jueves, 14 de octubre de 2010

"El misterio del vino". Louis Charpentier (I PARTE). Traducción

Infokrisis.- Entre 1970 y 1985 se tradujeron varios libros del autor francés Louis Charpentier (Los gigantes y el misterio de los orígenes, El Misterio de los Templarios, El Misterio de Santiago de Compostela, El misterio de la Catedral de Chartres y El misterio Vasco), todos ellos eran de una calidad bastante superior a la de otros sobre la misma temática, el material era original y de primera mano y siempre aportaban algún elemento sorprendente o insólito. Se debió a Charpertier que tuviéramos conociminto de los "compagnons" (los gremios de origen medieval que luego conocimos con mucho detenimiento durante los años que vivimos en Francia y que, en cierto sentido determinó una parte importante de nuestra trayectoria personal). Pero había un libro de Charpentier que jamás fue traducido al castellano a pesar de que se notaba que era un libro escrito con pasión: El misterio del vino. En el verano de 2008 aprovechamos para traducirlo por nuestra cuenta y aquí lo ofrecemos a la consideración de nuestros amigos. Que lo disfrutéis como se disfruta una copa de buen vino.

El misterio del vino
Louis Charpentier


1. La primera cosecha de la historia
En los textos, el vino hace su entrada en la historia con la primera “vendimia”: la realizada por el padre Noé. Este venerable patriarca, hombre de bien, tras haber embarcado a su familia –compuesta por sus tres hijos y sus tres mujeres y niños así como a sus animales familiares– en su navío de tres puentes fabricado para la ocasión, emprende, sobre las olas del diluvio, un viaje que lo condujo hasta el monte Ararat, en Armenia, donde varó. Como buen cultivador que era, plantó la viña a partir de las raíces que había llevado consigo.

De esta viña, recogió la uva con la que se embriagó.

Este episodio nos es relatado por la Biblia en uno de los episodios del Génesis, libro que cuenta el nacimiento del mundo y lo que siguió a la Creación.

Sería exagera considerar esta historia no puede tomarse como la exacta relación de hechos reales, pero parece probable que se trate, como en todas las leyendas, de una adaptación, más o menos novelesca, de recuerdos transmitidos de generación en generación, sobre una gran convulsión que tuvo lugar a finales del paleolítico, hace una decena de miles de años.

La historia antigua dice también que este digno patriarca –que se las daba de hombre de buenas costumbres–, habiéndose emborrachado con jugo de uva, se comportó de forma muy poco inteligente ante toda su familia, llegando a desnudarse para pasar mejor su embriaguez.

Uno de sus hijos, Cam, cuenta la Biblia, mira a su padre desnudo con curiosidad, lo que le valió el amargo reproche de sus hermanos, Sem  y Jafet, que cubrieron a su padre poniendo mucho cuidado de no mirarle.

Se ha sugerido, en diversas obras, que esta leyenda era alegórica y que Cam había simplemente aprovechado la cosecha paterna para extraerle –ya que se había mostrado “desnudo”– secretos de alto valor iniciático; lo cual evidencia que no hizo juego limpio con sus hermanos.

Lo que pensaron las mujeres de la familia no se cuenta en la Biblia.

Era, de hecho, una historia extremadamente antigua, mucho más antigua que Moisés que la escribió, o transcribió, en su Deuteronomio. Aunque Moisés protagonizó, como se sabe, el cruce del Mar Rojo con los hebreos, la historia de este diluvio ocurría en las llanuras del Tigris y del Éufrates.

Es evidente que esta parte de la Biblia –el Génesis– alude a una o, más bien, a varias leyendas que se generaron cuando se produjo la subida enorme de las aguas. Este ascenso de las aguas ha dejado muchas leyendas en diversas memorias populares para no ofrecer una apariencia o, al menos, una posibilidad de verdad.

El conjunto no puede ser totalmente rechazado como si careciera de valor histórico. Pero si este caso es admisible, y este documento posee algo de verdad, crea por ello bastantes misterios cuya solución no es del todo evidente

La historia de Noé, tal como la cuenta la Biblia, plantea diversos problemas, por no decir enigmas: el arca en primer lugar, a continuación el mismo Noé y su familia, luego su propio nombre y, finalmente, el vino.

Parece evidente, dada la época en la cual debió tener el episodio, es decir cuando se produjo el diluvio universal, que la historia es muy antigua y que de ella ha debido arrancar la “creación” de una leyenda popular transmitida a través de los siglos hasta los semitas que, en el tiempo del Deuteronomio, la han recuperado y adaptado con fines más o menos personales y locales.

El principal  y primero de estos misterios es la construcción del arca.

La época de esta fabricación y de la navegación que pudo tener lugar, parece ser el período glacial conocido en el hemisferio Norte y que cubrió gran parte de este hemisferio con hielos y glaciares hasta los Pirineos, al menos por lo que respecta a Europa. Las llamadas glaciaciones de Wurms V, ocurrieron en torno a los ocho milenios antes de nuestra era.

En este casquete glaciar se han encontrado suficientes rastros para saber que no se trata de un mito, y en algunos lugares, como en el Polo Sur actual, alcanzaba varios kilómetros de espesor.

Esta masa helada, en la longitud que nos interesa más particularmente, afectó sobre todo a Escandinavia y Rusia: representaba una superficie enorme, fantástica. Desde que Wegener ha emitido su teoría sobre la deriva de los continentes, se sabe que la corteza terrestre está formada por cierto número de “placas”, que se superponen o se cabalgan. Se equilibran unas a otras por un fenómeno llamado epirogénico: cuando una baja, la otra sube y viceversa.

