Hará 10 años que dejé de ir al cine… Veo películas (quizás
más que nunca) pero no en locales público. Últimamente –por lo que recuerdo y
por lo que otros me confirman- las salas de cine se han convertido en
verdaderos manicomios: de entre todas las especies que me dicen que hoy invaden
las salas, figuran los que ni siquiera se preocupan de apagar el móvil (e
incluso los hay que ¡contestan cuando les llaman!), luego están los que se
pasan la proyección hablando entre sí, no olvidemos tampoco a los que entran en
la sala oliendo a sobaquina o a porro y expanden ese olor como las tropas del
Kaiser hicieron con el gas mostaza en la llanura de Yprés en 1916. Y,
finalmente, los más habituales, pero no por ellos, los más digeribles, aquellos que han transformado el cine en un
comedero de palomitas y en un abrevadero de refrescos azucarados. ME QUEJO DE
QUE, ENTRE TODOS, RESULTA IMPOSIBLE VER Y APRECIAR UNA PELÍCULA.
Se dice que el vídeo mató a las salas de cine, pero, en
realidad, a las que asesinó a conciencia fue a las salas de re-estreno de
nuestra infancia. Cuando hacíamos campana y nos refugiábamos en salas donde
emitían “extraordinarios programas dobles” (los más veteranos nos decían que
incluso hubo un tiempo con “programas triples”). Así que las salas que
sobrevivieron, para compensar bajadas de espectadores, instalaron puestos
expendedores de palomitas y refrescos, cada vez más amplios. A fin de cuentas,
en EEUU se hacía desde el principio de la industria cinematográfica, así que
por qué no, en esto también, realizar una imitación.
El problema es que esto es Europa: aquí, incluso censurábamos
al espectador que no era suficientemente hábil para comerse un caramelo sin que
sonara el celofán. La caída en picado siguió. Luego apareció el “busca” y sus
pitidos y más tarde el “móvil”. Hubo un tiempo, incluso en que era de buen tono
y signo snob el demostrar que se tenía un teléfono móvil (se decía entonces “¿En qué se parecen un teléfono móvil y un
preservativo? En que los dos dan cobertura a un capullo”). Creo que opté
por no volver a las salas de proyección el día en que a un tipo le sonó el
teléfono e incluso se cabreó cuando le reprocharon el que contestase en medio
de la muy infame película Balada triste
de trompeta. No sé que era peor: la película en sí, el sonido de las
palomitas trituradas por molares cuyas caries creían por los refrescos
azucarados, el “festival” de olores y aromas que se respirada o el giliflautas
que contestó al teléfono. Me dije que
esa sería la última vez y no he vuelto.
ME QUEJO DE HABER TENIDO QUE DEJAR DE IR A UNO DE MIS
ENTRETENIMIENTOS FAVORITOS A CAUSA DE LA CAÍDA EN PICA DE LA EDUCACIÓN, EL
SENTIDO COMUN Y EL BUEN GUSTO DE UNA SOCIEDAD. Y, además, estoy seguro de que
no volveré porque los problemas de ese
tipo, lejos de arreglarse, se agravan de día en día.
¿Para qué ir al cine? ¿Para sufrir el asalto de la mala
educación? Odio salir de una sala de cine e ir pisoteando restos de bebidas, de
envases de palomitas, de todo lo que se ha caído o se ha arrojado al suelo. Me
parece increíble que se lleguen a los extremos que he visto. Me temo que hay
gente habituada a vivir en estercoleros y que, allí por donde pasa, tiene
tendencia a convertir cualquier lugar en un campo de inmundicias. Estoy harto y
me quejo de una sociedad que ha perdido cualquier norma de ESTILO y que
evoluciona, no hacia algo superior, sino a la más pura y simple animalidad. De
eso me quejo, fundamentalmente.