jueves, 14 de octubre de 2010

"El misterio del vino". Louis Charpentier (II PARTE). Traducción

3. Dionisos

Dionisos es el dios de la iniciación y del vino, y la forma griega del dios Soma y del Haoma avéstico de los antiguos griegos, que procedía de Persia.

Es hijo de Semele, a su vez hija del héroe Cadmos (o Cadmo), quien mata a la serpiente del bosque –a menos que no fuera un dragón–, y de los dientes de la serpiente o del dragón, sembrados por orden de Minerva, nacieron guerreros armados que se degollaron entre ellos.

Cadmo, héroe fenicio, fue el iniciador de los griegos y el fundador Cartago. Pero sobre todo, fue un dios pelasgo, origen que nos remonta a la prehistoria.

Semele –que, señalemos, no ostenta un nombre griego– era amada por Zeus, cuya esposa, Hera, presa de los celos, ideó una trampa para vengarse de su rival: tomado la apariencia de Beroe, alimentó a la joven y le aconsejó pedir a Zeus el favor de unirse a ella de la misma forma que solía hacerlo con su esposa, es decir, mostrando todo el esplendor de su poder.

Así pues, “la grandeza y la gloria de la que se ha rodeado cuando la altiva Juno, su esposa y hermana, lo recibe en su seno… –nos dice Ovidio– se manifiestó en el momento en que abrazó a Semele”. Entonces , el trueno retumbó con fuerza, y los relámpagos que rodeaban completamente a Zeus consumieron a la desgraciada amante.

Pero Zeus, que tenía la fibra paterna muy desarrollada, recogió al niño que llevaba Semele en su seno, su propio hijo, y se lo cosió en su propio muslo para que pudiera concluir ahí su periodo de gestación

Tras su nacimiento, según nos cuenta Homero, “crece en el fondo de una gruta perfumada, educado por las ninfas. Coronado de hiedra y de laurel, recorría los bosques salvajes y las ninfas lo acompañaban”. Y no sólo, las ninfas, sino también los sátiros y las ménades.

Dionisos, nacido del muslo de Júpiter –sin duda, “el muslo dorado”– fue pues iniciado e irradiaba luz desde antes mismo de su nacimiento. Se dice que, en su infancia salvaje, descubrió la viña, planta sagrada por excelencia, la cultivó e inventó el vino que dio a conocer al mundo entero.

Pero ha existido otra leyenda, o más bien una variante lacedemonia (o lacónica):

Cadmo, para castigar a Semele por sus amores culpables con Zeus, la encerró con su hijo en un cofre que lanzó al mar. Flotando sobre las olas, el cofre fue a parar a las playas de Brasias, en el Peloponeso.

En el interior, Semele estaba muerta pero su hijo vivía. Fue recogido por Ino, luego por la ninfa Nisa y educado por las Musas.

En la celebración de su culto en Lerna, Dionisos era invitado a salir de la profundidad del mar. El dios llevaba también los nombres de “aquel que vino del mar”, “aquel que mora en el lago” y también “aquel que ha nacido en el lago”. En cuanto a Ino que lo alimentó, aparecía igualmente como una diosa del mar1.

Esta última versión recuerda a la leyenda bíblica de Noé; arca y cofre son sinónimos y Dionisos nace en el mar, del que el patriarca bíblico también procede. E incluso, sale de la profundidad del mar, es decir de la profundidad lejana del mar. Además, se sabe que los griegos consideraban a Dionisos como un dios extranjero, llegado de otra parte y quizás originario de Asia menor2.

Además, la raíz ony es bastante parecida a Noé y hemos visto que, en las lenguas aglutinantes, la inversión de las sílabas es relativamente frecuente. Sería pues el dios Ony o Ano, y volvemos a encontrar el nombre del vino. De héroe, en Grecia, se convirtió en dios.

Fue educado por Ino, hermana de Semele e hija de Cadmo; y el vocablo Ino, vocablo podría ser una pronunciación diferente de la palabra vasca ano. Todo lo cual nos remite nuevamente al nombre del vino.

Por otra parte, se nota que si bien Cadmo tuvo cinco hijos –en concreto, un hijo y cuatro hijas– son precisamente las dos hijas que estuvieron en relación más directa con Dionisos, las que no llevan un nombre griego.

“Se cuenta –nos dice Homero– que Semele da a luz a su hijo en Dracane, otros decían en Icaros, otros en Naxos, otros cerca de Alfeo y otros en Tebas.

“En realidad, fue sobre una alta montaña llamada Nisa, coronada de bosques, lejos de Fenicia, cerca del arrollo Aegiptus”.

Y he aquí que llegamos a Egipto, el país donde la viña, según se cree, ha sido primitivamente cultivada. La leyenda de Semele es una leyenda tebana, tal como lo demuestra la presencia del Nilo en el relato homérico, aunque la alusión a las altas montañas de Egipto… no deje de sorprender.

Sin embargo, Homero sabía que el dios solamente podía venir de una alta montaña y que no podía ser de otra manera.

Sea como fuere, podemos creer que Egipto se convirtió, luego, en tierra de elección de los supervivientes de la Atlántida, o al menos, en la primera tierra donde se instalaron tras haber abandonado su continente:

“A lo largo de las orillas extremadamente pobladas del Nilo, templos y ciudades llevaban el nombre de las ciudades y los lugares de Amentet, pero el misterio radicaba en el emplazamiento del mismo país que ya no existía: se había convertido en el país de los muertos que la leyenda situaba en el Oeste, tal como hemos dicho, pues Amentet, en lengua egipcia, quiere decir Occidente3”.