Es probable que esta masa continental escandinava estuviera en equilibrio con la masa atlántica sobre la que se situaba el continente que llamamos la Atlántida. Y, antes de iniciarse la fusión de estos glaciales, el macizo escandinavo estaba en equilibrio con la masa atlántica, que llamamos la Atlántida. Y, al iniciarse la fusión de estos glaciares, el macizo escandinavo fuera ascendiendo –y continúa haciéndolo, por otra parte– remontando a razón de un centímetro por siglo.

Sería este contrapeso el que, en parte, pudo contribuir a hacer bascular la Atlántica en beneficio del ascenso de Escandinavia, ascenso del que queda constancia por la profundidad de los fiordos.

Parece que puede evaluarse en torno a 200 metros el ascenso del nivel de los mares provocado por la totalidad de las aguas glaciares fundidas. En efecto, existe un fenómeno que los geógrafos no consiguen explicar: en el perímetro de los continentes, el descenso es suave hasta un nivel que suele llamarse la plataforma continental; luego, bruscamente, pasa hasta el fondo del mar.

Esta plataforma continental tiene una profundidad uniforme, absolutamente uniforme, en toda la superficie de la tierra: 200 metros.

La fusión de este casquete glaciar sumergió, pues, una gran superficie de las tierras más bajas, remodelando, en suma, la configuración de las costas europeas que eran mucho más abruptas, desde Groenlandia hasta el golfo de Gascuña.

Al mismo tiempo, este diluvio, según las tradiciones griegas, arrasó literalmente todas las tierras cultivables que se encontraban en los países donde el suelo no tenía más de un metro o dos de espesor; la tierra arable resultó arrasada, arrastrada. Se trató de una catástrofe de la que los pueblos egipcios y griegos, de una parte y las tradiciones hindúes de otra, nos han aportado cierto número de relatos históricos y de leyendas que nos permiten seguir el proceso. Pero en Occidente, no hay ninguna relación hasta el presente y por un buen motivo.

Naturalmente, si se cree la Biblia – y ¿por qué no habría que creer en ella?–, el responsable de esta inundación es Dios. Se podría decir que Dios era responsable del verano boreal que provocó la inundación, siendo por naturaleza responsable de todo…

Noé fue advertido por Dios, según la Biblia; o bien –lo que es igualmente admisible– era más sabio de lo que generalmente se admite. Y por otra parte, está fuera de toda duda que era notablemente sabio, como mínimo ingeniero en construcciones navales.

Porque, si se lee la Biblia en sus detalles, el arca no era un pequeño navío impermeabilizado con brea, como los que existían y existieron hasta hace pocos siglos, utilizados por los “navegantes” del Éufrates.

El arca se construye para navegar, en proporciones que son las que durante siglos han conservado los constructores navales. Tenía 300 codos de largo. Lo que constituye un “pequeño” barco de placer de 150 metros de eslora, con 50 codos de manga, es decir, 25 metros. Además, su calado es de 30 codos, es decir 15 metros Tales proporciones corresponden a las de un navío de altura.

Además, para instalar los animales que Noé, al parecer, había recogido antes de emprender su navegación, lo construyó con tres “pisos”, lo que, en términos marinos, quiere decir un navío de tres puentes.

Ya que por definición, Dios sabe que la madera puede ser sometida a los ataques de las lapas y los moluscos, decidió –y Noé tras él– que la madera que sería empleada para el arca debía ser resinosa. Esta madera resinosa, la encontramos más tarde en el arca que albergó en su interior, según se cuenta, a las Tablas de la Ley; es una madera muy resistente gracias a la resina no permite a los moluscos instalarse.

Noe adoptó una precaución suplementaria, sugerida por el Eterno: forró el arca con betún en el exterior y lo calafateó en el interior para evitar las posibles debilidades o imperfecciones del casco.

Algunos piensan que el lugar donde vivía Noé y donde construyó el arca, debía ser Mesopotamia, pues la madera de la cual se sirvió era sin duda el cedro del Líbano. Esta manera llegaba allí flotando sobre el Éufrates desde Siria. En cuanto al betún, existía en la proximidad de las orillas del río y se utilizaba desde la antigüedad. Está cerca de un país donde el aceite mineral, el petróleo, fluye a ras de suelo, y era un sistema empleado habitualmente desde tiempo inmemorial, mediante el cual los navegantes del Éufrates impermeabilizaban los barcos cubriendo su casco mientras descendían por este mismo río. Es pues normal que el narrador que recupera la vieja leyenda de Noé, indique la utilización de este sistema.

A este respecto, es preciso recordar que el pueblo que compone la Biblia es un vecino directo de un pueblo de navegantes, los fenicios, que pueden haber dado informaciones a quienes adaptaron la historia, no solamente respecto a la madera empleada, sino al plano del navío e incluso en otros detalles suplementarios. La memoria había conservado el recuerdo de un barco de gran envergadura.

Hay un hecho cierto: este barco era insumergible y estaba cerrado herméticamente, como nuestros actuales submarinos o de lo contrario ¿cómo habría podido flotar entre olas acompañadas verosímilmente de vientos extremadamente violentos, de lluvias “diluvianas” y, sin ninguna duda, de fuertes temblores de tierra?

Por otra parte, la Biblia es formal y no menciona nunca un barco, sino un arca, es decir un cofre que debía ser manejado de forma tan hábil, tan sabia que siempre, a pesar de los elementos desencadenados, estaba en condiciones de recuperar su equilibrio y no encontrarse bruscamente –la expresión dice exactamente lo que quiere decir– con “el culo por encima de la cabeza”.

