
Desde la caída del Muro de Berlín, cuando se impuso el
unilateralismo norteamericano y el modelo globalizador, íbamos descendiendo
peldaño a peldaño por la escalera de la decadencia y lo hacíamos, prácticamente, sin resistencias. Ahora, en un mundo que tiende al multipolarismo (lo cual es, en principio, mejor que el unipolarismo o el bipolarismo que fue propio de la Guerra Fría) en lo geopolítico y al mundialismo en lo
cultural (ideología del mestizaje, de la multiculturalidad, ideologías de
género, ultrahumanismo, lo que es peor que cualquier forma cultural anterior),
el sistema globalizado está cada vez más cuestionado y, en cada país, aparece
algún tipo de respuesta en función de sus propias condiciones. Unas están mejor definidas, otras son más
ambiguas, unas tienen a gente eficiente, en otras hay solo amateurismo, las hay
más audaces y también otras que son timoratas . No hay que olvidar, que los
Estados Nacionales siguen existiendo y que, por tanto, cada opción ha de ser
medida, en tanto que “nacional”, según la situación de ese país. Pero, en
general, sería difícil no reconocer que en todas estas opciones existen
elementos que permiten afirman que, en algunos países, al menos, se está
conteniendo el rodillo globalizador. Y que quienes los están conteniendo
son las estructuras jurídicas de los Estados, sus sistemas electorales, sus
parlamentos… El realismo se impone: quizás el sistema democrático -un hombre un
voto mitad más uno gobierna, mitad menos uno pierde- sea el más engañoso e
injusto para resolver definitivamente la cuestión. Pero, por el momento, está
sirviendo para detener pasar al peldaño inmediatamente inferior.
Jair Bolsonaro, parte con el apoyo de una significativa
mayoría. Vamos a ver qué reformas introduce y a qué velocidad. ¿Nos afecta?
¡Coño, si nos afecta! ¿O es que ignoráis
que Brasil es un país en el que la expansión del castellano (allí, “español”)
se está realizando a mayor velocidad? Es Instituto Cervantes de São Paulo,
es una referencia cultural en todo el país y en todos los institutos del país
la enseñanza del castellano debe de estar presente como “materia optativa”. Lo que ocurra en Brasil, no lo dudéis,
repercutirá en todo el subcontinente. Y también en la Península Ibérica. Porque
la alternativa para España y Portugal está muy clara: si la Unión Europea
fracasa -y está fracasando- siempre nos quedará mirar al otro lado del
Atlántico, a las tierras hermanas que colonizaron nuestros antepasados.