Pero volvamos a Dionisos, este dios invasor que se introduce en todas partes y no se deja encerrar en ninguna. Es el dios por excelencia; y, aunque, en la religión griega, parece haber sido un extranjero y aparece tardíamente, se encuentra mezclado con antiguas tradiciones en todas las regiones en las que penetra, incluso si estas tradiciones no tienen ninguna relación con él.

Así, en el combate que mantuvo para apoyar a Zeus contra los Titanes, Dionisos murió y su cuerpo fue descuartizado como lo había sido también el de Osiris y como lo será, más tarde, el de Orfeo por las Bacantes. La leyenda quiere que Zeus haya resucitado a su hijo que regocijó a los dioses en el Olimpo4.

¿Podía morir este dios que se había convertido para los griegos en el principal autor de la exaltación del hombre? Este dios del vino, de los cantos y de las danzas…

Es por ello que Dionisos, este dios alegre y un poco loco, es igualmente el dios de la resurrección. Era también el del éxtasis y de la orgía, de la naturaleza salvaje y de la embriaguez. Y es, finalmente, el poder que hace subir en los árboles el principio húmedo y generador.

Este dios de la Naturaleza se aproxima extrañamente al Basa–Jaun de los Vascos:

“El Basa–Jaun era un genio con forma humana…

“Es evidente que, a pesar de la terminología, nosotros no estamos ante un “genio” en el sentido habitual en que se emplea esa palabra.

“Todos los cuentos que lo describen hacen de él un hombre de una cualidad superior a la de los humanos ordinarios. En este sentido, es un Jaun, un señor, en todo igual a un hombre, salvo –según cuenta la leyenda– que uno de sus pies tenía una planta circular, como la reina Pedauque tenía un pie de oca…

“… Aun en la Edad Media, las estatuas de los santos “iniciados” tienen la rodilla descubierta o las piernas cruzadas… Es probable el pie circular de los Basa–Jaunak tuviera el mismo sentido”5.

Recorriendo los diversos países de Grecia, Dionisos se detiene en el país de Ícaro, rey de Laconia, a quien enseña el arte de mejorar el cultivo de la viña –pues tal era el fin de los dioses– y se enamora de la joven y bella hija del rey, Erigone. Ddo que ésta desoyó sus intenciones lascivas, para seducirla tomó la forma de un magnífico y tentador racimo de uvas, pero Dionisos volvió instantáneamente a su apariencia habitual, y de la bella, dice la leyenda, se dignó por fin escucharla.

Pitágoras, tenía un muslo de oro; y, como hemos visto, Dionisos se había contentado con salir del muslo de Zeus, lo que le confería ciertamente una iniciación desde su nacimiento. En efecto, este dios del vino personificaba la espiritualidad más elevada; tenía incluso, según se creía, el poder de purificar, pues procuraba, por el vino, un delirio preparador de la Sabiduría.

Además, Pausanias ha señalado que los Lacedemonios honraban a un Dionisos–psilax, es decir un Dionisos alado, y explicaba así este mito: “El vino levanta a los hombres y aligera su gnome, produciendo el mismo efectos que las alas de los pájaros”. El gnome de los hombres, es su poder de decisión y, en un sentido más amplio, su poder de elevación intelectual.

Eurípides llama a Dionisos: “El que vuela bien”; y algunos documentos lo muestran efectivamente con alas o, también, colérico como Apolo sobre un carro alado. Así, en todos los tiempos, los poetas y los artistas han encontrado en el vino su fuente de inspiración.

El culto del dios de la viña y del vino, celebrado en toda Grecia, estuvo en el origen de la danza y de la música así como de las representaciones teatrales. Se trataba frecuentemente de fiestas alegres y animadas y la comedia podría ser considerada como salida de los phallica, bromas pesadas –el nombre no deja ninguna duda a este respecto– realizadas a partir de las procesiones campestres tras las vendimias6.

Las fiestas en honor del dios, las dionisíacas, se celebraban cada año, a principios de la primavera. Atenas se llenaba entonces de extranjeros que iban en masa para admirar las procesiones y, a menudo, para participar.

Había sátiros, dioses Pan, ninfas desnudas, Ménades. Algunos hombres arrastraban  cabras para inmolarlas; otros, los phalophoros, llevaban un inmenso falo, símbolo de la fecundidad y figuras obscenas suspendidas a lo largo de pértigas. Otros se subían sobre asnos y las había que, al igual que Silene, se mostraban despechugadas; algunos, vestidos de mujeres, cantaban en plena calle coplas que nuestras autoridades hoy no podrían menos que desaprobar.

Todas las gentes –la mayoría cubiertos con pieles de ciervos, ocultos bajo una máscara y coronados de hiedra, borrachos o deseando estarlo– mezclaban sus gritos con el ruido de los instrumentos musicales. Carros adornados con pámpanos, sobre los que se situaban personajes cubiertos de hiedra, apenas podrían abrirse paso entre toda esta masa.

Muchos llevaban vasos para beber vino y los llenaban en los cruces. Se lanzaban tirsos en lugar de dardos (7). Es muy posible que la Fiesta de los Locos de la Edad Media, no fuera más que la continuación de estas fiestas paganas en las que estaba permitido practicar todo tipo de excesos (8).

Es evidente que los griegos creyeron que dando el vino e instituyendo los Misterios, Dionisos realizaba la misma obra.

Los misterios son algo muy diferente a las fiestas populares actuales que no tienen ningún punto de contacto con ellas: desvelar lo que ocurría merecía la muerte, al igual que la curiosidad de los que no estaban iniciados en los misterios.


4. El vino de la Odisea

Cuando Calipso, por órdenes de Júpiter, convenció a Ulises de que partiera en pos del reino de Ítaca, la propia maga depositó en la balsa “un pellejo de vino negro, uno mayor de agua y, en una bolsa de cuero con víveres para la ruta”.