Habitualmente estamos sometidos a los prejuicios de la época romántica y de Víctor Hugo con su Caín cubierto con pieles de animales. Imaginamos todavía a los hombres del paleolítico como salvajes. Pero el Señor que tenía la ciencia y la posibilidad técnica de construir un navío así, debía tener otras técnicas a su disposición, tales como la selección de los granos, la domesticación de los animales y la cría del ganado.

Y el segundo enigma que se plantea: ¿Quién era Noé? ¿Y de dónde venía?

Es posible que Noé fuera un personaje similar a los semidioses de la Antigüedad griega; pero quizás también se aludiera con este nombre a una tribu o a un conjunto humano; en todo caso, estaba acompañado por una familia que quizás fuera mucho más numerosa de lo que nos dice la Biblia.

Este libro sagrado –que por el momento, es nuestra única referencia– nos dice que el arca queda varada sobre el monte Ararat, pero permanece absolutamente mudo sobre el lugar del que partió. ¿De Mesopotamia? Sería lógico si se considera el estanque mediterráneo. Pero ¿dónde y cuándo Noé hubo abandonado tierra firme?

La Biblia no indica ningún medio de navegación; pero no ha sido escrita ni por un pueblo marino ni siquiera por marineros. Es una leyenda procedente de un tiempo muy remoto, que viene de no se sabe dónde, pero a la que la mano de moisés no parece ajena. Moisés –y tal es la opinión de Freud– no era completamente semita, sino egipcio, y sin duda de sangre faraónica, como lo demuestra su vinculación al Templo.

Se sabe gracias a Platón, que los templos egipcios habían conservado el recuerdo, e incluso documentos, relativos a acontecimientos muy antiguos.

El recuerdo más antiguo conservado por los egipcios era el de la desaparición de la Atlántica, tragada por las aguas durante el último período glaciar, y que parece tener que ver, precisamente, con la fusión de enormes placas glaciales del hemisferio Norte, que hacían la inundación ineluctable, y cuya época puede situarse en el período indicado por Platón: del 8.000 al 9.000 antes de nuestra era, poco más o menos la fecha en la que la Biblia ha podido fijar el famoso diluvio. Efectuando excavaciones en Ur, el arqueólogo Woolley encontró una capa de limo de tres metros de espesor sin relación con los restos de civilización descubiertos por encima de esta capa de arcilla. Era la demostración de la universalidad de este cataclismo.

Lo que deja suponer que, después de todo, el fragmento de la Biblia relativo a Noé no era una invención pura y simple, sino que era posible que la leyenda procediera de Occidente, lo que daría a Noé un origen poco oriental y sobre el cual nos será necesario volver.

Es evidente que Noe es marino, y no solamente marino, sino que procede de un país en el que se construyen navíos y donde se sabe construirlos. Lo que construye Noe es un verdadero navío de carga, bien dotado para la navegación de altura. Es una explicación a la que hay que añadir otra. Se han descubierto muchas cosas sobre la cultura egipcia en los últimos 70 años, entre otras cosas que esta cultura es el origen de toda cultura, tanto de Grecia como del Próximo Oriente. Un descubrimiento muy reciente explica perfectamente los hechos del pasado:

Hace algunos años, se descubrió en el museo de El Cairo, que la estatua de uno de los faraones más celebres, Ramsés II, e deterioraba rápidamente bajo la acción de diferentes microbios. Se creyó entonces que la ciencia médica occidental podría restaurar suficientemente esta momia y que sería posible, no curarla, sino cuidarla para que tuviera una apariencia más soportable. Se la expidió a Francia donde esta momia deteriorada recibió los cuidados apropiados y fue remitida en estado de conservación.

Lo que no estaba en el programa, es que se había aprovechado para examinar la momia de una forma bastante exhaustiva a fin de encontrar el origen racial de faraón Ramsés II.

Se descubrió que, contrariamente a lo que habían pensado muchos sabios, el origen racial de Ramsés no era en absoluto oriental, ni siquiera próximo–oriental o abisinio, sino que el faraón pertenecía a una raza occidental africana, surgida de África del Norte, Magreb–el–Aksa. De hecho, este faraón, como sin duda sus predecesores, eran bereberes; lo que –si se remonta lo bastante atrás en la Historia o en la Prehistoria– significa que era de raza cro–magnon.

Y en la Tradición oriental con una gran T mayúscula–, no se nos dice que las gentes hayan llegado del Este, sino que se nos dice que han marchado hacia el Este. En todas las iniciaciones auténticas, se debe hacer el periplo hacia el Este, entrando por el Oeste; como en las catedrales, por ejemplo.

Es evidente que la expresión “marchar hacia el Este” no es sólo simbólica sino que corresponde ciertamente a algo concreto, a una tradición tan antigua que se ha perdido el recuerdo.

Con la poca síntesis que se ha podido hacer de los movimientos de población antes de la escritura, se tiene prácticamente como cierto que los egipcios no han llegado del Este, sino del Oeste. Las tradiciones egipcias son formales a este respecto: los que son anteriores a la primera dinastía venían de Occidente, allí donde circulan las barcas de los Muertos.

Por otra parte, algo que no deja de sorprender a los que, teniendo conocimiento de morfología humana, contemplan la estatuaria egipcia, es la similitud de la raza egipcia antigua con los rostros europeos. No hay ninguna otra raza, en África o en Asia donde se les pueda encontrar: ni entre los orientales de origen semita, ni entre los arios llegados del norte del Caspio; estos últimos tienen ángulos faciales completamente convexos, los turcos y los iranios también, así como los arios de la India. Por el contrario no hay ninguna duda sobre el paralelismo que puede establecerse entre el ángulo facial de las cabezas de estatuas egipcias y las poblaciones europeas del Oeste.