Recuérdese que el sutil Ulises, tras haberse despedido de Calipso sufrió una tempestad terrible que le llevó hasta una isla desconocida. Allí, fue recogido y confortado por Nausica. Sus sirvientes le dieron, según dirá más tarde, “todo lo que me hacía falta, vino, pan y un baño en un arroyo…”

En efecto, nada faltaba, y sobre todo había vino. El vino parece ocupar un lugar especial en la comida: cuando Nausica, la hija del rey Alkinoos, hubo partido, acompañada por sus sirvientas, para lavar las sábanas en la orilla, “habiendo cargado los víveres en una cesta, su madre añadió otros manjares y dulces, luego rellenó de vino un pellejo de piel de cabra”.

No debe extrañar que las muchachas llevaran vino para el picnic (pues de hecho se trataba de eso): el vino representa un papel capital en toda la obra de Homero. Cuando un huésped llega, se le sirve antes incluso de que pueda decir ni quien es, ni de donde viene; se le recibe con la copa en la mano y así mismo, con la copa en la mano, se le dice adios; y el extranjero, con tal de que sea de ilustre nacimiento, partirá siempre cargado de pellejos llenos para su viaje.

Cuando Nausica invita a Ulises a venir al palacio de su padre, menciona que tiene “allí su bancal de viña en pleno rendimiento”. Lo dice como algo importante que podría contribuir a que el extranjero decidiera venir. Además, cuando el divino Ulises llegó al palacio de Alkinoos, permaneció un momento contemplando el jardín, y percibió “a lo lejos, cargado de frutos, una parcela de viñas, en el centro, sin sombras, al sol, tostándose, cargado de racimos; pero en la otra mitad, las uvas aun verdes dejan caer la flor o no hacen mas que enrojecerse”

Cuando Ulises cuenta su Odisea a Alkinoos, no olvidará en nada el vino, e incluso suspirará soñando en la vida fácil y simple de otro tiempo, donde se le “ve en largas filas de convidados sentarse para escuchar al aedo, cuando, en las meses, el pan y las viendas abundan y yendo a la crátera, el escanciador ofrece y vierte el vino en las copas. Tal, en mi opinión, la mejor de las vidas”.

Pero, primeramente, cuando llega al palacio, es acogido en la sala donde la comida toca a su fin, y desde el momento en que hubo “satisfecho la sed y el apetito”, antes incluso de preguntarle nada, el rey Alkinoos ordena al heraldo:

“Pontonoos, haz la mezcla en la crátera y danos vino a todos en esta sala; quiero que bebamos y brindemos por Zeus, el dueño del rayo…

“Dice: Pontonoos mezcla en la crátera un vino que huela a miel y viértelo en todas las copas. Cada uno realizó su ofrenda y bebió rápidamente su contenido”.

Felices tiempos, donde, para honrar a los dioses, era de buen tono beber a su salud las copas repletas del mejor vino!

Solamente al día siguiente de su llegada Ulises cuenta su viaje: tras haber hecho escala en el país de los Lotofagos, ese pueblo extraño que se alimenta exclusivamente de flores o más bien de “frutos de miel”, aborda con sus compañeros la isla Pequeña: “Es una isla cubierta de bosques donde las cabras salvajes se multiplican sin fin”. Qué magnifica suerte para los navegantes !Qué comida para nuestras gentes!”, exclama Ulises.

Sin ocuparse de saber a quien pertenece el rebaño, se mata a un gran número de cabras. “Tantas, cuenta el viajero, que durante todo un día, hasta que el sol se acostó, siguió el festín: había buen vino, viandas en abundancia. No habíamos agotado todavía el vino tinto que teníamos a bordo; pues cada uno había llenado en las ánforas, cuando saqueamos la ciudad de los Kikones con sus santuarios”.

Estar todo el día bebiendo y comiendo no es raro en la Odisea; no se trata de beber demasiado hasta emborracharse, sino simplemente de beber entre compañeros y de comer las viandas asadas al fuego. En resumen, lo que hoy sería una agradable merienda campestre, una barbacoa avant la lette.

Pero al día siguiente, desde que “La Aurora con sus dedos rosados” disipó la noche, se dirigen hacia el país de los “Ojos Redondos”, en la isla del Cíclope.

Se sabe que Polifemo, el Cíclope, había encerrado en su caverna a Ulises y a sus doce compañeros que le habían seguido; el resto permanecían en los navíos.

Y Ulises continúa su relato: “Al partir, llevé conmigo un pellejo de piel de cabra, de este vino, negro tan dulce, que el hijo de Evantheus, Maron, me había dado…”. Un lote de doce ánforas de este vino de licor; sin una gota de agua, era bebida de dioses, del que nadie en su morada, ni servidores, ni siervos, conocían el escondrijo que solamente estaba al alcance de él, de su esposa y de la intendente. Para beber este vino tinto tan dulce como la miel, era preciso verter una copa llena en veinte medidas de agua y, de la crátera, entonces, el olor ascendía tan dulce que era divino; no probarlo hubiera parecido inconveniente!.

Tal fue la opinión del Cíclope.

Pues, en la isla de los Ojos Redondos, había vino, ciertamente, el de “grandes racimos que las ondulaciones de Zeus se hinchan para ellos”. Pero cuando Ulises el astuto le hubo presentado una “pila de vino negro” –una copa de este vino tan fuerte hubiera sido poco para un gigante– Polifemo reclamó: “!Dame más, sé gentil!... ¡Esto es néctar y ambrosía!” Y por tres veces, Ulises hizo llenar el enorme recipiente y en las tres ocasiones como un loco, se lo bebió de un trago”

Se conoce lo que siguió: el Cíclope se durmió y Ulises ayudado por sus compañeros, aprovechó el sueño profundo del gigante borracho, “su razón nublada por el vino”, para destrozar su único ojo, redondo.

Pueden así escapar y ganar la pequeña isla de las cabras donde se encuentra el grueso de la flota. Y gracias a los corderos del Cíclope, una vez más “durante este gran día, hasta el sol declinante”, Ulises y todos sus compañeros festejaron el acontecimiento: “Se tenía –contará más tarde el rey de Ítaca– buen vino, viandas en cantidad”.

Entonces ¿por qué privarse?

Abordan finalmente la orilla de la isla donde vive Circe, la maga. Ulises de las mil tretas envía algunos hombres en vanguardia. Circe los recibe amablemente: “Los hace entrar; los sienta en sillas y sillones; tras haber introducido en su vino de Prammos queso, harina y miel verde, añade a la mezcla una droga funesta, para hurtarles el recuerdo de la patria… Les ofrece la copa: beben de un solo trago”. Bruscamente se encuentran transformados en cerdos.

Pero Ulises el astuto ha sido prevenido, y desconfiado como es, hace “jurar el gran juramento de los dioses” a Circe: ningún mal será hecho. Se deja entonces bañar y “frontar con aceite fino por las sirvientas” que prepararan el festín al cual lo ha invitado la maga: “Uno de los sillones lucía las más hermosos telas de purpura… Otro mostraba bandejas de plata y, sobre ella, situaba canastillos de oro. En la crátera de plata, el tercero vertía un vino con gusto de miel, mezclándolo luego, ante cada comensal, llenando copas de oro”.

Como siempre, se comienza festejando al huésped, y para ello, se le vierte el mejor vino presentándolo en copas de oro; solamente luego se le interroga. Circe, devolvió su apariencia a los compañeros de Ulises y todos permanecieron largos meses en su casa; existía una buena razón para ello: había “buen vino, y viandas en abundancia”.

Y cuando, finalmente, Ulises y sus hombres, quisieron retornar a su hogar, la maga aconseja al “retoño de los dioses”, ir “al Hades y a la terrible Perséfone, para pedir consejo a la sombra del divino Tiresias de Tebas…”

Y esto fue lo que hizo.

Llegado al lugar donde “los dos arroyos ruidosos (el Stix y el Cocyte) confluyen ante la Piedra”, cava, según las indicaciones que ha recibido de Circe, una fosa cuadrada, y hace las tres libaciones al uso en memoria de todos los muertos: “primeramente leche con miel, luego vino dulce, y agua pura en tercer lugar”.

Luego sacrifica las víctimas, cordero y carnero negro, y la sangre mana a borbotones.

Antes de que aparezca Tiresias el adivino, Elpenor, el más joven de los compañeros de Ulises, muerto desde hacía poco, se aproxima gimiendo y habla sin rodeos: “Lo que causó mi muerte, dice, es menos la mala suerte de una divinidad que una gran borrachera con vino”. Evidentemente, había bebido mucho y cayó de una terraza.

Luego, aparece Tiresias que, desde el principio, le dice: “Apártate de la fosa. Desvía la punta de tu espada: que beba la sangre y te diga la verdad”

Se creía, en efecto, en la Antigüedad que, por tener la fuerza de manifestarse, los muertos bebían la sangre de lo sacrificios; al igual que los vivos reponen sus fuerzas con el vino, sangre de la tierra.

Cuando vuelven a casa de Circe, también les acoge con vino. Da a Ulises el consejo de no tocar a las vacas del Sol. Excelente consejo que, desgraciadamente, no será seguido por ninguno de los marinos.

Tras haber escapado de las sirenas, luego de Caribdis y de Escila, Ulises y sus compañeros llegan a la isla del Tridente donde pacen las hermosas vacas de cuernos rectos y odres repletos que pertenecen al Sol, “el Señor que lo ve todo, el dios que todo lo oye”.

“Durante todo el tiempo en que tuvieron pan y vino tinto, mis gentes no se fijaron en los bueyes”, cuenta Ulises a Alkinoos. Pero cuando se hubo dormido, sus hombres matan a los bueyes, los asan y hacen un festín, sin vino en esta ocasión: lo han terminado. Ni siquiera para las libaciones. Sin que sirva de precedente, utilizan agua: los dioses deberán contentarse… pero los hombres también, lo que es mucho más grave, me atrevería a añadir.

Por este acto impío todos sus compañeros perecieron y Ulises llegó solo a la residencia de Calipso donde fue recibido con copas de oro repletas de vino. Por ello debió partir solo llevándose un pellejo lleno de vino, regalo de la ninfa.

Habiendo terminado finalmente el relato de sus aventuras, Ulises obtuvo de Su Fuerza y de Su Santidad el rey Alkinoos, el permiso para partir hacia Ítaca. El rey le prestó uno de sus navíos con su equipaje, que debía conducirle hacia su patria, con todos los regalos recibidos de este rey generoso. “Su Fuerza Alkinoos le da un servidor para conducirlo al navío en la orilla; Areté (la reina) despide a dos servidores: el primero llevaba telas de lino de muaré, y el segundo vino tinto”.

Mientras que Ulises de las mil astucias, se veía sacudido de una orilla a otra, de una isla a otra del Mediterráneo, en su palacio de Ítaca, los pretendientes a la mano de su mujer, la casta Penélope, comían sus bienes y, lo que es peor, bebían el vino conservado preciosamente en ánforas. En ocasiones, dice Homero, bebían hasta el alba, reclamando el vino que nadie osaba rechazar darles.