Las conclusiones sobre el origen de Noé permiten aproximarnos con facilidad a Atlántica de donde habría llegado en el arca, con su familia, sus rebaños, sus simientes y sus cepas de vino y, sin duda, también sus servidores.

No escribo a la ligera: Noé era un Cro–Magnón y un atlante que logró escapar a la catástrofe. Existen muchas leyendas en cuanto al origen de los vascos: una de ellas pretende que tenían como ancestro al patriarca Tubal, nieto de Noé, hijo de Jafet, y que era uno de los últimos supervivientes de la Atlántida, esto es, supervivientes del diluvio. Esta leyenda –u otra– afirma que Noé hablaba la lengua vasca, es decir el euskera, la lengua más antigua de Occidente, y cuyas raíces se encuentran en idiomas de numerosos países.

Esta tradición no puede en absoluto equivocarse sobre los orígenes de Noé, pues la historia databa de un tiempo y de un país en el que vivía un pueblo de marinos, que habían heredado de una civilización tal que incluía la técnica para construir barcos capaces de navegar en alta mar. Pero esta leyenda no es completamente exacta en lo que respecta a los vascos, los vascos no han llegado de ningún sitio: estaban instalados allí donde están hoy desde hace 30.000 años, y sin duda más. Lo que no excluye en absoluto el origen atlante de Noé y su raza cro–magnon.

Es igualmente evidente que la familia de Noé exige un estudio particular. La Biblia especifica que cada uno de sus hijos dio origen a las tres razas del Próximo y del Medio Oriente, evidentemente conocidas por su redactor (o por los distintos redactores del Pentateuco).

Noé, como hemos visto, como cae por su propio peso, no era semita. Aunque el pueblo hebreo lo haya integrado en su historia, era imposible que fuera semita, pues el primer semita de la Biblia es el hijo mismo de Noé, y su nombre es Sem. Antes que él, primero por el nombre y luego por la raza, no existen semitas, y su padre si hubiera pertenecido a esta raza hubiera debido ser el hijo de su hijo, algo que no parece muy serio.

Luego está Cam; sobre él los redactores de la Biblia indicaron que son los del país de Canaan, es decir el lugar que los semitas habían elegido como Tierra prometida. Se prepara el terreno para la leyenda declarando que, por orden del Eterno, Canaan será el servidor de Sem e, incidentalmente, sin apoyar, de Jafet. Pero Jafet habitará en las tiendas de campaña de Sem y será, de alguna manera, su invitado.

Cam era de piel oscura y de él, al parecer, desciende toda la raza africana. En cuanto a Jafet engendra a los jafetitas que los Antiguos daban como ancestros de los occidentales.

Se puede pensar, aunque no sea quizás muy razonable, a propósito de estos tres hijos de Noé, que son tres troncos diferentes –aunque se les pretende surgidos del mismo padre– y que, después de lo que sabemos actualmente, no pueden ser de la misma sangre. Pero ¿eran de la misma madre?, o incluso ¿no podían ser hijos de una esposa y de varias concubinas?  A decir verdad, ignoramos absolutamente como estaba organizada la sociedad y la familia antes del diluvio.

Además es posible también –y en mi opinión mucho más probable– que el patriarca nombrara a sus hijos y considerase como tales, a los hombres jóvenes que, embarcados con él y con su familia en el Arca, habían compartido los mismos peligros. Este tipo de situaciones acercan mucho más que los lazos de sangre. Y tal era sin duda la opinión de los redactores de la Biblia.

Pero, si recurrimos a Platón –quien nos ha legado la mayor de las informaciones sobre la Atlántida que le venían los sacerdotes egipcios– nos explica en el Critias que, sobre el continente hundido, vivían tres razas: una blanca, otra roja y otra negra1. Eran pues hombres de estas tres razas diferentes las que, según la Biblia, acompañaban a Noé durante su periplo venturoso. Naturalmente, Platón no habla de la raza semita; como tampoco se alude en las Escrituras a la raza roja; pero todo lleva a la existencia de tres razas, y esto da que pensar.

¿Y no habría, intencionalmente, en la Biblia o al menos en su redacción, un parangón y una similitud entre los propietarios de la viña y esta dispersión, recíprocamente a los troncos humanos primitivos?

Ocurre, en efecto, que la viña tiene ciertas similitudes con el hombre que no pueden rechazarse a priori.

Esto explicaría este nombre de Noé. Hay otro elemento que puede, en rigor, considerarse como un enigma, pero que, personalmente, me encanta: se sabe que el vasco es actualmente la más antigua, la más vieja lengua de Occidente y se admite que algunas raíces de sus palabras vienen directamente del período glacial donde el país estaban habitados por la raza de Cro–Magnon.

Así, “parece, y los lingüistas vascos están convencidos, que la tierra en tanto que suelo, lur, tenga la misma raíz que la nieve, elur; otro tanto ocurre con los nombres de la piedra: arri y del hielo karri; y también horma, que es una pared en Vizcaya, y también tiene el sentido de hielo en Navarra, en Labourd y en Guipúzcoa; recuerdo de un tiempo donde el  suelo era de nieve, el hielo de bloques parecidos a las piedras y los muros de hielo”2.

Para volver a Noé, el vino en vasco –y el nombre es antiguo, sin duda más antiguo que el diluvio– es ano. La inversión de sílabas en una lengua aglutinante es algo bastante corriente. Ano o noa, estarían verosímilmente comprendidos de la misma manera. De hecho, el nombre de Noé sería, después de todo, el nombre del vino. He dicho bien, los Noé, pues no habido uno solo, sino varios, y volveremos más adelante sobre este tema.

Para terminar con la etimología de su nombre, la palabra Noé, si hemos de creer en la Biblia, procedería de Noah, lo que, en hebreo, quiere decir “reposo”.