Cuando Telémaco, no pudo más, decidió partir de viaje a través de las islas, para intentar tener noticias de su ilustre padre, “descendió al tesoro de su padre. En esta amplia bodega, el oro y el bronce hasta los topes, los cofres de pañuelos y las reservas de aceite cuyo olor embalsamaba, reposaban cerca de las jarras de vino viejo de licor, alineadas y apoyadas a lo largo de la muralla: este brebaje de dios, sin una gota de agua, esperaba el retorno de Ulises…”

El tesoro se guardaba junto al vino, día y noche, custodiado por la servidumbre más digna de confianza que jamás se alejaba de ahí. Telémaco pide pues al intendente, la custodia del tesoro y de las provisiones: “Vamos, es preciso ponerme en ánforas tu vino más dulce, el más famoso que conservas para Él, el desafortunado si nunca volviera. Rellena doce ánforas y séllalas todas”.

No era cuestión de partir sin vino, incluso si la partida debía ser secreta y escondida a los pretendientes.

Y cuando Telémaco y su compañero, Mentor, llegan al palacio de Nestor, para festejarlas, “el anciano ordena mezclar, en la crátera el vino más dulce, un vino de once años, y tras realizar la operación, el intendente vertió la jarra y hubo acabado la mezcla en la crátera, entonces hizo la ofrenda con una larga oración a la hija de Zeus, Atenea…”

Más tarde, “se retira del fuego gran candidad de viandas cocidas: comienza el festín y los nobles sirvientes se preocuparon de llenar de vino las copas de oro”.

La misma acogida e idéntico ceremonial fueron reservados a Telémaco cuando llegó a casa del rubio Menelao, esposo de Helena: se trae “de este vino que os modelará un corazón de hombre, y pan que envían las mujeres del hermosos velos”.

Todo esto no bastaba para festejar la llegada de un huésped, con la copa en la mano; como si esto no fuera suficiente, se bebía también en el momento de la partida. Así, cuando Telémaco y su compañero se despiden del esposo de la bella Helena: “El Átrida les sigue; permaneciendo a su derecha, por la copa del adiós, su copa de oro repleta de un vino con gusto a miel, y el rubio Menelas, en pie cerca de los caballos, dice tendiendo la copa…”

Parece que, jamás se terminará de beber esta última copa y que tras esta última, vendrá otra y así sucesivamente… Sin embargo, en esta ocasión, tras haber bebido, Telémaco fustiga a los caballos…

Cuando Ulises, disfrazado de anciano, vuelve a su palacio de Ítaca, encuentra primero a Eumeio, el guarda que no lo reconoce y cree no haberlo visto jamás, pero, aún así, lo recibe inmolando dos lechones; luego comen bebiendo vino.

Y es también vino, lo primero que ofrecerá Telémaco, cuando también vuelva.

Tras el banquete donde, una vez más –la última– han bebido bien, Ulises mata a los pretendientes: Antinoos levanta la copa como último gesto “su bella copa de oro, y ya, con sus dos manos, mantiene así las asas; es el vino que su alma soñaba.. el hombre, herido de muerte, cae de espaldas; su mano suelta la copa…”

En cuanto a Eurimaco, alcanzado por la flecha de Ulises mientras que desenvainaba su espada, “se abate sobre la mesa, derramando con los manjares la doble copa…”

Es curioso señalar que una vez realizada la venganza de Ulises, ya no se vuelve a hablar del vino en la Odisea. Cuando Ulises termina de matar con el arma blanca, flechas en su arco, lanza o espada, a cerca de cincuenta pretendientes –lo que es seguramente muy agotador– nadie le ofrece una “copa de tinto” que le aliviaría de tanto esfuerzo y le ayudaría a reponerse; ni tampoco él la reclama. Y cuando Penélope abraza a su esposo, no es con una copa en la mano que le acoje. No. Y debo decir que en toda la Odisea, hasta aquí, estábamos habituados a otra acogida.

El vino tenía un lugar tal que incluso el mar era “vinoso”; y esta expresión era repetida en varias ocasiones. Y se nos ha mencionado, de pasada, que Eurithion estando ebrio, y por ello entregado a excesos del lenguaje en el palacio del gran Pithoüs, le fueron cortadas la nariz y las orejas.

Sea como fuere, salud a ti, Homero, que has sabido dar un lugar tan grandes al vino en tu inmortal poema. Beberé a tus manes y no olvidaré las libaciones al uso.


5. El vino en la Antigüedad


La civilización egipcia es una de las más antiguas que hayamos conocido y, tal como hemos visto, tenemos todo el derecho a pensar que procedía del Oeste.

En Occidente se conserva el recuerdo de un pueblo llegado del mar, que se habría instalado en un lugar del estanque mediterráneo cuyo emplazamiento exacto se desconoce. Son los pelasgos, cuyo origen permanece envuelto en brumas y resulta muy difícil de elucidar. Sin embargo, “en el Mediterráneo, cuando se alude a hombres “que venían del mar”, implicaba que no podían venir más que del Océano, de un pueblo marino, de un pueblo sabio en tanto que navegador. Para los griegos, se trataba de los divinos pelasgos, seres superiores (1)…”

Henos aquí nuevamente en la Atlántida y en sus navegantes–iniciadores milagrosamente supervivientes del cataclismo. En lengua vasca, la palabra pelasgo significa “halcón”, el pájaro sagrado de los antiguos Egipcios, al que podemos considerar su tótem.

Para muchos, sería en Egipto donde se habría iniciado el cultivo de la viña desde los más remotos períodos predinásticos; en este lugar, se plantaba entonces generalmente en toneles.

Max Léglise, enólogo muy reputado, me dijo haber reconstruido la forma de trabajar la viña de los egipcios (2). Serían ellos quienes transmitieron a los griegos su saber y estos últimos lo habrían transmitido a los latinos que, a continuación, lo comunicaron a los galos. Todo esto después del diluvio, porque ciertamente desde mucho antes en la Galia, se sabía hacer vino. En Sézanne, en el Marne, se han encontrado acumulaciones de semillas prensadas que se han datado varios milenios antes del diluvio.