“Padre Noé que plantaste la viña…”, escribía Villón. Lógicamente –y la Biblia es formal sobre este punto– Noé no siembra semillas de uva, ni tampoco uvas como podría haberlo hecho con cualquier otro fruto, sino que planta viña –cepas de viña, para ser más concreto– con la cual sabe que obtendrá una uva vinificable: su uva, a partir de la cual estará en condiciones de hacer su vino.

¿Intentaba reconstituir un “crudo” anterior al diluvio? Un crudo para el cual, mediante injertos o de otra forma, tenía preparada una variedad de viña que era preciso luego adaptar a la nueva tierra donde la debía ser plantada.

Es por ello que es posible preguntarse si, plantando su viña, Noé no tuvo la intención de obtener cualquier vino, sino el tipo vino que le asegurará la embriaguez que deseaba y que habría buscado; una embriaguez de la que podía extraer un estado particular de conciencia, como hacen ciertas tribus y algunos pueblos por medio de plantas somáticas o alucinógenas.

En estas condiciones, esta famosa “cosecha” del padre Noé toma una apariencia muy alejada de la que le presta la Biblia y dejaría suponer que el estado de conciencia obtenido no debía en ningún caso ser perturbado por su familia; de ahí la disputa entre los tres hermanos.

Es preciso no olvidar que en la Antigüedad, la embriaguez era considerada como una forma de éxtasis místico, adquiriendo de alguna manera un carácter religioso que permitía evadirse provisionalmente de sus preocupaciones y fatigas, y sobre todo, volviendo más agudas las percepciones. Ese éxtasis parecía estar en condiciones de reaproximar el hombre a la divinidad mediante un estado de conciencia diferenciado que le permitía “hablar” con él, incitarle a nuevos ensayos, y experiencias nuevas que harían avanzar la civilización.

De hecho, Noé ¿hizo realmente este vino, causa de la borrachera que se le atribuye? Sin duda plantó la viña cuyas cepas había llevado con otras simientes. Pero no desde luego sobre el monte Ararat –a más de 5.000 metros de altura, donde era improbable que pudiera arraigar su viña– y sin medios vitícolas, ¿hubiera sido capaz de transformar su uva en vino? ¿hubiera estado en condiciones de obtener una transformación alcohólica suficiente para alcanzar esta famosa primera vendimia?

Sin embargo, esta fermentación no era absolutamente necesaria para ingerir el mosto, pues no solamente el alcohol juega un papel importante en el vino; también el gas carbónico que se desarrolla en el interior del abono, en pequeñas dosis, tiene un efecto euforizante. Así, el mosto absorbido sería, a causa del calor del estómago, capaz de transformarse en líquido alcoholizado que podía pues permitirle alcanzar este estado de embriaguez.

Se podría en rigor imaginar que Noé solamente comió uva o bebía su mosto. Pero la Biblia dice formalmente y sin ninguna ambigüedad, que Noe hizo vino.

Podemos dar como una hecho comprobado, pues, que un hombre, un iniciado, superviviente del diluvio, Noé o cualquier otro, llegó del mar con cepas de viña, las plantó, las cultivó, recolectó la uva e hizo vino.

Sin embargo, no es menos cierto que el vino no podía existir sin el hombre. Se puede admitir la viña solitaria, la viña salvaje que da su fruto como cualquier otra planta. Se puede igualmente admitir que el hombre ha podido prensar una y obtener mosto. Solo que el resultado es zumo de uva, mosto; no es vino.

Es concebible, e incluso probable, que los hombres hayan bebido primero el mosto; más tarde, sin duda, han pretendido conservarlo, lo que normalmente debió favorecer que se generarse alcohol.

Cuando tras el diluvio, Noé hizo el vino, es que ya sabía hacerlo y seguramente conocía también sus efectos. Así pues esta primera cosecha de la historia, ¿quién nos dice que era la primera cosecha de Noé?

2. Los Noé

En verdad, la historia del diluvio no es específicamente hebraica y el hecho de que esté incluida en la Biblia no es razón suficiente para aceptarla como la exacta relación de los hechos reales; otras leyendas concordantes, como la de Gilgamesh, permiten pensar que quizás se trató de un episodio localizado de supervivencia que siguió a la gran convulsión que tuvo lugar a finales del paleolítico –en torno a una decena de miles de años– provocando en el Oeste el hundimiento de un continente entero, la Atlántida, y en el Este, una catástrofe cuyo recuerdo ha permanecido en la memoria de los pueblos bajo el nombre de diluvio.

La historia descrita en la Biblia –pues existen otras– sitúa el desembarco de Noé sobre el monte Ararat situado, tal como hemos visto, en Armenia.

Las historias similares a Noe abundan. Bajo este nombre u otro, “Noé” atracó su navío en muchos lugares al concluir lo que se llamó el “Diluvio Universal”. Son, evidentemente, como en la Biblia, historias más o menos legendarias que se han transmitido de boca a oreja, desde entonces. Quizás se trate siempre de la misma historia a la que se han cambiado los lugares en función del folklore local.

Así Noé, el propio Noé bíblico, desembarcó en la costa de Galicia, en un lugar muy próximo a Santiago de Compostela, cerca del lugar donde, más tarde, llegaría Santiago el Mayor, cuyo cadáver condujo Dios en una barca sin timonel, franqueando, contra viento y marea el estrecho de Gibraltar y remontando –con ayuda de Dios solamente– hasta lo alto de la península ibérica.

La leyenda popular ha conservado el nombre de Noya; es un pequeño puerto situado en una ría que domina las colinas de Aro, cuyo nombre se parece mucho al Ararat de Armenia. No se recuerda –o se ha olvidado– que el patriarca haya plantando viña en este lugar.

“Noya y los montes Aro están situados al término de una peregrinación cuyo camino está trazado desde la antigüedad por lugares con nombres de estrellas

 “La peregrinación que partía de San Odilia en dirección al Océano tenía su término en una ría de los montes de Arrée”1.

En Noya las piedras funerarias de los Compañeros (* Compagnons: miembros de los gremios medievales de los distintos oficios) muestran que fue para ellos un lugar de peregrinación, el mismo lugar donde había amarrado un iniciador.

Otro Noya, no lejos de otros montes Ajo, existe igualmente en la costa de Vizcaya, en el País Vasco.

Existe también en Catalunya, no lejos de Barcelona, un San Saturio o Sant Sadurní d’Anoia2, la Noela de Plinio, que pretende haber sido fundada por Noé y es un importante centro vitícola; y, para que conste, el escudo de la villa muestra una representación del arca.

Durante mucho tiempo ha persistido la leyenda del tránsito de éste mismo Noé en Tánger donde se posaría el arca sobre las alturas del cabo Espartel que, por otra parte, en tiempo de la dominación romana sobre Tingitania, llevaba el nombre de Ampelusia, es decir “Cabo de las Viñas”; y efectivamente, sobre los acantilados de este cabo se encuentran viñedos muy antiguos.

Y esto no es todo: en la costa Atlántica de América Central existe un lugar donde desembarcó, al parecer, un iniciador de alguna manera homólogo a Noé, que fue llamado Nihi. En el Popol Vuh maya, se encuentra en varias ocasiones, tal como escribe Marthe Ruspoli, una cita: “Venimos del Este”. Esta afirmación, diametralmente opuesta a la que se repite frecuentemente en los textos egipcios: “Hemos venido del Oeste”, es particularmente interesante3.

Podríamos pensar, con cierta lógica, que la Biblia, en tanto que libro muy antiguo utilizado por las religiones hebraica, cristiana y musulmana, contiene leyendas que pudieran haber sido recuperadas y localizadas por los representantes de estas tres religiones a través de su historia, pero la leyenda del cabo Espartel, de origen bereber, era completamente ajena a esta Biblia. Pues si los árabes son, en efecto, semitas, los bereberes son de origen cro–magnón.

Aunque si se cree a algunos autores, la Biblia habría sido redactada en el siglo VI o, como máximo en el VIII antes de JC, por cuarenta Sabios hebreos, a las órdenes del Sanedrín. Por ello un gran número de relatos y de leyendas que corrían de boca a oreja desde hacía siglos en Palestina y en Egipto, y verosímilmente en toda la costa Sur del Mediterráneo, fueron recopilados e incorporados al patrimonio del pueblo judío.

Parece que al menos parte de la historia de Noé, tal como se la encuentra en el Deuteronomio, tras el Génesis, ha sido concebida y contada en las llanuras de Mesopotamia donde se ha encontrado una parte sobre tablillas de arcilla en las ruinas de la biblioteca de Nínive, la más célebre de la Antigüedad. El rey Asurbanipal la había hecho construir en su capital, a orillas del Tigris, en el siglo VII antes de JC.

En trescientas estrofas de cuatro versos, las tablillas que nos interesan cuentan el relato de las aventuras del rey Gilgamesh, epopeya de un hombre que vivió antes y después de la gigantesca inundación que fue probablemente el diluvio descrito en la Biblia.

Estaban grabadas sobre placas de arcilla con escritura cuneiforme, y en lengua, la hablada en la corte durante la época de Asurbanipal.

Otros documentos dejan suponer que este Gilgamesh era conocido en todos las grandes Estados del Oriente antiguo, pues su epopeya, con algunas variantes ,era contada tanto en Babilonia como en Ur y traducida por los escribas egipcios. La onceava de estas tablillas, del ejemplar de Nínive, cuenta así la historia: Gilgamesh, rey particularmente poderoso, decidió adquirir la inmortalidad y para ello emprendió un viaje para pedir el secreto a su antepasado Utnapishtim; a su vez, éste lo había recibido de los dioses. Utnapishtim vivía en una isla cuya situación no queda, geográficamente, determinada en el relato.

Tras un venturoso viaje, Gilgamesh, logró llegar a la isla donde vivía su abuelo, al que interroga a éste sobre el “misterio de la vida”.

El ancestro le confió que en otro tiempo había vivido en la ciudad de Shurupak y que era un fiel del dios Ea. Cuando los dioses decidieron hundir la humanidad mediante un diluvio, Ea –como Yavhé para Noé– advirtió a su fiel y le dio la siguiente orden:

“Hombre de Shurupak, abate las paredes de tu casa, construye un barco, abandona la riqueza y busca la vida; olvida los bienes y salva tu existencia. Carga el barco que habrás construido con todo tipo de simientes de vida. Y, sobre todo, construye el barco según normas bien establecidas”.

El relato que sigue a continuación, explicada por el sumerio que la ha recibido, es precisamente la aventura que la Biblia atribuye a Noé.

Ayudado por obreros, Utnapishtim construyó su barco con unas dimensiones, según la leyenda, netamente superior al arca atribuida a Noé; su superficie era de 12 iku (en torno a 2.500 m2), su calado era de 10 gar (1 gar = 6 metros).

“Le he dado seis puentes, añade el anciano, y lo dividiré en siete compartimentos”.

Señalemos que Noé se había contentado con apenas tres puentes, que ya era en aquel tiempo un gran embarcación.