Y sabemos –y los griegos lo sabían también– que Egipto conocía ya, mucho antes del diluvio, la viña y el vino. Conocimientos que fueron extendidos hasta el país de los patriarcas bíblicos, que aún hoy se llama el “creciente fértil”.

Retornemos a Egipto. Una escena de vendimia representada en la necrópolis de Phath–Hotep, que vivió bajo la IV Dinastía, nos muestra cuáles eran los métodos de vinificación en aquella época. Métodos que no habían cambiado en absoluto, hasta hace solamente trescientos años; los tapices de vendimias del museo de Cluny, en París, dan fe de lo que decimos.

Sobre el bajo–relieve egipcio que nos interesa, se ven parras con uvas pintadas en azul; la vendimia se realizaba con una especie de cesta plana, suspendida con cuerdas o sostenido con la mano; el contenido de esta cesta era arrojada en un capazo profundo; éste, llevado a la espalda, era descargado dentro de una gran cuba, donde algunos hombres prensaban las uvas con sus pies, manteniéndose erguidos con ayuda de cuerdas suspendidas a una viga de madera. El mosto así extraído discurría en pequeños canales, por aberturas practicadas en la parte baja de la cuba.

Los hombres recogían éste mosto con cántaros y llenaban ánforas alienadas. Tales ánforas, elaboradas con barro porosa, eran untadas con pez o resina en el interior.

A principios, no se utilizaban las prensas; la uva se exprimía con ayuda de una pieza de tela o de un saco provisto de abertura en una sus extremidades por donde se pasaba un bastón y se le giraba para retorcer el saco y extraer el mosto. A continuación se colocaba el resto bajo una superficie cargada de piedras para terminar de exprimir la uva. La invención de la leva y del tornillo fue muy posterior.

Los egipcios fabricaban vinos blancos y tintos; y también vinos cocidos, concentrados en grandes calderos y luego filtrados; se les consumía a modo de licores.

Ningún pueblo ha practicado un culto tan intenso en favor de los muertos como el egipcio: la barca de Anubis los llevaba hacia Occidente, ¿hacia la Atlántida, el paraíso perdido al que soñaban retornar, aunque fuera en la vida futura? ¿Por qué no? Sobre la mayor parte de las tumbas, una inscripción en caracteres jeroglíficos empieza con una oración, solicitando la ofrenda de pan y de vino para el difunto, oración que debían sin duda repetir los que visitaban la sepultura; los egipcios creían que las palabras, una vez pronunciadas, se concretaban en el otro mundo.

En Grecia el vino fue adoptado como bebida nacional desde el momento en que se conoció. Y en Creta –la mayor civilización de las islas griegas de la Antigüedad– era habitual utilizar el vino como moneda de pago para los funcionarios y para pagar a los sacerdotes las ofrendas y los sacrificios. Era igualmente una moneda usual de pago internacional: se le cambiaba por marfil, oro o plata, o por los objetos preciosos de vidrio o de loza que procedían de Egipto. Existía toda una organización: los marinos griegos desembarcaban vino en Naucratis, que estaba vinculado a Sais, capital de Egipto, por un canal a través del cual el vino podía ser más fácilmente enviado.

Se tienen pruebas de que el vino existía desde la prehistoria; su fabricación era de alguna manera rudimentaria: los racimos eran simplemente prensados con los pies y puestos a fermentar en grandes cubas. El vino contenía todavía los restos de las uvas; se le vertía con ayuda de recipientes de largo pico tubular que servían para decantar o también con embudos. El prensado se hacía en las viñas mismas. Luego, tras el pisado de la uva, el mosto resultante era transvasado a grandes tinajas de paredes delgadas, cuya base terminaba en punta a fin de poder ser hincados en el suelo. Su contenido era en torno a cien ánforas, y el ánfora podía contener una media de treinta y ocho litros. Los toneles de madera eran desconocidos todavía en Grecia, lo que debía convertir el transporte en bastante difícil si se piensa en la fragilidad de las ánforas de tierra cocida.

Una vez terminada la fermentación, el vino era vertido en ánforas puntiagudas y situadas sobre un soporte; eran cubiertas de pez y de yeso y llevaban una etiqueta que indicaba el crudo y el año. No se las conservaba en bodegas, sino en el piso más elevado de la casa, allí donde pasaban los conductos de humo que comunicaba al vino un aroma muy buscado en esta época.

Dado que el calor espesaba el vino, se diluía en el momento de servirlo. Las proporciones eran en torno de tres a cinco, tres quintas partes de agua y dos quintas partes de vino; o bien lo contrario. Pero, siempre, se vertía primeramente el agua, luego el vino. “Si viertes para beber, escribe Jenofonte, no pongas primero el vino en la copa, sino primeramente el agua, y el vino por encima”.

Esta costumbre estaba tan extendida que se llegaba incluso a elegir una especie de rey del festín, un simposiarca, encargado de vigilar la mezcla del vino.

Así pues los griegos no ignoraban ni el arte de cortar el vino –Homero como hemos visto ya había aludido– ni tampoco, el arte de las sofisticaciones: se perfumaba, por ejemplo, el vino de Biblos con miel y orégano. Otros vinos eran cortados y mezclados para obtener un vino más dulce o, por el contrario, un vino más fuerte, más nervioso. Algunos negociantes tenían la costumbre de añadir agua de mar a sus vinos, bajo pretexto de volverlos más digestivos y evitar la embriaguez.

Para evitar o retardar esta embriaguez los invitados a un banquete tenían la costumbre de ceñir su cabeza con coronas de rosas, de violetas y sobre todo de yedra. Bandas o láminas de metal obtenían, parece, el mismo resultado ejerciendo una compresión sobre las sienes. A este efecto, se comía también almendras amargas antes de la comida; la col hervida pasaba por tener la virtud de disipar la embriaguez.

Beber mucho no era sin embargo apreciado entre los griegos y, en diferentes ocasiones, Homero clama contra el uso poco moderado del vino; aunque él mismo sintiera especial atracción por el vino de Pramme obtenido en las inmediaciones de Esmirna y muy a menudo mezclado –horror– con un poco de agua de mar. Por otra parte, Sófocles reprochaba a Eurípides estar siempre borracho cuando escribía sus tragedias. Y Eurípides no dejaba de devolverle la bala señalando su gusto muy pronunciado por los jóvenes y bellos muchachos.

En algunas provincias de Grecia, los hombres solamente podían beber vino tras el matrimonio. Platón, por su parte, estimaba que no era bueno beber antes de los dieciocho años. Era, sin embargo, sobrio, pero delicado y difícil, y sus banquetes eran renombrados, no sólo por el espíritu que se desplegaba, sino también porque se consumía y no bebía nada que pudiera perjudicar la salud.

En cuanto a Sócrates, aunque era de una gran sobriedad, no la imponía a nadie. Soportaba igualmente bien el vino y la sed. Siempre alegre y espiritual, era un convidado buscado en toda la ciudad y no rechazaba jamás una invitación a menos que no estuviera invitado en otra parte. Recomendaba a sus discípulos no comer si no tenían hambre, y no beber, incluso un vino muy bueno, si no tenía sed.

Las comidas tenían en Grecia un carácter casi religioso: un dios invisible estaba presente en quien hacía las libaciones. Al principio y al final de las comidas, el dueño de la casa extendía sobre el suelo o en el fuego del hogar, un poco de vino contenido en una copita especial.

Si los cuernos vaciados de los animales fueron los primeros recipientes utilizados en la Antigüedad para beber vino, luego se hizo en vasos, más tarde en copas con formas variadas hasta el infinito, según la riqueza de su propietario y su utilización especial. Primeramente fabricados con barro cocido, se fueron sofisticando progresivamente: se cuenta que a Filipo de Macedonia le regalaron una copa de oro de tal calidad que la situaba durante las noches junto a su oreja, temeroso de que alguien la sustrajera.

En las iniciaciones de los misterios de Eleusis, se empleaban diversos tipos de copas. El último día, se servía del pleemoché, un gran vaso en forma de trompo; se llenaba en dos ocasiones y se vertían tras haberlos alzado una a Oriente y otro a Occidente, pronunciando palabras mágicas.

En Roma, Baco reemplazaba a Dionisos. Las bacanales, mucho más libres aún que las dionisíacas, recorrían la ciudad con sus desfiles licenciosos. El dios era de una cualidad menos pura, menos sofisticado. Si, en apariencia, sólo el nombre ha cambiado, no ocurre lo mismo en el fondo de su carácter, tal como lo conciben los latinos. No es ya el iniciador extraño y misterioso, venido del fondo lejano de los mares, es un dios viviente, apegado al gozo de la vida: ama el vino y las mujeres.

Terminados los banquetes griegos con amigos selectos, el vino servía para agudizar el espíritu y el sentido del humor, sin embargo en Roma, serán reemplazados por interminables fiestas donde la embriaguez es el pretexto para todas las licencias.

Sin embargo, beber vino exigía en Roma todo un ceremonial: una primera libación inauguraba la comida; luego, tras los entremeses, se servía el vino perfumado llamado mulsum. Y finalmente, una vez terminaba la comida, el commissatio era una especie de brebaje consistente en una serie de copas que debían ser bebidas de un solo trago.

El vino se conservaba gracias a la resina y al pez que se había mezclado, en ánforas cerradas con tapones de corcho o de arcilla, provisto de una etiqueta, pittacium, indicando el origen de la viña y el año del cónsul que se encontraba entonces en el poder. Las ánforas se consumían durante el festín; y mediante un cazo, calum, se vertía el vino en la crátera donde se realizaba la mezcla con agua enfriada con nieve, o bien calentada, según el tipo de crudo. La proporción del agua añadida variaba de un tercio a cuatro quintos. Se extraía el líquido de la crátera con las copas. En ocasiones uno de los convidados era el encargado de hacer la mezcla; se convertía así, de alguna manera, en el rey del festín y realizaba las libaciones.

La embriaguez no era más que raramente metafísica, y con el Imperio, las orgías eran incontables. Las mujeres que, en la Roma antigua, no tenía el derecho a beber vino, asistían a los banquetes recostadas sobre las camas donde se comía, mientras los invitados se entregaban a excesos entre dos servicios3.

Los vinos de Falerno eran los más apreciados; y e contaba en Roma una anécdota a propósito de este vino famoso: Mecenas tenía por ama de casa a la mujer de Sulpicio Galba, y éste, marido complaciente y cortesano hábil, fingía dormirse después de cenar. Un joven esclavo, creyendo que su amo estaba completamente dormido, quiso probar este vino famoso; pero Galba se dirigió rápidamente a él gritando: “Heu! Puer, non ómnibus dormio!”, “Alto ahí, muchacho, no duermo para todo el mundo!”. La mujer se cede, pero el vino no.

Los mayores poetas latinos han cantado el vino: Columela ha escrito un Tratado sobre la agricultura, en el cual reserva un amplio espacio a los cuidados que hay que practicar en las viñas.

Horacio hizo una filosofía: “Busca en el vino el endulzamiento a las miserias de la vida… y el completento de la alegría que te faltará…”, escribía en su Oda a Munatius Plancus, el fundador de Lyon.