“Cuando la construcción estuvo acabada, organicé una gran fiesta. Bueyes y corderos fueron sacrificados por quienes me habían ayudado en mi trabajo. La sidra, le cerveza fina, el aceite y el vino corrieron como si se tratase del agua de un río; luego me refugié en el navío para afrontar el diluvio, con mis hijos, mi esposa y las esposas de mis hijos.

“Anteriormente, antes de que comenzara el diluvio, embarqué animales diversos y a los obreros que me habían ayudado a construir el barco.

“Cargué también todo lo que poseía en simientes de vida y cerré la puerta.

“Y, poco después, las nubes negras se amontonaron sobre nosotros. Todo lo que era claro se convirtió en oscuro”.

Entonces los dioses, sorprendidos por el cataclismo que ellos mimos habían provocado, lloraron y se arrastraron por la tierra como perros”, luego se refugiaron en lo más alto del cielo.

Pero los elementos continuaron desencadenándose “durante seis días y seis noches”. Solamente en el séptimo día la tormenta amainó, entonces “toda la humanidad se hubo transformado en barro”. Tal como se atribuyó más tarde a Noé, el barco se posó sobre una montaña, el monte Nisir que, dice el relato, “recibió el barco y le impidió seguir navegando”.

De hecho, Noé no fue pues el “inventor” del vino, si hemos de creer este relato, sino más bien Utnapishtim que, por otra parte, fabricó este vino y lo distribuyó antes incluso de emprender su viaje.

Permítaseme un paréntesis: se dice que Gilgamesh –que se pronunciaba sin duda Guilgamesh– era un gigante. ¿Acaso no podría ser el ancestro de nuestro Gargan, el gigante de piedra? El Gargantúa presente en la obra de Rabelais y del cual anteriormente la Iglesia había construido la leyenda de San Jorge, el héroe del dragón, en la vouivre*.

Al igual que la Biblia, la epopeya de Gilgamesh no permite determinar geográficamente en qué lugar pudo obtener Noé la viña que, más tarde, consiguió replantar, ni, por otra parte, dónde la hubo reimplantado; ignoramos igualmente en que isla y sobre qué continente, Utnapishtim encontró sus cepas.

Esto es evidente. Así mismo parece posible que estos marinos y constructores de barcos, este Noé –que lleva el nombre mismo del vino– o bien Gilgamesh y sin duda otros muchos, fueron navegantes que no podemos evitar llamar atlantes: fueron los supervivientes de la catástrofe de la Atlántica y, entre ellos figuraban no solamente marinos, sino también cultivadores –a menos que ambos, cultivadores y marinos, fueran embarcados en el arca– quienes conocían la viña y el vino, y la forma de elaborarlo.

Estos iniciadores–navegantes, de los que muchas civilizaciones conservan el recuerdo, como la del mismo diluvió que había sido conservado en la memoria de los hombres a través de milenios con amargura, juzgaron necesario facilitar una explicación que el hombre era impotente para dar. De ahí que introdujeran a una Indidualidad divina para salvar todo lo que las aguas habían destruido, es decir, la figura de un dios que asumía las necesarias responsabilidades e inflingía a los hombres un castigo, y para eso era preciso un motivo.

Para Utnapishtim fue Ea quien se comportó como un ingeniero naval dando a su protegido el plano de un navío de altura, que aquel debió construir.

Para Noé, fue Yaveh quien dio las indicaciones para elegir la madera, la construcción e incluso el calafateado para evitar la acción del agua.

Si esta manifestación divina hubiera sido, en efecto, muy difícil admitir que un patriarca, sin personales conocimientos navales por su origen de habitante de Ur, haya estado en condiciones de construir un navío de tres puentes que no pudo realizarse hasta mucho después en pueblos que sobrevivieron al diluvio; y un navío que, en alta mar y en medio de las tempestades pudo mantenerse a flote hasta alcanzar la tierra firme.

Con o sin manifestación divina, ni Gilgamesh, ni tampoco Noé, fueron los únicos en salvarse del diluvio. Las leyendas de viajes muy antiguas que se han conservado, son tan frecuentes en diversas partes del globo que incluso civilizaciones hoy completamente desaparecidas han dejado huellas, tanto en Europa como en Oriente, o entre los pueblos antiguos de América.

Y siempre, en todas estas leyendas, se reproduce el mismo leitmotiv: es un hombre llegado del mar quien ha enseñado a los pueblos y les aporta la civilización… y la agricultura.

Así, Sumer que tuvo un origen marítimo tuvo también su iniciador. Se sabe que las orillas del Golfo Pérsico han sido fuertemente modificadas en el curso de los tiempos, y ciudades que se encontraban en la orilla del mar, hace 6.000 u 8.000 años, han resultado sumergidas, como Eridu que parece haber sido la más antigua ciudad sumeria.

Sobre los muros de los palacios, Beroso había encontrado el mito de Oannes. Según la leyenda, antes del diluvio –¿seguro que era antes del diluvio o quizás después? ¿poco o mucho tiempo después? bien, digamos solmaete antes del diluvio– surgió en el Golfo Pérsico, una criatura extraordinaria cuyo cuerpo bajo la cintura era el de un pez, pero cuya cabeza y busto era el de hombre. Algunos decían que se trataba de un hombre, pero que se había cubierto con la piel de un cetáceo y solamente parecía un pez. Por otra parte, tal como se le puede reconocer en algunos bajorrelieves encontrados se trataba de un ser humano, pero con el cuello hundido entre los hombros en una especie de vestido.

Algún lector podrá pensar que llegaba de otro planeta… pero es mucho más verosímil decir que venía, simplemente, de otro continente.

Sea como fuere, este Oannes pasaba el día entre los hombres enseñándoles las letras, las ciencias y las artes, las leyes, la geometría y la construcción de ciudades y de templos e incluso la astrología; los inició en la agricultura y en todo lo que podía mejorar su existencia.