Este poeta amaba que los vinos tuvieran al menos cuatro años de edad. Preconizaba que era preciso beber los vinos junto al fuego, en invierno; en verano, se descansará bajo las sombras para degustar una copa de vino viejo de Masica. Y llegada la tarde, entrando en la noche, se paseará en los bosques para probar el vino de Lesbos en la calma de los claros de luna del verano.

No comprende los que desdeñaban el divino brebaje: “A las gentes que no beben, el dios no les ha reservado más que miserias; por el vino, solamente, se disipan las preocupaciones que nos consumen. Cuándo se ha bebido ¿acaso no cesan las preocupaciones del servicio militar y de la pobreza?”.

Despreciaba incluso tan profundamente a los bebedores de agua, añadiendo incluso que la poesía de quienes no amaban el vino había nacido muerta: Ne vivere possunt carmina quae scribuntur aqua potoribus4. Daba preferencia de Baco sobre Venus: “Muchachos, levantadme sobre un montículo de césped aun verde, poned aquí follajes sagrados, incienso y una copa de un vino de dos años. Una vez hecho el sacrificio, Venus vendrá y será más dulce”, decía a sus discípulos.

Ovidio canta el vino en sus Metamorfosis; pero es sobre todo Virgilio quien celebra la viña y el vino con todo el arte de que era capaz. Le consagra el segundo libro de sus Geórgicas; y este canto destila íntegramente una atmósfera de alegría y paz. Veía a Dioniso–Baco como el dios de las fuerzas vivas de la naturaleza, y luego, desde el principio, el poeta lo invoca y lo saluda:

“Ahora eres tu, Baco, a quien voy a cantar, y contigo los brotes del bosque y los ramas del olivo que crece con lentitud. Aquí, dios del lagar, ven; aquí todo está lleno de tus presentes; en tu honor, cargado de pámpanos del otoño, la campaña resplandece y la vendimia fermenta en las cubas repletas hasta los bordes; aquí, dios de lagar, ven, y despojándote del coturno, moja conmigo tus piernas desnudas en el mosto nuevo”5.

Virgilio está lleno de ternura para las plantas más jóvenes de la viña:

“Y tanto como su primera edad crezca en nueva frondosidad, es preciso preservar su fragilidad; y tanto como el sarmiento se eleve con alegría en los aires, dejarlo a rienda suelta en el espacio puro, no hay que atacar la rama con corte de la podadora, pero, con la uña, corta el follaje y acláralo”6.

Y, más tarde, es preciso que la viña esté al abrigo de las heladas y de un sol demasiado ardiente, a fin de dar una vendimia abundante; para esto:

“Se inmola a un macho cabrío en honor a Baco en todos los altares, juegos antiguos se apoderan de a escena…

“Entonces toda la viña se cubre de una abundante producción; llena el vacío de las copas y las profundidades de las gargantas del bosque, por todas partes donde el dios ha llevado su mirada venerada. Conforme al rito, recitemos los honores debidos a Baco en los himnos de nuestros padres y le llevaremos plantas y pasteles sagrados; arrastrado por el cuerno, el macho cabrío llevado al sacrificio estará en pie sobre el altar; asaremos sus vísceras grasientas en varas de avellano”7.

Pero el vino recolectado era a menudo amargo, Virgilio aconsejaba “prensar en fecha fija (primavera y otoño) una miel dulce, menos dulce que límpida y propia para corregir el áspero sabor de Baco”.

En Roma, entre las fiestas religiosas, las del vino eran las más seguidas. Las vinalia celebraban la floración de la viña y las vendimias, asociando el culto de Júpiter y el de Venus con el culto tributado a Baco. Estas fiestas tenían lugar tres veces al año: el 2 de abril, se celebraba la vinalia priora; el 19 de agosto, la vinalia rustica; y el 11 de octubre, la fiesta del vino nuevo, la meditrinalia, que viene del término griego madha, mosto.

Y durante las grandes fiestas de las vendimias, el carro de Baco, coronado de pámpanos, era arrastrado o acompañado de linces, tigres y panteras. Y Virgilio no puede evitar gritarse:

“¿Qué decir de los linces salpicados de manchas y de los lobos, violenta ralea, y de estos perros?”

¿Y qué decir también de las Bacantes?

Se las representa casi siempre como mujeres con los cabellos desmelenados, medio embriagas a las que la literatura ha atribuido una reputación –merecida o no– de arpías capaces de todo. La leyenda quiere que fueron ellas quienes arrancaron los miembros de Orfeo para vengarse de su falta total de interés por cualquier otra mujer que no fuera su Eurídice. Virgilio canta también la muerte del divino músico cuya lira enternecía “incluso a los corazones de los que no sabían enternecerse”:

“Él [Orfeo] iba, llorando la pérdida de Eurídice y el inútil favor de Dis. Esta ofrenda irritó a los mujeres del país de las Cicones que se sintieron desdeñadas: en una de las ceremonias sagradas y de las orgías nocturnas en honor de Baco, despedazaron al joven y dispersaron los fragmentos de su cuerpo en la amplitud de los campos”8.

Y Tito Livio escribió respecto a las Bacanales:

“No se trataba de crímenes y de infamias que no hubieran sido realizadas y los hombres se entregaban más al desenfreno entre ellos que con las mujeres. Los que rechazaban o repugnaban a estos excesos eran inmolados como víctimas. De estas ceremonias impuras, salían falsos testimonios, falsas firmas, testamentos supuestos, envenenamientos y muertes tan secretas que los cuerpos de las víctimas eran imposibles de encontrar para darles sepultura. Gritos, ruido de tambores y címbalos ahogaban los gritos de aquellos a los que se deshonraban y de los que resultaban degollados”.

El escándalo terminó por estallar, se produjeron arrestos y la asociación de Bacanales fue disuelta por el gobierno de Roma.
© Por el texto original en francés: Louis Charpentier
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