Al anochecer regresaba al mar.

Hubo, según parece, una primera aparición de Oannes en persona, en las orillas del mar Eritreo. Luego, vinieron otros seres, semejantes a él, vinieron para “exponer en detalles y capítulo a capítulo, las cosas que Oannes les había expuesto sumariamente”. Es decir que venían, no simultáneamente, sino uno tras otro, para acabar la obra civilizadora iniciada.

Y esto plantea una pregunta: ¿por qué este Oannes parte de cuyo cuerpo parecía ser el de un pez, no sería el antepasado de nuestras legendarias y conocidas sirenas?

¿No se habría tratado de humanos, llegados de esta civilización occidental que intuimos muy avanzada, que para nadar y mantenerse más fácilmente a flote evitando los efectos del frío, hayan revestido su cuerpo con una especie de un traje impermeable que les habría hecho parecerse a semi–peces?

No hay que olvidar que todas las leyendas tienen su parte de realidad.

Otra leyenda, algo diferente de la primera, originaria de esta misma ciudad antigua sumeria, Eridu, cuenta que un dios sabio y bueno, Enki, dormía en su palacio de aguas subterráneas. Era el rey del gran abismo de las aguas, el dios de la magia, de la sabiduría, de los artistas y de los artesanos.

Ante todo, se repite siempre el tema de un dios, o un rey, en todo caso un iniciador que venía del mar y que, según algunas leyendas, volvía periódicamente a él. ¿Durante la noche? ¿para descansar? La leyenda cuenta que iba para dormir. Sin duda, sobre un navío; sobre un barco confortable. A pesar de aludirse al “palacio de las aguas subterráneas”, es difícil hablar de submarino; ninguna mención ha sido hecha por Platón que, sin embargo, evoca puertos de la isla Atlántica que abrigaban grandes navíos que comerciaban en todos los mares del mundo.

En cuanto al nombre Oannes, ¿no sería una metátesis de Noe? Cuando se dispone de la relación de todos estos iniciadores orientales se percibe que empiezan todos con el vocablo, anu, de donde pudieron derivar tanto Oannes como Noé.

Al igual que el hebreo Noé y que el babilonio Utnapishtim, un sumerio, Siuzudra, fue igualmente un héroe que sobrevivió al diluvio. ¿Se trata del mismo hombre? ¿y cual es la relación entre estos nombres?

Lo único que se puede decir, es que en un fragmento conservado de esta leyenda, el héroe se llama Nahmolle. Y este dialecto hurri, era hablado en la región del Éufrates, en el país de Harán. No hay nada extraño en el hecho de que Abraham, originario de esa zona, llamara a su héroe Noah con una simple, simple abreviación.

En cuanto a Enoch vivía igualmente, al parecer, en la época del Diluvio. Fue el séptimo patriarca, autor de un libro sobre el Cambio de las Luminarias del Cielo, y sería pues sin duda el séptimo rey sumerio, inventor de la astrología. Y si, en Enoch, se encuentra la raíz Eno, Noé, podría ocurrir también que Enoch y Enki puedan ser etimológicamente próximos.

Es probable que las llanuras fértiles de Sumer, que fueron el origen de la civlización babilonia, conocieran la viña y el vino.

La prueba es que el signo sumerio que significa la vida, originariamente era una hoja de viña y la Meishna judaica afirme sin sombra de dudas, que el árbol de la ciencia del Bien y del Mal de la que habla el Génesis, era una viña.

Sea como fuere, se sabe, por los descubrimientos de los fósiles, que la viña existían mucho antes incluso que las historias atlantes, mucho antes de las enseñanzas que los atlantes –u otros– nos aportaron. Las cepas fosilizadas que se han convertido en silex con extremadamente antiguas, datando de varias decenas de miles de años.

De todas formas, se sabe que el hombre ha prensado la uva desde hace mucho tiempo; se han encontrado amalgamas de semillas de uva en los restos de palafitos de entorno a 20.000 años de antigüedad. En esa época aparecieron los troncos de homo sapiens, y con él un principio de viticultura. Se trataba de uva salvaje (vitis praevinifera), predecesora o contemporánea de la vitis vinifera, nuestra viña para hacer vino, que existía ya en Europa en el tiempo del mioceno. Su cultivo exigen cierto sedentarismo, así pues no puede remontarse más allá de la edad de bronce.

¿Cómo se prensaban las uvas? Lo ignoramos, pero es evidente que habían sido así tratadas para extraer el mosto que, por sí mismo, se convierte bastante rápidamente en vino de una forma completamente normal.

No es pues en absoluto extraño que los Noe de las diversas leyendas, bíblicas y demás, hayan no solamente podido elaborar vino, sino que tmbién lo hayan transportado en barcos, cuyas tripulaciones esperaban cambiarlo en tierra, o al menos al emigrar cargar plantas de viña, de la misma forma que transportaron los animales que pensaban hacer reproducir, algo necesario para subsistir. Y la viña, que daba la uva y el vino, era ciertamente considerada como uno de los elementos más importantes.

Que algunos hayan guardado –o adquirido– el nombre mismo de vino no parece extraordinario.

Esto nos remite al origen del vino.

Se ha querido hacerlo llegar –según la costumbre que quiere que todo proceda de Oriente– de Azerbaidjan próximo al monte Ararat, sin duda porque la Biblia pretende que Noé habría inventado el vino; también se dice que llegó del Cáucaso y de la Cólquida.

Se ha habado también de la India, pero es evidente que ha existido por todas partes, más o menos bueno, y adaptado a los gustos y a los países.

© Por el texto original en francés: Louis Charpentier
© Por la traducción: Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen